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06 noviembre, 2023

A la moda.

En esta ocasión, en Hispalensia nos ponemos nuestras mejores galas y, debidamente acicalados, ataviados y perfumados para la ocasión, nos dispondremos a relatar, al menos en parte, cómo afectó una decisión del rey Felipe V a la vestimenta de los sevillanos del siglo XVIII; pero como siempre, vayamos por partes.

No hace mucho, ya narramos algunos detalles sobre la moda sevillana, sobre todo en lo relacionado con las llamadas "Tapadas" y al uso del manto femenino que, cubría prácticamente todo el cuerpo, dando lugar a frecuentes abusos e incidentes que, al menos, se pretendieron subsanar con diversas Pragmáticas en tiempos de los reyes Felipe II y III, respectivamente. Estos reglamentos tuvieron escaso, por no decir nulo, eco, y el uso del manto prosiguió, incluso con una nueva Pragmática dictada por Felipe IV en 1639, que indicaba:

“Mandamos que en estos reinos y señoríos todas la mujeres, de cualquier estado y calidad que sean, anden descubiertos los rostros, de manera que puedan ser vistas y conocidas, sin que en ninguna manera puedan tapar el rostro en todo ni en parte con mantos, ni otra cosa, y acerca de lo susodicho, se guarden, cumplan y ejecuten las dichas pragmáticas y leyes con las penas en ellas contenidas y demás de los tres mil maravedís que por ellas se imponen en la primera vez que caigan e incurran en perdimiento del manto, y de diez mil maravedís aplicados por tercias partes, y por la segunda los dichos diez mil maravedís sean veinte y se pueda poner pena de destierro, según la calidad y estado de la mujer”.

Del mismo modo, comentamos que pese a la amenaza de multas y castigos, las mujeres sevillanas no cejaron en el empeño del uso del manto, con lo cual todo quedó, al parecer, en agua de borrajas, tras incluso algún intento de "huelga" a la hora de salir de sus domicilios si no era portando dicha prenda, tradicional para muchas. 

Pasaron los años. En pleno siglo XVIII, dentro de cierta apertura y reformas políticas,  tuvo lugar un nuevo intento por parte de la corona española de regular la forma de vestir de sus súbditos, y para ello, en noviembre de 1723 se promulgó la "Pragmática sanción que su majestad manda observar sobre trajes y otras cosas", firmada por el rey Felipe V en San Ildefonso el día 15 de aquel mes.

Como narra con maestría Chaves Rey, era Asistente de Sevilla el marqués de la Jarosa, don Alonso Pérez de Saavedra, y el 27 de noviembre de aquel año, nada más tener conocimiento de la llegada del cartapacio que contenía el real documento a Sevilla y reunirse con el cabildo de la ciudad, delegó en el marqués de Gandul para que, aunque ya fuera noche cerrada, se publicara y pregonara la Pragmática siguiendo el solemne ritual habitual; así, se organizó y puso en marcha una comitiva encabezada a caballo por el entonces el teniente de Asistente don Isidoro Palomino, el pregonero Sebastián Francisco, un puñado de alguaciles, el grupo de trompetas y tambores que anunciaba musicalmente la llegada de aquella especie de procesión civil y varios mozos con antorchas encendidas para iluminar las calles, a oscuras a esas horas. Por cierto, al hilo de esto, vale la pena recordar que el pregonero era figura cotidiana en la Sevilla de aquel tiempo y que poco, muy poco, tenía que ver con los actuales pregoneros cuaresmales, como destacamos en su momento.

Siguiendo la costumbre, el primer pregón para leer los veintinueve artículos de la Pragmática fue pronunciado a las puertas de las casas consistoriales, siguiendo a continuación a otras zonas como la Audiencia, el Alcázar, la Alfalfa, Santa Catalina, el barrio de la Feria y otros lugares clave de la ciudad, siempre con la intención de que se proclamase la palabra del rey y que todos pudieran escuchar el contenido de aquella Pragmática que tanto revuelo levantó.

¿Qué se ordenaba en ella? o mejor, ¿Qué se prohibía en relación a trajes y vestidos? el rey ordenaba limitar en el atuendo elementos superfluos, como encajes finos, cintas de plata y oro o terciopelos, sobre todo si no eran fabricados en España; además, mandaba que artesanos, labradores o barberos no usasen seda para sus vestidos y vistieran trajes de paño, bayeta u otro tipo de lana tejida, y que nadie usase aderezos o adornos de piedras falsas (bisutería, para entendernos) para complementar los trajes. Se buscaba con ello frenar el intento de las clases bajas por parecerse en el vestir a las clases privilegiadas, algo que llamaba a confusión y podía eliminar la tradicional diferenciación social.

Tampoco se libraba de las reformas la uniformidad de la servidumbre, ya que se exigía que lacayos y criados vistieran con el menor lujo posible, y también se hacía especial hincapié en la moda femenina, buscando aumentar la decencia y el decoro en los vestidos, ya que Felipe V indicaba que:

"Por cuanto son muy de mi real desagrado las  modas escandalosas en trajes de mujeres y contra la modestia y decencia que en ellos se debe observar, ruego y encargo a todos los obispos y prelados de España que, con celo y discreción,  procuren corregir estos excesos y recurran en caso necesario a mi Consejo, donde mando se les de todo el auxilio conveniente".

En este mismo sentido, conviene recordar que ya en 1722 toda una autoridad como el cardenal Luis Antonio de Belluga y Moncada había publicado en Murcia un sesudo volumen titulado "Contra los trajes y adornos profanos" en el que se manifestaba radicalmente contrario a las modas de aquel momento y alertaba de los "peligros" de las misma; baste este texto para comprobar qué opinaba este buen cardenal sobre vestimentas femeninas:

 "El que una mujer se presente en el templo a los ojos de tan gran concurso de gente vestida y adornada que en presencia de Cristo Sacramentado y de los espíritus del cielo que le asisten vaya despidiendo incentivos de concupiscencia, excitando cuanto menos a pensamientos torpes no ya solo en los jóvenes, en los ancianos, en los casados, en los mancebos en todas las edades sino también en los ministros de Dios, porque de pies a cabeza suelen algunas ir de tal forma que en quanto llevan sobre sí van respirando luxuria".

Una de las estipulaciones más llamativas era aquella dirigida a controlar uno de los objetos más simbólicos de aquellas calendas, y que marcaba notable diferencia entre quien podía disfrutarlo y quien no: el carruaje. La Pragmática borbónica, por un lado, decretaba reducir el exceso de adornos, escudos heráldicos y pinturas en calesas, carrozas o carretelas, y por otro, prohibía que poseyeran coche ni alguaciles, escribanos, notarios, procuradores, agentes de pleitos, recaudadores, ni tampoco mercaderes, plateros o maestros de obras, con lo cual era más que evidente que la corona pretendía con esto reducir el exceso de carruajes en las ciudades, pues en algunas de ellas, como en el caso de Sevilla, comenzaban a ser frecuentes los atascos en calles atestadas de gente cuando llegaban fechas señaladas del calendario, (nada nuevo, ¿Verdad?). 

Como curiosidad, y ya que andamos con cuestiones ecuestres, del enganche de un tiro de caballos o mulas suplementario en la parte delantera del carruaje y del privilegio que de ello tenían el rey y los nobles proviene la expresión "ir de tiros largos", en alusión a acudir a algún acto o cita vestido de modo muy elegante. 

 

Por controlar, el rey hasta pretendía regalar los regalos que cualquier novio quisiera entregar a su prometida con motivo de su matrimonio, poniendo límites a este tenor:

"Por cuanto exceso de joyas y vestidos, y otras cosas que se daban y hacen al tiempo del desposorio... ninguna persona de cualquier estado, calidad y condición que fuere, pueda dar o diere a su esposa y mujer en joyas y vestidos en causa alguna más que lo que montase la octava parte de la dote que de ella recibiera".

Las penas por desobedecer estos decretos eran bastante rigurosas, puede que hasta desproporcionadas, y abarcaban desde cuatro años de presidio en África hasta ochos años de condena en galeras; y para comprobar el cumplimiento de estos dictados de la corona, el mismo Asistente mandó a sus subordinados a que durante meses realizasen rigurosos registros en tiendas de ropa, sastrerías y cocheras, ganándose, como podemos imaginar, la animadversión de la mayoría de los sevillanos, aunque él mismo personificó el ejemplo de lo ordenado desde Madrid al comenzar a vestir ropajes negros tal como ordenaba la Pragmática a autoridades y justicias. 

François Boucher (1703-1770): La Modista. 1746.
 

Por cierto, todavía estaba por llegar la prohibición de Carlos III, allá por enero de 1766, del uso de la capa larga y los sombreros de ala ancha (o chambergos) para los  hombres, detonante del Motín de Esquilache llamado así por el apellido del ministro que alentó tal reforma, pero esa, esa ya es otra historia.