02 julio, 2015

A chorro.-

 
Créanme si les digo que en estos días no vivimos para sustos ni hallamos sosiego, no porque andemos aterrados por sucesos varios o tragedias ajenas, que también, sino porque aquesta ciudad nunca dejará de sorprendernos en grado sumo. 



Paseábamos por Alameda de Hércules, feliz espacio creado por el Conde Barajas allá por 1574, cuando drenó de aguas putrefactas la laguna que se formaba, foco de pestilencia y malos olores para vecinos. Paseábamos, decíamos, cuando de repente, brotaron del suelo, como por obra del Maligno, abundantes y copiosos surtidores de agua, que nos empaparon vestiduras dejándonos calados como si de aguacero otoñal se tratase. Pueden imaginarse vuesas mercedes el estupor y la sorpresa que se plasmaron en nuestra faz, y añádanle las chanzas y mojigangas que hubimos de sufrir con resignación cristiana.



Tomamos el asunto con filosofía y hasta agradecimos aquel oportuno chubasco, pues marchábamos a cierto recado no poco acalorados, y comprobamos, después, que dichos surtidores constituían motivo de jarana y diversión para transeuntes y parroquianos, aunque esperamos no se prodiguen en demasía y llegue el agua como a niveles de antiguas inundaciones del Guadalquivir...



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