Llovía a cántaros en aquella fría madrugada del 2 al 3 de abril de 1767. Aprestadas en la Plaza de San Francisco, las tropas permanecían en perfecta formación soportando estoicamente el fuerte aguacero que humedecía ya sus casacas y tricornios y amenazaba con mojar también la pólvora de los fusiles. Entre truenos y relámpagos, habían sido convocados con urgencia por Don Juan Pedro Coronado Tello de Guzmán, Teniente de Asistente sin que, por el momento, se supiese a qué se debía tal premura, siendo levantados literalmente de sus catres a las once de la noche para tomar armas e impedimenta mientras fuera, pese a la incipiente primavera sevillana, jarreaba sin piedad.
Entre los soldados y cabos, aburridos por la larga espera, comenzaron a extenderse los más diversos rumores, como suele ocurrir, algunos de lo más disparatado, como el de la inopinada subida de invasores por el Guadalquivir o el de una sangrienta revuelta en Triana, pero, al fin, parece que algo se mueve desde el interior del Ayuntamiento. Hay corrillos entre los caballeros veinticuatro. Los alguaciles van y vienen con premura sorteando los grandes charcos nacidos de los socavones de la plaza. Los escribanos disponen sus cartapacios. En medio del diluvio, el reloj de la catedral marca las tres de la mañana. Al fin, los soldados comprueban aliviados que se ordena dividir el contingente en seis escuadras encabezadas por ministros de la Justicia, y que se designan varios puntos de destino, desde luego, muy poco "militares": casas y sedes de la Compañía de Jesús. ¿Qué ocurría?
No cabe duda que el papel de los jesuitas en la historia de nuestro país ha estado siempre marcado por una evidente relación de amor/odio. Su papel como educadores de las élites está fuera de duda, aunque quizá, simplificándolo todo, la diatriba se debiera al llamado Cuarto Voto, aquel que, junto con Pobreza, Obediencia y Castidad, suponía obediencia total al Papa de Roma, con todo lo que ello conllevaba en unos tiempos en los que la monarquía autoritaria, por no decir absolutista, del "ordeno y mando" era moneda corriente en todas las cortes europeas, suavizado todo ello por los aires reformistas e ilustrados provenientes de Francia. Ese Cuarto Voto venía acompañado en aquellos años con una proverbial antipatía hacia todo aquello que supusiera reforma o cambio, de ahí que los conservadores jesuitas, confesores de los reyes españoles durante años, se vieran poco menos que en el ojo de un huracán cuyo epicentro sería su presunta participación en el llamado Motín de Esquilache, del que no saldrían indemnes como veremos, pese a ser una institución más que respetada por todos.
En completo silencio, evitando incluso el ruido del entrechocar de correajes y fusiles, una por una, las seis escuadras fue tomando posiciones a las puertas de cada una de las seis sedes jesuitas aguardando a la amanecida, mientras la noche seguía fría y desapacible con fuertes lluvias intermitentes. Tiritando, los sargentos acallaban voces de protesta por un desayuno que nunca llegó y por un servicio de armas por el que la tropa esperaba recibir una suculenta bolsa tras aquel lance extraordinario.
Antes de salir el sol, los porteros de la Compañía de Jesús, aún con sueño en sus ojos, comprobaron cómo la milicia sevillana estaba apostada y se vieron sorprendidos al ver cómo todo un contingente militar franqueaba puertas con violencia, irrumpía de manera enérgica en sus sedes y tomaba posesión de ellas en el nombre del Rey, con el consiguiente desconcierto en cada una de las comunidades jesuíticas, aterradas por la presencia de hombres armados de bastante mal humor y por lo inaudito de la situación. Tomadas las casas jesuitas, El Teniente de Asistente, Juan Pedro Coronado, dedicó toda la jornada a visitar desde la principal Casa Profesa de la actual calle Laraña (Facultad de Bellas Artes e Iglesia de la Anunciación) hasta el recién terminado Noviciado de San Luis, cuyas dos iglesias casi olían aún a nuevo, pasando por los diferentes colegios de la Compañía, como de las Becas o el de San Hermenegildo. En todos ellos, los rostros sorprendidos de los jesuitas, escuetas sotanas negras y alzacuellos blancos, indicaban que todo aquello les había cogido "in albis", o lo que es lo mismo, absolutamente por sorpresa.
Solo se permitió entrar y salir de cada recinto a despenseros, médicos y cirujanos, incomunicándose al resto de jesuitas y novicios. Los desconcertados padres procuradores o rectores hubieron de entregar llaves y documentos de cada una de las sedes a los oficiales al mando, mientras las autoridades gubernamentales comenzaron la ardua tarea de inventariar los bienes y propiedades incautadas, a la espera de darles un destino adecuado. Otro asunto complicado fue el consumir todas las formas consagradas reservadas en los Sagrarios; además, tampoco hay que olvidar cómo hubo que acordonar las sedes jesuitas ante la curiosidad del pueblo llano, deseoso de saber qué sucedía y por qué, como suele ser habitual en estos casos.
Como curiosidad, en el Noviciado de San Luis de los Franceses se confiscó la cantidad monetaria de 7.000 pesos, y sus 57 novicios fueron trasladados a casas particulares de confianza para la autoridad, siendo interpelados sobre sus deseos de seguir o no en la Compañía de Jesús; según Joaquín Guichot, sólo 4 decidieron seguir el destino de los demás jesuitas hispalenses, aunque otros autores sostienen que aconteció lo contrario. Según historiadores que han estudiado este asunto, llama muy mucho la atención la minuciosa precisión con la que se llevó a cabo la orden de expulsión, pues desde el 22 de marzo poseía el Teniente de Asistente una carta de Madrid que incluía la instrucción de abrir otra en la mañana del mismo día 2 de abril, algo que ocurrió en otras muchas ciudades españolas a fin de que todo sucediera de manera sincronizada en todas partes, como un "wuassap" en pleno siglo XVIII, vamos. El efecto sorpresa jugó también un papel importante, ya que, en contra de lo habitual, todo se mantuvo en el más estricto secreto.
El texto de la Carta Orden era:
"En vista de la consulta tenida con sujetos del más elevado carácter; por justos motivos que mi Real ánimo ha tenido; He venido en ordenar a todos los Gobernadores, Asistentes y demás personas empleadas en mi Real Servicio, en todos mis Dominios extrañar de ellos a los religiosos jesuitas; ejecutándose plenamente en una misma hora dicha ejecución: y siendo ese Partido uno de mis Dominios os mando lo ejecutéis conforme a derecho.-Así lo mando en Madrid a 15 de marzo de 1767.- YO EL REY".
Otras sedes corrieron diversa suerte, como el colegio de San Hermenegildo, demolido parcialmente tras ser convertido en cuartel y cuyo templo aún permanece cerrado a la espera de uso por parte del Ayuntamiento en la zona de la Plaza de la Concordia, junto a la del Duque.
El proceso de expulsión se llevó a cabo, como decíamos, con gran rapidez, de manera que antes de la Semana Santa de 1768 se procedió al traslado, con escolta militar, de las diferentes comunidades en los puertos de la Corona designados para ello. En el caso de Sevilla, el punto elegido fue El Puerto de Santa María, con destino en principio a varias ciudades del mediterráneo de manera que el 4 de mayo se hicieron a la mar los 455 jesuitas andaluces, como pasajeros de varios navíos; los sevillanos, 95 sacerdotes y 58 coadjutores, en un barco mercante sueco, el "General Vankoulbaes", mientras que el resto embarcó en otro mercante sueco y en la fragata militar La Paz, actuando la fragata Princesa en labores de escolta, capitaneada por Juan Manuel Lombardón.
Foto: Reyes de Escalona |
Comenzaba una larga singladura por el Mediterráneo. Tras toda una serie de peripecias, con ciudades que rechazaron a los jesuitas a cañonazos incluidas, pasando por Córcega, Rímini o Civitavecchia, todo el contingente, un grupo calculado en unos 5.000, encontró acomodo en Roma, donde cada uno, decretada la disolución de la Compañía de Jesús por el Papa Clemente XIV en 1773, tuvo que comenzar una nueva vida empezando de cero, pero esa, esa ya es otra historia...
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