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20 noviembre, 2023

Un azulejo en Santa Paula

En esta ocasión nos vamos a centrar en un azulejo tristemente desaparecido en un conocido monasterio sevillano, pintado por un ceramista italiano y del que se ha tenido noticia gracias a un fotógrafo francés del siglo XIX; pero como siempre, vayamos por partes. 

Fundado en 1473 por Ana de Santillán, y bendecida su primera iglesia en 1475, el Monasterio de Santa Paula, de la orden jerónima femenina, no tardó en convertirse en uno de los más importantes conventos de Sevilla, en unas fechas en las que poco a poco todo el plano de la ciudad comenzó a verse sembrado de este tipo de comunidades religiosas de clausura, destacando San Clemente, Santa Isabel, Madre de Dios o Santa Clara, por citar algunas. Muchos han sufrido los embates de epidemias, guerras o revoluciones y otros desaparecieron con las desamortizaciones del siglo XIX, dispersándose su importante patrimonio en otros conventos o incluso en colecciones privadas. 

En el caso de Santa Paula, por fortuna, prosigue funcionando como comunidad religiosa, sobreviviendo con la venta de los productos realizados por las religiosas (espectaculares las famosas mermeladas, sobre todo la de naranja amarga) y contando con un interesante museo visitable, donde Sor Bernarda, medio granadina, medio sevillana, con un gracejo fuera de toda duda, atiende a los visitantes siempre con una sonrisa. Del mismo modo, es ineludible destacar su magnífica portada de acceso a la iglesia, a la que se llega tras atravesar un compás o jardín que sirve de zona de acogida o silencio previo a la entrada al templo. La portada, de estilo gótico-mudéjar terminada en 1504 por Pedro Millán, constituye un muy buen ejemplo de la labor también de un ceramista de origen italiano que llegó a Sevilla a finales del siglo XV y que por aquellas fechas vivía en Triana, cuna de no pocos ceramistas: Francisco Niculoso Pisano. 

Santa Paula, por Richard Ford. 1831.

Por datos documentales que se conservan, se sabe que vivió y trabajó en la actual calle Pureza; casado y con varios hijos y con contactos con la alta sociedad sevillana, Pisano traerá consigo la técnica consistente en pintar los azulejos esmaltados con color blanco y decorarlos con motivos polícromos, algo muy distinto al tradicional azulejo de cuerda seca, tan usado en decoración todavía en nuestros días. 

En su taller se realizarán, por poner algunos ejemplo más, el retablo de azulejos de la Visitación de la Virgen que se conserva en los sevillanos Reales Alcázares y también la conocida lauda sepulcral de Íñigo López (1503) que puede encontrarse en el lateral de una de las naves de la Real Parroquia de Santa Ana, sin olvidar el retablo que realiza para el monasterio de Santa María de Tentudía en Calera de León.

La Revolución de 1868, denominada "La Gloriosa", de marcados tintes laicistas y antimonárquicos en una etapa de profunda depresión económica, supuso para Sevilla la expulsión de los filipenses y jesuitas, el derribo de casi todas las puertas de la ciudad y la incautación de numerosos templos, como la desaparecida parroquia de San Miguel o el convento de las Dueñas, al igual que el cercano cenobio de San Felipe, del que hablamos en otra ocasión o la parroquia de Santa Lucía, también exclaustrada. Fueron meses de algaradas y revueltas, al grito de "Viva España con honra" en un momento histórico en el que la propia reina Isabel II marcha al exilio.


Las violentas manifestaciones antirreligiosas provocaron numerosos incidentes, como el relatado por José Gestoso,  que afectó significativamente al monasterio de Santa Paula y que supuso el destrozo, ¡A balazos!, del valioso azulejo de Santa Paula que presidía el acceso al compás del monasterio, realizado por Francisco Niculoso Pisano, sustituido en 1888 por otro realizado en tierras valencias y que puede hoy día observarse en el mismo lugar.

Gestoso cita al Barón Davillier, el cual en 1865 (tres años antes de los sucesos revolucionarios) publica una guía de viajes que en el apartado de Sevilla alude al convento de Santa Paula, destacando en la puerta de entrada: 

"En el convento de Santa Paula, en la puerta de entrada, vemos a esta santa que figura estar en una especie de patio, solado de azulejos violetas y blancos; los muros están guarnecidos con de azulejos blancos con trazos azules. Vénse allí representados cuatro árboles verdes puntiagudos y a la santa Paula encuadrada por dos columnas verdes que sostienen un arco de medio punto".

Por fortuna, en 2017 el Centro Andaluz de la Fotografía publicó un interesante volumen dedicado a la labor como fotógrafo del francés Luis León Masson, nacido en 1825, quien ejerció como tal en la Sevilla unos años antes de la mencionada Revolución de 1868, viviendo primeramente en la calle Escobas (actual Álvarez Quintero) y posteriormente en Sierpes, donde tuvo su estudio como retratista. Además, estableció una fluida relación con los Duques de Montpensier, entonces residentes en el Palacio de San Telmo y realizó reproducciones de diversas pinturas de Murillo. Igualmente, como han documentado María Teresa García Ballesteros y Juan Antonio Fernández Rivero, autores de dicha publicación, se dedicó a realizar instantáneas de los diferentes monumentos de su ciudad de acogida, por lo que se conserva una fotografía, quizás la única, que refleja la puerta de Santa Paula en 1865, antes de la destrucción del azulejo de Pisano que venimos comentando.


La imagen concuerda con el análisis del Barón Davillier, mostrando el ladrillo labrado de la fachada, la puerta con su arco conopial entre baquetones y el referido azulejo, ignorante del destino que desgraciadamente le aguardaba. Por cierto, sobre otra de las puertas de entrada al Monasterio se encuentra otro azulejo con el escudo heráldico del mismo, con el correspondiente capelo cardenalicio y el característico león de San Jerónimo; ni que decir tiene que recomendamos la visita a Santa Paula, un que merece la pena conocer, ahora que incluso se ha editado una cuidada publicación sobre su pasado y el patrimonio que atesora, pero esa, esa ya es otra historia.

03 julio, 2023

Dormitorios.

En estas tórridas noches veraniegas en las que tanto cuesta conciliar el sueño por el calor, cuando el cuerpo cansado reclama dormir, no estaría mal que nos diésemos un imaginario paseo por aquellas calles que fueron lugar de merecido descanso para muchos, y no nos referimos a vías con lujosos hoteles, dignas pensiones o populares posadas; pero como siempre, vayamos por partes. 

Ciudad conventual, como se ha dado en llamar, Sevilla albergó en su mejor etapa histórica casi cien conventos o monasterios, tanto de órdenes femeninas, muchas de clausura, como masculinas. El concepto de convento como "micro ciudad" quedará claro desde el primer momento siguiendo modelos arquitectónicos traídos de fuera, pues el claustro o patio principal será casi como la plaza mayor a la que darán las "calles" o pasillos que a su vez llevarán a otras dependencias, siempre otorgando el mayor protagonismo al templo. Dentro del entramado de habitaciones o estancias que poseía cualquier monasterio o convento, como la Sala Capitular, la Enfermería o el Refectorio, del que hablamos en su momento, otro lugar, aunque secundario lo constituían los dormitorios para la comunidad. Habitualmente eran comunes, enormes salas corridas apenas divididas con cortinas, en otras ocasiones existían celdas individuales que aunaban austeridad con aislamiento y por supuesto, mención aparte, las habitaciones del prior, superiora, abad o madre general, quien por su cargo poseía estancias quizá algo más destacadas. 

En cualquier caso, los dormitorios conventuales solían situarse en plantas baja (para verano) y altas (para invierno), quizá encima de la zona de cocinas para aprovechar el calor que provenía de las mismas y conectados al claustro y no lejos de la iglesia, ya que era habitual que los monjes o religiosas tuvieran que levantarse, previo toque reglamentario de campana, para rezos a horas nocturnas intempestivas diariamente, como para Laudes o Maitines. El hecho de colocar los dormitorios por encima de otros aposentos tenía que ver, seguramente, con la idea de aislamiento en altura del exterior y el impedir que por esa zona alguien entrase... o saliese, aunque no faltaban fuertes rejas de forja para impedir tal circunstancia.

Despojados de su función, se conservan los antiguos dormitorios del convento de Santa Clara o los de Santa Inés, ambos con la misma función como salas de exposición, o los de Santa Rosalía, utilizados como espacio para celebraciones gestionado por las propias religiosas para allegar fondos a su comunidad. No es de extrañar, por tanto, que en Sevilla se conserve aún hoy una calle con el nombre de Dormitorio, la que va desde la Plaza del Cristo de Burgos hasta Alhóndiga y cuyo origen está en esa estancia perteneciente al convento de Trinitarios Descalzos, del que se conserva por fortuna su torre e iglesia, sede ahora de la Hermandad del Cristo de Burgos. El nombre al menos ya existía en 1728, pero probablemente se utilizase de mucho antes. 

Foto: Reyes de Escalona. 

Calle con mucha circulación rodada, y que forma un trazado ligeramente curvo, a comienzos del siglo XX estuvo en ella, en el número 6,  la Fundición de Manuel Grosso ya allí al menos en 1860, y de la que salieron piezas para el Palacio de San Telmo o la Catedral; el edificio, puede que ya sin uso,  despertaba denuncias como ésta recogida en el diario El Liberal de diciembre de 1918:

"Se nos quejan los vecinos de la calle Dormitorio de que la fachada de la casa número 6 está convertida en mingitorio público, hasta el extremo de que el rincón lo ponen intransitable los numerosos desaprensivos que allí evacuan sus necesidades. Sería conveniente que por la brigada de desinfección se saneara aquel lugar, que buena falta le hace. También nos dicen que la farola del centro de la calle está apagada desde tiempo inmemorial, y como el pavimento está imposible, los vecinos de la calle Dormitorio viven mejor que quieren".

Foto: Reyes de Escalona. 

 En su esquina con la plaza del Cristo de Burgos alberga el conocido Bar Coloniales, fundado en 1992 pero que posee antecedentes de una antigua tienda de vinos y comestibles, recuerdo quizá de cuando aquella zona era llamada Vinatería, coincidiendo con el sector de Sales y Ferré, por la presencia de numerosas tabernas (quizá de ahí provinieran las quejas vecinales por "aguas menores" en la calle). 

Sin embargo, hubo otras calles "Dormitorio", hoy desaparecidas o con nombres distintos:

Dormitorio del Carmen, el tramo de la actual Pascual de Gayangos, en el barrio de San Lorenzo, llamada así porque los mencionados dormitorios del convento Casa Grande del Carmen daban a esa zona, de hecho en la actualidad a esa calle da la salida de la Escuela Superior de Arte Dramático, ubicada en ese antiguo e importante convento. Como curiosidad, en esta calle vivió durante un tiempo el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, cuando un tramo de esta calle recibía un nombre peculiar: Espejo. Lo olvidábamos, Pascual de Gayangos, nacido en Sevilla en 1809 fue un destacado historiador, erudito y catedrático de Lengua Árabe en Madrid. 

Si tuviésemos que descubrir la calle Dormitorio de San Pablo tendríamos que acudir al tramo de la calle Bailén pegado a la puerta secundaria de la parroquia de la Magdalena, ya que se tienen noticias del uso de tal nombre desde al menos el siglo XV en alusión a que en esa zona estaban esos aposentos del convento dominico, que posteriormente quedó convertido en parroquia; en el siglo XIX la calle perdió el nombre de Dormitorio por el de la célebre batalla de la Guerra de Independencia, y además una serie de nuevas construcciones dejaron "invisible" el ábside de la iglesia, aunque se mantiene abierta la puerta trasera que da a su sacristía, con la consabida lápida de mármol para solicitar la administración de los últimos sacramentos a deshoras. 

Foto: Reyes de Escalona. 

Otro de los grandes conventos masculinos, el conocido como Casa Grande de la Merced, poseyó una extensión mucho mayor a la actual, limitada ahora a patios, dependencias e iglesia del Museo de Bellas Artes; se sabe que existió una calle llamada Dormitorio de la Merced, llamada así todavía en el siglo XVII. Quizá a la altura de la calle Cepeda, muy cerca de la capilla de la Hermandad del Museo, sería buena prueba de lo comentado, ya que hay que pensar que la actual plaza del Museo es fruto de la demolición (entre 1840 y 1860) de todo un sector edificado perteneciente a este convento mercedario, escenario de cierto macabro suceso que ya hemos narrado por estas páginas.

El convento de Madre de Dios, recientemente restaurado, posee una hermosa fachada que da a la calle San José, a medio camino entre Santa María la Blanca y San Nicolás; como imaginará el lector, la calle Dormitorio de Madre de Dios se situó en uno de los laterales del claustro,  con ese nombre se mantuvo hasta el siglo XVIII en el que curiosamente pasó a denominarse Soledad en honor a un retablo callejero dedicado a una imagen de la Virgen con esa advocación. Por si alguien quiere visitarlo, aún es posible recorrer dicho claustro, ya que pertenece ahora al Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla (CICUS) y en él se organizan diversas actividades. En esta calle destaca por su belleza el antiguo palacio del caballero Ibarburu, del siglo XVIII, con hermosos patios y monumental escalera con azulejería, en el que desde 1946 se halla situado el Instituto Británico. Por cierto, el nombre de Soledad se sustituyó por el de ahora, Federico Rubio, en 1900 en honor al médico y cirujano fundador de la Escuela de Medicina que ocupó parte del convento de Madre de Dios.

Existió también la calle Dormitorio de los Viejos, que aludía a la presente calle Viejos en la zona entre San Juan de la Palma y San Martín; el nombre se debió a la presencia del edificio del Hospital de San Bernardo, rehabilitado ahora tras muchos años en ruinas, que acoge un Centro de Participación Activa para Mayores y cuya iglesia esa ahora sede de la Hermandad de la Divina Pastora de Santa Marina. Por cierto, el Hospital de los Viejos, como también se le conoció, fue una residencia de ancianos creada en allá por el siglo XIV, concretamente en 1355, por lo que se considera que fue una de las instituciones geriátricas más antiguas de toda Europa, pero esa, esa ya es otra historia. 


03 mayo, 2021

A comer

 

A la hora de detallar aspectos sobre cualquier convento o monasterio, bien masculino, bien femenino, siempre suele hallarse bastante información sobre su historia, su patrimonio artístico y otros elementos quizá más “llamativos”, pero pocas veces se encuentran pormenores de zonas que, aunque cotidianas, tenían capital importancia dentro de la vida monástica, como por ejemplo el Refectorio.

Originada del latín “Reffectorium”, la palabra alude al espacio en el que los monjes tomaban alimento, tres veces al día, a veces solo dos, o incluso una en tiempos de ayuno en Adviento o Cuaresma, contituyendo uno de los momentos, junto con la liturgia en el templo, en el que la comunidad se reunía en torno al prior o abad. Los grandes artífices del fenómeno monástico europeo, como San Benito de Nursia o Bernardo de Claraval, especificaron y ordenaron la vida en el cenobio, haciendo especial hincapié en la necesidad de la autosuficiencia y del aislamiento del mundo. Huertos, rebaños, maitines, silencio, escritorios donde los copistas realizaban su labor hoja a hoja, "ora et labora", en definitiva; quien haya leído "El Nombre de la Rosa" o incluso visto la cinta cinematográfica, sabrá de qué hablamos. 

Orientado al claustro normalmente y en dirección norte-sur, el refectorio se ubicaba siempre en el sector con mayor luz solar a lo largo del día, y también se construía con cierta altura y abovedado, a fin de gozar de buena acústica para una de sus funciones, pero no nos adelantemos. Los cistercienses, por poner un caso, prescindían de todo tipo de decoración en él, mientras que en otras congregaciones, los jerónimos por ejemplo, una escena de la Sagrada Cena solía decorar el muro de la cabecera, como la que se conserva en el refectorio del desaparecido monasterio jerónimo de San Isidoro del Campo en Santiponce. Datable como del siglo XV por su arcaismo, destaca por sus grandes dimensiones.


También vale la pena recordar, por qué no, que el antiguo refectorio del Convento de San Agustín, en los aledaños de la Puerta de Carmona, se conserva todavía en pie y en uso por la Hermandad de San Esteban, quien lo usa como salón de actos o que la actual Sala II del Museo de Bellas Artes de Sevilla se ubica en lo que fue refectorio del Convento Casa Grande de la Merced.

¿Qué comían? Cada Orden religiosa establecía qué tipo de alimentos y de qué manera habían incluso de prepararse, aunque casi todas coinciden en la abstinencia parcial o total de carne, de ahí que los cartujos sevillanos, por ejemplo, fuesen famosos por el llamado "Jamón de la Cartuja" o lo que es lo mismo, un exquisito atún en salazón (mojama, para entendernos) pescado en las almadrabas gaditanas propiedad de la propia orden cartujana y (alguna vez lo hemos comentado) famosos también por la denominada "tortilla cartujana", a base de simplemente huevos batidos, sal y aceite. Creada en los fogones de la propia Cartuja de Santa María de las Cuevas, los invasores franceses del Mariscal Soult (quienes convirtieron el refectorio en almacén de grano) tomaron la receta como propia llevándosela a su patria y convirtiéndola en la "tortilla francesa" de toda la vida. 

En general, abundaba, ni que decir tiene, el consumo de pan, aceite, legumbres, lácteos, hortalizas y frutas, con especial protagonismo para potajes, sopas y menestras, planteándose incluso una interesante dualidad entre la forma de comer de la nobleza, que se alimentaba de carne de caza y asados, y el clero regular, que como hemos dicho abogaba por la comida hervida. Cada monje recibía una libra de pan en las comidas, unos 400 gramos, acompañado de la consabida ración de vino, quien jugaba un papel protagonista al ser bebida usada con mucha frecuencia aunque con moderación; en la Regla de San Benito se establecía que cada monje recibiría una hemina de vino, el equivalente actual a un cuarto de litro. Algo similar ocurriría en el norte de Europa con otra bebida alcohólica que nuestros días también ha cobrado gran preponderancia social: la cerveza, empleada como sustitución del agua (casi siempre insalubre) y del alimento (al estar realizada con cereales nutritivos), por no hablar de su uso como producto a vender para obtener beneficios económicos para el monasterio.

Antes de las comidas, los monjes eran llamados a ellas mediante el toque de campana; debían lavarse concienzudamente las manos, eliminando la suciedad de la tierra labrada o de la tinta de los escribanos, la entrada al refectorio se hacía siempre de manera ordenada y con la presidencia del Abad o Prior, quien ocupaba el lugar preferente al fondo, rodeándose de los clérigos o monjes con cargos o con mayor antiguedad. Las mesas estaban dispuestas en paralelo y arrimadas a los laterales de la sala, en cuyos muros habría bancos corridos. La comida era servida en grandes ollas o marmitas y el primer bocado, para su aprobación, corría por cuenta del prior; quien en el caso de los cartujos, al hacer el gesto de descubrir el pan, tapado por una servilleta, daba por comenzada la comida, no sin antes las preceptivas oraciones de acción de gracias. 


 Varios monjes (o monjas) tendrían diversas funciones en el refectorio, uno de los más importantes sería el llamado "refitolero", encargado de su orden y de que todo estuviera dispuesto en cada comida, siempre con la ayuda de los cocineros y ayudantes que durante cada jornada se afanaban en los fuegos. El papel del Lector era fundamental, pues con sus textos ponía "banda sonora" al momento de comer, brindando, por así decirlo, "alimento espiritual" a sus compañeros y disponiendo para ello de una especie de púlpito desde el que proyectar su voz sobre el silencio reinante. En el sevillano convento de Santa Clara, actual Espacio Santa Clara dependiente del Ayuntamiento de la ciudad, aún se conserva en su refectorio el púlpito, así como las dos hileras de mesas. Como curiosidad, la Regla de San Benito establecía que quien ejerciera de lector recibiera un vaso de vino y algo de comida antes de cumplir su cometido, y que comiera a la finalización junto con los cocineros y demás personal. 

Normalmente, desde la Edad Media, cada monje disponía de una escudilla, un jarro, un cuchillo y una servilleta a modo de servicio de mesa, aunque poco a poco se fue introduciendo el uso de la cuchara y más tarde, el tenedor. En el siglo XVIII, un manual para monjes capuchinos establecía una serie de normas sobre cómo debía comportarse en la mesa un buen "comensal": 

 «No han de comer puestos los codos sobre la mesa, sino de modo, que las manos toquen solo por las muñecas en el borde de la mesa, teniendo el cuerpo igual, no agoviado. Assi mismo han de comer no apressuradamente, sino con modestia, y gravedad; ni han de comer à dos carrillos, ni à dos manos; ni royendo los huessos; ni sacando con estrepito voràz la caña de ellos, chupandolos, ò golpeando sobre la mesa para esso. Es vicio también morder el pan, y de las demás viandas, sin partirlas en menudos pedaços; sorber el caldo à grandes tragos; llenar de sopas migadas la escudilla hasta reboçar; aplicar la vianda à la boca con la punta del cuchillo; soplar al caldo, escudilla ò vianda; llegar con la boca al plato para tomar el bocado; comer la fruta a bocados y sin mondarla; ajar la comida con las manos; chupar los dedos; barrer con ellos la escudilla, ò plato,  dandole vueltas al rededor; dexar muchos fragmentos de pan; mancharlo con la bebida, ò vianda; descortezarle, ò, estando entero, decentarle para tomar del uno o dos bocados para acabar de comer. Todos estos vicios se han de huir, y lo nota San Buenaventura

Detalle interesante, la comida era preparada en el "Infierno", término coloquial para designar a las cocinas y que o tendría que ver con que allí se cocinaba la pecaminosa carne, o con la existencia de fuego y calor hasta extremos insoportables a semejanza del Averno. 

Tal era la importancia del momento de la comida comunitaria en el refectorio que una de las sanciones habituales que se imponían a los monjes, debido a faltas leves como la impuntualidad, la negligencia o la desobediencia, era la del castigo a comer en solitario, sin la compañía del resto de hermanos o incluso el ayuno durante un día a fin de darle tiempo para el arrepentimiento y la contrición. 

En cualquier caso, y tras este somero recorrido por los refectorios monacales, recordemos a Santa Teresa de Ávila: "También entre los pucheros anda el Señor". Que aproveche. 

21 diciembre, 2020

Santa Paula.

 Ya que el tiempo litúrgico del Adviento toca a su fin y que en cuestión de días celebraremos la llegada del Niño Dios a nuestras vidas, ¿Por qué no visitar un lugar en el que la Natividad se vive todo el año? 


El Monasterio de Santa Paula, perteneciente a la rama femenina de la Orden Jerónima, fue fundado en 1473 por la sevillana Ana de Santillán, quien había pasado toda una serie de desgracias familiares, desde enviudar hasta perder a su única hija con apenas dieciocho años. Como respuesta a sus necesidades espiritual, la aristócrata sevillana se recluyó inicialmente en un beaterio, situado en la zona de San Juan de la Palma, donde compartió rezos y plegarias con otras mujeres, pero en su mente bullía la idea de crear un convento o monasterio y fundarlo, además, aprovechando unas casas de su propiedad y otras que poco a poco fue adquiriendo en la collación de San Román.

Finalmente, el 8 de julio de 1474 se hizo el traslado de las catorce beatas, ahora religiosas, con votos formulados solemnemente. No tardó en prosperar la incipiente comunidad jerónima, entrando nuevas vocaciones y comenzando a faltar espacio, pues ni la pequeña iglesia ni su coro tenían capacidad para el crecimiento experimentado. Ana de Santillán, dicen, oraba en busca de un benefactor que con su aportación económica solventase los problemas de espacio, incluso se habló de cierta marquesa que las visitaba con frecuencia. 

La tradición sostiene que en cierta ocasión, durante los rezos en el coro, se pudo escuchar una voz que claramente dijo: "Marquesa será, pero no esa". Y así fue, la Marquesa de Montemayor, Isabel Enríquez, esposa de don Juan de Braganza, y a la sazón nieta de Enrique III de Castilla, sería quien finalmente apoyó, y de qué manera, al Monasterio de Santa Paula, permitiendo la constitución de una nueva iglesia y dos coros. Doña Isabel fallecería en sus casas de la calle Francos el 29 de mayo de 1529, habiendo gastado en la empresa de Santa Paula el importe de sus joyas y hasta el sobrante de las rentas recibidas de la Corona de Castilla, lo que da idea del compromiso adquirido para con las monjas jerónimas.

Con el tiempo, se tomó la decisión de ejecutar una portada para la iglesia y para ello se recurrió al estilo arquitectónico más en boga quizá en aquella época: el mudéjar. A medio camino entre el arte islámico y el gótico, no se ponen de acuerdo los especialistas en la materia, el uso del ladrillo y la cerámica, junto con otros elementos especiales, hacen de este estilo uno de los de mayor personalidad y no sólo en el sur, sino en otras zonas de la península.

Serán Pedro Millán y Niculoso Pisano los elegidos para decorar la portada. Uno se encargará del modelado en barro, el otro del vidriado y policromía. El primero, prolífico autor del que poco se sabe, aunque sus obras pueden contemplarse, y disfrutarse, tanto en la Catedral hispalense como en el Museo de Bellas Artes. El segundo, italiano, permaneció en Sevilla durante treinta años, con vivienda propia en la actual calle Pureza, trayendo de su patria la técnica del azulejo plano y la estética renacentista y dejando obras tan importantes como el sepulcro de Íñigo López en la Real Parroquia de Santa Ana o el retablo de la Visitación en los Reales Alcázares. 

 

Finalizada la portada en 1504, consta  mediante una serie de arcos ojivales concéntricos sustentados sobre baquetones y realizados con ladrillos agramilados, cortados con una esmerada precisión; como fondo, toda una fantasía en azulejos, en la que aparecen figuras mitológicas, tarjas, trofeos militares, antílopes, mascarones... El arco aparece rodeado en su parte superior por un conjunto de siete relieves circulares, una guirnalda floral circunda cada uno ellos, en los que aparecen representados santos de especial importancia: Santa Elena, Santa Rosa de Viterbo (ejemplo de joven entregada a Dios), San Sebastián con San Roque (ambos abogados contra enfermedades como la peste o la lepra) San Antonio de Padua con San Buenaventura y San Cosme con San Damián (ambos médicos y mártires, patronos de los cirujanos). Como se ve, un buen "reparto" de santos protectores y ejemplares para salvaguardar las puertas del templo jerónimo. 

En el centro del arco, un precioso relieve circular, un tondo, de Lucca della Robbia nos representa una Natividad realizada al modo renacentista, llena de clasicismo y belleza. 

El historiador francés Davillier no dudó en afirmar tras contemplar la portada en el siglo XIX: «Pero si nuestra sorpresa fué grande la primera vez que vimos un monumento de esta importancia, aumentó todavía más a la vista de siete bajo relieves aplicados sobre la archivolta. Estos bajorelieves que ofrecen la más grande analogía con los de Lucca della Robbia, son de tierra cocida, enteramente esmaltados: el estilo y el modelo son muy notables y presentan los mismos esmaltes que los bajo relieves del célebre escultor florentino.» 

Pero no serán las únicas referencias a la Navidad que encontraremos en Santa Paula, pues incluso la propia santa llegó a vivir un tiempo en la misma Belén; merece la pena que visitemos su más que interesante Museo conventual, con la encantadora Sor Bernarda como anfitriona, y haremos el esfuerzo por "ignorar" azulejos del XVI o bordados del XVII, centrándonos en esta ocasión en varias muestras que nos hablan del Nacimiento de Cristo. 

En primer lugar, en la una pintura de grandes dimensiones de la Adoración de los Pastores, atribuida al napolitano Juan Do, discípulo de Ribera y que hace gala de un magnífico dominio del claroscuro, partiendo del Niño Jesús que recibe un poderoso haz de luz (¿o es al revés?). Los rostros de los pastores retratan tipos populares, con instrumentos musicales y animales domésticos de la época, casi se puede oler el heno del establo y escuchar los murmullos de quienes asisten a la escena. 

Tampoco podremos olvidar la presencia de varios Nacimientos, especialmente uno atribuido a Cristóbal Ramos (siglo XVIII) de pequeño formato o, especialmente el monumental Belén instalado todo el año con parte de sus figuritas realizadas por Fernando de Santiago; más que un Nacimiento, es una auténtica historia, pues en él vemos desde la Creación de Adán y Eva (el Pecado Original), hasta la Matanza de los Inocentes, pasando por la Visitación, la Natividad, la Adoración de los Reyes (vestidos éstos a la moda de Felipe III) y todo ello, sumado a las escenas populares y los coros angélicos, conformando un abigarrado conjunto lleno de detalles, en los que los caminos y los pasadizos, los puentes y los senderos, conducen al Nacimiento, de modo que habría que dedicar un tiempo más que merecido. 

Si al terminar la visita al Museo e Iglesia acudimos a la tienda de las religiosas, podremos disfrutar de sus exquisiteces y, a la vez, ayudar y colaborar para mantener abierto este tipo de conventos en los que el "Ora et Labora" cobran protagonismo, así que no sería mala idea visitar Santa Paula, y más en estas fechas que se avecinan. 

 Aprovechamos para desear a todos los lectores de estos humildes pliegos unas Felices Pascuas y que el venidero año 2021 sea al menos un poquito mejor que este malhadado 2020 que todos deseamos que se marche.