Pese a ser considerado un "sevillano maldito" por algunos, pese a haber abandonado su ciudad natal para no volver, pese a incluso a haber renegado de la religión que le inculcaron sus mayores, pese a fallecer en tierras extranjeras, un antiguo sacerdote católico, nacido junto a los Venerables, luego presbítero anglicano, supo en sus escritos reflejar el desarrollo y belleza de una de las procesiones más importantes del año hispalense. Pero, para variar, vamos a lo que vamos.
José María Blanco Crespo había nacido en 1775, en la calle Jamerdana y en un hogar de profundas creencias religiosas, no en vano procedía de una familia irlandesa católica dedicada al negocio de la exportación, de ahí que inicialmente fuera educado para proseguir la tradición comercial; sin embargo, a los doce años mostró una profunda vocación por el sacerdocio, aunque con profundas inquietudes por la creación literaria. A trancas y barrancas, pues las dudas y los deseos de abandonar fueron sus habituales compañeros de viaje durante su formación, finalmente obtuvo el titulo de licenciado en Teología, siendo ordenado como sacerdote en 1799 y obteniendo por oposición plaza de capellán magistral en la Capilla Real de la Catedral de Sevilla.
Sin embargo, sus inseguridades espirituales le harán marchar, casi huir, a Madrid, donde mantendrá una relación con Magdalena Esquaya cuyo fruto será Fernando, un hijo del que no sabrá nada hasta unos años después y también será testigo de los sucesos del 2 de mayo de 1808, hecho que, a su vez, precipitará su regreso a Sevilla, donde no tardará en prestar ayuda como colaborador escrito en El Semanario Patriótico, un diario contrario al enemigo francés. La llegada de las tropas napoleónicas a Sevilla hará que decida marchar al exilio a Inglaterra en febrero de 1810, donde proseguirá su oposición frontal a los franceses. Se ganará la vida como profesor, escritor y como sacerdote, pero anglicano al abandonar la práctica católica, viviendo en Londres, Dublín y Liverpool, donde fallecerá en 1841. Durante su exilio inglés, modificará su nombre, pasando a apellidarse tal como ha pasado a la historia: Blanco-White.
Publicadas entre 1821 y 1822 sus famosas Cartas de España, contextualizadas de manera magnífica por el recientemente fallecido catedrático de Filología Inglesa de la Hispalense Antonio Garnica, son todo un lienzo en el que pormenorizar, con todos los colores, el atraso y fanatismo religioso español, aunque suavizado con cierto barniz costumbrista sumamente logrado. La sociedad, el estilo de vida, las diversiones y costumbres copan el relato, sin olvidar aspectos históricos o religiosos.
En la Novena Carta, nuestro autor, haciendo memoria, elabora, según sus palabras, su propio Almanaque Sevillano, donde reflejará recuerdos propios sobre las diferentes festividades y fiestas que, antes de su partida de España, tenían lugar en nuestra ciudad. Ya que estamos en sus fechas, destacaremos cómo era la procesión del Corpus organizada por la Catedral, de la que Blanco White hace un pequeño resumen en relación a elementos que ya por entonces, en su época, habían desaparecido, como aquellas extinguidas figuras grotescas:
"Detrás de los gigantones, y como dominándolos, venía un paso con la figura de una hidra rodeando un castillo del que, para delicia de los niños sevillanos, salía un muñeco parecido a Polichinela, vestido con un jubón escarlata guarnecido de cascabeles. El muñeco bailaba una especie de danza salvaje y se volvía a ocultar en el cuerpo del monstruo, desapareciendo de la vista del público. Esta representación llevaba el nombre de Tarasca, palabra de la que no conozco ni el significado ni el origen."
Tras recordar a diversos grupos de danzantes, como los valencianos o los del baile de espadas, por último, alude a los Seises, que en tiempos de nuestro autor constituían, y constituyen hoy día, la única pervivencia de todo aquel entramado barroco y teatral, de los que alaba la elegancia y agilidad de sus pasos de baile, acompañados del repicar de castañuelas, destaca la numerosa presencia de órdenes monacales masculinas y de reliquias, que Blanco White enumera y entre las que sobresalen un diente de San Cristóbal, la cabeza de una de las once mil vírgenes o fragmentos de la cruz de Cristo, entre otras. No menciona que acudieran gremios o hermandades, pero sí que:
"Tan larga es la procesión y su paso tan lento y solemne que, sin ninguna interrupción en sus filas, tarda una hora en salir de la Catedral. Las calles están adornadas de colgaduras con mayor gusto que durante las procesiones de Semana Santa y, además, están cubiertas a lo largo de todo el recorrido con gruesos toldos que las guardan del sol, y el pavimento aparece alfombrado de juncia".
Cuando, por fin, sale el paso que porta la espléndida Custodia con la Eucaristía se produce una escena que nuestro paisano pinta con enorme cromatismo, no en vano la habría presenciado en multitud de ocasiones:
"Las campanas anuncian su presencia con un repique ensordecedor, las bandas militares mezclan sus vibrantes notas con los solemnes himnos de los cantores, nubes de incienso suben ante el móvil santuario, mientras que las voces de mando se confunden con el ruido de las armas que los soldados, de rodillas, rinden a tierra. Cuando los ocultos portadores de la custodia la presentan en el principio de la larga calle en que empieza la carrera, la muchedumbre, que llena calles y ventanas, se arrodilla en profunda adoración, sin atreverse a levantar la vista hasta que desaparece el objeto de su religioso temor. Una lluvia de flores cae desde las ventanas y el paso se muestra adornado con los más bellos ramilletes."
En otra ocasión, comentando esta misma procesión y la forma en la que era llevado el Paso de la Custodia de Arfe, (este año felizmente recuperada la costumbre de que sea portado por costaleros), mencionábamos que su uso era muy antiguo y correspondía tal tarea a determinados oficios; en este caso, Blanco White los alude en otra de sus cartas, la Segunda, escrita en 1798, cuando se refiere a los llamados aguadores y mozos de cordel, que tenían derecho de uso de una capilla en la catedral:
"Pero el privilegio que tienen en más es el que veinte de los más fornidos entre ellos lleven el paso de la hostia consagrada en la procesión del Corpus, que va entronizada en un templete de plata maciza. Los portadores van ocultos detrás de las ricas colgaduras de tisú de oro que bajan hasta el suelo por los cuatro lados del paso, y aunque el peso de la máquina es enorme, estos veinte hombres lo soportan sobre la parte posterior del cuello y lo mueven con tanta agilidad y regularidad como si el impulso saliera de la fuerza del vapor o de otro poder mecánico continuo."
La nítida descripción concluye narrando que el cortejo, con toda su carga de liturgia y boato, es presidido, a la postre, por el prelado hispalense, luciendo sus mejores galas y con un detalle curioso:
"Lo que da a este cortejo el más sorprendente toque final es un clérigo en sobrepelliz que porta un abanico circular de seda, ricamente recamado, de unos dos pies de diámetro, sostenido por una barra de plata de seis pies de largo. Este abanico se agita constantemente a conveniente distancia del arzobispo cuando éste asiste al servicio de la Catedral en los meses de verano, para aliviarlo así del opresivo efecto de sus vestiduras bajo el ardiente sol andaluz. Esta costumbre creo que es propia de Sevilla."
El abanico, pasando las medidas de pies a metros, tendría sesenta centímetros de diámetro y la vara, alrededor de metro ochenta y quizá Blanco White lo confundiera con el quitasol circular que todavía se empleaba para dar sombra al arzobispo a comienzos del siglo XX durante las procesiones del Corpus.
Como puede verse, la amenaza de "las calores" siempre ha planeado sobre el Corpus y su procesión, Fiesta Mayor de Sevilla, y en ocasiones ha habido cierta controversia sobre la idoneidad del horario o incluso sobre su fecha de celebración, pero esa, esa ya es harina de otro costal.
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