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12 junio, 2023

Rabiando.

En esta ocasión, vamos a tratar una figura concreta, un oficio, por llamarlo de algún modo, que parece que tuvo bastante predicamento en tiempos pasados, que era requerido para evitar "males mayores" y que incluso llegó a estar en nómina de algunos ayuntamientos o cabildos municipales. Pero como siempre, vayamos por partes. 

En un mundo como el medieval o el de los siglos XVI o XVII, en el que los perros vagaban por las calles como Pedro por su casa y en el que, además, de transmitir pulgas u otros parásitos, podían enfermar y transmitir la rabia, para la que no había vacuna, era muy corriente que, tras la mordedura de un perro rabioso, la persona mordida pudiera padecer también la hidrofobia, o la rabia. Conocida como enfermedad ya en el año 1224 a. C. en Babilonia, al ser un mal vírico, podía y puede llegar a ser grave para el hombre al generar, entre otras patologías, una grave encefalitis, que podía terminar siendo mortal en su etapa más extrema si no se había tratado convenientemente. A todo esto, al perro rabioso, o "perro malo", se le equiparaba con el mismo Diablo, al creerse que estaba poseído por él, con lo cual la influencia del factor religioso quedaba más que patente.

En aquellos tiempos, para curarla, existían, desde tiempo inmemorial los llamados "Saludadores" (palabra surgida de salud-dadores), especie de curanderos que se suponía gozaban de ciertos poderes o gracia divina que les concedía curar esta enfermedad a personas o animales.  Ahora bien, no todo el mundo podía pertenecer a ese grupo privilegiado de "saludadores", ya que para serlo tenían que darse en la persona una serie de condiciones un tanto especiales, casi extraordinarias, como el ser el séptimo hijo varón de siete hermanos varones, haber nacido en Jueves o Viernes Santo, Nochebuena o el día de la Encarnación, nacer con una cruz en el paladar, haber llorado en el vientre de la madre o ser el mayor de dos hermanos gemelos. 

El saludador se consideraba heredero directo de ciertas santas protectoras contra la rabia, por eso se grababan en alguna parte de su cuerpo símbolos relativos a ellas. Ya en 1538 el teólogo Pedro Ciruelo escribía, con cierta animadversión por cierto, sobre los saludadores en su obra Reprobación de las supersticiones y hechizerías

"Los saludadores, para encubrir la maldad, fingen ellos que son familiares de Santa Catalina o Santa Quiteria y que estas santas le han dado la virtud para sanar de la ravia y, para hazerlo creer a la simple gente, hanse hecho imprimir en alguna parte de su cuerpo la rueda de Santa Catalina o la señal de Santa Quiteria y ansí, con esta fingida santidad, traen a la simple gente engañada tras fe".

No deja de ser curioso, aseguraban poder curar con su aliento y con su saliva, e incluso ser inmunes a la acción del fuego, ya que podían, decían, beber agua hirviendo, caminar sobre una barra de hierro al rojo o meterse en un horno encendido. Además, para tener el "kit" completo, algunos incluso afirmaban tener clarividencia, dotes adivinatorias o un sexto sentido para detectar brujas, por lo que en ocasiones el mismo Santo Oficio recurría a ellos a la hora de hacer sus pesquisas sobre posibles hechiceras.

¿Qué trámites necesitaban para ejercer su oficio? En primer lugar, y esto es interesante, debían ser examinados por el obispo de su diócesis o por el mismo Tribunal de la Inquisición, recibiendo, en el caso de aprobar, una licencia que les permitía ejercer su labor. Se sabe que, en lugares de Galicia o el País Vasco, eran expulsados aquellos que no poseían esas licencias, mientras que en Valencia hubo funcionarios públicos que actuaban como examinadores al poner a prueba a los candidatos exigiéndoles que curasen a perros rabiosos usando su saliva. Si superaban el "test", prestaban juramento y obtenían su permiso por escrito. 

Los ayuntamientos, por tanto, recurrían con mucha frecuencia a los saludadores para que atendieran a vecinos y animales, otorgándoles a cambio cantidades de dinero o trigo, aparte de gastos de caballerías, criados, manutención y alojamiento en caso de que procedieran de otras tierras, o sea, una especie de dietas. 

El profesor Peris Barrio documentó varios casos de saludadores en lugares como Jaén, que en 1630 pagaba 24 reales a uno de ellos, Lagrán (Álava) que abonaba a una saludadora el importe equivalente a dos fanegas y media de trigo al año o en Oyón, también en Álava, donde el saludador era un niño de 14 años llamado José Ruiz y que fue contratado por el pueblo de Barredo, ajustando con su padre, que actuaba como "tutor intermediario", la cantidad anual de 30 reales por ejercer su labor. 

¿Cómo actuaban? Había diferentes modos, unos cortaban pedazos de pan con la boca y, mojados con su saliva, los daban a comer al ganado o a la persona afectada por la hidrofobia; otros, escupían directamente al enfermo o a los alimentos que iba a comer y otros, escupían en una vasija con agua que luego era dada al enfermo. Además, en ocasiones chupaban la herida de la mordedura y luego la escupían. Otros ingredientes frecuentes para curar la rabia eran pelos de los propios animales rabiosos o incluso su propia sangre. El propio Miguel de Cervantes, en su Novela Ejemplar "La Gitanilla", editada en 1613, hacía aparecer a una anciana saludadora con estas palabras: 

"Y acudió luego la abuela de Preciosa a curar al herido, de quien ya le habían dado cuenta. Tomó algunos pelos de los perros, friólos en aceite, y, lavando primero con vino dos mordeduras que tenía en la pierna izquierda, le puso los pelos con aceite en ellas, y encima un poco de romero verde mascado; lióselo muy bien con paños limpios y santiguóle las heridas, y díjole: -Dormid, amigo; que con la ayuda de Dios, no será nada."

Francisco de Quevedo (que los sitúa en el infierno, "condenados por embustidores") o el Padre Feijoó criticarán duramente a estos curanderos, descubriendo sus trucos y trampas, por lo que no es de extrañar que algunos fueran perseguidos y condenados por la Inquisición. Otras, como la famosa Catalina de Cardona,  estuvieron al servicio de Felipe II y sus nobles, pero no es menos cierto que, como "gremio", arrastraba no buena fama; en El Lazarillo de Tormes su protagonista describe a uno de los personajes indicando que "comía como lobo y bebía más que un saludador".

¿Hubo saludadores en Sevilla? Un viejo conocido de estas páginas, el cronista e historiador José Gestoso documentó en 1910 que en noviembre de 1441 los Alcaldes y Escribanos del Cabildo ordenaron al Mayordomo de la ciudad que entregase a Pero Alonso, de oficio saludador, 500 maravedíes   

"Que la dicha ciudad le mandó dar por el afán y trabajo que ha pasado y pasa en curar de las personas que estaban dotadas de rabia en la dicha ciudad y en su tierra los cuales con la ayuda de Dios todos guarecían de que se sigue mucho provecho y bien al común de la dicha ciudad y que tome de él su carta de pago".

Todo esto indicaba lo arraigada que estaba la creencia popular en estos curanderos, algunos de los cuales eran sevillanos, como Pedro Martínez, que realiza una petición por escrito al consistorio en agosto de 1491, como Bartolomé Porras, que en 1534 vivía en la Puerta de Triana o como Antón Sánchez, vecino de Alcalá del Río, el cual se obligó a pagar a Hernando Navarro, de oficio ropero, 48 reales que le debía de un manto que le había comprado allá por marzo de 1560. 

Todavía en 1750, fecha de la redacción del Catastro de Ensenada, se constaba la presencia de un Saludador en la ciudad de Écija, aunque alguno hubo que terminó desterrado de Sevilla, como Juan Martínez Gallego, natural de Santa Comba (La Coruña), de oficio sastre, pero también alquimista y saludador, que fue condenado por la Inquisición en un multitudinario auto de fe celebrado en el interior del convento de San Pablo (actual parroquia de la Magdalena) en 1627, acusado de blasfemias heréticas, como que no debía adorarse imágenes de madera por ser éste material sin vida o que el bautismo existía en el Islam y era buena cosa. Se le ordenó abjurar de sus errores bajo pena de cuatro años de ausencia de Sevilla.

Pasaron los siglos y los saludadores, muchos de los cuales eran simples pícaros embaucadores o parlanchines ingeniosos cargados de estampas y rosarios, siguieron gozando de cierta importancia, basada en la ingenuidad y la ignorancia del pueblo, incluso uno de ellos fue reclamado por el rey Carlos II el Hechizado para que curase un cáncer a la reina madre, sin resultado, por cierto.

 En el XVIII la Iglesia emprendió una campaña en contra de ellos, acusándolos de farsantes y la propia Corona también los persiguió por las mismas causas, sin olvidar el enfrentamiento con los albéitares, o lo que es lo mismo, los veterinarios de entonces; en 1764 un Tratado de Veterinaria los describía así:

"Son estorbo para que el Labrador logre el remedio a tiempo, unos hombres que vagan por el mundo, vendiéndose por virtuosos y santos varones, publicando que el Redentor del Mundo los escogió entre todos los demás para remediadores de infinitas enfermedades; éstos son los que se siguen: Saludadores, gente al fin engañadora y embustera por lo general,  ni más ni menos que los ensalmadores y curanderos, teniendo unos y otros mucha aceptación entre la gente vulgar en particular."

Todavía a finales del XIX, nada menos, había aún 300 saludadores, la mitad mujeres, repartidos en los diferentes barrios de Madrid, de manera que, pese a todo, estos personajes seguían ejerciendo su oficio con absoluta libertad. Incluso el diario sevillano El Liberal en 1903 recogía esta reseña: 

 Los salud-dadores fueron desapareciendo a lo largo del siglo XX, aunque puede que aún en nuestros días queden curanderos y ensalmadores, pero esa, esa ya es otra historia.


24 agosto, 2020

Días de perros.

    En estos tiempos actuales, de soledad para muchos, no hace falta decir que se ha visto incrementado el número de quienes deciden acoger a un animal como mascota.

 Gatos, pájaros, peces, incluso especies exóticas, se han convertido en parte importante de no pocos hogares, sin olvidar el bien que hacen a sus dueños por su compañía o simplemente, por estar ahí.

   Los perros, por supuesto, tampoco se han quedado atrás, de modo que hay especies de todo tipo y tamaño acordes a la personalidad de sus dueños, o también simplemente perros adoptados tras haber sido abandonados, perros con pedigrí y perros de raza indefinida, perros tranquilos y perros inquietos, perros hogareños y perros que andan siempre deseando salir a la calle.

   Amigo mejor del hombre desde hace al menos diez o quince mil años, el perro pertenece a la familia de los cánidos, emparentada, como muchos sabrán a ciencia cierta con los lobos; la domesticación de esta especie, y su conversión como animal destinado a la caza tiene mucho que ver con los primeros pasos del Homo Sapiens, de modo que su socialización (su nombre taxonómico es Canis Lupus Familiaris) ha ido emparejada al ser humano.

    En el Arte, veremos perros en cuevas prehistóricas o en museos de arte contemporáneo, desde el mastín que aparece en la Meninas de Velázquez hasta el famoso “Perro de San Roque” que acompaña al santo en su iconografía como Protector frente a las epidemias, desde vasijas con escenas perrunas en el Imperio Romano hasta perros reflejados por Dalí o Picasso, sin olvidar que en Nueva York existe un museo enteramente dedicado al llamado “Mejor Amigo del Hombre”.

   Pero no divaguemos. De esos canes, pero de los que vagabundeaban por las calles en la Sevilla del siglo XVIII intentaremos, con la ayuda de los cronistas de la época, dar detalles cuanto menos curiosos.

    Recorrer la calle Levíes, en el antiguo barrio de la Judería, entre la de San José y con la parroquia de San Bartolomé en su otro extremo, supone descubrir, entre otras cosas, las casas natales de un erudito local como Luis Montoto o de un hombre santo como Miguel de Mañara, éste último en magnífica casa palacio sede ahora de la Consejería de Cultura, o también recordar la famosa Carbonería, establecimiento, ahora cerrado nos tememos, a medio camino entre la taberna y el espacio cultural con piano, y chimenea incluidos. 


 

   En esa vía, que toma su nombre de Samuel Leví, influyente judío de los tiempos del rey Pedro I, allá por el siglo XIV y que gozó del favor del monarca castellano en forma de riquezas y puestos en la corte, tuvo su sede andando el tiempo la llamada Sociedad Médica de Sevilla, sede de sesudas tertulias y debates sobre la ciencia de Galeno o Hipócrates. Pero allá por años sesenta del siglo XVIII, parte de sus estancias se llenaron, como quien quiere la cosa, de perros de todo tipo, ¿Por qué?

 

  Desde noviembre o diciembre de 1763 se comprobó por parte de las autoridades locales cómo era creciente el número de perros que enfermaban súbitamente y de tanta gravedad que la mortandad se incrementó a medida que pasaban las semanas, llegando al punto de que en mayo del año siguiente se contaban por docenas los animales hallados muertos en las calles hispalenses en lo que fue una auténtica epidemia de la que poco se sabía en cuanto a tratamiento, a lo que hay que añadir la preocupación por que aquel mal, desconocido y amenazador, se extendiera a los propioas sevillanos.

   El entonces Asistente Don Ramón Larrumbe, tuvo a bien tomar dos decisiones: la primera, dar sepultura a los canes fallecidos en una zona extramuros de la ciudad, y la segunda, pedir parecer de los miembros de la Sociedad Médica de Sevilla, fundada en 1697 y con estatutos aprobados en 1700 por Carlos II; esta Sociedad, además, estaba formada por médicos “rebeldes” con las teorías y dogmas clásicos, abogando por nuevos tratamientos con medicamentos basados en la Química frente a las purgas o sangrías "tradicionales". 

 

    La Sociedad, como relata Matute en sus Anales, ofreció su sede en la calle Levíes para alojar allí a los animales enfermos, separados en diversas estancias según la gravedad de la enfermedad, siendo nombrados seis enfermeros para los cuidados de los “pacientes”, así como dos Practicantes de Medicina encargados de la alimentación y medicación. Los doctores, por su parte, dedicaron sus esfuerzos a analizar los síntomas, que afectaban sobre todo a los pulmones, para dar con el padecimiento y los medios para combatirlo. Para ello, no dudaron en extraer muestras de sangre e incluso introdujeron animales sanos entre los enfermos por ver si se contagiaban, cosa que no ocurrió, optando finalmente, por emplear un tratamiento basado en la Quina y el Alcanfor.

      Los resultados no se hicieron esperar, pues el plan de curación consiguió poco a poco reducir las defunciones y lograr la sanación de no pocos enfermos, y al decir de las crónicas de aquel tiempo “con gran complacencia de los amos, que volvían a recuperar sanos y salvos a sus mastines, pechones, rateros, galgos y podencos, cuyas vidas habían visto en peligro”. Como curiosidad, a los animales ya sanados, antes de abandonar las instalaciones médicas, se les hacía una señal en el lomo para que se supiera que habían superado la enfermedad.

 

    A final de agosto de aquel 1764 la epidemia había remitido por completo, con el dictamen de los doctores de no tratarse de enfermedad contagiosa, sino catarral maligna con ofensa a los pulmones, que debidamente tratada podía ser curada.

   Quede pues constancia del gesto humanitario de aquellos hispalenses del XVIII para con la raza canina, aunque, como afirmaba a principios del XX nuestro viejo conocido Chaves Rey: “Raza tan maltratada luego, que en 1812 se ordenó por bando, que se matasen sin contemplaciones cuantos perros vagaban por la ciudad y que aún es víctima de los laceros municipales, que de tan cruel persecución las hacen blanco”.

 

Para concluir, nuestro más ferviente agradecimiento a los pacientes lectores de estos pliegos, sobre todo por haber rebasado las ochenta mil visitas hace unas jornadas.