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07 septiembre, 2020

Tapadas

Si recorriésemos las calles de Sevilla en un imaginario viaje en el tiempo hasta los siglos XVI o XVII nos llamarían la atención muchas cosas, lógicamente desde la existencia de edificios ahora desaparecidos o justamente lo contrario, pasando por la estrechez de calles y plazas, la falta de higiene y orden o la inseguridad, ya que podríamos ser atropellados por algún carromato, atracados por un delincuente o simplemente sufrir la falta de sombra por no haber arbolado, aunque pensándolo bien, poco han cambiado las circunstancias…

 Ya en serio, uno de los detalles que no pasaría inadvertido sería la presencias de mujeres en las calles sevillanas, claro que sí, pero en muchos casos acompañadas por sus criadas o amas y, esto es lo reseñable, cubiertas las cabezas por oscuros mantos, puede que en principio para proteger sus blancas pieles de los efectos del sol pero indudablemente para proteger también su propio anonimato. 

 

  Los cronistas de la época dejaron reflejada la importancia de esta prenda en diversos escritos, como por ejemplo el bachiller Luis de Peraza, quien en pleno siglo XVI afirmaba que las sevillanas con mayor poder económico “usan trajes de mantos de paño fino y largos, y de raso, y de tafetán y de sarga...”, y décadas después Alonso Morgado en su Historia de Sevilla desatacaba que las hispalenses: “Usan vestidos muy redondos, se precian de andas muy derechas y menudo el paso, y así las hace el buen donaire y gallardía por todo el reino, en especial por la fracia con que lozanean y se tapan los rostros con los mantos y mirar de un ojo y en especial se precian de muy olososas...”

 Sin embargo, Lope de Vega en su obra Las bizarrías de Belisa de 1634 escribía y hacía decir a uno de sus protagonistas:


Ponte el manto sevillano,

no saques más que una estrella;

que no has menester más armas

ni el amor gastar sus flechas.

y al fin con menos sospecha,

que matando cuanto miras,

te conozcan y te prendan.


El hecho de que las mujeres sólo dejasen a la vista un ojo ("la estrella" a la que alude Lope) daba lugar al equívoco juego de la seducción, acompañado a veces con gestos con los abanicos, por lo que no pocos galanes estaban atentos a cualquier señal proveniente de la mujer amada a fin de conocer sus deseos, abundando lances de espada por causa de confusiones, malentendidos o simplemente por burlados esposos.



A todo ello habría que añadir que, por una parte no pocas mujeres del Compás de la Mancebía utilizasen también este tipo de ropaje y que por otra parte, se convirtió en costumbre que algunos sujetos sin escrúpulos usaran el manto femenino como atavío para ocultar su identidad y, trastocando su identidad, cometer todo tipo de delitos y fechorías, algo que para las autoridades, como se puede imaginar, suponía un problema ¿cómo identificar a una persona cubierta de la cabeza a los pies sin ultrajarla en el caso de que fuese una mujer?

La Corona, consciente de todas estas circunstancias, tomó cartas en el asunto en varias ocasiones; se sabe que en las Cortes de 1586 se prohibió que las mujeres saliesen tapadas “por los inconvenientes que de esto resultaba”, pero como tal prohibición surtió escaso efecto, Felipe II emitió una Pragmática en los mismos términos en 1594 y Felipe III hizo lo propio en 1614, sin que por ello se desterrase el uso de manto, ni mucho menos, de los dominios españoles, pues sabe que en Sevilla fueron inútiles tanto las amonestaciones del Asistente como las predicaciones de frailes y clérigos, quienes calificaron al manto incluso como arma de Satánas o cubierta del pecado, amenazando con condenas eternas en los profundos infiernos a las damas que los usaren.

 


 Llegados a este punto, y ya con Felipe IV en el trono español, y aunque son conocidas sus aventuras extramatrimoniales, fueron tantas las quejas y reclamaciones por parte de los cabildos de las ciudades que el 12 de abril de 1639 legisló mediante nueva pragmática, votada por las Cortes, la completa erradicación del manto como prenda femenina (o masculina) de esta manera: “Mandamos que en estos reinos y señoríos todas la mujeres, de cualquier estado y calidad que sean, anden descubiertos los rostros, de manera que puedan ser vistas y conocidas, sin que en ninguna manera puedan tapar el rostro en todo ni en parte con mantos, ni otra cosa, y acerca de lo susodicho, se guarden, cumplan y ejecuten las dichas pragmáticas y leyes con las penas en ellas contenidas y demás de los tres mil maravedís que por ellas se imponen en la primera vez que caigan e incurran en perdimiento del manto, y de diez mil maravedís aplicados por tercias partes, y por la segunda los dichos diez mil maravedís sean veinte y se pueda poner pena de destierro, según la calidad y estado de la mujer”.


El martes día 26 del mencionado mes de abril la pragmática real se proclamó y pregonó en los lugares de costumbre (Plazas de San Francisco, Salvador, Los Terceros, calles Feria o Altozano) e incluso el mismo año se puso en letra impresa con este título: Premática en que su magestad manda que ninguna mujer ande tapada, sino descubierto el rostro, de manera que pueda ser vista y conocida, so las penas en ella contenidas y de las demás que tratan de lo susodicho. 

 

 

Ni que decir tiene que las damas sevillanas tomaron la nueva ley como una afrenta a sus costubres, siendo muchas las que, nada temerosas de las multas, prosiguiesen saliendo a la calle envueltas en sus mantos y acudiendo con ellos a templos y corrales de comedias como los del Coliseo o la Montería. No faltaron sucedidos por causa del incumplimiento referido, desde enfrentamientos con los alguaciles de la justicia hasta una especie de “huelga” femenina a la hora de salir de sus domicilios si lo debían hacer descubiertas.


Al cabo del tiempo, las órdenes del monarca fueron quedando poco a poco en el olvido, de modo que las misteriosas “tapadas” pisaron de nuevo las calles hispalenses para gran contento de nos pocos galanteadores, aunque la costumbre debió perderse en Sevilla a finales del siglo XVII o quizás a comienzos del XVIII, aunque aún hasta el XIX se mantuvieron en Perú la denominadas “Tapada Limeñas” o en nuestros días las andaluzas “Cobijadas de Vejer”.