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19 septiembre, 2022

Duelos y quebrantos.

Ahora que medio mundo anda pendiente de las solemnes exequias en honor de la Reina Isabel II de Inglaterra, tan llenas de protocolo y liturgia, no estaría de más dar algunos detalles sobre cómo honró Sevilla el fallecimiento de otro monarca, con tanta fastuosidad que hasta mereció un soneto por parte del autor del Quijote. Pero como siempre, vayamos por partes. 

A las cinco de la madrugada del 13 de septiembre de 1598, sosteniendo en una mano un cirio encendido y en la otra un crucifijo, fallecía en San Lorenzo de El Escorial el monarca Felipe II, cerrando todo un ciclo fundamental en la historia española. Tal como cuenta Francisco de Ariño en sus "Sucesos de Sevilla", la noticia llegó por carta cuatro días después, ordenándose que el domingo 20 a la una de la tarde todos los campanarios y espadañas de Sevilla doblaran sus campanas en señal de duelo.

Felipe II en 1565, plasmado por la pintora Sofonisba Anguissola.

No quedó ahí la cosa. Al día siguiente, la ciudad comenzó a vestirse, literalmente, de negro, pues se dispuso que se pregonara la obligatoriedad de portar prendas de luto como muestra de respeto. Teñir de negro las vestimentas, hay que decirlo, era caro y costoso, el propio Ariño lo contaba así:

"Yo gasté ciento y trece reales y diez maravedís en el luto que hice, que me duró más de cuatro meses, y hubo tanta falta de bayetas que subieron a 18 reales la vara, y no se hallaba, y para Inquisición, Audiencia y Cabildo y Contratación de Indias se gastaron 48 piezas de paño muy fino, porque hasta los criados y escribanos públicos y toda la justicia y sus caballos y mulas hubo luto, que fue la mayor grandeza que jamás los nacidos han visto". 

Evidentemente, no todos los sevillanos de aquellas calendas pudieron permitirse tamaño cambio de "look" (como se dice ahora), sobre todo los menos pudientes y los pobres, de quienes se apiadó el nuevo rey Felipe III dispensándolos de llevar luto excepto, eso sí, en los sombreros. Todo un detalle, pues había multas y penas de cárcel incluso para quienes no cumplieran con lo ordenado.


A los dos meses, en noviembre, comenzaron los funerales solemnes en la Santa Iglesia Catedral, con vigilia de gala; el problema, o mejor, la crisis, llegó a la hora de la Misa de Requiem, cuando el personal de la Real Audiencia dispuso cojín y sillón de terciopelo cubierto con telas negras para su Regente, a lo que se opuso firmemente el Cabildo de la Ciudad alegando con presteza que ésa no era la costumbre. El conflicto entre jurisdicciones estaba, pues, servido. La discusión, en medio de la celebración eucarística dicho sea de paso, fue alcanzando el rango de alboroto y, finalmente, el inquisidor Blanco que oficiaba la ceremonia, ordenó detener la liturgia hasta que se solventase el enredo protocolario que sin embargo se prolongó durante horas, días y semanas con cartas, idas, venidas, excomuniones, quejas, insultos, afrentas, forcejeos y discusiones, hasta que por fin, el 30 de diciembre, pudo terminarse el funeral por Felipe II tras un acuerdo que no contentó a ninguna de las partes. 

Para hacernos una idea de cómo fue el pleito, baste decir que por la parte de la Ciudad figuraba como Asistente el famoso Marqués de Puñonrrostro, viejo conocido de esta página, quien ya se las había tenido en otras ocasiones con la Real Audiencia por cuestiones de jurisdicción. Por cierto, a la Inquisición le tocó rascarse el bolsillo y hacer frente al pago del enorme gasto de cera producido, pues mientras se solventaba la cuestión el altar permaneció encendido durante horas. 

No podemos, ni debemos, dejar en el tintero el fabuloso monumento funerario, el túmulo, levantado en el interior de la catedral con motivo de tan fausta ocasión y en cuya realización, encabezada por el arquitecto Juan de Oviedo, participaron artistas de la talla de Francisco Pacheco, Juan Martínez Montañés, Diego López Bueno o Marcos Cabrera, entre otros muchos, en lo que supuso una absoluta movilización de talleres y obradores con un objetivo común: una enorme "máquina funeraria" que absorbió ingentes cantidades de dinero y madera en unos tiempos en los que las arcas municipales y eclesiales andaban de capa caída. 


Pintado con el mismo tono de la piedra de El Escorial y estructurado en varios cuerpos con diferentes niveles y tamaños, el túmulo poseía una carga simbólica indudable, ya que estaba lleno de lemas y leyendas en latín con alusiones a las virtudes cristianas en recuerdo emocionado al fallecido monarca, además de numerosas alegorías escultóricas, emblemas, heráldica y, como colofón, un obelisco en su cúspide, lo que hacía de todo ello un conjunto irrepetible al que habría que sumar la ingente cantidad de cera que lo iluminaba; poseía además dos galerías porticadas y decoradas con motivos pictóricos relacionados con la vida del "Rey Prudente", a manera de relato histórico. No es de extrañar, por tanto, que Miguel de Cervantes, tras contemplar aquel impresionante montaje efímero proclamase su majestuosidad, valga la palabra, en el famoso soneto (con estrambote): 

¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!,
porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?

¡Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo!, ¡oh gran Sevilla,
Roma triunfante en ánimo y nobleza!

Apostaré que el ánima del muerto
por gozar este sitio hoy ha dejado
la gloria, donde vive eternamente.

Esto oyó un valentón y dijo: "Es cierto
cuanto dice voacé, señor soldado,
Y el que dijere lo contrario, miente."

Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada
miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

Y, como suele decirse, "A rey muerto, rey puesto"

El el 4 de enero de 1599 amaneció con toda la ciudad ataviada de gala y hasta se barrieron sus calles, cosa rara. Brillaba el sol pese al frío reinante, mientras toda la guarnición hispalense aprestaba sus armas y pertrechos para comenzar la ejecución de un gran alarde militar, disponiéndose varias piezas de artillería en la Alameda y numerosas tropas cubriendo las calles desde los Alcázares hasta el mismo palacio de los Marqueses de la Algaba en la calle Feria, residencia del Asistente, desde donde partió la comitiva en enjaezadas cabalgaduras para alcanzar una rebosante Plaza de San Francisco y allí, como era de ley, proclamar a los cuatro vientos la coronación de Felipe III al grito de "¡Viva el rey Don Felipe III, Nuestro Señor!", con el telón de fondo del tronar de tambores, las melodías de los pífanos, el olor a pólvora de los mosquetes y arcabuces y el estruendo de falconetes y bombardas, mientras tremolaban pendones y estandartes, la muchedumbre aplaudía enfervorizada y la Giralda repicaba un pino de gloria.

Se había alcanzado la parte del acto más ansiada por el pueblo. Lanzadas por el Marqués de Puñonrrostro, volaron por los aires cientos de monedas con la efigie del nuevo monarca en el anverso y la figura de la Esperanza en el reverso. Nuestro cronista Francisco de Ariño, testigo de todo aquello, narró así aquel tumulto monetario: 

"Y de estas monedas tomó el marqués a puñados y arrojó a todas partes de la plaza entre la gente, de que hubo muchas puñadas. Y en la plaza de la Feria volvieron a hacer otra ceremonia y volvieron a echar las dichas monedas, y al son de la música y artillería, y puñadas y perdimiento de capas y sombreros que llevó por coger las monedas, vino la noche y se acabó la fiesta. 

Yo cogí una de las monedas, que perdí por ella una daga muy buena, y la di por bien empleada, por haber visto tan buena fiesta y tener una cosa de gran memoria, y por venir cansado y con buena gana de cenar".

Con Felipe III en el trono, la ciudad se adentraba, quizá sin saberlo, en el siglo de la crisis, el XVII, pero esa, esa ya es otra historia...

14 junio, 2021

Puñonrostro.

Seguro que muchos, al leer el título de este post, habrán recordado automáticamente la calle de este nombre, situada en la misma Puerta Osario y que sirve de acceso al centro para no poca circulación rodada o transeuntes que buscan el sector de la Encarnación. El nombre siempre llamativo de esta vía nos hace retrotraernos en esta ocasión a finales del siglo XVI, cuando llega a Sevilla Francisco Arias de Bobadilla, Conde de Puñonrostro. Militar aguerrido y protagonista de numerosos lances y combates al frente de los Tercios de su majestad, sobre todo en Milán y Flandes, luchó a la órdenes de Don Álvaro de Bazán y fue arte y parte en el llamado "Milagro de Empel", acaecido durante la batalla librada entre holandeses y españoles entre el 7 y el 8 de diciembre de 1585. 

Gustavo Ferrer Dalmau: El Milagro de Empel. 

 Durante la misma, ante una inminente derrota española y una propuesta enemiga de capitulación, la respuesta de los mandos de los Tercios fue rotunda: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos». Sitiados en un montecillo, rodeados por el enemigo e inundados por las aguas del río Mosa por la rotura intencionada de sus diques, las exhaustas tropas hispanas encontraron aliento en el hallazgo bajo tierra de una pintura de la Virgen María, a la que se encomendaron con fervor. Aquella noche, las aguas se congelaron, dejando en desventaja a los navíos holandeses que asediaban a los españoles, circunstancia que fue aprovechada por éstos para lograr una victoria tan sorprendente que hizo exclamar al almirante Hohenloe-Neuenstein, de las Provincias Unida, contrincante de Puñonrostro: "Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro". Desde entonces, la Inmaculada Concepción, cuya festividad litúrgica, como sabemos, es el 8 de diciembre, es tenida como Patrona del Arma de Infantería Española. 



Merced a su capacidad de organización y liderazgo, ejercerá también cargos importantes como asesor del Rey, sobre todo en el llamado Consejo de Guerra, en el que se decidían los asuntos relativos a las contiendas y enfrentamientos bélicos que la monarquía española llevaba a cabo por aquel entonces.

Con una impecable hoja de servicios como Maestre de Campo, Arias de Bobadilla es nombrado por Felipe II Asistente de Sevilla en 1597, contando entonces la edad de cincuenta años. Puñonrostro recibe el encargo con la lógica disciplina militar que le caracterizaba, y lo hace además con la encomienda, impopular sin duda, del urgente reclutamiento de tropas para los tercios que combatían por aquel entonces en media Europa y sobre todo para defender la provincia de un posible levantamiento morisco auspiciado por la corona inglesa.

Foto: Reyes de Escalona

Ya en la ciudad, el nuevo regidor se encontrará con los más diversos problemas relacionados con el orden público, afrontándolos desde su mentalidad castrense y haciendo política "manu militari", o lo que es lo mismo "ordeno y mando". 

Fruto de ello serán por ejemplo algunas disposiciones, como la del 29 de abril de 1597, cuando decretó concentrar en el Hospital de la Sangre o de las Cinco Llagas a todos los mendigos y pordioseros de Sevilla. El historiador trianero Francisco de Ariño lo contaba así en 1873: "fue el mayor teatro que jamás se ha visto, porque había más de dos mil pobres, unos sanos y otros viejos, y otros cojos y llagados, y mugeres infinitas, que se cubrió todo el campo y los patios del hospital y a las dos de la tarde fue su señoría acompañado de mucha justicia y con él muchos médicos y entraron en el hospital". A quienes se les consideró lo "suficientemente" pobres o ancianos, se le entregaron unas tablillas con cintas blancas donde decía "licencia para pedir", mientras que a los "no aptos" les ordenó que buscasen ocupación o trabajo en el plazo de tres días, bajo pena de cien azotes, nada menos. 

Del mismo modo autoritario centró sus esfuerzos en erradicar a los llamados "regatones", quienes revendían o especulaban con productos alimenticios de primera necesidad por encima de los precios establecidos y ajenos al control fiscal del cabildo de la ciudad, generando no pocos problemas y trifulcas; a buen seguro que quienes hayan visto la serie televisiva "La Peste", en su segunda temporada, reconocerán que la situación provocada en Sevilla por la la escasez de abastos, carestía y prácticas casi mafiosas tiene mucho que ver con esto que relatamos, incluyendo el perfil del Asistente Pontecorvo, encarnado en la ficción por el actor toledano Federico Aguado y que recuerda no poco a nuestro Puñonrostro. 

A mayor abundamiento, llegaron a circular coplillas populares en su honor, como éstas que transcribió Ariño: 

Eso si, cuerpo de Dios,
Bien haya el nuevo asistente,
Pues hace guardar la tasa
A toda suerte de gente.

A todos nos hace iguales.
Pues que no siendo jueces.
Nos hace comer barato 
Como el oidor y el regente.

Todo el mundo es veinte y cuatro. 
No hay quien no sea teniente.
Que todos somos justicia
Por los nuevos aranceles.

 A modo de anécdotas sobre cómo era el carácter de Arias de Bobadilla, baste comentar que en cierta ocasión prendieron a un pastelero por vender huevos al Cardenal Rodrigo de Castro, ¿El motivo? Al ser un artículo de lujo en aquella época, su precio estaba tasado en 5 maravedíes la unidad, y en este caso el Asistente comprobó, gracias al testimonio del repostero, que el Tesorero de Su Eminencia los había adquirido a 16, lo cual iba en contra de las disposiciones del cabildo y conllevaba pena de azotes; la intervención del propio Cardenal salvó al pastelero de la pena, aunque aquel hubo de entregar una limosna de cincuenta ducados para los pobre de la cárcel siguiendo la "sugerencia" de Puñonrostro. 

Igualmente, es muy conocido el episodio en el que, durante una ronda nocturna por tabernas y mesones, inquirió a una joven sobre su procedencia y motivos de trabajar en tan difícil lugar, a lo que la moza contestó que se hallaba allí para mantener a su hijo pequeño, fruto de una relación ilícita con cierto canónigo de la catedral que luego se desentendió de ambos pese a sus promesas iniciales; citado dicho canónigo ante la presencia del Asistente, Puñonrostro se encaró con el estupefacto y atemorizado eclesiástico, que esperaba cualquier cosa menos un lance como aquel, obligándole a entregarle a la joven la cantidad de cien ducados prometida bajo pena de perder la cabalgadura con la que se había desplazado hasta la residencia del regidor.

Tampoco descuidó el Asistente asuntos como la limpieza de las calles, emitiendo un Bando el 20 de agosto de 1597 por el que condenaba a multa de 20 maravedís y diez días de cárcel a todo aquel que arrojase aguas sucias por las ventanas, y si el infractor fuera esclavo y su amo no quisiera abonar la multa, que se le propinasen cincuenta azotes. 

Hasta incluso decidió, tal era su poder, sobre el vestir de las gentes, como cuando ordenó que todos los sevillanos vistieran de luto tras la muerte de Felipe II en septiembre de 1598; las crónicas cuentan que "hubo tanta falta de bayetas que subieron á 18 reales la vara, y no se hallaba, y para Inquisición, Audiencia, y Cabildo y Contratación de Indias se gastaron 48 piezas de paño muy fino, porque hasta los criados y escribanos públicos y toda la justicia y sus caballos y mulas hubo luto, que fué la mayor grandeza que jamás los nacidos han visto.

Finalmente, en 1599, para alegría de muchos y tristeza de otros tantos, Puñonrostro abandonó Sevilla en dirección a la capital madrileña, donde aún prestaría notables servicios a la corona, falleciendo en 1610.