En estos tiempos actuales, de soledad para muchos, no hace falta decir que se ha visto incrementado el número de quienes deciden acoger a un animal como mascota.
Gatos, pájaros, peces, incluso especies exóticas, se han convertido en parte importante de no pocos hogares, sin olvidar el bien que hacen a sus dueños por su compañía o simplemente, por estar ahí.
Los perros, por supuesto, tampoco se han quedado atrás, de modo que hay especies de todo tipo y tamaño acordes a la personalidad de sus dueños, o también simplemente perros adoptados tras haber sido abandonados, perros con pedigrí y perros de raza indefinida, perros tranquilos y perros inquietos, perros hogareños y perros que andan siempre deseando salir a la calle.
Amigo mejor del hombre desde hace al menos diez o quince mil años, el perro pertenece a la familia de los cánidos, emparentada, como muchos sabrán a ciencia cierta con los lobos; la domesticación de esta especie, y su conversión como animal destinado a la caza tiene mucho que ver con los primeros pasos del Homo Sapiens, de modo que su socialización (su nombre taxonómico es Canis Lupus Familiaris) ha ido emparejada al ser humano.
En el Arte, veremos perros en cuevas prehistóricas o en museos de arte contemporáneo, desde el mastín que aparece en la Meninas de Velázquez hasta el famoso “Perro de San Roque” que acompaña al santo en su iconografía como Protector frente a las epidemias, desde vasijas con escenas perrunas en el Imperio Romano hasta perros reflejados por Dalí o Picasso, sin olvidar que en Nueva York existe un museo enteramente dedicado al llamado “Mejor Amigo del Hombre”.
Pero no divaguemos. De esos canes, pero de los que vagabundeaban por las calles en la Sevilla del siglo XVIII intentaremos, con la ayuda de los cronistas de la época, dar detalles cuanto menos curiosos.
Recorrer la calle Levíes, en el antiguo barrio de la Judería, entre la de San José y con la parroquia de San Bartolomé en su otro extremo, supone descubrir, entre otras cosas, las casas natales de un erudito local como Luis Montoto o de un hombre santo como Miguel de Mañara, éste último en magnífica casa palacio sede ahora de la Consejería de Cultura, o también recordar la famosa Carbonería, establecimiento, ahora cerrado nos tememos, a medio camino entre la taberna y el espacio cultural con piano, y chimenea incluidos.
En esa vía, que toma su nombre de Samuel Leví, influyente judío de los tiempos del rey Pedro I, allá por el siglo XIV y que gozó del favor del monarca castellano en forma de riquezas y puestos en la corte, tuvo su sede andando el tiempo la llamada Sociedad Médica de Sevilla, sede de sesudas tertulias y debates sobre la ciencia de Galeno o Hipócrates. Pero allá por años sesenta del siglo XVIII, parte de sus estancias se llenaron, como quien quiere la cosa, de perros de todo tipo, ¿Por qué?
La Sociedad, como relata Matute en sus Anales, ofreció su sede en la calle Levíes para alojar allí a los animales enfermos, separados en diversas estancias según la gravedad de la enfermedad, siendo nombrados seis enfermeros para los cuidados de los “pacientes”, así como dos Practicantes de Medicina encargados de la alimentación y medicación. Los doctores, por su parte, dedicaron sus esfuerzos a analizar los síntomas, que afectaban sobre todo a los pulmones, para dar con el padecimiento y los medios para combatirlo. Para ello, no dudaron en extraer muestras de sangre e incluso introdujeron animales sanos entre los enfermos por ver si se contagiaban, cosa que no ocurrió, optando finalmente, por emplear un tratamiento basado en la Quina y el Alcanfor.
Los resultados no se hicieron esperar, pues el plan de curación
consiguió poco a poco reducir las defunciones y lograr la sanación de no pocos
enfermos, y al decir de las crónicas de aquel tiempo “con gran
complacencia de los amos, que volvían a recuperar sanos y salvos a
sus mastines, pechones, rateros, galgos y podencos, cuyas vidas
habían visto en peligro”. Como curiosidad, a los animales ya sanados, antes de abandonar las instalaciones médicas, se les hacía una señal en el lomo para que se supiera que habían superado la enfermedad.
A final de agosto de aquel 1764 la epidemia había remitido por completo, con el dictamen de los doctores de no tratarse de enfermedad contagiosa, sino catarral maligna con ofensa a los pulmones, que debidamente tratada podía ser curada.
Quede pues constancia del gesto humanitario de aquellos hispalenses del XVIII para con la raza canina, aunque, como afirmaba a principios del XX nuestro viejo conocido Chaves Rey: “Raza tan maltratada luego, que en 1812 se ordenó por bando, que se matasen sin contemplaciones cuantos perros vagaban por la ciudad y que aún es víctima de los laceros municipales, que de tan cruel persecución las hacen blanco”.
Para concluir, nuestro más ferviente agradecimiento a los pacientes lectores de estos pliegos, sobre todo por haber rebasado las ochenta mil visitas hace unas jornadas.