Entre los numerosos benefactores que tuvo Compañía de Jesús en el siglo XVII en Sevilla, aparece el nombre de Juan de la Sal y Aguilar, Obispo auxiliar de la diócesis hispalense bajo las prelaturas del cardenal Niño de Guevara y otros purpurados de la época. Como bien afirmó en su momento el recordado sacerdote y periodista Carlos Ros, fue de la Sal un tanto diferente a los habituales prelados que ocuparon el Palacio de la Plaza de la Virgen de los Reyes, ya que su genio vivo y sus ocurrencias, llenas de jocosidad haciendo honor a su apellido, dieron como fruto diversas obras y cartas, entre las que destaca una serie de siete misivas que envió al Duque de Medina Sidonia a su residencia sanluqueña allá por 1617.
De familia noble, de la Sal había nacido en 1550 en la actual calle Alcázares, estudió en la Universidad de Salamanca y concluyó sus estudios en la Hispalense, cantando su primera Misa en el Santo Ángel, logrando un puesto de canónigo en la catedral de Cartagena para finalmente recalar en su ciudad natal para ostentar el obispado auxiliar de Bona con el beneplácito del Cardenal Niño de Guevara, llegando incluso a rechazar el nombramiento como obispo de Málaga sin que se sepan sus motivos. Vivió en sus casas del Arquillo de San Martín y debió gozar de buena posición económica, ya que sufragó las pinturas del retablo mayor de la Iglesia de la Anunciación para los jesuitas, realizadas por el italiano Gerolamo Lucenti de Corregio. Debido a ese apoyo a la Compañía de Jesús fue sepultado tras su muerte, en 1630, en lo que hoy es la Capilla Doméstica de San Luis de los Franceses.
Junto a otros "tocayos" suyos, formó un interesante círculo de ingeniosos literatos de gran calidad, entre los que destacan Juan de Robles, Juan de Arguijo o Juan de Salinas, aparte de otros, dedicados a glosar las excelencias de la Sevilla del Imperio, alabar a María como Concebida Sin Pecado Original o, por ende, lanzar originales dardos en forma de poemas o cartas contra la secta de los Alumbrados, que tuvo en jaque a la Inquisición Hispalense durante algunos años.
De este modo, en el caluroso verano de 1617 Juan de la Sal toma papel, pluma y tinta y toma asiento en su escritorio para informar a Manuel Alonso Pérez de Guzmán, Duque de Medina Sidonia, con hasta siete divertidas cartas, en las que narra con todo lujo de detalles, las idas y venidas del famoso en su tiempo Padre Méndez (nada que ver con el piadoso sacerdote Méndez Casariego, fundador del Instituto de las Hermandas Trinitarias, fallecido en 1924 y con calle en Sevilla). Las misivas, llenas de anécdotas y "hechos verídicos" ponen de manifiesto tanto el humor de Juan de la Sal como la picaresca redomada del Padre Méndez, quien convirtió su sacerdocio en un modo "non sancto" de vida, a medio camino entre la locura y la herejía.
Responsable eclesiástico de una Casa de Beatas (especie de semiconvento femenino), Méndez será investigado por prácticas alejadas de la ortodoxia, como se afirmó en los cargos contra él ante el Santo Oficio: “y acabando la misa desnudándose las vestiduras sagradas, baylaba con las beatas y cantando decían: mi cari Redondo, mi buena cara”, o incluso llegando a prácticas poco en consonancia con el celibato sacerdotal: "y para hacer oración mandaba a una de las dichas mugeres le rascase la cabeza y poniéndole a las mugeres las manos en los pechos y tocándole las manos y el rostro...”
El caso es que el sacerdote, cristiano nuevo e influido por las teorías de los Alumbrados, poseía un poderoso influjo como Director Espiritual sobre devotas y beatas de toda clase y condición, dándose el caso de que algunas condesas y marquesas, en su afán por agasajarle, se disputaban incluso jirones de su ropa como si fuesen reliquias santificadas de algún mártir. Hay que añadir, como explicó el teólogo e historiador dominico Álvaro Huerga, que Méndez había sido ya expulsado de Sevilla en tiempos del Cardenal Rodrigo de Castro, regresando tras su muerte, penitenciado por la Inquisición por judaizante en
México, y que había huido de Roma unos años antes tras protagonizar un suceso de similares características al que nos ocupará en lo siguientes párrafos...
Llegados a este punto, hay que mencionar que Juan De la Sal narra con detalle los sucesos acaecidos en del 1 al 20 de julio 1617, cuando el Padre Méndez, de origen portugués según unos o nacido en Moguer según otros, proclamó casi a bombo y platillo, que Dios se había dignado a revelarle la fecha de su propia muerte, que tendría lugar el 20 de julio de ese mismo año, y que por tanto le urgía a disponerse a bien morir, para lo cual, contrito y penitente, se retiró al Convento del Valle (ahora Santuario de Jesús de la Salud de la Hermandad de los Gitanos) a fin de llevar una vida austera y humilde ante la inminente conclusión de sus días. Escuchando al Guardián del Convento, éste relataba cómo Méndez, todo ascetismo, andaba en oración noche y día y que "a la noche solo come un poquito de pescado, con cuatro bocados de ensalada y bebe una vez agua".
Si buscaba paz y sosiego, cosa que dudamos, no lo logró. En una ciudad hervidero de chismes y rumores y deseosa de cierto morbo, aún más si estaba relacionado con asuntos religiosos, la afluencia de fieles y curiosos al convento fue tal que en algunas jornadas llegaron a verse "aparcados" hasta treinta carruajes pertenecientes a la flor y nata de la nobleza sevillana, especialmente de aristocráticas damas ansiosas por platicar y confesar con tan santo varón, por no hablar de la "corte de los milagros" formada por ciegos, pícaros, lisiados y pedigüeños que buscaban "hacer su agosto" en julio, valga la expresión, al calor, valga también la expresión, de todo lo que arrastraba el "clérigo difunto".
El Padre Méndez celebraba la Santa Misa comenzando a las cinco de la madrugada y finalizando con el "Ite Misa Est" no antes de la una de la tarde, sin sentarse en ningún momento, lo cual llenaba de admiración a la legión de beatas y devotas que veían en ello indudable milagro. Tampoco faltaban voces que atestiguaban haberlo visto levitar en trance enmedio de sus oraciones místicas o quienes, tras la intervención del barbero que lo visitaba, recogían con devoción los pelos como si fuesen preciadas reliquias. Por su parte, el sacerdote continuaba profetizando su muerte e incluso narrando sus visiones del Purgatorio, el cuál "visitaba" con frecuencia, contando a su regreso a quién había visto por allí para alegría o desesperación de sus familiares.
Igualmente, como la cosa parecía ir en serio, la comunidad monástica comenzó a preocuparse por lo que acontecería si el fallecimiento no llegaba a producirse; prueba de lo disparatado de la situación es el testimonio certero de uno de los monjes, recogido por Juan de la Sal: "Que él trate de morirse cuando nos lo ha prometido; porque si no nos cumple la palabra lo habemos de achocar (sic), so pena de que nos silben por la calle".
Llegó al fin el 20 de julio. Toda Sevilla aguardaba acontecimientos con el alma en vilo, pendientes del estado de salud del clérigo. El Padre Méndez, según lo narrado por Juan de la Sal, se aprestó a celebrar su última Misa con toda serenidad, comenzando de madrugada y prosiguiendo durante toda la jornada, sin que la muerte diese visos de asomar. Con un médico a su lado tomándole el pulso cada "dos por tres", agotado hasta la extenuación por la falta de alimento, el sacerdote, presa de una fuerte angustia, creyó llegado el postrero momento. Pero, pasaban los minutos, las horas, y nada nada anormal sucedía, para asombro, alegría o desesperación de quienes asistían a tan insólito suceso. Dejemos que sea el obispo de Bona, nuestro buen Juan de la Sal, quien narre cómo finalizó aquella escena tragicómica:
"Pues, cuando vieron que era pasada la hora y no moría, todos, unos en pos del otro, se fueron cabizbajos á sus casas, dejándole en el altar, donde, acabada la misa, se halló solo, en su solo cabo".
Ni que decir tiene, durante semanas, Méndez fue asediado por multitud de sevillanos que no cesaban de preguntar, no sin cierta guasa, que cómo era que seguía vivo, mientras su comunidad de beatas vivía aquella etapa entre la verguenza y la fidelidad a su "líder". No deja de ser curiosa su entereza, pues soportó estoicamente burlas y chanzas sin dejar de realizar su vida cotidiana como si nada hubiera pasado.
Como podremos imaginar, el Padre Méndez no iba a salir bien parado de todo este trance; investigado y apresado por el Santo Oficio, el "no difunto" daría con sus huesos en las lóbregas celdas de la Inquisición. Olvidado por quienes le seguían con devoción, finalmente falleció en el Castillo de San Jorge, aguardando sentencia por herejía y demás delitos contra la fe, de modo que fue su efigie quien cayó pasto de las llamas durante el Auto de Fe celebrado el sábado 3 de noviembre de 1624 en la Plaza de San Francisco.
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