20 octubre, 2025

Husillos y chapines.

En esta ocasión, aunque de manera somera, hablaremos de dos elementos muy diferentes en la Sevilla de hace siglos, cada uno con un cometido diferente pero buscando solución a un problema común y endémico; pero, para variar, vamos a lo que vamos.

Si tuviéramos la oportunidad de viajar en el tiempo y llegásemos a la pujante Sevilla de los siglos XVI y XVII quizá una de las primeras impresiones nos entraría por los orificios nasales, y no precisamente por los olores a perfumes o a plantas aromáticas, antes bien, quizá nos llevaríamos una desagradable "bofetada" procedente de los más diversos y fétidos aromas, procedentes tanto de las calles como de las propias personas. 

Atribuido a Alonso Sánchez Coello: Vista de la ciudad de Sevilla. Fines del siglo XVI. Museo del Prado.

En el ámbito de un urbanismo originariamente musulmán, con calles estrechas y barrios en expansión habitados por una población que superaría a Venecia, París o Londres, la ciudad presentaba un aspecto nada saludable, con calles repletas de basuras, escombros de obras, ciénagas malolientes o incluso cadáveres de animales, todo lo cual, nunca mejor dicho, era caldo de cultivo para la proliferación de enfermedades relacionadas con esa falta de limpieza, piénsese que el gran historiador Domínguez Ortiz llegó a contabilizar en documentos de la época la existencia de hasta ocho calles que recibían el nombre, sin tapujos, de "Sucia". 

Historiadores locales como Antonio Albardonedo, experto en urbanismo del XVII, han constatado que aunque se realizaban campañas puntuales de limpieza por parte del Cabildo de la ciudad, era obligación de los propios vecinos el evitar echar desperdicios en la vía pública, cosa que no se cumplía pese a Bandos y multas y que dio lugar a dos apariciones: la de los llamados "muladares" o enorme depósitos de basuras improvisados y la de numerosas cruces en esquinas o plazas, con cuya colocación se pretendía evitar que se echasen basuras en un lugar, se supone, sagrado. Por ello, el propio Santo Oficio llegó a escribir a la Corte en relación a esas cruces sevillanas: "En esa ciudad hay un abuso de pintar cruces en lugares profanos e indecentes, donde se echan inmundicias, lo cual es cosa de muy mal ejemplo". Como anécdota, dos siglos después, los canónigos del Salvador determinarán pintar amenazantes llamas y terribles fuegos del Infierno en los muros de la Colegial como amenaza para evitar el problema de las "aguas menores" en sus muros, sin que sirviera de nada. 

 

No será hasta el siglo XVII cuando el Consistorio hispalense intente un embrionario servicio de recogida de basuras, con doce carros dedicados a tal menester con sus correspondientes peones, pero su labor fue irrelevante y por poco tiempo, ya que se conservan escritos en los que el vecindario protestaba sobre su escasa efectividad. En 1620 se tomó la decisión de cegar los desagües de las casas y conventos que vertían todo tipo (todo tipo) de líquidos a las calles, lo que obligó a la multiplicación de pozos negros, pues por aquellas calendas el alcantarillado era algo en desuso, aunque se decidió establecer una red de desagües que conducían las aguas de lluvia (y otras) hasta el río. Pese a que la idea era buena, tenía la contrapartida de que en tiempos de lluvias se formaban auténticos arroyuelos por las calles, que hacían necesaria la colocación de pequeños puentes o pasarelas para salvarlos; además, en caso de riada, el mecanismo actuaba a la inversa, de modo que el Guadalquivir podía servirse de estos husillos para invadir la ciudad, como ocurrió en algunas ocasiones a pesar de ser previsoramente sellados cuando se avecinaban inundaciones.

Uno de los husillos más importantes fue el llamado "Husillo Real", que servía para evacuar las aguas de la calle Santa Clara hacia el río, localizado en la antigua calle de las Mozas, ahora Álvaro de Bazán, donde un azulejo recuerda que allí pasó su infancia Antonio "El Bailarín" entre 1923 y 1934. En 1784 Cándido María Trigueros, en su obra La Riada, describía cómo este Husillo Real sufrió los embates del Guadalquivir durante las inundaciones del invierno del año anterior, cuando las murallas no eran suficientes para contener la crecida:

"A tan grande susto se agregó que el husillo Real que está junto a la Puerta de San Juan caminando hacia la de la Barqueta, comenzó a flaquear y dejar que entrase por él mucha abundancia de agua. A tantos peligros juntos parecía imposible ponerles remedio; más el incesante esmero de todos los encargados de estos puestos y las repetidas visitas que cada día, cada noche y aún cada hora hacía en todos el Caballero Asistente, pudieron conseguir que calafateando, cerrando, rellenando,  cargando y apuntalando, según se iba necesitando, se evitase al fin el peligro. En rellenar el Husillo Real se consumieron más de mil cargas de escombros de obras". 
Foto Reyes de Escalona.

Esquina con Lumbreras, el edificio del Husillo Real, especie de enorme alcantarilla, todavía seguía en pie en 1874 y fue descrito por otro cronista, Álvarez Benavides, en estos términos:

"Lleva este nombre por ser el principal de todos. Ocupa un edificio construido con las condiciones necesarias para el efecto, el cual apoya su espalda en un resto de la antigua muralla que tiene por esta parte 1,75 metros de espesor. Para cerrar del todo este husillo en tiempos de las mayores avenidas se invierte dieciocho tablones de 0,27 a 0,28 metros de ancho, los cuales colocados de canto unos sobre otros en correderas verticales, forman una altura próximamente de cinco metros. Otra serie de tablones como a un metro de distancia de la primera y colocada bajo el mismo sistema, detiene las aguas que se estancan en la población, a las cuales se les va dando salida según van disminuyendo las del río. 

Los encargados de estas operaciones tienen necesidad de ser muy prácticos en ellas y ejercer una vigilancia o cuidado a toda prueba, pues en ellos consiste que la ciudad no sea invadida por la inundación y que las aguas estancadas en los puntos ordinarios sean las menos posibles y desaparezcan cuanto antes".

¿Cómo se transitaba por una ciudad así? Hay que dar por sentado que quienes disponían de montura no dudaban en usarla, de ahí que nobles, clérigos y otros usasen caballos o mulas para ir de un lugar a otro, pero lo que resultó un auténtico quebradero de cabeza para los regidores de la ciudad fue el creciente aumento de carruajes, tanto propiedad de las clases altas (para quienes era símbolo de su status social) como de alquiler y de los que un viajero inglés de 1680 llegó a contar dos mil. Taponaban calles, dañaban sus precarios empedrados, expandían excrementos de los animales de tiro, levantaban nubes de polvo en verano o salpicaban a los viandantes en los días de chubascos... en definitiva, una problemática que ya entonces obligó a reducir el número de los de alquiler e incluso a ser necesario el permiso de la Corona para utilizarlos. No sirvió de nada. 

¿Y el sevillano de a pie? Sin duda, salir a la calle a trabajar o a cualquier otra gestión debía ser toda una carrera de obstáculos, sorteando hoyos, charcos, muladares, y demás, por no hablar de que, de vez en cuando, el consabido grito de "¡Agua va!" avisaba a los despistados cómo, de no estar al tanto, podían terminar mojados de Dios sabe qué. Las mujeres pudientes, por su parte, acostumbraban a usar chapines para caminar, pues servían para, por un lado, ganar algo de altura y, por otro, evitar que el borde de los vestidos se manchara de las inmundicias callejeras. Gremio importante, se ubicó entre las actuales calles Francos y Álvarez Quintero, donde aún se conserva su nombre, su importancia y la de sus manufacturas alcanzó a incluso la literatura de la época, pues Lope de Vega en su obra El Perro del Hortelano (1618) insertó estos versos:

No la imagines vestida
con tan linda proporción
de cintura, en el balcón
de unos chapines subida.
Todo es vana arquitectura;
porque dijo un sabio un día
que a los sastres se debía
la mitad de la hermosura. 

Los chapines, cuyo origen podría remontarse a la antigua Roma, se confeccionaban con sucesivas suelas de corcho, unas sobre otras, hasta conseguir una altura, para cerrarse atados al empeine mediante dos orejeras de tela o cuero, anudadas con cintas o cordones en el centro. Como ha investigado la profesora zaragozana Concepción Villanueva, el calzado se podía quitar y guardar en una bolsa de tela que las mujeres llevaban consigo, con el detalle, en algunas zonas españolas, de que este tipo de prendas sólo podían usarlo mujeres casadas, por lo que obsequiar chapines a una doncella casadera se consideraba un paso más hacia el matrimonio, existiendo incluso una expresión popular "ponerse en chapines" en clara alusión al cambio de estado civil femenino. Llevarlos con elegancia, todo hay que decirlo, exigía una buena dosis de destreza y equilibrio, por lo que no es de extrañar que en algunas comedias la dama fingiera un tropiezo con sus chapines para, así, como quien no quiere la cosa, caer en los brazos del galán o pretendiente.

Desde el siglo XIII al XVIII su utilización constituyó una forma avanzada del ajuar femenino, ya que también posibilitó dar mayor longitud a los vestidos, señal de riqueza y poderío, con la frontal oposición de los moralistas, a los que no gustó en absoluto esta moda, dado el derroche y fomento de la altivez femenina que suponía. Así, algunos desaconsejaron su empleo porque caerse con ellos podía provocar abortos y reivindicaron limitar su altura y suprimir la lujosa confección con guarniciones de oro, plata, perlas, bordados o flecos, ya que consideraban que era una ofensa a Dios tanto innecesario dispendio, tal como recoge la antes referida profesora Villanueva citando en el siglo XV a Fray Hernando de Talavera, confesor de Isabel I de Castilla, quien se refiere a los chapines en estos términos, no exentos de misoginia:

"¿Y de los chapines de diversas maneras obrados y labrados, castellanos y valencianos? Y tan altos y de tan gran cantidad que apenas hay ya corchos que los puedan bastar, a gran costa del paño, porque tanto ha de crecer su vestidura cuanto el chapín finge de altura, aunque ha de faltar y no llegar al suelo para que parezca lo pintado del chapín o del zueco (...) Y aún no es pecado traer chapines muy altos, que hacen crecer la costa y cantidad del paño, además de ser pecado de soberbia y de mentira, que se fingen con ellos y se muestran luengas las que de suyo son pequeñas y quieren enmendar a Dios, que hizo a las mujeres de menores cuerpos que a los hombres".

Se nos quedaba en el tintero mencionar un curioso fenómeno social, el de cómo las clases medias, en claro deseo de emulación frente a las altas, también gastaba sus buenos dineros en la adquisición de este tipo de calzado, un comportamiento bastante común, por otra parte; no cabe duda de que se trataba de prendas fascinantes y populares, lujo inalcanzable para la mayoría y hasta fruto de discordia profesional entre zapateros y chapineros, pero esa, esa ya es harina de otro costal.

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