Era costumbre en mis tiempos mantener las puertas de las viviendas abiertas, sobre todo para quienes poco tenían que perder y aún menos que dar; bastaba golpear el quicio de la puerta para acceder al interior sin mayores remilgos ni miramientos, cuando no bastaban dos bien afinados gritos…
No deja de ser curioso como la palabra proviene del mahometano “addabba”, y significa “lagarta”, mas no piense vuesa merced, mente calenturienta, que tal nombre trae funestas insinuaciones, empero, alude a forma que tenían dichos llamadores en su principio, quedando muchos aún y muy singulares de aquellos años.
No todo el mundo era bienvenido, en general, en palacios o casas de personas de relumbrón, privilegiadas o aristocráticas, mantenedoras de legión de porteros y criados ocupados, precisamente, en actuar de cancerberos. Tocar aldaba o aldabón suponía, pues, aún acudiendo en visita de cortesía, acto de valentía en unos casos o temeridad en otros, máxime cuando uno quedaba expuesto a iras caninas o malos humores de lacayo encumbrado.
Agora que galanteo y requiebro bátense en retirada, quizá sea hora de rememorar cómo antaño, era digno de ver cómo a las puertas de alguna casa solariega arromolinábanse pretendientes con motivo de haber en ella moza casadera, y cómo pugnaban por lograr sus favores sorteando parientes iracundos, hurañas damas de compañía o celosos hermanos.
Era público y notorio que para conseguir atención de doncella (o no tan doncella…), necesitábase, aparte del consabido y enamorado arrojo que constituía usar aldabón, recurrir a argucias mil, desde hacerse el encontradizo cuando dicha damisela acudiera a sus oraciones hasta envío de dádivas o misivas, amén de consabida ronda de su casa, con palpable riesgo de, por razones antes aludidas, todo terminar como Rosario de la Aurora, mas es harina de otro costal y habremos de volver a ello en otros pliegos.
Tampoco era extraño contemplar tropel de menesterosos a las puertas de cenobios o conventos esperando sopa boba o rutinaria limosnal. Multiplicábanse golpes de aldabón, siendo molestia para no pocos.
Sin embargo, en estos tiempos que nos ha tocado revivir hemos apreciado cómo muchos son los que, al llegar a portal ajeno con intención de entrar, acércanse a él y dispónense a platicar quedamente solos, resultando suceso cómico y hasta más propio de gentes con mente nublada.
Resultó, pues, tras ardua investigación por nuestra parte, que hablan con la pared, sin haber torno o celosía y que pulsando extraños resortes que en ella hay, como por conjuro, surgen enigmáticas voces que conceden (o no) venia para entrar a morada, espantándonos ello en cierta ocasión en que acudimos cumplimentar a cierta persona, pues aparte de ventanuco extraño, había en el dicho quicio raro y cíclopeo mecanismo escrutador de nuestro aspecto y que debió juzgar aseado y pulcro, pues si no, habríamos quedado en la calle.
Por fortuna, restan aún multitud de llamadores, y tomamos firme partido por ellos, dejándonos en tintero relacionar otro tipo, mas reservaremos palabras para fechas más acorde y propicias…