En esta ocasión, vamos a centrarnos en un suceso acaecido a finales del siglo XVI, en la Sevilla de las denuncias al Santo Oficio y sus procesos judiciales, sus autos de fe y sus correspondientes ejecuciones, aunque, en concreto, el temido final, protagonizado por un alto cargo del Cabildo de la ciudad, no llegó a producirse por un giro inesperado de los acontecimientos; pero como siempre, vayamos por partes.
Establecido el Tribunal del Santo Oficio por los Reyes Católicos en 1478 mediante bula papal de Sixto IV, a comienzos de 1481 ya estaba radicado en Sevilla, primeramente en el dominico convento de San Pablo (ahora parroquia de la Magdalena) y luego en el castillo de San Jorge, cuyos restos arqueológicos son visibles bajo el mercado de Triana en el Altozano. Como tribunal, velaba por la ortodoxia, especialmente en cristianos conversos, esto es, en quienes se habían bautizado abandonando la fe judía. Los inquisidores investigaban denuncias anónimas o procedentes de los llamados familiares del Santo Oficio, que formaban toda una red que se dedicaba a delatar posibles conductas contrarias a la fe católica, no sólo relativas al criptojudaísmo, sino a las blasfemias, sodomía, brujería o, más adelante, la profesión de creencias protestantes, todo ello condenable a los ojos de la Inquisición. Aparte de alcaides, capellanes, jueces, fiscales, procuradores o escribanos, existía toda una plantilla de trabajadores auxiliares como porteros, carceleros, cocineros o médicos, por citar algunos.
En 1591 ocupada el cargo de teniente de Asistente de la ciudad Luis Sumeño de Porras y entre otras de sus atribuciones estaba la de ejercer como magistrado, dándose la circunstancia de haber dictado condena contra un reo, sentenciándolo con "pena afrentosa", algo que los familiares del condenado, defensores a ultranza de su inocencia, criticaron violentamente, jurando venganza por tamaño dislate, en su opinión. El escritor José María Montero de Espinosa relata que apenas pasado un corto tiempo, en 1593, Sumeño fue aprehendido por sorpresa por oficiales de la Santa Inquisición en relación a un anónimo testimonio que le adjudicaba prácticas herejes o judaizantes. Detenido en su propia casa, se despidió de Jerónima de Monarde, su esposa con estas palabras:"Adiós, hasta el valle de Josafat, pues ya no la volvería a ver mediante a que le llevaban a la Inquisición, siendo su resultado morir quemado, pues él no había cometido delito alguno que tocase a aquel Tribunal, y que precisamente lo habían de tener por negativo, no confesando lo que le hubiesen atribuido"
Aislado en una húmeda celda, sucio y hambriento, con la incertidumbre como compañera por desconocer los cargos que había contra él y sometido a múltiples interrogatorios con sus correspondientes tandas de tormento o torturas, negó vehementemente ser culpable, manteniendo su inocencia de manera tenaz, sin que ello sirviera para que a la postre fuera condenado a ser quemado vivo hasta morir en el Prado de San Sebastián.
Llegaron las vísperas de la ejecución y, como era costumbre, muchos se aprestaron a acudir al "espectáculo" que suponía la muerte pública con todo el ritual y parafernalia característicos del Santo Oficio: enterados del proclamado Auto de Fe, muchos llegaban desde fuera de la propia Sevilla, como fue el caso de los indignados familiares de aquel reo que el ahora convicto Luis Sumeño de Porras condenó en 1591:
"Más sucedió que la víspera del día en que se había de ejecutar este espantable y horroroso castigo, venían a esta ciudad los malvados delatores con objeto de ver esta escena, y a holgarse de su indigna venganza, y en una de las posadas de Alcalá de Guadaira estaban todos en un cuarto hablando del caso y del auto que venían a presenciar, y unos con otros decían: "mañana veremos arder a aquel pícaro y le oiremos crujir los huesos" y se jactaban y regocijaban de sus pérfidos sentimientos y daban a entender que había sido ellos los autores de tan horrendo castigo".
Por fortuna, la conversación fue escuchada "de refilón" por otros huéspedes, quienes con rapidez se pusieron en camino a Sevilla y, una vez llegados a la sede de la Inquisición en Sevilla, dieron cumplida cuenta de lo que habían descubierto de manera fortuita y rogaron se tuviera en cuenta para evitar que un inocente fuera víctima de una injusta venganza; el Tribunal, mal que bien, ordenó la detención de aquellos difamadores, quienes hubieron de confesar su culpa, la de haber calumniado al teniente de asistente por venganza y odio y que dicho oficial era inocente de cualquier delito que se le pudiera imputar. Ante todo esto, se decidió suspender la ejecución in extremis y se exculpó al Teniente, siendo castigados duramente los calumniadores. Ni que decir tiene que el proceso de absolución duró meses de trámites burocráticos, con las consiguientes molestias para Sumeño.
Restablecido en su puesto, la carrera de Luis Sumeño de Porras continuó, y en 1596 fue ascendido al cargo de Fiscal del Tribunal de la Casa de Contratación, falleciendo finalmente el 13 de enero de 1603 y recibiendo cristiana sepultura a los pies de la Virgen del Amparo en la antigua parroquia de la Magdalena, donde incluso dotó una capellanía, pero esa, esa ya es otra historia.