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29 enero, 2020

Dos mujeres para un 30 de enero.




  Mañana jueves, día trigésimo del mes primero del año, habrían cumplido años dos figuras femeninas fundamentales para comprender las primeras décadas del siglo XX en Sevilla. 

   Una, nacida entre algodones, sabrá de primera mano de una vida repleta de lujos, de sirvientes, propia de quien proviene de una estirpe real y de alta cuna; María Luisa, que así se llama, es hija un Rey al que apelaron el Deseado, aunque luego las cañas se volvieran lanzas y el Séptimo de los Fernandos fuera un monarca entregado a deshacer la labor de los liberales y empeñado en hacer regresar el Antiguo Régimen; será hermana, por tanto, de una reina, Isabel II y, andando los años, madre de otra.

   La otra mujer, Ángela, llega al mundo 14 años después y lo hace en la plaza de Santa Lucía, en una casita pequeña, en el seno de una familia humilde, muy humilde, la del padre cocinero de los trinitarios y la madre lavandera, la de 14 hermanos de los que sobreviven 6, la de la familia que lucha a diario por sobrevivir llevándose un trozo de pan a la boca, reflejo absoluto de las condiciones de vida de aquellos años complicados para las clases bajas.

   María Luisa, el mismo año que nace Ángela, contraerá matrimonio con un prometedor miembro de la aristocracia francesa, conspirador y aficionado al buen vivir: Antonio de Orleans. Obsesionado con la corona española, acechará constantemente a Isabel II e incluso, tras abandonar París y residir en Madrid y Sevilla, esperará cosechar fruto de sus cabildeos cuando su cuñada sea derrocada en 1868 por la Revolución de la Gloriosa.


   Por aquellos años, Ángela es ya una joven zapatera experta en un oficio en el que comenzó con apenas 14 años, tras el fallecimiento de su padre. En el taller de Maldonado, donde trabaja, pronto notarán que ni como aprendiz ni como oficiala es una empleada cualquiera: busca momentos para la oración, se preocupa por los pobres, como en la epidemia de Cólera y se concentra en penitencias y súplicas. Su maestra, consciente de la bondad de la joven, la orienta y la pone en contacto con un sacerdote: el padre Torres Padilla.

   En 1870 María Luisa de Borbón y su esposo ven como sus posibilidades al trono se esfuman. ¿La razón? En paraje cercano a Leganés, Antonio de Orleans mata en duelo al infante Don Enrique, de este modo, será Amadeo de Saboya el elegido para ostentar la corona en unos tiempos revueltos políticamente hablando, en los que los generales, “los espadones”, tienen mando y plaza. Malos tiempos para una familia de estirpe que residirá en el sevillano Palacio de San Telmo, antigua escuela de navegantes, donde crecerá “como una rosa” (decía la copla) María de las Mercedes de Orleans y Borbón.

   También en 1870, Ángela Guerrero ha sufrido una decepción. Convencida de su vocación religiosa, ha decidido ingresar como novicia, pero tanto las Carmelitas Descalzas como las Hijas de la Caridad intentan hacerle ver que no está hecha ni para el coro o el claustro ni para el cuidado de los desfavorecidos y las privaciones. No obstante, la joven sigue pensando por aquel entonces que está llamada a hacer algo con su vida y la de su prójimo. A partir de ese momento, animada por el Padre Terres, Ángela se concentra en preparar con minuciosidad su proyecto, la idea de constituir una comunidad en la que todo gire en torno a la oración y a la atención a los pobres. Horarios, limosnas, penitencias, comidas, ajuar, nada queda a la improvisación. Poco a poco, se acerca el momento.

   En 1875 regresa a España Alfonso XII como rey. La Restauración de la Monarquía Borbónica sacará a la luz un noviazgo oculto: el de la hija de María Luisa con el propio rey. Será un matrimonio por amor que llenará de alegría al país y cimentará la leyenda de una pareja. Ese mismo año, al fin, Ángela arranca con su proyecto: junto a otras tres jóvenes compañeras acude al Monasterio de Santa Paula para consagrarse por entero a una vida de humillación y sacrificio. Un humilde cuarto alquilado con derecho a cocina en la calle San Luis será el primer convento de la Compañía de las Hermanas de la Cruz. La primera jornada transcurre con tanta entrega a los demás que las cuatro religiosas se olvidan de guisar y duermen sin comer, aunque felices.

   En 1878, con la Institución en plena expansión, fallecerá el Padre Torres, un duro golpe para las hermanas de la cruz en general y para Sor Ángela en particular; también, en ese mismo año, María Luisa de Borbón pasa de la alegría al llanto: de la boda de su hija con Alfonso XIII a verla fallecida por el tifus apenas cinco meses después, contando apenas 18 años. El negro del luto de la corte madrileña casi es idéntico al negro de los velos de las hermanas de la cruz.

   En 1890 fallece el marido de María Luisa de Borbón, “Don Antonio el Naranjero”, apodo con que se le conocía en Sevilla habida cuenta que solía vender los frutos de sus naranjos, cuando la nobleza de la época solía regalar esas naranjas al pueblo, ¿Un poco tacaño? Quizás. La tuberculosis se había cebado con parte de los hijos del matrimonio, de hecho solo unos pocos sobrevivirán al siglo XIX. No queda nada ya de esa “Corte Chica” de San Telmo, a la que acudía lo mejor de la sociedad sevillana, junto con pintores, escritores y demás artistas de la época. La Viuda de Orleans dejará pasar los años a orillas del Guadalquivir, bien en Sevilla, bien en las propiedades familiares de Sanlúcar de Barrameda.

   Una figura une al fin a ambas mujeres: el sacerdote José Rodríguez Soto, a la sazón Capellán Real y Confesor de María Luisa de Borbón. Él será quien le hable de las Hermanas de la Cruz y de su labor, quedando profundamente impresionada por el compromiso y el testimonio de las religiosas. Nace así una vinculación entre San Telmo y la calle Alcázares, una vinculación que, como veremos, tendrá un epílogo significativo.

   Será en 1897. La Infanta María Luisa, la hija, hermana y madre de reyes de España, gran amiga de la escritora Fernán Caballero y de edad ya avanzada, enfermó gravemente en enero de ese año y falleció en su palacio sevillano el 2 de febrero, siendo su cadáver conducido al Panteón de Infantes del monasterio de El Escorial. Por expreso deseo suyo no fue embalsamada y fue amortajada descalza con el hábito de las Hermanas de la Cruz.

   Sor Ángela, tras unos años de profundización en su idea de la humildad absoluta como forma de vida, abandonará el cargo de Superiora en 1928 y fallecerá, víctima de un embolia cerebral, el 2 de marzo de 1932, constituyendo su muerte todo un acontecimiento de duelo para la ciudad que unió a gentes de la más variada condición e ideología. Tan es así, que el Ayuntamiento republicano del momento, por unanimidad acordará rotular como "Sor Ángela de la Cruz" la calle en la que se encuentra la Casa Madre de las Hermanas, llamada de Alcázares hasta entonces como dijimos. 


  No, no se nos olvida: fruto de su amor por Sevilla, en 1893 María Luisa de Borbón donará a la ciudad los jardines de su Palacio, que con el tiempo se convertirán en el Parque que llevará su nombre y que se verán decorados con una estatua suya realizada por Enrique Pérez Comendador en 1929, aunque la actual es una reproducción en bronce de la original realizada en pieda que se halla en Sanlúcar de Barrameda. Representada con mirada triste, porta una rosa en las manos, símbolo quizá de su hija fallecida prematuramente... 

 
   Hasta aquí la pequeña historia de dos mujeres que tuvieron a Sevilla como lugar común y que, desde ámbitos muy diferentes, acabaron conociéndose y cultivando cierto grado de amistad y admiración. 

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   Post Escriptum: aparte de estas dos preclaras mujeres, cada una en su estilo, el 30 de enero nació en 1970 alguien a quien apreciamos sinceramente y que cumple por tanto, 5 décadas de vida. Felicidades, compadre.