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10 junio, 2024

Diplomacia a la sevillana.

En esta ocasión, vamos a viajar en el tiempo y nos vamos a situar en unos días concretos del año 1631, en los que las autoridades de la ciudad de Sevilla tuvieron que asumir el agasajo y hospedaje de un personaje de relumbrón, británico por más señas, que no les era del todo desconocido y al que atendieron "a cuerpo de rey", valga la expresión; pero como siempre, vayamos por partes. 

Las condiciones impuestas por la monarquía española de Felipe IV y su valido el Conde Duque de Olivares al Duque de Buckingham para contraer matrimonio con la infanta María Ana de Austria, que le obligaban a convertirse al catolicismo, provocaron la declaración de guerra por parte de Inglaterra a España en marzo de 1624. La guerra, que dejó episodios dignos de destacar como la Rendición de Breda o el intento de asalto de Cádiz por los ingleses, finalizó con el llamado Tratado de Madrid de 1630, en el que quedó claro que los británicos no salían bien parados militar y políticamente del complicado tablero de ajedrez que era la Europa de la Guerra de los Treinta Años. 

A la hora de resolver el enfrentamiento entre ambas naciones por vía diplomática, la corona inglesa designó un embajador especial para negociar y firmar el antedicho Tratado, recayendo el encargo en un viejo conocido en la cancillería española, Francis Cottington, que con anterioridad había desempeñado el cargo de responsable del Consulado inglés con sede en Sevilla, y no había sido precisamente bien recibido en aquel entonces por su condición religiosa de protestante. Sin embargo, en esta ocasión y como veremos, las tornas habían cambiado ostensiblemente y el propio Cabildo de la Ciudad, siguiendo al dictado las órdenes del poderoso Conde Duque llegadas de la corte, supo estar a la altura de las circunstancias a la hora de dar hospitalidad y agasajo al plenipotenciario inglés.

Sir Francis Cottington, embajador inglés en España en 1630-1631.

El historiador y cronista José Gestoso, siempre puntilloso con los detalles, da buena cuenta de cómo fue se preparó la estancia de este embajador en los Reales Alcázares, comenzando por la retirada previa de basura y malas hierbas del Patio de la Montería, a la que siguió la decoración de las estancias que ocuparía Cottington con tapices y cuadros (algunos, alquilados), y el correspondiente mobiliario: siete bufetes, un escritorio, doce sillas de terciopelo bordadas, seis taburetes, dos alfombras. La cama, colgada y bordada con flecos de oro, contaba con almohadas de tafetán verde, sin que faltase el ineludible "vaso de noche", (no hace falta mencionar su utilidad) dentro de una caja profusamente decorada. Por cierto, se compró una baraja de naipes "para su entretenimiento" por 68 maravedís y también perfumes y cosméticos. Extrañamente, no hay mención al uso de braseros con que calentar las estancias en el frío mes de febrero, no sabemos si por olvido o por otras circunstancias.

 

La llegada del embajador, su secretario Arthur Hopton y su comitiva tuvo lugar el 20 de febrero de 1631, siendo recibido primero en la ciudad de Écija y luego agasajado convenientemente en nuestra ciudad. El ilustre huésped tuvo, al parecer, y como ha narrado la profesora y doctora en Historia Moderna Cristina Bravo, una extensa e intensa agenda con audiencias y visitas con los principales estamentos eclesiásticos y aristocráticos y contó incluso con escolta especial y permanente: cuatro alabarderos por cuenta del Consistorio, que montaron guardia día y noche a las puertas de su alcoba, le acompañaron en todo momento y estrenaron, para la ocasión, sombreros y zapatos nuevos.

¿Y a la hora de comer? Por poner un ejemplo de cómo ejercía como anfitriona la ciudad para alguien del nivel como este Lord, para la cena de aquel jueves de febrero y para un séquito de caballeros y criados ingleses formado por unas cien personas se prepararon como menú 24 gallinas, 30 conejos, 6 patos, 13 pichones, 3 jamones, 2 cabritos, 1 carnero, 4 libras de lengua, oreja y codillos, 12 libras de vaca, 34 salchichones sin olvidar limones, miel, piñones, vinagre, huevos, aceite y tocino. Durante los cuatro días que duró la estancia británica en tierras hispalenses se consumieron, "grosso modo", 284 huevos de gallinas, 64 perdices, 9 piernas de cabrito y carnero, 42 arrobas de vino, 332 hogazas de pan, 1.000 nueces, 30 barriles de aceitunas y también hubo sitio para el pescado: 70 besugos, 60 libras de corvina y 10 de jibias, todo él conservado en nieve traída expresamente desde Ronda. Todo ello, ni que decir tiene, elaborado por cuatro cocineros (suponemos que auxiliados por un equipo de mayordomos, despenseros, pinches y demás personal) y que percibieron la cantidad de 6.800 maravedíes.

Francisco Barrera: Febrero. Bodegón de invierno. 1640. Museo del Prado

 Como vemos, la "lista de la compra", con la que agasajar fue de primer nivel para las exhaustas arcas hispalenses, pero también, por añadidura hubo sitio para los postres, con batata, "alfajores de Carmona", confituras y frutas diversas. Y por supuesto, todo ello servido en buena mantelería, vajilla y cubiertos, acompañados de fuentes, tinajas, lebrillos y demás menaje, parte del mismo realizado ex profeso para la ocasión en los conventos de San Leandro y Madre de Dios.

Hay registrados pagos a José de Salazar  y Pedro de Ortegón por organizar la representación de dos comedias, a Luis de Estrada por hacer otro tanto con un Torneo, a lo que hay que sumar, siguiendo instrucciones del Conde Duque de Olivares el "obsequio" final de, tomamos aliento, 4 arrobas de higos de Córdoba, 24 barriles de conservas, 1 docena de barrilillos de aguada de azahar, dos docenas de jamones, 13 arrobas de aceite ecijano, 60 almudes (276 kilos) de aceitunas, 24 barriles de alcaparras y alcaparrones, 7 docenas de chorizos, 12 quesos, 500 limones, 1000 naranjas, 2 jamones y 4 piernas de cordero, entre otras exquisiteces poco accesibles para el sevillano de a pie. 

Alexander Van Adrianssen: Bodegón con pescados y un gato tras la mesa. Siglo XVII. Museo del Prado.

De manera que entre ágapes y representaciones teatrales, nuestro buen embajador debió llevarse no mal recuerdo de su estancia en Sevilla, embarcando en falúas para Sanlúcar de Barrameda con destino a Cádiz y singladura hacia Inglaterra, primeramente el servicio del embajador y a continuación el propio Lord Cottington con sus caballeros, quienes en el trayecto dieron buena cuenta de lampreas y sábalos. En total, el gasto superó con creces el medio millón de maravedís, cifra más que respetable teniendo en cuenta los tiempos de crisis que se vivían, no sólo en la ciudad, sino en toda la nación.

¿Qué sucedió a nuestro buen embajador, aparte de, quizá, haber puesto algún kilo de más? De regreso a su patria, proseguirá su ascendente carrera política, siempre apegado fielmente al gobierno monárquico, incluso durante el turbulento periodo de la Guerra Civil inglesa; será entonces cuando volverá a la corte española para recabar apoyos para el bando realista, sin cosechar nada destacable. Todavía en España, a la postre, cosas del destino, tomará la decisión, junto a su familia, de convertirse al catolicismo y quedará alojado con los jesuitas de Valladolid, donde fallecerá en 1649 y quedará inhumado en el Colegio de los Ingleses; su cuerpo no será trasladado a su patria hasta años después, para ser sepultado definitivamente en 1679 en la Abadía de Westmister, pero esa, esa ya es otra historia.