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05 febrero, 2024

Al abordaje.

Aunque suene extraño, en esta ocasión nos vamos al acecho de piratas, pero no, no será necesario poner proa a los Sietes Mares o poner rumbo a alguna isla perdida en medio del Caribe para dar con ellos, sino que los hallaremos mucho más cerca de lo que pensamos: surcando las aguas del Guadalquivir. Pero como siempre, vayamos por partes. 

La condición navegable de nuestro río, con sus propios horarios de mareas, hizo que durante siglos fuese una de las vías de comunicación más importantes en Andalucía, sobre todo con el Mediterráneo y, más adelante, con el Atlántico, siendo el puerto hispalense punto de partida de un sinfín de navíos que portaban en sus bodegas mercancías de de lo más variopinto, sobre todo aceite, vino, jabón, cereales, lana cordobesa o extremeña, mercurio de las minas de Almadén, conectando también con otras zonas próximas como la desembocadura del Guadalquivir o, río arriba, hasta la propia zona de Córdoba, donde el rey Fernando III el Santo allá por el siglo XIII llegó a crear un cuerpo de Barqueros con sede en Sevilla, quien utilizaba botes de remos de hasta 10 metros de largo y poco calado. Mención especial merece el transporte de maderas procedentes de zonas como la Sierra de Segura, usadas para muchas funciones o el de piedras de la gaditana sierra de San Cristóbal, empleadas para la construcción de la catedral. 

Ni que decir tiene, existían también lanchas y barcazas dedicadas al oficio pesquero, sobre todo para la captura de sollos, albures, lampreas o sábalos, especies muy apreciadas en los fogones sevillanos, quedando como recuerdo de esas labores la mención a la campana llamada "Espanta Albures" que con sus toques nocturnos desde el Monasterio de la Cartuja Santa María de las Cuevas, ahuyentaba la pesca tal como narró Lope de Vega, buen conocedor de la vida nocturna sevillana gracias a su estancia en nuestra ciudad en el siglo XVII como reflejó en la "Comedia Famosa del amigo hasta la muerte", allá por 1618:

- Cené y brindé por tu salud, contento,
incitado de almejas temerarias,
pero apenas sonaba espanta albures
–ya sabes que es campana de las Cuevas–
cuando llamando un envarado destos
con seis esbirros, nos metió en la cárcel.

Quedan aún en las calles sevillanas nombres muy relacionados con la pesca, como Redes, Barca o Bajeles, en la zona del barrio de los Humeros, sede de quienes faenaban en el río o la propia calle Pescadores, ésta última entre la calle Jesús del Gran Poder y Hernán Cortés, no lejos de un establecimiento famoso por sus croquetas. Miembros del gremio de pescadores, como curiosidad, habrían fundado una Hermandad en honor a San Juan Evangelista que en 1542 se fusionó con la cofradía de la Esperanza de Triana. 

En épocas veraniegas, abundaban también las pequeñas embarcaciones entoldadas que podían alquilarse con el fin de realizar una travesía para surcar el río por mero placer, aprovechando las horas de menos calor para merendar o cenar a bordo, siendo una actividad muy valorada por los sevillanos. Además, aunque existía el Puente de Barcas para hacer de nexo de unión entre ambas orillas, era también muy frecuente que se pasase de una ribera a otra en bote, e incluso esto dará nombre a una zona concreta, la Barqueta, donde existiría una especie de servicio para atravesar el río en dirección a Santiponce bordeando la zona de huertas del Monasterio de la Cartuja

Además, el río podía ser también territorio no sólo para actividades legales o de ocio, sino también lugar para el comercio ilícito de mercancías al margen del control de las autoridades y sus tasas e impuestos,  sobre todo con embarcaciones de menor tamaño como almadías, lanchones o gabarras. El contrabando, incluso de moneda, auspiciado por la creciente corrupción del sistema, estuvo a la orden del día, raras veces erradicado y siempre en manos de individuos que veían en él una forma rápida de enriquecimiento pese al inevitable riesgo que suponía el verse descubierto, capturado, juzgado y sentenciado.

Sin embargo, en 1635, como estudiaron Joaquín Guichot y Manuel Chaves, en las aguas del Guadalquivir, entre Sevilla y La Algaba, pudo detectarse la presencia de otro tipo de delincuentes, mucho más peligrosos que los simples contrabandistas: piratas. En efecto, durante el verano de aquel año se detectó la presencia de un lanchón a remos con una tripulación que no llegaba a la veintena de hombre, todos ellos "de rudo aspecto y fiera catadura", armados hasta los dientes, quizá con alabardas, hachas o pistolones y trabucos, lo que unido a sus muy violentos modos habría hecho que lograsen su propósito de conseguir cuantioso botín y daño tras el realizar desembarcos selectivos y por sorpresa en zonas habitadas y ribereñas, saqueando caseríos, desvalijando molinos y asaltando haciendas con gran crueldad, violando a jóvenes doncellas y dejando un desolador panorama de muerte y destrucción. 

Ante la alarma creada entre la asustada población de aquellos lares, las fuerzas de orden público del momento, embarcadas también para la ocasión, tuvieron en su punto de mira hasta en dos ocasiones la susodicha jábega, pero los piratas de agua dulce eran buenos conocedores de los vericuetos, meandros y ensenadas del río y supieron bogar a zonas recónditas, hasta que finalmente pusieron proa en dirección a Sanlúcar de Barrameda, quedando con un palmo de narices los alguaciles que les perseguían.

Una vez en tierras sanluqueñas, la banda de saqueadores decidió separarse y aguardar a que todo se calmase para retomar sus fechorías, lo que sirvió para que el Asistente de Sevilla, García Sarmiento de Sotomayor, conde de Salvatierrra, descubriera que dos de sus miembros no sólo habían retornado a nuestra ciudad, sino que se hallaban escondidos clandestinamente en la Huerta del Rey, actual zona de la Buhaira, entonces refugio para delincuentes y encuentros furtivos. En una rápida operación, ambos malhechores fueron capturados y encadenados, siendo llevados a la Cárcel Real donde no tardaron en ser juzgados y condenados a la pena capital de muerte en la horca.

Cuando todo estaba previsto para la ejecución de la sentencia, el Tribunal de la Inquisición requirió a los dos reos para interrogarlos porque habían de "declarar cosas de fe", lo que exasperó al Asistente que veía cómo podía irse al traste su planeada pena de muerte si entregaba a los convictos al Santo Oficio. Hombre de recursos y nada asustadizo ante la posible reacción de la autoridad inquisitorial, ordenó proseguir con lo previsto como si nada, con el visto bueno de la Real Audiencia, colocando guardia armada en la cárcel y apropiándose de sus llaves para impedir la salida de los dos presos; la respuesta desde el Castillo de San Jorge no se hizo esperar: el verdugo encargado de la ejecución de la sentencia quedó arrestado y el Asistente y su Teniente Mayor, excomulgados, lo cual, en aquellos tiempos, no era moco de pavo.

Pero no quedó el suceso ahí, ya que el marqués de Salvatierra, obcecado en su idea, ajeno a la excomunión y haciendo caso omiso lo que ocurría, ofreció la libertad a un mulato que estaba sentenciado a galeras a cambio de ejercer como verdugo, y el 19 de noviembre fueron colgados los dos piratas de una de las rejas altas de la cárcel, quedando posteriormente izados en la horca instalada en la plaza de San Francisco, sus cuerpos expuestos como escarmiento y descuartizados al día siguiente para ser expuestos en la zona de San Telmo como, nunca mejor dicho, "aviso a los navegantes". Poco después fue capturado en Antequera otro de los tripulantes de la embarcación pirata, y en esta ocasión Salvatierra se apresuró a ordenar que, apenas arribado a Sevilla, se le ahorcase sin más dilación,  no fuera a ser que de nuevo la Inquisición quisiera husmear en el asunto. Ni que decir tiene que tras todo aquel embrollo de jurisdicciones y muertes, la actividad pirata en el Guadalquivir cesó como por ensalmo, pues ya no vuelve a tenerse noticia de ella en lo sucesivo.

Como muestra o pincelada del carácter indómito del Asistente, Joaquín Guichot contaba que un año antes un grupo de frailes había intentado infructuosamente descolgar por dos veces a un ahorcado para darle cristiana sepultura, pero se les ordenó que por dos veces volvieran a colocarlo en la horca y  permaneciera en su sitio, incluso añadiéndosele cadenas y un candado para evitar que fuese de nuevo retirado sin permiso. Este tipo de comportamientos tan expeditivos, enérgicos y puede que hasta excesivamente autoritarios, debieron agradar muy mucho a la Corona, ya que a la postre nuestro Asistente abandonó Sevilla rumbo a Indias, donde ostentaría los  nada despreciables puestos de Virrey de Nueva España y, posteriormente, del Perú.

 

Por cierto, ya que hablábamos de barcas y barqueros en el Guadalquivir, se nos quedaba en el tintero el famoso Barquero de Cantillana, quien allá por el siglo XIX decidió echarse al monte tras dar muerte a un hombre en su pueblo y convertirse en bandolero, dando lugar a la legendaria figura de Curro Jiménez, pero esa, con permiso de "El Algarrobo", "El Estudiante" o "El Gitano", esa ya es otra historia.