En alguna ocasión, sobre todo en fechas veraniegas, hemos aludido al uso del río Guadalquivir como lugar de esparcimiento y diversión, especialmente para el baño, con los riesgos inevitables que ello conllevaba. Esta vez, con la ayuda de un curioso y pionero documento, conservado en la Universidad Hispalense, nos centraremos en las precauciones y remedios que la ciudad dispuso en el siglo XVIII con la intención de reducir el número de ahogados. Pero como siempre, vayamos por partes.
Para ello, el documento establece una "Instrucción para los buzos", llamados entonces Maestros de Agua, quienes deberían ser expertos nadadores bajo las órdenes del Capitán del Puerto. Ni que decir tiene que su cometido sería socorrer con rapidez a los que estuvieran en trance de ahogarse; además, se ocuparían de explorar el cauce del río y comprobar hoyos, corrientes y todo tipo de obstáculos que pudieran entorpecer el baño.
Estos "socorristas", los primeros de la Historia de los que quizá se tenga noticia documental, debían andar siempre vestidos con su "traje", consistente en unos calzones de lienzo, por debajo de las rodillas y un chaleco del mismo tejido. Como equipo, contarían con cuerdas o cabos, una bocina con la que llamar la atención (denominada "caracol de campo"), dos o tres campanas en diversos puntos del cauce e incluso una red que se colocaría desde San Telmo a la otra orilla, cerca del convento de Los Remedios, a fin de que recogiese a aquellos cuerpos llevados por la corriente.
A título de anecdótico, aparte de su salario, recibirían una gratificación dependiendo de los salvamentos llevados a buen término, ya que por cada ahogado sacado vivo y con menos de quince minutos en el agua percibirían cien reales, disminuyendo la "propina" a medida que tardasen más tiempo en el rescate (ni que decir tiene que suponemos que realizarían su labor en tiempo récord...).
Además, se regulaba que habría que seleccionar seis enfermeros del Hospital de la Caridad, a orillas casi del río, para que estuvieran prevenidos hasta para lo peor, pues se les ordenaba:
"Escogerá el Superior seis, instruyendo a cada uno de la función en que debe emplearse; y al instante que tenga noticia de que hay un ahogado, lo que sabrán por el aviso, que reciban por el Caracol, que oigan, o por las campanas, que suenen, hará salir a los dos que estén destinados para esto con un féretro enteramente cubierto de tumba alta, y cuatro mantas de bastante abrigo".
La tétrica mención al féretro hace pensar en una función funeraria, pero hay que indicar que las instrucciones también contemplaban, que duda cabe, la posibilidad de salvar al ahogado, contándose para ello con una "máquina insuflatoria" o sea: "un soplete con una plancha que tapa la boca, y una tenaza, que cierra las narices del paciente." y por si este remedio lo lograse el fin deseado, se ponía en marcha la "máquina fumigatoria" de tan peculiar uso que mejor dejemos que lo cuenten los de aquella época:
"No es más que una pipa de fumar tabaco con poca diferencia, de que se sirven los facultativos, para echar clisteres (líquido inyectable) de tabaco en los partos difíciles. Se introduce la cánula por el orificio posterior, y lleno el hornillo de tabaco encendido, se sopla por él, y de este modo se introduce el humo en los intestinos".
De modo que, con este particular enema, que empleaba "cigarros habanos fuertes" un equipo formado por médico y cirujano intentaba la reanimación, al igual que con la cama llena de cenizas calientes a fin de "darle movimiento a la sangre." Existían otros remedios, como las inevitables sangrías, las friegas por todo el cuerpo o la inhalación de sustancias estimulantes como el amoniaco o el hollín y otras soluciones rechazadas ya por la medicina de entonces, digamos que "poco terapéuticas" y algo resolutivas, como colgar al paciente por los pies o hacerlo rodar metido en un tonel, recetas que quizá conseguirían el efecto contrario a la sanación...
Caso de sobrevivir a estos tratamientos, llegaba para el ahogado la convalecencia y para ello se establecía que :
"Si, restituido el enfermo, le quedare opresión de pecho, tos o calentura, se deberá sangrar del brazo, tenerlo a dieta tenue y administrarle tisana de cebada, orozuz y chicoria, u otros remedios blandamente discucientes".
¿Se puso en marcha este servicio de socorristas ribereños? Todo parece indicar que sí, ya que se nombró a Bonifacio Lorite como Médico responsable y a Juan Matony como cirujano allá por julio de 1773, aunque desconocemos por cuanto tiempo se mantuvo esta loable iniciativa, que suponemos sirvió para reducir la mortalidad del Guadalquivir, siempre peligroso como demostró en tantas y tantas riadas e inundaciones, pero esa, esa ya es otra historia...
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