01 abril, 2024

Pascual.


En esta ocasión, transcurridos desigualmente los fastos de la Semana Santa, nos vamos a centrar en un elemento litúrgico muy común en este tiempo de Resurrección, pero sobre todo y especialmente, en uno que se encontraba en el primer templo de la ciudad; pero como siempre, vayamos por partes. 

En el siglo V era costumbre encender lámparas durante la vigilia pascual en Jerusalén, e incluso el emperador Constantino ordenó encender numerosas columnas de cera para alumbrar la noche en la que se conmemoraba la Resurrección de Cristo. Curiosamente, la Iglesia rechazaba el empleo de cirios por considerarlos paganos, aunque desde el mismo siglo V, como decíamos, se usaba un cirio pascual en la Roma de aquellos años. 


El fuego y la luz se han identificado siempre en la liturgia cristiana como el triunfo de la vida frente a la oscuridad de la muerte, de ahí que ya en época medieval se asocie a Jesús durante su Pasión y Resurrección, concretamente en símbolo de victoria y luz del mundo. Fabricado en cera pura de abeja, o al menos parcialmente, actualmente se graba en él una cruz y las letras Alfa y Omega, primera y última del alfabeto griego, aparte de otras inscripciones e incluso cinco granos de incienso, como recuerdo de las Cinco Llagas de Jesús. Además de encenderse por primera vez desde el fuego bendecido de la noche del Sábado Santo, el Cirio Pascual preside encendido todas las eucaristías hasta la solemnidad de Pentecostés y ha de estar presente también con su luz las exequias fúnebres y los bautismos. 

Fue célebre a lo largo de los siglos el Cirio Pascual de la Catedral de Sevilla, tanto por su tamaño como por su calidad, de hecho Alonso de Morgado, en su Historia de Sevilla se refería a él en estos términos al describir la opulencia de la Catedral: 

"En lo que menos se imagina, se manifiesta también la gran magestad y riqueza de la Sancta Iglesia. Pues quien dirá que el Cirio Pascual (que a su tiempo se pone en la Capilla Mayor muy dorado, y labrado) tiene de peso setenta y seys arrobas de cera y que también se labren en cada un año doze mil y setecientas y veynte y tantas Libras para su gasto."

Ya que aludimos al peso de dicho Cirio, allá por 1641 Luis Vélez de Guevara publicaba El Diablo Cojuelo, obra satírica en la que un joven estudiante libera al diablo de una redoma donde había estado encerrado y éste, como agradecimiento, le invita a realizar un viaje aéreo por la ciudad, divisando incluso lo que ocurre bajo sus tejados, todo ello en un claro tono crítico y burlesco. En uno de sus "Trancos" o capítulos, se menciona el Cirio Pascual de la Catedral de Sevilla:

"Ya por aquella torre que descubrimos desde tan lejos discurrirás que esa bellísima fábrica que está arrimada a ella es la Iglesia Mayor y mayor templo de cuantos fabricó la antigüedad ni el siglo de agora reconoce. No quiero decirte por menudos sus grandezas; baste afirmarte que su cirio pascual pesa ochenta y cuatro arrobas de cera."

Francisco Rodríguez Marín, que analizó y editó esta obra, considera la cifra una más que evidente exageración para acrecentar aún más lo cómico de lo explicado, ya que esas ochenta y cuatro arrobas equivaldrían en nuestros días a más de una tonelada de cera, una auténtica barbaridad imposible de fabricar en los talleres cereros del cercano Colegio de San Miguel, lugar donde se elaboraba. 

  Resulta curioso que un viejo conocido de este Blog, el erudito José Gestoso, encontrase en el archivo catedralicio referencias de pintores de los siglos XVI y XVII a los que el Cabildo encargaba la decoración del mencionado cirio; así, aparecen y destacan los nombres de, por ejemplo, Lorenzo Fernández, que cobró en 1462 cuatro maravedíes por la pintura del cirio pascual, Luis Hernández, que cobró quince ducados en 1581 por la misma tarea o Antón Pérez "pintor de imágenes" que en 1543 vivía en unas casas de la calle Alhóndiga con su mujer Isabel Ortiz y sus dos hijas desde 1540 a 1560 se encargó de esa tarea ininterrumpidamente, lo que indica que era un elemento sumamente importante en el ajuar litúrgico de la catedral sevillana.

Por su parte, el Cirio Pascual llamó la atención a muchos extranjeros que acudieron a presenciar los cultos catedralicios; así, en 1837 el viajero romántico británico David Roberts (1796-1864) plasmó en una litografía la apariencia de dicho Cirio Pascual, con elevada altura (unos ocho metros) y a cuyo cuidado siempre había un acólito que recogía la cera derretida y evitaba que la llama del pabilo se acrecentase hasta peligrar el propio cirio. Pocos años después, Teófilo Gautier (1811-1872), otro viajero francés que dedicó parte de su vida a descubrir nuestro país, tuvo palabras para Sevilla allá por 1840, haciendo hincapié en el referido Cirio, incluso con un punto de exageración intencionada:

"El cirio pascual, semejante al palo de un barco, pesa 2.050 libras. El candelero de bronce correspondiente está copiado del que había en el templo de Jerusalén, según se le ve en los bajo relieves del arco de Tito. Arden al año en la Catedral 20.000 libras de cera y otro tanto de aceite y se consumen para consagrar 18.750 litros de vino. Verdad es que se dicen cada día 500 misas en los ochenta altares."



Parece que con el paso de las décadas el tamaño del gigantesco cirio pascual de la catedral hispalense fue reduciéndose, aunque aún en 1901 el anónimo autor de "Sevilla histórica, monumental, artística y topográfica", editada por la Librería de José G. Fernández, indicaba, al referirse a la Capilla Mayor de la Catedral que: 

"Al lado del Evangelio se encuentra un robusto pedestal de jaspe con su base, sobre el que se sienta el gran cirio pascual en forma de columna ochavada que es la admiración de naturales y extranjeros por su colosal tamaño. El que se ponía antiguamente pesaba 53 arrobas y el de hoy no pesa más de 6 y media."

En resumidas cuentas, todo lo que hemos reseñado brevemente nos da idea de la importancia de este tipo de elementos a lo largo de la historia de la liturgia catedralicia, en unión de otros que merecerían una reseña, como la matraca o el tenebrario, pero esa, esa ya es otra historia. 


18 marzo, 2024

A latigazos (II).

Era un lugar sombrío y peligroso. La violencia y el peligro campaban a sus anchas, con la corrupción y el delito como compañeros inseparables. Sonaban los cerrojos y rechinaban las cerraduras, mientras se podían escuchar los gritos de los condenados o de quienes aguardaban una sentencia. Las pendencias menudeaban y por un quítame allá esas pajas podía prender el fuego del desafío en forma de rápida cuchillada o certera estocada. Nadie confiaba en nadie. Sin embargo, en algunas fechas concretas, aquellos hombres sucios y agresivos trocaban de carácter y se convertían en fervorosos cofrades. En esta ocasión, nos vamos a un lugar poco recomendable y del que era difícil salir vivo; pero como siempre, vayamos por partes. 

"Paradero de necios, escarmiento forzoso, arrepentimiento tardo, prueba de amigos, venganza de enemigos, república confusa, infierno breve, muerte larga, puerto de suspiros, valle de lágrimas, casa de locos donde uno grita y trata de solo su locura. Siendo todos reos, ninguno se confiesa por culpado, si su delito de grave".
Gonzalo Bilbao. La Cárcel Real. 1901.

Un viejo conocido de este Blog, Mateo Alemán, describía con estas palabras cómo era la Cárcel Real allá por finales del siglo XVI. Establecida en un antiguo edificio reconstruido en 1418 con la ayuda de Doña Guiomar Manuel y reformado en 1569, por sus celdas y patios estuvieron personajes Martínez Montañés, Alonso Cano, el propio Mateo Alemán o el mismo Miguel de Cervantes quien dejó por escrito en el prólogo de su Quijote (al parecer comenzado a escribir en la calle Sierpes) cómo era vivir en un lugar como aquel: "mal cultivado ingenio mío... como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento, y donde todo triste ruido hace su habitación". En este sentido, baste la cita deL cronista Alonso Morgado, quien en 1587 empleaba estas palabras para describir el ambiente de aquella prisión:

"Raras veces bajan de quinientos hombres presos que hay en esta Cárcel Real, y muchas suben de mil, y llegan a mil y quinientos. Casi todos andan sueltos sin prisiones, por uso de la Cárcel de Sevilla. Pero ver la chusma de tantos presos, tan asquerosos, desarrapados, y en vivas carnes, su hedor, confusión y vocería, no parece sino una verdadera representación del Infierno en la tierra."

Como establecimiento penitenciario, situado en calle Sierpes, poco antes de salir a la Plaza de San Francisco, donde ahora se encuentra una entidad financiera, la Cárcel Real poseía tres puertas, apodadas de Oro, de Plata, o de Hierro, ya que según el metal que aportase el preso a sus custodios podría conseguir mayor o menor beneficio y comodidad durante su estancia en dichos "aposentos". Ni que decir tiene que todo el mundo en aquel submundo tenía un precio y que con sobornos era fácil conseguir desde raciones de comida traídas desde "casas de gula" cercanas hasta agradable compañía femenina previo pago, de ahí que en la ciudad se criticase muy mucho el elevado nivel de vida de ciertos funcionarios vinculados a la Cárcel. 

Una de las mejores visiones de este espacio la dejó por escrito un sacerdote jesuita, el jerezano Padre Pedro de León (1544-1632); consagrado a los desfavorecidos, constituyó un hospital para galeotes, una casa para exprostitutas en el Arenal y se entregó del mismo modo a la causa del cuidado de los reos, dedicando su ministerio a atenderlos en sus necesidades y servir como intermediario y como confesor para los condenados a muerte, de ahí la importancia de su testimonio, titulado "Compendio de algunas experiencias en los ministerios de que usa la Compañía de Jesús, con que prácticamente se muestra con algunos acontecimientos y documentos el buen acierto en ellos, por orden de los superiores, por el Padre Pedro de León, de la misma Compañía".

En dicho texto, el Padre Jesuita describe minuciosamente las diferentes galerías ("galeras", las llama él) destacando por supuesto la consabida diferenciación según el nivel social y los sórdidos apodos que reciben algunas estancias: "Pestilencia", "Miserable", "Lima Sorda" sin olvidar que a medida que el delito es mayor, mayor es el peligro de pasar por esas zonas dado el carácter agresivo de sus moradores. Del mismo modo, el edificio contaba con enfermería, capilla, botica y hasta un Letrado que defendía de oficio a aquellos que no podían costearse un abogado. Dejando aparte los calabozos de aislamiento, es curioso cómo hace gala del profundo conocimiento de todas las interioridades de la cárcel al mencionar aspectos que no dejan de llama la atención:

"Hay cuatro tabernas y bodegones arrendados a catorce y quince reales de alquiler cada día. Y suele ser, el vino del alcaide, y el agua del tabernero; porque nunca faltan bautismos prohibidos en toda ley. Y aunque el Asistente la visita cada martes y mira el vino que tienen para ver si está aguado y el precio a como se vende, hay cuidado de poner cuatro jarros de vino riquísimo, uno en cada bodegón y de aquel hacen muestra, dando a entender que aquel es el que venden a los pobre, siendo el que les dan, pura hiel y vinagre".

No había horario de cierre o de apertura de puertas a la calle, de manera que el trajín, con permiso de los porteros, era constante durante toda la jornada, incluso con la salida de presos al exterior, consentida por sus guardianes previo pago, hasta que finalmente, a las diez de la noche, el Alcaide, acompañado de sus bastoneros salía a hacer la ronda reglamentaria y el "recuento", lo que, aparentemente interrumpía uno de los entretenimientos más comunes en aquel recinto junto con las bromas pesadas: el juego con naipes. 

Como puede apreciarse, todos los vicios y maldades parecían hallar en la Cárcel Real el mejor caldo de cultivo, de modo y manera que aquel espacio acogía un extenso catálogo de homicidas, maleantes, ladrones, timadores y toda ralea posible dentro del espectro de la delincuencia, en la que entraban también mujeres, quienes tenían su propia cárcel aledaña. Sin embargo, llegadas las fechas de Semana Santa, como imbuidos por el espíritu penitencial que inundaba la ciudad en aquellos días, los presos imitaban momentáneamente a sus paisanos del exterior, animados por el Padre Pedro de León a reunirse en cofradía de disciplinantes:

"Y llegó tanto su devoción que no se contentaron los presos con que fuese esta cofradía para estorbar pecados, no jurando, sin para hacer penitencia de lo que habían jurado, y el Viernes Santo hacían por dentro de la cárcel su procesión de azotes y sus insignias, como si fuera por las calles y con mucha sangre, y azotábanse con tal denuedo hasta caían por ahí desmayados. No había quien les quitase las disciplinas de las manos y era tan de ver la procesión, que venían gentes de fuera de la cárcel a verla, y decían que no había ninguna tan devota con sus pasos de la pasión y su estandarte y sus bocinas y muy gran número de disciplinantes, todos presos, y con muy grande concierto, y a la verdad como era dentro de la cárcel parecía que tenía un no sé qué de correspondencia con los azotes, que le habían dado a Nuestro Señor Jesús en la cárcel y prisión."

Por su parte, Morgado marcaba la cofradía el Jueves en vez del Viernes Santo:

"Los Jueves Santos hacen ellos por los corredores y patio una gran procesión con sus túnicas, derramando mucha sangre en memoria de la Pasión de nuestro Maestro y Redentor Iesu Christo, todo con mucha devoción, con sus Pasos y música en la procesión, y con mucha cera".

Aquella peculiar hermandad era autofinanciada por los propios presos, encargados de pregonar y solicitar cada noche entre la población carcelaria limosnas para la misma, e incluso el sobrante monetario tras la procesión se destinaba a obras caritativas, como pagar el sustento de algún preso y ayudar a sus familias, lo que denota que, pese a todo, la población reclusa tenía buen corazón; tampoco podemos dejarnos en el tintero que existieron cofradías dedicadas a auxiliar a los presos, una en el interior del propio recinto, formada por funcionarios y nobles, la de Nuestra Señora de la Visitación y otra en el exterior, la del Amor de Cristo y Socorro de Nuestra Señora, existente ya en 1569.

¿Qué ocurrió finalmente con la vieja Cárcel Real? Dejó de funcionar como tal en 1837, pasando a la posteridad la fecha del 3 de julio como el momento en el que las autoridades trasladaron a los quinientos reclusos al antiguo convento del Pópulo. La zona ocupada por el antiguo edificio fue reformada y en ella se instalaron sucesivamente hoteles, cafés, la sede del Círculo de Labradores (luego llevada al otro extremo de la calle Sierpes) y finalmente ha venido teniendo uso bancario, ya que varias entidades financieras, como el Banco Hispano Americano o la Caja San Fernando han tenido allí parte de sus oficinas centrales, pero esa, esa ya es otra historia.



11 marzo, 2024

Rescatado.

Esta semana nos ponemos tras la pista de una devota imagen que aunque no procesiona en Semana Santa, suscita siempre un enorme fervor cada viernes del año en general y cada viernes de Cuaresma en particular, una antigua devoción que hunde sus orígenes en el norte de África y que incluso tuvo que ser liberada de un dramático y auténtico cautiverio; pero como siempre, vayamos por partes. 

Allá por abril de 1681, las tropas españolas capitaneadas por Francisco de Peñalosa, asediadas por un contingente marroquí enviado por el rey de Mequinez Muley Ismael, se veían en la necesidad de entregar la plaza de La Mamora ante la superioridad norteafricana y la escasez de armas y vituallas. La fortaleza, junto con el enclave de Larache, estaba en propiedad de la corona hispana desde 1614, que había buscado con ello la erradicación de la piratería en esta zona costera del Mediterráneo próxima al Estrecho de Gibraltar y pronto un grupo de frailes, primero franciscanos, posteriormente sustituidos por capuchinos, se asentó en la nueva colonia, llamada ahora Fortaleza de San Miguel de Ultramar, transformándose la mezquita en iglesia y pasando a recibir culto en ella una imagen traída desde la Península, la de Jesús Nazareno.

Finalizado el asedio, el cuantioso botín de personas y objetos se trasladó a Mequinez y allí la imagen de Jesús Nazareno fue profanada, arrastrada por sus calles y arrojada a un vertedero, donde habría sido destruida de no ser por al intervención de uno de los cautivos españoles que advirtió al rey Muley que dado su valor bien podría canjearla por una buena cantidad de dinero o por cautivos musulmanes, para lo que podría contar con la intermediación de los Padres Trinitarios, dedicados desde siempre a esta labor de redención. Sería Fray Pedro de los Ángeles el encargado de negociar la "liberación" de la talla nazarena; como curiosidad, el monarca marroquí ordenó tasar en oro a la imagen según su peso, dando como resultado el valor de treinta monedas, el mismo que Judas Iscariote solicitó para traicionar a Jesús de Nazaret. 

Juan de Valdés Leal: Cristo de Medinaceli arrastrado por las calle de Mequinez. 1681.

Finalmente, y tras no pocas peripecias, la imagen pudo ser redimida de sus "captores" por los Hermanos Trinitarios en 1681 y fue llevada desde Mequinez a Tetuán para de ahí pasar a Ceuta y cruzar el Estrecho para transcurrir por Gibraltar, Sevilla y Madrid, a donde llegó en agosto de 1682 y quedó entronizada en el Convento de los Trinitarios Descalzos. De manera progresiva, la devoción por aquella maltratada imagen (atribuida tradicionalmente a Juan de Mesa o a los Ocampo, nada menos) fue calando hondo en el pueblo madrileño, comenzando a ser conocida como Jesús de Medinaceli habida cuenta el decidido apoyo recibido por parte de esta Casa nobiliaria. Como muestra de haber sido recobrada por la orden trinitaria, porta el escapulario con la cruz en rojo y azul característica de esta congregación. 

No quedó ahí ese culto, pues en nuestra ciudad los propios Trinitarios se hallaban establecidos en su convento de Nuestra Señora de Gracia, ahora casa Hermandad del Cristo de Burgos, no lejos de la parroquia de San Pedro; la "aventura" de Jesús Cautivo y Rescatado sirvió para acrecentar y dar mérito a la labor de los propios religiosos como liberadores de cautivos cristianos en tierras "infieles" (baste el caso de Miguel de Cervantes, capturado y encarcelado en Argel y redimido por la acción de estos religiosos), de manera que no tardó en colocarse en dicho templo una copia de la imagen madrileña, convirtiéndose en nuevo epicentro del fervor sevillano. 

Como han estudiado Antonio García Herrera y José Roda Peña, la talla, de autor desconocido, tamaño natural, ojos de cristal y brazos articulados, recibió culto en un retablo colocado en el lado de la Epístola del crucero del templo a partir de 1711, tras lo cual fueron frecuentes los milagros atribuidos por el pueblo, como éste:

"Una señora que tenía gran devoción a Jesús Nazareno, parió en Sevilla una niña ciega, la cual permaneció en este estado por espacio de tres años; todo este tiempo lo empleó la madre en rogar a este Divino Señor, hasta que un día, llevada de su fe, toma a su hija en brazos, la conduce a la Iglesia, y acercándose a la lámpara que ardía ante la santa Imagen, unta sus ojos con el aceite de aquella; y a poco tiempo recobró la vista".

Pese a las Desamortización de 1835 y los sucesos revolucionarios de 1868, que ocasionaron el cierre definitivo de la iglesia del convento de los Descalzos, no decayó la piedad popular hacia Jesús Cautivo. Inicialmente, la imagen fue llevada al templo San Hermenegildo, frente al convento de Capuchinos, y a la postre, en 1909, establecida en la céntrica Parroquia de San Ildefonso tras un solemne traslado de carácter procesional, ocupó el altar que hasta 1908 habían ocupado los titulares de la Hermandad del Calvario, ahora en la parroquia de la Magdalena.

"Adoptada" la imagen por la llamada Congregación del Sagrado Escapulario de la Santísima Trinidad, pronto se comenzaron a celebrar solemnes quinarios en su honor, culminando con el Besapiés que también logró hacerse con un lugar especial entre los actos cuaresmales sevillanos y siguió protagonizando una de las grandes citas de la Cuaresma sevillana: el primer viernes de marzo. Baste como muestra una reseña de El Liberal de 1931:

"Siguiendo tradicional costumbre, ayer, primer viernes de marzo, miles de fieles desfilaron ante la imagen Nuestro Padre Jesús Cautivo y Rescatado, que recibe culto en la parroquia de San Ildefonso.

Personas de todas las clases sociales llenaron el templo continuamente. Desde las primeras horas de la mañana hasta media noche fuerzas de Seguridad y Guardia Civil mantenían el orden y en ocasiones tuvieron que impedir la entrada en el templo."

Incluso ha llegado a salir procesionalmente en varias ocasiones, presidiendo actos en la Casa de Pilatos, la apertura de las Misiones Generales de 1965 o durante un Via Crucis, para lo cual cuenta con sus propias andas, realizadas por los Hermanos Caballero en 1998, pese a lo cual nunca se ha planteado que realice Estación de Penitencia a la Catedral.

Foto: Reyes de Escalona.
 

Para dar mayor difusión al culto a Jesús Cautivo en horas de cierre de la parroquia, se realizó en 1955 un hermoso azulejo por Antonio Kiernam para Cerámica Santa Ana, instalado en la fachada que da a la calle Rodríguez Marín, y como curiosidad, en la cercana Casa de Pilatos, concretamente en la sacristía de su hermoso oratorio, recibe culto otra imagen de Jesús Cautivo, ésta realizada por el imaginero Juan Abascal en 1960 por encargo de la Pía Unión del Via Crucis a la Cruz del Campo y cuya ejecución fue abonada entre todas las cofradías sevillanas, que se repartieron a partes iguales las 25.000 pesetas que costó dicho encargo; ni que decir tiene que existen numerosas imagenes de Jesús Cautivo y Rescatado en toda España y que incluso dos hermandades sevillanas tienen esa advocación entre sus Titulares, pero esa, esa ya es otra historia. 

04 marzo, 2024

Sobre la bocina.

En esta ocasión, proseguimos con la temática cofradiera, para dar algunos datos sobre un elemento que, aunque forma parte de muchos, casi todos, los cortejos procesionales de Semana Santa en Sevilla, ha quedado un tanto relegado en lo tocante a su significado. Pero como siempre, vayamos por partes.


En el Salmo 150 del Antiguo Testamento se indica que ha de alabarse al Señor "al son de trompetas" y en el Libro de Josué se menciona que siete sacerdotes judíos hicieron sonar sus trompetas, hechas de cuerno de carnero, para acompañar un grito con el que cayeron derrumbadas las murallas de la ciudad de Jericó, este tipo de instrumento, llamado "Shofar", pervive en nuestra Semana Santa en la Guardia Judía que figura en la Hermandad de la Milagrosa; también, en el Libro del Apocalipsis del Nuevo Testamento donde se alude a los siete ángeles que harán sonar otras tantas trompetas para señalar el fin de los tiempos. 

Conocidas en el Antiguo Egipto y en la Grecia clásica (donde incluso había concursos trompeteros en los Juegos Olímpicos), el Imperio Romano adoptó las trompetas con el nombre de buccina o de tuba, pasando a ser muy importantes sus diferentes toques en la instrucción militar de las legiones, mientras que a partir de la Edad Media esta modalidad de instrumentos de viento metal se empleaba para ejecutar "fanfarrias" que servían para anunciar la llegada de un personaje importante, como un monarca, tal como se sigue usando en nuestros días en monarquías como la británica o en determinadas ceremonias solemnes, como las entregas de medallas de los Juegos Olímpicos. Tampoco podemos olvidar su utilidad en las partidas de caza, por lo que Miguel de Cervantes en 1614 escribía en su obra Viaje del Parnaso:

"El ronco son de más de una bocina,
instrumento de caza y de la guerra,
de Febo a los oídos se avecina;
tiembla debajo de los pies la tierra,
de infinitos poetas oprimida,
que dan asalto a la sagrada tierra".


Si en la Via Dolorosa, con Jesús con la cruz a cuestas  camino del Calvario, sonaron instrumentos de viento  para anunciar y marcar la marcha de aquella trágica comitiva por las calles de Jerusalén, las cofradías sevillanas incorporaron en sus cortejos las llamadas "trompetas de dolor", encabezando la procesión, a semejanza de los muñidores, o colocadas delante de las andas con sus ecos lastimeros y profundos para conmover a cuantos presenciaban la procesión; como ha indicado el catedrático de trompeta del conservatorio hispalense, el jerezano José David Guillén, en el siglo XVI comenzaron a emplearse estos instrumentos de viento para, con ellos, llamar la atención de los fieles, dándose el caso incluso de que no todo el mundo podía tocar una de estas trompetas, ya que, por ejemplo, en la Hermandad de Jesús Nazareno de Cabra (Córdoba) no podían usarlas "mulatos, negros, ni otras personas indignas". En Murcia, por citar otro caso, existen la evolución llegó hasta los llamados los carros-bocinas que miden miden tres metros de longitud, y que portan unas ruedecillas en su boca que permiten ser llevadas por la calle, en Cartagena la Agrupación de la Oración en el Huerto (de la cofradía de "Los Californios"), procesiona con la llamada "Bocina el Castillo", de enormes dimensiones, realizada en 1986 en el sevillano taller de Orfebrería Villarreal y en Jaén, en 2015, la cofradía de Jesús Nazareno "El Abuelo" recuperó las figuras de los "bocineros" delante de su Cruz de Guía, tocando seis de estos instrumentos para llamar la atención de los fieles de la llegada de la cofradías por las calles jienenses.

Carro-bocina. Semana Santa de Murcia.

En Sevilla, el historiador decimonónico José Bermejo y Caraballo escribía sobre las bocinas en 1881 en estos términos:

"Las bocinas ó trompetas, que en estos actos llevan algunos hermanos de túnica, más bien que para dar la señal de andar ó parar, como dice D. Félix Gonzalez de Leon, debieron introducirse, según se desprende de reglas antiguas, para recordar con sus ecos lastimeros la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo; y también, en memoria de la que llevaban los soldados que escoltaron al Salvador hasta el monte de su sacrificio. El uso de las mismas se remonta por lo tanto á los principios de las cofradías; y llevaban generalmente cuatro; aunque en un edicto que publicó con fecha de 30 de marzo de 1776 el cabildo eclesiástico, del que tenemos un ejemplar, entre otras cosas se dice: que en ninguna cofradía habían de admitirse más de tres trompetas".

Bermejo alude a Félix González de León porque éste, en su libro "Historia Crítica y Descriptiva de las Cofradías de Penitencia, Sangre y Luz fundadas en la ciudad de Sevilla", editado en 1852, menciona que, cuando la Hermandad del Silencio comenzó a realizar sus estaciones de penitencia:

"Para no interrumpir en nada el profundo silencio y contemplación que guardaban, establecieron cuatro trompetas roncas, o dolorosas, que daban las señal de andar o de parar, y este es el origen de las bocinas".

Pasaron las décadas. Siguiendo la tendencia del progresivo enriquecimiento del patrimonio procesional, de los tubos de bocina inicialmente lisos se pasó a los repujados, de los paños de terciopelo sin adorno alguno con el simple escudo bordado se pasó a auténticas obras de arte realizadas por inolvidables artistas como Juan Manuel Rodríguez Ojeda, Esperanza Elena Caro o Concepción Fernández del Toro, quien, por ejemplo, realizaría las de la Amargura en 1931 siguiendo el diseño de Cayetano González (una de las cuales, como anécdota, portó algunos años el conocido pintor sevillano Alfonso Grosso) y las de la Macarena en torno a 1948-50.

En cuanto al número actual de bocinas que sacan las cofradías en Sevilla (y con la excepción de la hermandades del Polígono de San Pablo y Servitas, que carecen de ellas), es de los más variado, desde las 12 que lleva el Santo Entierro, en recuerdo a los Doce Apóstoles hasta las habituales cuatro o seis que puede llevar normalmente cualquier otra corporación, pasando por las ocho que posee la Hermandad del Gran Poder, y que se ubican en las esquinas de cada uno de los Pasos durante la Estación de Penitencia. En el caso del Paso del Cristo del Calvario, aparecen cuatro, en cuyos paños bordados figuran representados los cuatro Profetas Mayores: Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel.

Repujadas en orfebrería, con lujosos paños bordados en los que suele aparecer la heráldica de la hermandad algunas poseen aún forma retorcida como las de las Siete Palabras o la Esperanza de Triana y otras son tamaño "mini" como las que portan los nazarenos de La Borriquita, algunas representan en sus paños pasajes de los Evangelios como las del palio de Los Estudiantes o Santa Marta, mientras otras poseen bastante antigüedad, como las de la Carretería (1861), La Mortaja (1884) o Las Aguas (1894). Lo habitual es que vayan delante de la Cruz de Guía y acompañando los Pasos, aunque la aparición, relativamente reciente, de los manigueteros ha hecho que en algunos casos hayan pasado a ir ubicadas delante de las presidencias o los ciriales.


Ya que hablamos de bocinas, tampoco se nos puede quedar en el tintero cómo las trompetas o bocinas incluso han aparecido en los propios Pasos procesionales, como es el caso del sayón que hasta 1960 figuraba en el de Los Caballos acompañando a Cristo en el momento de su Exaltación, o como sucedió durante un tiempo en el Paso del Señor con la Cruz al Hombro de la Hermandad del Valle, en el que aparecía otro de las mismas características, pero esa, esa ya es otra historia.



26 febrero, 2024

De negro.

Mientras cuadraba cuentas y revisaba unas facturas de cera del año anterior, sentado tras una robusta mesa de madera, José Fijo, alias "El Latero" Mayordomo a la sazón de aquella cofradía, levantó la vista y a través de sus gafas pudo contemplar la figura de un hombre de edad indefinida (aunque, en realidad, cuenta 27 años y hace veinte que llegó a Sevilla desde su Palma del Río natal), aspecto aseado, traje algo desgastado, camisa recién planchada, rostro delgado, algunas entradas en las sienes, bigote escueto y mirada madura. Con gesto amable, lo invitó a que acercara una silla y tomase asiento, mientras no lejos de aquellas dependencias de la hermandad, entre los pilares mudéjares de la nave central de la parroquia, se oían martillazos, voces y gritos de los carpinteros que, apremiados por los priostes, comenzaban con presteza a desmontar el altar del solemne Quinario que había finalizado unos días antes con la consabida Función Principal de Instituto.

Obedientemente, el recién llegado tomó asiento y, casi sin querer, no pudo evitar echar un vistazo a la pequeña estancia, situada junto a la capilla de la hermandad y decorada con antiguos grabados y recientes convocatorias de cultos con orlas barrocas; olía a humedad tras un reciente y frío chaparrón y por un diminuto ventanal abierto al exterior se colaba el bullicio de la calle San Luis. El mayordomo lo miró fijamente mientras cerraba su estilográfica y hacía lo propio con cierta parsimonia con un ajado libro de cuentas, apartaba un manoseado ejemplar de El Liberal de febrero de 1908 y encendía lentamente un cigarrillo.

- Buenas tardes, Rafael, sepa que viene usted muy bien recomendado para el trabajo, aunque, si no me equivoco, mucha experiencia para el mismo no tenemos, ¿Cierto?

El recién llegado de mirada madura no se esperaba comenzar así la entrevista. Aguardaba, quizá, algo de reticencia o desconfianza, pero nunca que se cuestionase su experiencia en el oficio, sobre todo porque con su maestro Francisco Palacios había hecho todo un "noviciado" en materia de mandar, aprendiendo como buen discípulo en el trato serio y respetuoso con los subordinados e igualmente conociendo a fondo las interioridades de un trabajo que en aquellos años tenía la importancia justa, pero necesaria. Hasta su muerte, Palacios había reformado la manera de repartir el dinero de cada jornada, mientras antes los hombres de confianza recibían mejor salario, con él esa práctica se dio por finalizada: todos cobraban lo mismo, sin distinciones. 

Con voz algo baja pero firme, el recién llegado respondió:

- Como sabe, llevo algunos años mandando cofradías como segundo, algo conoceremos sobre este pormenor, de todos modos, son ustedes, quienes me han hecho llamar.

El mayordomo, algo canoso, muy delgado, olvidamos mencionarlo, y que tenía un negocio de hojalatería en la calle Alemanes, de ahí su apodo, rió de buena gana y presintió que aquel hombre, serio y parco en palabras, era aquel que andaban buscando.

- ¿Qué nos puede ofrecer? Mire que esta cofradía es de las que reparten "jabón", que el recorrido es largo, que salimos muy temprano y que la hora de entrada muchas veces depende de cómo venga la cosa, aunque sabrá que no será nunca antes de la medianoche, para disgusto de acólitos y músicos.

- Conozco la cofradía, la he visto algún año por Correduría o de vuelta por el Salvador, la Virgen iba preciosa. (Hombre prudente, se guardó para sí comentar nada sobre el éxodo de nazarenos repartidos por las tabernas ni sobre que el Paso casi iba arrastrando sus zancos).

- Entonces sabrá que el esfuerzo para los de abajo es grande y que la economía de la hermandad no anda muy boyante que digamos; este año la subvención municipal apenas alcanza para las bandas de música y la cera, pero, como se dice en esta casa, "hágase lo que se deba, aunque se deba lo que se haga".


El recién llegado del traje algo desgastado y camisa bien planchada se ajustó la corbata en un gesto rutinario. La conversación tomaba el rumbo que esperaba. Suspiró y tras carraspear para aclararse la voz contestó con firmeza casi de oficial del ejército:

- Por mi gente no tiene usted que preocuparse, Don José, son de fiar, endurecida y profesional, no le darán problemas, ya me ocuparé de que trabajen en silencio,  sin escándalos y sin levantar los faldones o molestar al público por los costeros.

- Eso me gusta, que algunos años se han visto cosas por aquí que... Por cierto, Rafael, ¿Es verdad lo que me cuentan?

- Depende, dígame usted.

- Me dicen que en su cuadrilla el "aguaó" sólo lleva agua en su cántaro, nada de vino.

- Es así. Además, el día de la salida no nos verá igualando junto a la iglesia, preferimos hacerlo lejos, apartando miradas curiosas y las molestias de costaleros que acuden a pedir un sitio que no tenemos, porque el cuadrante está ya prácticamente cerrado salvo ausencias imprevistas de última hora.

- Pues me deja agradablemente sorprendido, eso que me cuenta dice mucho de usted y de su idea de llevar una cuadrilla. -Aspiró profundamente y dio una calada al cigarrillo casi consumido- Bien cierto es eso de que el día de la salida se forma una trifulca considerable en este tema y que incluso en ocasiones el griterío se llega a escuchar dentro de la iglesia mientras se da lectura a la lista de la cofradía, ¡Con decirle que el párroco incluso nos ha llamado la atención por ello!

Fuera, en la iglesia, seguían escuchándose órdenes y comentarios de quienes a esta hora vencida de la tarde se ocupaban del desmontaje del Quinario; uno de los priostes interrumpió al mayordomo con no se qué historia de que uno de los mantolines estaba lleno de cera y con que el sacristán se empeñaba en apresurar los trabajos porque tenía que marcharse a casa temprano. 

- Como ve, estas fechas son así, y como además somos a veces "cuatro gatos", todos tenemos que poner de nuestra parte (y hasta de nuestras carteras) para que todo salga adelante y podamos poner la cofradía en la calle el Viernes Santo. 

Tras observar fijamente a su interlocutor, prosiguió, y levantándose de su asiento extendió su mano derecha hacia Rafael, quien no tardó en hacer lo mismo y formalizar el acuerdo con un fuerte apretón.

- No se hable más, será usted el nuevo capataz de la hermandad, deme unos días para redactar el contrato; si le parece bien, incluirá la "armá", la cofradía y la "desarmá", aunque como sabe tenemos el almacén del Paso aquí pegado al otro lado de la iglesia. El importe total se cobrará tras Semana Santa, una vez que el Ayuntamiento nos entregue la subvención anual; propinas aparte y usted deberá traer una cuadrilla completa con contraguías y "aguaor" (sólo agua, ¿Eh?). 

- No veo inconveniente en nada de lo que propone, José, cuente con mi persona y cuadrilla. 

Rafael Franco en 1909, mano derecha en la visera de la delantera de la Piedad de Santa Marina. 

Aquella lejana Semana Santa de 1908, aquel recién llegado, un capataz que atendía al nombre de Rafael Franco Luque acababa de firmar su primera cofradía. Como en otras ocasiones posteriores con otros capataces, la lluvia truncó su debut el Viernes Santo; No sería el último, pues después vendrían otros, en hermandades como la Amargura o la Macarena, por citar dos ejemplos. Por cierto, como contaba su nieto Carmelo Franco del Valle (imprescindible su libro para pergeñar nuestro texto), aquel hombre de mirada profunda y camisa blanca bien planchada implantará y generalizará entre el gremio de capataces el uso del terno negro para mandar delante de los pasos, aunque habrá una excepción: en 1913 vestirá la túnica morada y negra de la Hermandad de Santa Marina y con ella mandará el Paso de la Piedad, como agradecida promesa tras la curación de un familiar, en concreto, su hija; pero esa, esa ya es otra historia. 

Entre guardias civiles de gala, al mando del palio de la Macarena. Sobre 1914.



 

19 febrero, 2024

El XVIII, luces y sombras para las cofradías.

En esta ocasión, aprovechando que nos hallamos en plenas fechas cuaresmales, vamos a dedicar este espacio a reseñar, de manera resumida, eso sí, un tema del que ya hablamos con bastante aceptación en otro momento y del que se nos quedó en el tintero aludir cómo se celebraba en una época concreta; pero como siempre, vayamos por partes.

Durante siglos, la Semana Santa en Sevilla fue considerada festividad de singular importancia, tanto por la solemnidad de las celebraciones litúrgicas en los templos, especialmente en el catedralicio, con un boato y ceremonia dignos del Vaticano, como por la especial significación que para los sevillanos tenían las estaciones de penitencia de las diferentes cofradías al antes mencionado primer templo de la ciudad, todo ello con una enorme carga simbólica y devocional sustentada en las imágenes sagradas y en la forma en que éstas se presentaban ante los fieles sobre sus pasos procesionales formando parte de cortejos integrados por cofrades con túnicas y capirotes.

En el llamado período Barroco, por ejemplo, quedará conformado el esquema de lo que ahora consideramos Paso de Misterio o el propio hábito nazareno y también, inevitablemente, serán frecuentes los intentos por parte de la autoridad eclesiástica (caso del Cardenal Niño de Guevara en 1604, por citar algún caso) para regular el orden de los cortejos, procurando establecer una serie de normas que incluso aludirían a la forma en la que los cofrades realizaban su estación, sobre todo los llamados "disciplinantes", esto es, aquellos que se azotaban públicamente durante la cofradía de manera penitencial, con todo un ritual previo y posterior que comentamos, como decíamos, hace ya algún tiempo. 

El Siglo de las Luces, en el que muchos gobernantes y políticos del XVIII se verán influidos por los aires de reforma y racionalidad provenientes de la Francia de Ilustración, será escenario de cómo el poder civil, en este caso, por un lado deseará promover actos o propuestas que durante un tiempo habían estado prohibidas, como es el caso del Teatro y, por otro lado, querrá a toda costa controlar, reformar e incluso prohibir determinadas prácticas vinculadas a celebraciones populares, caballo de batalla para muchos ilustrados por considerarlas prácticas poco cultas o incluso bárbaras, como es el caso de la tauromaquia o los propios cofrades disciplinantes de Semana Santa. Se sabe que el rey Carlos III allá por 1783 será, mediante determinadas Reales Órdenes dictadas por él, enemigo acérrimo de latigazos o azotes semanasanteros, aunque quizá un buen antecedente de todo esto será el limeño Pablo de Olavide durante su controvertida etapa como Asistente en Sevilla.


Asistente de Sevilla desde 1767, Olavide buscará, entre otras cosas, mejorar la limpieza de la ciudad, reformar la administración municipal con la creación de los Alcaldes de Barrio, la extensión de oficios artesanos y la retirada de cruces en algunas zonas donde estorbaban, ganándose la animadversión de no pocos funcionarios, de parte de los gremios y del clero. Si a esto último sumamos, como indicó el profesor Aguilar Piñal, en su estudio sobre la Sevilla de Olavide, que la ciudad era tradicional y eminentemente religiosa allá por 1768, con más de mil lámparas continuamente encendidas en honor de Jesús Sacramentado en el Sagrario, 1.208 altares donde celebrar la Eucaristía o 277 campanas repartidas en torres y espadañas, por no hablar de las numerosas hermandades y cofradías de penitencia o gloria, algunas de las cuales, como la del Gran Poder, llegaban a emplear hasta cuatro mil reales en costear los gastos de su estación de penitencia, comprobaremos que el nuevo Asistente no entró precisamente con buen pie en cuestiones religiosas. 

Olavide dedicará su labor respecto a estas corporaciones de dos modos: primero intentará dejar clara su jurisdicción respecto a ellas, ya que muchas carecían de aprobación de sus Reglas por parte del Real Consejo de Castilla, o incluso algunas ni siquiera poseían estatutos aprobados por autoridad alguna, destacando que habría que extinguir de un plumazo todas éstas y también:

"Que por la misma razón se manden cesar las que se han introducido con advocaciones de algunas imágenes, porque regularmente ocasionan perjuicio y escándalo que produce la piedad mal entendida, la emulación y el fanatismo"

Por otro lado, Olavide intentó extinguir aquellas hermandades que careciesen de rentas, lo que provocó general sorpresa entre las cofradías, unido además a una prohibición relacionada con cuestiones de orden público: la de recogerse de noche; impensable y revolucionario, aquello, como podemos imaginar, sentó de manera nefasta entre los cofrades sevillanos, de modo que de las quince hermandades que tenían anunciada su salida en Semana Santa sólo realizaron su estación en Sevilla las de San Bernardo, la Cena, Pasión, El Silencio, la Macarena, Lanzada y Tres Caídas de San Isidoro y en Triana Las Aguas, la Estrella y la Encarnación, actual de San Benito, renunciando a sacar sus pasos a la calle la Trinidad, Gran Poder, Vera Cruz, Los Negritos y El Museo. 

A todo esto habría que sumar que el Cardenal Solís (con quien Olavide mantenía excelentes relaciones) promulgará en 1776 un Edicto que entre otras cosas exhortaba a mayordomos, oficiales y resto de hermanos de este modo:

"Lleven túnicas proporcionadas a sus cuerpos, de suerte que no ridiculicen, sean honestas y sin adornos... Que los demandistas sean personas de maduro juicio y prudencia, usen de pocas voces y esto con modestia y devoción y no sean muchachos... Que de ninguna manera vaya persona alguna con el rostro cubierto, sin permitir más que tres trompetas a proporcionada distancia".

Ni siquiera quedaba en el olvido cómo debía aprestarse la ciudad a la celebración de la Semana Santa:

"Y para obviar la notable relajación experimentada en el quebrantamiento de ayunos y excusar otros males, que con grave dolor hemos comprendido, prohibimos, pena de excomunión mayor, que dichos días santos se pongan en los sitios donde hacen sus estaciones las cofradías, mesas de comestibles, ni licores, ni se transite con motivo de vender estos por medio de ellas".

 Llamativo resulta, sin duda, el intento de impedir que los sevillanos pudieran "darse un latigazo" (usando un término acorde) para refrescar el gaznate entre procesión y procesión, o, lo que es lo mismo, que volase sobre ellos la tan temida excomunión por beberse un vaso de mosto o aguardiente o comerse una empanada (si era rellena de carne, imaginemos...); pero es que, incluso ausente aquel año Olavide de Sevilla, su Teniente de Asistente, Juan de Santa María continuó con su cruzada contra penitencias extravagantes o disciplinantes excesivos, y promulgó otro edicto para amargar, aún más, la existencia de cofrades y devotos:

"Mando que ninguna persona de cualquiera clase pueda ponerse en traje de disciplinante, empalado, espadado, con grillos o cadenas, o en otro espectáculo semejante bajo la pena de 20 ducados y de treinta días de cárcel".

Menos mal que en aquellos tiempos no existían ni redes sociales ni prensa cofradiera, porque la prohibición era todo un torpedo sobre la línea de flotación de la Semana Santa hispalense, (imaginemos por un momento,  que en nuestros días se prohibiesen túnicas y capirotes, ¿Qué pasaría?) Ni que decir tiene que la Iglesia en general, y la Inquisición en particular, pondrán su punto de mira en el Asistente, procurarán eliminar a Olavide políticamente hablando y por ello pondrá sus ojos sobre su conducta, por considerarla cercana al sacrilegío, la herejía y a la blasfemia (lo que le llevará a ser procesado y encarcelado en Madrid tras abandonar Sevilla); basten las palabras del fraile agustino Fray José Gómez de Avellaneda sobre la presunta actitud del Asistente respecto a asuntos de fe:

"Es común voz y fama que es desafecto a todo el estado eclesiástico secular y regular; también a cosas de devoción. Varias veces he oído que habla mal de las mujeres de Sevilla por las asistencias a los templos a hazer novenas debotas a Dios y a sus santos, confiando en que con tiempo irán dejando eso e irán a la comedia. Es público el empeño que en promoverlas ha tenido. También se dice que ya no ay más estorvo que algunos frailes ignorantes que predican contra ellas, pero que ya se remediará todo... Hombre deista sin religión, que sólo cuida de lo del siglo presente y sus diversiones, como si después de ésta no hubiese otra vida."

No deja de ser irónico, que a la postre, la persecución contra ciertas costumbre o tradiciones cofradieras se volviera en contra del propio Olavide, quedando claro que las autoridades eclesiásticas no estaban nada dispuestas a seguir los mandatos del poder temporal en éstas y otras cuestiones. Lo que está claro es que, como en muchas otras épocas, no se lo ponían fácil a las hermandades con tanta norma y prohibición, pero éstas, como también hemos consignado otras veces, nos sirven ahora precisamente para saber qué ocurría en aquellos días santos por las calles de la ciudad, cuando la austeridad y el fervor se mezclaban con lo festivo y hasta lúdico. Pese a todo,  las cofradías supieron reponerse a esta cuestión, sin saber, eso sí, los tiempos difíciles que les aguardaban en el siguiente siglo, el XIX, pero esa, esa ya es otra historia.


 


12 febrero, 2024

De capa.

Ahora que en estos días de invierno procuramos protegernos del frío con prendas de abrigo como chaquetones, anoraks, parkas o plumíferos, quizá convendría recordar cómo se protegían de las bajas temperaturas nuestros antepasados, sobresaliendo una prenda tradicional e histórica que llegó a servir para diferenciar clases sociales y hasta a cobrar tanta importancia que provocó todo un sangriento motín popular, generó no poca controversia en la universidad sevillana y hasta sirvió como mortaja para un célebre pintor del siglo XX. Pero como siempre, y esta vez bajo la protección de San Martín de Tours, vayamos por partes. 

Desde tiempos antiguos, al parecer, los legionarios romanos cuando estaban en campaña y hasta cierta graduación militar empleaban un tipo de prenda de abrigo reglamentaria llamada "Sagum", consistente en un manto de forma cuadrada tejido de lana, con un diseño que fue tomado, bien de los galos, bien de los griegos; en cualquier caso, el sago (o sayo) se puede considerar el antepasado primitivo de la capa, ya que con el paso de los siglos ésta quedaría convertida en una prenda fundamental en el atavío masculino europeo, sobre todo para determinadas clases sociales o para algunas profesiones. Capuces, tabardos o lobas, abrigaron durante la Edad Media a la población, sin olvidar las ricas capas pluviales usadas por los eclesiásticos (los "caperos"), las capas monásticas, pardas o negras según la orden, o los manteos de los sacerdotes seculares.

Diego Velázquez: Menipo. Museo del Prado.

Definida por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua como "Prenda de vestir larga y suelta, sin margas, abierta por delante, que lleva sobre los hombros, por encima del vestido", Carlos Verdú Sancho, abogado valenciano y buen conocedor de la materia, indica que el origen de la llamada capa española bien podría estar en tierras salmantinas, allá por el siglo XV, creada en los telares propiedad de los Duques de Béjar, promotores de toda una "industria" lanera que aprovechaba la excelente materia prima que proporcionaban los rebaños de ovejas de la región. Se sabe que el largo del Siglo de Oro la capa, mejor dicho, su largo, será señal diferenciadora de más o menos linaje, ya que, por ejemplo, la de los labradores iría hasta los pies, la de los artesanos hasta las rodillas y la de los caballeros hasta medio muslo, el llamado "herreruelo", símbolo de nobleza y pieza clave en todo un género teatral de "capa y espada". 

Verdú afirma que el diseño de una buena capa se basaba en un adecuado tejido de paño (de ahí el nombre de "Pañosa"), con esclavina, forro de terciopelo, cuello estrecho abrochado por botones y generoso vuelo o caída, lo que hará que muchos la usasen ("una buena capa todo lo tapa") para ocultar armas bajo ella o para embozarse, cubrirse parte del rostro, en jornadas de gélido frío o, y ahí estaba el problema, para impedir que se les identificase si cometían algún delito o fechoría, para lo cual, además, se complementaba la capa con sombrero (llamado chambergo) de ancha ala que dificultaba la visión completa del rostro de quien lo portaba sobre sus sienes.

Es de sobras conocido que en 1766 el marqués de Esquilache, ministro de Carlos III, puso a la firma del monarca una Real Orden que exigía recortar el largo tanto de las alas de los sombreros como de las capas y que ello dio lugar a una feroz resistencia por parte, no sólo del pueblo madrileño que llegó a asaltar el palacio del propio ministro, sino de otras ciudades españolas. La violencia, saqueos y desórdenes llegaron a tal extremo que a la postre la sublevación quedó apaciguada con la destitución y exilio de Esquilache por parte del rey ("de capa caída", refugiado y atemorizado en Aranjuez) y la supresión de las normas sobre vestimenta, aunque historiadores doctos en el tema han destacado siempre que en realidad el descontento se debió a la carestía de los alimentos y el desabastecimiento por malas cosechas. Como comentamos en otra ocasión, el motín trajo consigo la llamada "pesquisa real", o lo que es lo mismo, una investigación para hallar sus instigadores, recayendo, presuntamente dicha culpa, nunca del todo aclarada, en los Jesuitas, que fueron expulsados un año después, en 1767.

Como curiosidad, años después, un ministro del rey, Pedro Pablo Abarca de Bolea, Conde de Aranda, "capeará el temporal" de la resistencia de la población en esta sensible cuestión de manera muy astuta, al ordenar que los verdugos, por obligación,  usen el chambergo y la capa larga a manera de uniformidad; ¿Que sucederá entonces? Que se dejarán de usar ambos elementos por todos, por miedo a que cualquiera fuera identificado como ejerciente de tan vil oficio. 

En el siglo XIX la capa corta, junto con el sombrero calañés, el calzón corto, la chaquetilla y la camisa serán piezas ineludibles en el "outfit" (ropaje, por usar un término menos moderno) de cualquier mozo pinturero de la época, copiando modelos impuestos por gentes del mundillo taurino. El uso de estas vestimentas, tan castizas, opuestas a la etiqueta de la época, llegó incluso hasta popularizarse muy mucho entre los universitarios sevillanos, que las empleaban casi como uniforme, aunque dicha costumbre se vio seriamente amenazada: en 1845 se ordenó desde el correspondiente Ministerio del ramo con sede en Madrid que a partir de ese Curso los estudiantes estarían obligados a acudir a clase ataviados con frac o levita y tocados con el correspondiente sombrero de copa (sí, así era la moda masculina entonces).

El Rector de entonces, el letrado Joaquín Pérez Seoane, "haciendo de su capa un sayo", declaró que el uso de la capa andaluza era "cobertura de la incuria y del desaseo", por lo que se apresuró a prohibir tajantemente su uso junto con el del calañés. Sorprendidos, contrariados y heridos en su orgullo, los estudiantes de la Hispalense se congregaron en Asamblea en el Café del Turco, en plena calle Sierpes, y encabezados por el joven poeta Adelardo López de Ayala (originario del sevillano pueblo de Guadalcanal) redactaron una feroz proclama contra las autoridades del Rectorado, que entonces tenía su sede de la calle Laraña (antigua casa profesa jesuita) y hasta allí acordaron acudir en aguerrida manifestación para pegarla en sus muros, provocando disturbios y altercados durante varios días, siendo reprimidos duramente con algunos detenidos por las fuerzas de orden público; López de Ayala, por su parte, tendrá que "tomar capa y sombrero" y marchar a tierras castellanas para seguir con su formación, aunque a la postre la vida no lo trató tan mal, puesto que llegaría a ocupar un escaño en el Congreso de los Diputados y ostentar la cartera ministerial de Ultramar durante el reinado de Alfonso XII, falleciendo en 1879.

Curiosamente, aparte del consabido uso de la capa en diversos lances o tercios taurinos (ya se sabe, de ahí viene aquello de  "abrirse de capa" en relación a comenzar una tarea complicada), en ese siglo XIX comenzará estilarse la capa como nueva prenda dentro del hábito nazareno de algunas cofradías sevillanas, en sustitución de la tradicional túnica de cola y quizá imitando las capas de las Órdenes Militares, siendo la primera en emplearla la hermandad de la Quinta Angustia, que aún la mantiene, en 1857; su iniciativa será pronto imitada por otras corporaciones como las Tres Caídas de San Isidoro (aunque ahora use esparto y cola), Sagrada Mortaja (en 1865) o la propia de la Macarena, quien las verá modificadas en 1886 por obra y gracia de su entonces mayordomo Juan Manuel Rodríguez Ojeda, usando lana merina, colocándole escudos bordados en oro (otra novedad) y dotando a la prenda de una medida casi circular, lo que ampliará el vuelo de la capa puesta sobre los hombros, con un movimiento lleno de gracia.

José García Ramos: Nazareno, dame un caramelo. 1890.
Del mismo modo, durante ese siglo XIX y también en el XX, personalidades como Mariano José de Larra, Ramón María del Valle Inclán, José de Espronceda, Benito Pérez Galdós, José Zorrilla, Luis Buñuel, o Camilo José Cela, usarán o darán cumplida reseña del uso del capa, sin olvidar que, cosas del destino, pese a que como vestimenta hubiese caído poco a poco en desuso, el pintor Pablo Ruiz Picasso, al fallecer en 1973 será amortajado con una capa española (adquirida en el famoso establecimiento madrileño Seseña, aún en funcionamiento) a la que tenía gran aprecio, al haberle sido regalada por un buen amigo, el matador de toros Luis Miguel Dominguín.

Para casi finalizar, destacar la existencia en España de un buen puñado de Asociaciones de Amigos de la Capa (una de ellas en Sevilla), bajo el patronazgo de San Martín de Tours, soldado y obispo en el siglo IV y que pasó a la historia por la tradición según la cual partió su capa en dos con una espada para compartirla con un mendigo que vestía harapos, siendo su sepultura en la Basílica de Tour uno de los puntos fuertes dentro del peregrinaje por el camino francés hacia Santiago de Compostela.

 Y no, no podemos dejarnos en el tintero que en la literatura bien sea  infantil, juvenil o de terror, la capa ha quedado presente en  buenos ejemplos como "caperucita roja" o la "capa de invisibilidad" de Harry Potter, en los modernos comics, en los que algunos superhéroes como Batman o Superman (con permiso de El Zorro) no pueden entenderse sin los vuelos de sus capas negras o rojas, sobre todo porque es el único objeto que al crearse la ilustración puede dar sensación de viento o para servir como elemento identificador de algunos míticos y poderosos "malos", como el mismísimo Conde Drácula o el temible Darth Vader de La Guerra de las Galaxias, pero esa, esa ya es otra historia. 

 

05 febrero, 2024

Al abordaje.

Aunque suene extraño, en esta ocasión nos vamos al acecho de piratas, pero no, no será necesario poner proa a los Sietes Mares o poner rumbo a alguna isla perdida en medio del Caribe para dar con ellos, sino que los hallaremos mucho más cerca de lo que pensamos: surcando las aguas del Guadalquivir. Pero como siempre, vayamos por partes. 

La condición navegable de nuestro río, con sus propios horarios de mareas, hizo que durante siglos fuese una de las vías de comunicación más importantes en Andalucía, sobre todo con el Mediterráneo y, más adelante, con el Atlántico, siendo el puerto hispalense punto de partida de un sinfín de navíos que portaban en sus bodegas mercancías de de lo más variopinto, sobre todo aceite, vino, jabón, cereales, lana cordobesa o extremeña, mercurio de las minas de Almadén, conectando también con otras zonas próximas como la desembocadura del Guadalquivir o, río arriba, hasta la propia zona de Córdoba, donde el rey Fernando III el Santo allá por el siglo XIII llegó a crear un cuerpo de Barqueros con sede en Sevilla, quien utilizaba botes de remos de hasta 10 metros de largo y poco calado. Mención especial merece el transporte de maderas procedentes de zonas como la Sierra de Segura, usadas para muchas funciones o el de piedras de la gaditana sierra de San Cristóbal, empleadas para la construcción de la catedral. 

Ni que decir tiene, existían también lanchas y barcazas dedicadas al oficio pesquero, sobre todo para la captura de sollos, albures, lampreas o sábalos, especies muy apreciadas en los fogones sevillanos, quedando como recuerdo de esas labores la mención a la campana llamada "Espanta Albures" que con sus toques nocturnos desde el Monasterio de la Cartuja Santa María de las Cuevas, ahuyentaba la pesca tal como narró Lope de Vega, buen conocedor de la vida nocturna sevillana gracias a su estancia en nuestra ciudad en el siglo XVII como reflejó en la "Comedia Famosa del amigo hasta la muerte", allá por 1618:

- Cené y brindé por tu salud, contento,
incitado de almejas temerarias,
pero apenas sonaba espanta albures
–ya sabes que es campana de las Cuevas–
cuando llamando un envarado destos
con seis esbirros, nos metió en la cárcel.

Quedan aún en las calles sevillanas nombres muy relacionados con la pesca, como Redes, Barca o Bajeles, en la zona del barrio de los Humeros, sede de quienes faenaban en el río o la propia calle Pescadores, ésta última entre la calle Jesús del Gran Poder y Hernán Cortés, no lejos de un establecimiento famoso por sus croquetas. Miembros del gremio de pescadores, como curiosidad, habrían fundado una Hermandad en honor a San Juan Evangelista que en 1542 se fusionó con la cofradía de la Esperanza de Triana. 

En épocas veraniegas, abundaban también las pequeñas embarcaciones entoldadas que podían alquilarse con el fin de realizar una travesía para surcar el río por mero placer, aprovechando las horas de menos calor para merendar o cenar a bordo, siendo una actividad muy valorada por los sevillanos. Además, aunque existía el Puente de Barcas para hacer de nexo de unión entre ambas orillas, era también muy frecuente que se pasase de una ribera a otra en bote, e incluso esto dará nombre a una zona concreta, la Barqueta, donde existiría una especie de servicio para atravesar el río en dirección a Santiponce bordeando la zona de huertas del Monasterio de la Cartuja

Además, el río podía ser también territorio no sólo para actividades legales o de ocio, sino también lugar para el comercio ilícito de mercancías al margen del control de las autoridades y sus tasas e impuestos,  sobre todo con embarcaciones de menor tamaño como almadías, lanchones o gabarras. El contrabando, incluso de moneda, auspiciado por la creciente corrupción del sistema, estuvo a la orden del día, raras veces erradicado y siempre en manos de individuos que veían en él una forma rápida de enriquecimiento pese al inevitable riesgo que suponía el verse descubierto, capturado, juzgado y sentenciado.

Sin embargo, en 1635, como estudiaron Joaquín Guichot y Manuel Chaves, en las aguas del Guadalquivir, entre Sevilla y La Algaba, pudo detectarse la presencia de otro tipo de delincuentes, mucho más peligrosos que los simples contrabandistas: piratas. En efecto, durante el verano de aquel año se detectó la presencia de un lanchón a remos con una tripulación que no llegaba a la veintena de hombre, todos ellos "de rudo aspecto y fiera catadura", armados hasta los dientes, quizá con alabardas, hachas o pistolones y trabucos, lo que unido a sus muy violentos modos habría hecho que lograsen su propósito de conseguir cuantioso botín y daño tras el realizar desembarcos selectivos y por sorpresa en zonas habitadas y ribereñas, saqueando caseríos, desvalijando molinos y asaltando haciendas con gran crueldad, violando a jóvenes doncellas y dejando un desolador panorama de muerte y destrucción. 

Ante la alarma creada entre la asustada población de aquellos lares, las fuerzas de orden público del momento, embarcadas también para la ocasión, tuvieron en su punto de mira hasta en dos ocasiones la susodicha jábega, pero los piratas de agua dulce eran buenos conocedores de los vericuetos, meandros y ensenadas del río y supieron bogar a zonas recónditas, hasta que finalmente pusieron proa en dirección a Sanlúcar de Barrameda, quedando con un palmo de narices los alguaciles que les perseguían.

Una vez en tierras sanluqueñas, la banda de saqueadores decidió separarse y aguardar a que todo se calmase para retomar sus fechorías, lo que sirvió para que el Asistente de Sevilla, García Sarmiento de Sotomayor, conde de Salvatierrra, descubriera que dos de sus miembros no sólo habían retornado a nuestra ciudad, sino que se hallaban escondidos clandestinamente en la Huerta del Rey, actual zona de la Buhaira, entonces refugio para delincuentes y encuentros furtivos. En una rápida operación, ambos malhechores fueron capturados y encadenados, siendo llevados a la Cárcel Real donde no tardaron en ser juzgados y condenados a la pena capital de muerte en la horca.

Cuando todo estaba previsto para la ejecución de la sentencia, el Tribunal de la Inquisición requirió a los dos reos para interrogarlos porque habían de "declarar cosas de fe", lo que exasperó al Asistente que veía cómo podía irse al traste su planeada pena de muerte si entregaba a los convictos al Santo Oficio. Hombre de recursos y nada asustadizo ante la posible reacción de la autoridad inquisitorial, ordenó proseguir con lo previsto como si nada, con el visto bueno de la Real Audiencia, colocando guardia armada en la cárcel y apropiándose de sus llaves para impedir la salida de los dos presos; la respuesta desde el Castillo de San Jorge no se hizo esperar: el verdugo encargado de la ejecución de la sentencia quedó arrestado y el Asistente y su Teniente Mayor, excomulgados, lo cual, en aquellos tiempos, no era moco de pavo.

Pero no quedó el suceso ahí, ya que el marqués de Salvatierra, obcecado en su idea, ajeno a la excomunión y haciendo caso omiso lo que ocurría, ofreció la libertad a un mulato que estaba sentenciado a galeras a cambio de ejercer como verdugo, y el 19 de noviembre fueron colgados los dos piratas de una de las rejas altas de la cárcel, quedando posteriormente izados en la horca instalada en la plaza de San Francisco, sus cuerpos expuestos como escarmiento y descuartizados al día siguiente para ser expuestos en la zona de San Telmo como, nunca mejor dicho, "aviso a los navegantes". Poco después fue capturado en Antequera otro de los tripulantes de la embarcación pirata, y en esta ocasión Salvatierra se apresuró a ordenar que, apenas arribado a Sevilla, se le ahorcase sin más dilación,  no fuera a ser que de nuevo la Inquisición quisiera husmear en el asunto. Ni que decir tiene que tras todo aquel embrollo de jurisdicciones y muertes, la actividad pirata en el Guadalquivir cesó como por ensalmo, pues ya no vuelve a tenerse noticia de ella en lo sucesivo.

Como muestra o pincelada del carácter indómito del Asistente, Joaquín Guichot contaba que un año antes un grupo de frailes había intentado infructuosamente descolgar por dos veces a un ahorcado para darle cristiana sepultura, pero se les ordenó que por dos veces volvieran a colocarlo en la horca y  permaneciera en su sitio, incluso añadiéndosele cadenas y un candado para evitar que fuese de nuevo retirado sin permiso. Este tipo de comportamientos tan expeditivos, enérgicos y puede que hasta excesivamente autoritarios, debieron agradar muy mucho a la Corona, ya que a la postre nuestro Asistente abandonó Sevilla rumbo a Indias, donde ostentaría los  nada despreciables puestos de Virrey de Nueva España y, posteriormente, del Perú.

 

Por cierto, ya que hablábamos de barcas y barqueros en el Guadalquivir, se nos quedaba en el tintero el famoso Barquero de Cantillana, quien allá por el siglo XIX decidió echarse al monte tras dar muerte a un hombre en su pueblo y convertirse en bandolero, dando lugar a la legendaria figura de Curro Jiménez, pero esa, con permiso de "El Algarrobo", "El Estudiante" o "El Gitano", esa ya es otra historia.