Hace ya un par de años, hablábamos de un pintor sevillano bastante conocido, Herrera el Viejo, y de sus peligrosas incursiones en el mundo de la falsificación de moneda, delito bastante grave por el que llegó a acogerse a sagrado en el desaparecido Colegio de San Hermenegildo de los padres jesuitas. Falsificar moneda era delito de lesa majestad, esto es, atentaba contra el propio Rey, de ahí que fuera catalogado y denominado como crimen "execrable", "atroz" o "gravísimo". Desde tiempos de Alfonso X el Sabio, allá por el siglo XIII, la pena para los falsarios estaba clara, como se refleja en las "Siete Partidas" dadas como marco legal por el propio monarca castellano:
“Moneda es cosa con que mercan et viven los homes en este mundo; et por ende non ha poderío de la mandar facer ningunt home si non fuere emperador, o rey o aquellos a quien ellos otrogan poder que la fagan por su mandado: et qualquier otro que se trabaja de la facer face muy grant falsedat et muy grant atrevimiento en querer tomar el poderío que los emperadores et los reyes toyieron para sí señaladamente. Et porque de tal falsedat como esta viene muy grant daño a todo el pueblo, mandamos que cualquier home que ficiere falsa moneda de oro, o de plata o de otro metal qualquier, que sea quemado por ello de manera que muera."
Además, las Partidas alfonsinas establecían que se incautarían aquellos edificios donde se labrase moneda a espaldas de la corona, con lo cual quedaba claro que el rey era dueño y señor de personas y haciendas.
A continuación, gracias a la sesuda investigación de nuestro habitual y nunca suficientemente alabado equipo de archiveros, documentalistas y bibliotecarios, veremos cómo se las gastaba la justicia del rey en cuestiones como estas allá por el siglo XVII:
Finalizaba en Sevilla el crudo invierno de 1681 (año del fallecimiento del dramaturgo Pedro Calderón de la Barca), era 15 de marzo. Zona de asueto y diversión, siempre llena de público, la Alameda de Hércules marcará el inicio de nuestra Historia. Por ella, acompañado de su cortejo de alguaciles, deambulaba el Alcalde de la Justicia don Cándido de Molina y Sotomayor, quien era tenido por persona de gran rectitud y siempre atenta a posibles delitos, de ahí que fuera de sobras más que conocido por el "gremio" de delincuentes y maleantes.
En la misma Alameda, un "chivatazo" le puso tras la pista de dos presuntas falsificadoras de monedas, por lo que, manos a la obra, seguido de dos alguaciles y de su escribano Jerónimo de Parga, se encaminó a la casa dónde se decía vivían ambas mujeres, sorprendiéndolas "in fraganti" y prendiéndolas tras un registro domiciliario bastante fructífero con gran cantidad de monedas de plata de a ocho y de a cuatro reales, todas ellas falsificadas.
Engatusando a uno de sus captores, una de las mujeres, logró escapar huyendo hasta el cercano convento de San Francisco de Paula, sede actual, aunque por poco tiempo, de los jesuitas en la calle Trajano; la otra detenida, que respondía al nombre de Leonor de Silva, declaró haber contraido matrimonio con un sujeto llamado Juan Ruiz, pero que no sabía nada de él desde hacía tres meses, aunque dio su paradero en la calle Azafrán, pues vivía allí con unas hermanas.
El alcalde de la justicia no dudó en partir hacia la collación de Santa Catalina con la intención de prender al tal Juan Ruiz. Llamada así desde al menos el siglo XVI, la calle era bastante solitaria, con el añadido de los malos olores provocado por los desagües del Corral del Conde, cuyas espaldas daban a esta calle como en la actualidad.
Llegados a la vivienda donde se suponía estaría la "fábrica" o taller de moneda falsa y tras golpear repetidas veces la puerta una anciana, asomada a su ventanuco, indicó a los perseguidores que quien buscaban había salido hacía algunas horas, desconociendo ni hacia dónde se había encaminado ni cuándo regresaría a su casa. Sin embargo, la paciencia de la justicia dio fruto, ya que en el interior de la casa permanecía oculto el compinche de Juan Ruiz, llamado Juan Troncoso. Atemorizado por la presencia de la autoridad, y tras ocultar apresuradamente un cargamento de monedas, "tomó capa y sombrero" para ponerse a salvo, pertrechado con una carabina, se lanzó desde el tejado de la casa hacia un solar contiguo, pero el ruido de la huida puso sobre aviso a los alguaciles, dándole el "alto" y entregándose arrepentido, arrojándose, lloroso, dicen las crónicas, a los pies del Alcalde de la Justicia; además fue capturada Ana de Córdoba, esposa de Troncoso y sospechosa de ser también cómplice de los falsificadores.
¿Qué pasó con Juan Ruiz? Al parecer, tras varias jornadas de pesquisas y persecución, terminó cayendo en poder de la justicia en la plazuela del Horno (quizá en la zona de Santa María la Blanca, en la actual calle Verde).
Condenados con celeridad, el 16 de abril se les leyó la sentencia condenatoria a la máxima pena, con tan mala reacción por parte de los reos, que mientras uno protestó a grandes gritos y mayor alboroto, el otro, Troncoso, trató de estrellar una silla a la cabeza de uno de los escribanos y como anduvo escaso de puntería, trató de huir arrojándose desde un balcón, logrando sus propósitos de no haber sido sujetado fuertemente por el cura de San Vicente y dos franciscanos que había acudido a prestar auxilio espiritual a los condenados.
Apaciguados los ánimos, conscientes de que cualquier intento de fuga sería inútil, los reos aceptaron sumisamente su destino, despidiéndose de sus familias para ser ejecutados finalmente al amanecer del 18 de abril en la misma cárcel. Como curiosidad, los cuerpos no fueron quemados sino que quedaron en poder de la Hermandad de la Santa Caridad, quien haciendo gala de una de sus funciones histórica les dio cristiana sepultura en una ceremonia de cierta importancia.
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