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25 noviembre, 2024

El hereje de San Diego.

Hace pocas fechas, hacíamos mención de un desaparecido convento, perteneciente a la orden franciscana y cómo su ubicación, próxima al Guadalquivir, provocó no pocos problemas por las frecuentes crecidas del río; en esta ocasión, no sólo aludiremos a algunos interesantes pormenores sobre dicho convento, sino que nos centraremos en la no menos intrigante historia de uno de sus frailes, aquejado de "Molinismo", mal llamado entonces así allá por el siglo XVII; pero, para variar, vamos a lo que vamos. 

El Convento de San Diego fue creado en torno al año 1589, pese a que la presencia de los franciscanos descalzos se ha documentado ya desde la conquista de Sevilla por San Fernando en 1248; aunque primeramente se habían establecido en las proximidades de la Macarena, finalmente el cabildo de la ciudad les otorgó una porción de tierras cercanas a la Puerta de Jerez, no lejos del Prado de San Sebastián, así como una limosna de 3.000 ducados a pagar en tres plazos anuales con la que iniciar el proceso de construcción del nuevo convento, cuya iglesia fue solemnemente bendecida por el Cardenal Rodrigo de Castro en 1592, contando con un retablo mayor (cuyo paradero se desconoce) en el que participaron Gaspar Núñez Delgado y Diego López Bueno más Juan Martínez Montañés, autor al que se atribuye la escultura de San Diego de Alcalá que hoy día se conserva en la iglesia conventual franciscana de San Buenaventura.

La riada de 1783 provocó la mudanza de los frailes al entonces vacío noviciado jesuita de San Luis de los Franceses, donde permanecerían hasta la llegada de las tropas napoleónicas y regresarían tras el fin de la Guerra de Independencia, pero, a la postre, el retorno de los propios jesuitas hará que los franciscanos hayan de buscar nueva sede, toda vez que el primitivo convento había sido convertido en industria de pieles bajo la dirección del británico Nathan Wetherell. Tras el preceptivo pleito con el súbdito de su Graciosa Majestad, éste se avino a compensar a los frailes con cuatro casas y un solar que habían formado parte del llamado hospital de San Antón en la calle de las Armas, actual de Alfonso XII, lo que explica que en el ático de la portada de acceso a dicho recinto se halle una pintura mural de San Diego de Alcalá como recuerdo de la presencia franciscana en aquel lugar y que en el interior del templo se venere a la imagen de la Inmaculada Concepción, Virgen del Alma Mía, procedente de San Diego.

Foto Reyes de Escalona.

Pasados los años, tras transformar los Duques de Montpensier el palacio de San Telmo como residencia, el antiguo convento de San Diego fue convertido en alojamiento para el personal de servicio de los duques, que usó la iglesia como capilla propia, hasta su posterior derribo en el año 1892 dentro de los planes de creación del actual Parque de María Luisa. En aquel lugar, ahora, se alzan el Casino de la Exposición y el Teatro Lope de Vega, ambos procedentes de la Exposición Iberoamericana de 1929.

Hasta aquí, someramente, la pequeña historia de este convento, por el que dejaron huella un sinfín de monjes (llegó a tener 45 en 1648) y en el que ejerció como Padre Guardián el Beato Fray Juan de San Buenaventura, que alcanzó dicha beatificación en 1728 tras morir como un mártir en Marruecos en 1631. Sin embargo, merece también un espacio otro fraile, pero por otras circunstancia, pues fue condenado por el Santo Oficio, ¿Su nombre? En el mundo, Pedro José Romero, nacido en Villamanrique, en la religión fray Pedro de San José, allá por las postrimerías del siglo XVII.

Chaves y Rey cuenta que Fray Pedro cayó en el error de seguir las enseñanzas del místico aragonés Miguel de Molinos, impulsor del denominado Quietismo, que abogaba por la vida contemplativa llevada al extremo de la pasividad espiritual. Condenadas por heréticas dichas ideas por el Papado, la Inquisición comenzó a sospechar e investigar a nuestro fraile, hasta que finalmente fue apresado y llevado al Castillo de San Jorge, en Triana, para ser sometido a interrogatorios e investigaciones por espacio de tres años. 

De ese proceso se pudo saber que Fray Pedro aprovechaba las confesiones para indicar a las mujeres a las que dirigía espiritualmente que no era necesaria la confesión sino "meterse en un rincón y estarse allí en oración, y que esto era bastante para ponerse en gracia de Dios", que el propio Jesucristo le había nombrado su profeta ante el inminente fin del mundo y que por tanto tenía carta blanca para cualquier cosa, sin que pudiera considerarse pecaminosa;  además, no sólo sería profeta, sino Pontífice de una nueva iglesia en la que él nombraría "apóstolas" a sus seguidoras, aunque para ello, decía, sería crucificado en la Cruz del Campo, enterrado en Tablada y resucitaría al tercer día para combatir al Anticristo, que según el monje ya había nacido en Babilonia. 

Aparte de todo esto, fue acusado de "Solicitación", o lo que es lo mismo, de requerir favores sexuales o solicitar actos deshonestos a sus confesantes femeninas, algo que la Iglesia estaba intentando combatir desde el Concilio de Trento (1545-1563) con la obligatoriedad del uso del confesionario como "barrera" entre el confesor y el penitente. Por ello, la Solicitación era considerada una burla del sacramento de la penitencia y un atentado contra la fe, de ahí que se catalogase como una práctica herética.

No es de extrañar, por tanto y  como recogió oportunamente Montero de Espinosa, que el tribunal del Santo Oficio dictaminase en contra del fraile "solicitante" o "solicitador": 

"Fallamos que, atento al proceso fulminado  contra fray Pedro de san José, que presente está, que le debemos declarar y declaramos por hereje, hipócrita, iluso, infestado del error de los alumbrados y profeta falso y por haberlo sido, mandamos sea sacado de la sala de este Santo Tribunal con sambenito de dos aspas, estando en pie dicho reo siempre, y absuelto, se le quite; y al día siguiente sea llevado a su convento con ministros y secretario de esta causa, y en presencia de toda comunidad, excepto los novicios, se lea todo el dicho proceso y sentencia y que allí se le dé una disciplina circular, y le privamos para siempre de confesar y predicar y que no tenga voto activo ni pasivo, y que salga desterrado por diez años de Sevilla, Jerez y Villamanrique y Madrid y los lugares a éstos ocho leguas en contorno, y que las primeros seis años esté recluso en el convento que le fuese señalado y que allí sea enseñado del confesor que le dieren por director de su conciencia, enseñándole la doctrina cristiana; y que todo el dicho tiempo en los actos de comunidad tenga el último lugar de todos, y por esta nuestra definitiva (sentencia), juzgando benignamente, así lo pronunciamos y mandamos".

Todo ello quedó plasmado en el Auto de Fe celebrado el 10 de julio de 1689; Fray Pedro de San José, días antes, había abjurado de todos sus errores y pedido misericordia, lo que puede que le librase de una muerte cierta, pero no de los azotes sobre su espalda desnuda, proporcionados por todos los hermanos de su comunidad por turnos con la excepción de los novicios (la "disciplina circular" que menciona la sentencia); en cualquier caso, tras la ejecución de su sentencia debió marchar para ser confinado en un monasterio designado al efecto y, como sostienen algunos autores, el monje manriqueño pasó su vida entre grandes muestras de arrepentimiento y dolor; por cierto, la llamada Glorieta de San Diego aún permanece en pie como acceso a la Plaza de España, pero esa, esa ya es harina de otro costal.


18 noviembre, 2024

Por el Prado.

Uno de los espacios más amplios de la ciudad, y de los que más variedad de usos ha tenido, es aquel que sirvió desde necrópolis-cementerio hasta campo de fútbol, pasando por cine de verano, lugar de ejecuciones inquisitoriales o real de feria de ganados. El lector avispado ya sabrá de por dónde "van los tiros", así que, para variar, vamos a lo que vamos.

La fundación de Sevilla, allá por el siglo VIII a. C., tuvo lugar con toda seguridad en la zona más elevada, una suave colina cuya cima ahora estaría conformada por los barrios de la Alfalfa y Santa Cruz, y con posterioridad, se extendería enmarcada en los cauces del Guadalquivir, el Tamarguillo y el Tagarete. Al sur, ocupando una extensa llanura, se situaría una enorme franja de tierra llana que con el tiempo, donada a la ciudad por Alfonso X en el siglo XIII, fue dedicada a pastos para el ganado del pueblo, y que con el tiempo, allá por el siglo XV, recibió el nombre de Prado de San Sebastián por la existencia de una ermita dedicada a dicho santo, ahora convertida en parroquia y sede de la Hermandad de la Paz, donde aún recibe culto una imagen de Nuestra Señora del Prado, realizada en madera tallada y policromada en el último cuarto del siglo XVI.

Richard Ford: Cementerio de San Sebastián. 1832.

 Lo que en principio era un apacible e inundable terreno, sometido a las crecidas del río y a las caprichosas riadas del Tagarete, ahora canalizado bajo tierra, poco a poco fue perdiendo terreno por la cesión su uso. Así, sin olvidar su empleo como cementerio en tiempos de epidemias, el llamado Prado de San Sebastián vio mermado su espacio primeramente a finales del siglo XVI con el establecimiento del convento franciscano de San Diego, que ahora estaría ubicado sobre los terrenos que ocupa el Casino de la Exposición; más adelante, nos situamos ya en el XVII, la ciudad concedió suelo para la construcción de la Escuela Naútica de San Telmo, cuyo edificio (posterior, del XVIII) fue residencia de los Duques de Montpensier, Seminario Diocesano y ahora, sede de la Presidencia de la Junta de Andalucía. 

El Prado en el Plano de Olavide (1771), el número 175 corresponde al Quemadero de la Inquisición.

Uno de los elementos más interesantes (y menos agradables) que conformaban aquel primitivo Prado de San Sebastián fue el denominado Quemadero de la Inquisición, y que el antes mencionado profesor Aguilar sitúa en la zona en la que actualmente se halla el monumento ecuestre del Cid Campeador (El Caballo, para entendernos, configurado entre 1927 y 1929). Utilizado por la Inquisición para ejecutar sentencias, constaba al parecer de un tablado de treinta varas de anchura por dos de altura, con un hueco central para encender la hoguera, sostenido por cuatro columnas empotradas en postes de ladrillo y campeando sobre ellas cuatro estatuas de barro cocido; ironías del Destino, según el poeta sevillano del XVI Alonso de Fuentes, el artífice que lo construyó fue el primero que en él se quemó, por descubrirse sus ocultas creencias judías.  

Monumento a El Cid, Casino de la Exposición y, al fondo Pabellón de Chile.

Aunque no es menos cierto que aquel espacio fue durante años zona de asueto y jolgorio para el pueblo, el hecho de que allí culminasen los autos de fe del Santo Oficio, como el celebrado el 13 de abril de 1660, en el que fueron quemadas vivas siete personas, confería a aquella zona un aire ciertamente amenazador; la multitud congregada para la macabra ceremonia que comentábamos fue tan numerosa en aquella ocasión que, como cuenta el ineludible Antonio Domínguez Ortiz, las autoridades hubieron de indemnizar a un labrador por haber pisoteado sus sembrados y cerrar las puertas de la ciudad para mantener el orden ante la enorme afluencia de gente, ordenándose incluso a los vecinos encender luces en balcones y ventanas por aquello de la "seguridad ciudadana".

Richard Ford: Prado de Sebastián. Detalle. 1832.

Sin uso ya a finales del XVIII, pues a la Beata Dolores le cabe el triste honor de ser la última en ser pasto de las llamas tras morir ahorcada en agosto de 1781, todavía el 26 de abril de 1814 fue empleado, quizá por última vez, para quemar un pelele que representaba a Napoleón Bonaparte, burla ejecutada por vecinos de la calle Tintores. Ataviado con tricornio y banda plateada, el monigote llegó al lugar llevado sobre un asno tras pasear por las calles principales de la ciudad y recibir todo tipo de improperios. Una vez allí, fue tiroteado quemado y sus "restos mortales" arrojados al Tagarete, entre "Mueras" a Napoleón y gritos de júbilo.

No podemos olvidar tampoco que el Prado (a secas, como lo llamamos los sevillanos) era encrucijada de caminos: los que partían desde Sevilla hacia San Bernardo, Utrera y Dos Hermanas, incluso en 1775 se abrió una ancha calzada que conectaba el Prado con la Fundición de Artillería y San Juan de los Teatinos, a orillas del Guadaira. Por aquel entonces, lo afirma el catedrático Aguilar Piñal, el Prado ocupaba cincuenta fanegas, o lo que es lo mismo, unas treinta y cuatro hectáreas (ahora serían siete) y prosiguió modificando su aspecto; uno de los más significativos edificios será la Fábrica de Tabacos, cuyos cimientos comenzaron a colocarse en 1728 y su inauguración en 1757 interpuso el soberbio edificio entre San Diego y el Tagarete, pero en el siglo XIX un suceso cambiará para siempre el uso del Prado: la creación de la Feria de Ganados, germen de la Feria de abril.

Efectivamente, la iniciativa de los industriales Bonaplata e Ibarra de 1847, aprobada por el Ayuntamiento, culminará con la transformación de buena parte del espacio para la colocación de casetas, quioscos y atracciones de feria, sin olvidar detalles como la iluminación o la instalación de la famosa Pasarela, de la que hablamos en otro momento. Curiosamente, la caseta del Círculo Mercantil, una estructura metálica de carácter permanente que aún se conserva en una Bodega en las afueras de Bollullos Par del Condado, servirá de vestuarios a los jugadores del Sevilla F. C. cuando el club celebre allí sus encuentros futbolísticos entre 1913 y 1918. A todo ello habrá que añadir y destacar, sin duda, la aparición del ferrocarril en Sevilla con construcción de la cercana Estación de Cádiz o San Bernardo en 1902, la Exposición Iberoamericana de 1929, que configurará uno de los extremos de Prado con la Plaza de España y el propio pabellón de Portugal, o la ejecución de una serie de viviendas de carácter municipal entre 1938-1944 que vendrá unida a la nueva Estación de Autobuses, según planos del arquitecto Rodrigo Medina Benjumea. 

Cuando en 1971 se inaugure el conjunto de edificios de los Juzgados poco quedará de aquel extenso Prado lleno de vegetación en tiempos medievales, de hecho, dos años después, la Feria se trasladará a Los Remedios y todo ese amplio espacio tendrá uso de lo más dispar, desde cines de verano hasta parques de atracciones (noria gigante incluida), pasando por efímero escenario de espectáculos musicales (aquellos "Cita en Sevilla" de los ochenta) o los actuales jardines, inaugurados en 1997, por no mencionar el casi "tradicional" Festival de las Naciones o, nos lo dejábamos en el tintero, que en aquel lugar, en 1916, intentó construirse un rascacielos.

Como el pasado siempre está presente, merece la pena destacarse el hecho, investigado por Laura Victoria Mercado Hervás en su tesis doctoral de 2020, de que durante la construcción de la estación de Metro del Prado y durante la preceptiva excavación arqueológica en 2004 aparecieron los restos de una necrópolis de entre mediados del siglos I a. C. hasta el siglo II d. C. con 196 enterramientos en cinco niveles que se ven interrumpidos por una inundación del Tagarete, lo que viene a demostrar la influencia de esta zona en la Hispalis romana, pero esa, esa ya es harina de otro costal. 








21 octubre, 2024

Fray Diego, su mascota y su sepulcro.

Con curiosa forma de "L", y entre las calles Marqués de Paradas y la de Pedro del Toro, vamos a recorrer una vía que pese a carecer de historia como tal, como veremos, recibe el nombre de un importante personaje de la Sevilla del XVI que mantuvo amistad con Cristóbal Colón y poseyó extraños objetos y peculiar mascota; pero, para variar, vamos a lo que vamos.

Surgida debido a las reformas urbanísticas del siglo XIX acaecidas no lejos del recientemente comentado por nosotros barrio de Los Humeros, la calle Fray Diego de Deza fue creada a espaldas de la llamada Acera del Cuartel de Milicias y es producto de la reordenación de un sector que comenzó a tener cierta pujanza debido a la construcción de la Estación de Ferrocarriles de Plaza de Armas (la estación de Córdoba, para entendernos). Con el tiempo, acogió viviendas de dos y tres plantas, algunas de cierta antigüedad, y sirvió, y sirve, para albergar las salidas de emergencia de una sala cinematográfica que tiene fachada a la anteriormente citada Marqués de Paradas (el Avenida 5 Cines, no es hacer publicidad). 

Solitaria e iluminada con energía eléctrica en 1943, sirve de zona de paso a veces para alcanzar la Plaza del Museo desde la antigua estación, y en 1895 fue rotulada con su actual nombre en honor a uno de los más importantes arzobispos de la ciudad a comienzos del siglo XVI. Pero, ¿Quién fue este Fray Diego?

Fray Diego de Deza, por Francisco de Zurbarán. 1631.

Como narra el recordado Carlos Ros, nació en la localidad zamorana de Toro allá por 1443 y procedente de noble familia, ingresó en la orden dominica y tras estudiar Teología en Salamanca se dedicó a la enseñanza en dicha universidad. Su sabiduría le hará ser nombrado tutor del príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos, quien fallecerá en sus brazos en 1497. Además, en esa etapa cultivará la amistad de Cristóbal Colón, intercediendo por él ante la corona, prueba de ello es que los dominicos colocaron un cartel en la celda de Fray Diego cuando este marchó: "en esta celda fue descubierto el Nuevo Mundo". En 1504 Colón llegará a escribir que Deza fue el "culpable" de que los Reyes Católicos lograsen las Indias y de que el propio Almirante quedase en Castilla. 

Inquisidor general (sucedió a Tomás de Torquemada en el puesto), capellán real y gran canciller de Castilla, fue designado para ocupar los obispados de Jaén y Palencia, aunque su carrera eclesiástica alcanzará máximo nivel cuando ocupe la sede hispalense allá por 1504, aunque no llegará a nuestra ciudad hasta 1506 tras finalizar su labor como albacea testamentario de la reina Isabel de Castilla. Curiosamente, uno de los primeros actos que presidirá como prelado será la colocación de la última piedra del cimborrio de la catedral, aunque no se atreviese a ascender a esas alturas "por ser mucho viejo".

En Sevilla se caracterizará por ser un férreo defensor de la ortodoxia católica, promoviendo no pocos procesos inquisitoriales contra sospechosos de criptojudaísmo o herejías, llegándose a decir que "apenas bastaban cárceles para tanto número de personas"; entre sus "víctimas" estuvieron Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, o el escritor y filólogo Antonio de Nebrija, a quien se le confiscó biblioteca y documentación, dadas sus "presuntas" investigaciones sobre textos bíblicos. En 1512, decidido a reformar malos usos y mejorar la formación de sus fieles, convocó un Concilio Provincial en el que ordenó que los sacerdotes estudiasen latín, abandonasen a sus concubinas y no asistiesen a los bautizos o matrimonios de sus hijos, lo que da una idea de la situación del clero hispalense por aquellos años, e igualmente fomentó la catequesis e instrucción, ordenando que todos aprendieran las oraciones principales. Curiosamente, respetó la Fiesta del Obispillo, a la que cambió la fecha al 28 de diciembre siempre que se celebrase con "mucha honestidad y devoción". 

Tampoco quedó en olvido la situación de los nuevos territorios descubiertos en ultramar, pues en ese mismo año de 1512 se crearon los primeros obispados americanos: San Juan de Puerto Rico, Concepción de la Vega y Santo Domingo, todos ellos dependientes de la sede sevillana. Además, estableció en la Diócesis la obligatoriedad del Estatuto de Limpieza de Sangre, de manera que nadie con antepasados judíos o musulmanes podría ingresar en determinados oficios o puestos civiles o eclesiásticos.

Fundó el Colegio de Santo Tomás, no lejos de la catedral, centro teológico que pronto entró en rivalidad con la propia universidad; en dicho colegio será sepultado tras fallecer el 9 de junio de 1523 cuando regresaba  de Cantillana en el monasterio de San Jerónimo de Buenavista. Su magnífico sepulcro fue profanado por la soldadesca francesa en 1810, pero tras la Desamortización el colegio quedó convertido en acuartelamiento con el pintoresco suceso de que a la esposa de cierto militar de alta graduación, se le antojó dicho sepulcro no por sus valores históricos o artísticos, sino para... usarlo como su bañera particular, siendo salvado de dicha función higiénica por fortuna y trasladado en 1884 a la capilla de San Pedro de la catedral, donde aún permanece con un león colocado a sus pies, debido a cierta anécdota que dejamos para el final. 

Pese a su intolerancia, fue apodado Fray Diego "el bueno", por sus abundantes limosnas a los pobres en tiempos de epidemias y malas cosechas, siempre vistió su hábito blanco y negro de los dominicos, aunque destacó en su pecho, en su cruz episcopal, una piedra del Sol, de virtudes medicinales, decían, y que no era otra cosa que una labradorita, un tipo de feldespato gris y traslúcido que llamaba siempre poderosamente la atención, al igual que uno de sus remedios para la enfermedad de la Gota que padecía, la piel de un león, del que ya hablamos en otra ocasión y que, supuso que le obsequiaran con un felino vivo, de ahí que el hidalgo, militar  y escritor Gonzalo Fernández de Oviedo lo describiera:

"Un león le dieron, muy pequeño, e hízole quitar e arrancar las uñas y los dientes y colmillos y caparlo y desarmarlo como habéis oído, para que no pudiese hacer mal a nadie, y criólo y holgábase de darle de comer en su mano; y lo que comía era cocido y no asado, porque no fuese tan recio y furioso como le tornara la carne asada y cruda. Pero se hízose tan grande y poderoso que, no obstante su mansedumbre, era espantable en su vista y aspecto. Y como el Arzobispo salía a misa a la iglesia mayor, íbase el león a la par con él, como se dice que hacía aquel de San Jerónimo, y echábase a los pies de su silla sin ofender a nadie".

Pese a todo, la corpulencia y fuerza del propio felino, provocó que matase a una mula llevada al Palacio Arzobispal como cabalgadura del Duque de Arcos durante una visita de cortesía o que atacase en cierta ocasión a un mozo del servicio, que hubo de huir con las ropas rasgadas. 

Terminamos. Aprovechamos, antes, para enviar un cariñoso saludo al "profe" Juan Carlos y sus alumnos de 6º B del Colegio María Auxiliadora de la querida localidad de Morón de la Frontera, pues alguien nos ha informado que siguen, leen, escuchan y trabajan con estas humildes páginas, de manera que les agradecemos el gesto y les animamos muy mucho en sus tareas escolares. 

15 julio, 2024

Sevilla, 1593: El "Caso Sumeño".

 En esta ocasión, vamos a centrarnos en un suceso acaecido a finales del siglo XVI, en la Sevilla de las denuncias al Santo Oficio y sus procesos judiciales, sus autos de fe y sus correspondientes ejecuciones, aunque, en concreto, el temido final, protagonizado por un alto cargo del Cabildo de la ciudad, no llegó a producirse por un giro inesperado de los acontecimientos; pero como siempre, vayamos por partes.  

Establecido el Tribunal del Santo Oficio por los Reyes Católicos en 1478 mediante bula papal de Sixto IV, a comienzos de 1481 ya estaba radicado en Sevilla, primeramente en el dominico convento de San Pablo (ahora parroquia de la Magdalena) y luego en el castillo de San Jorge, cuyos restos arqueológicos son visibles bajo el mercado de Triana en el Altozano. Como tribunal, velaba por la ortodoxia, especialmente en cristianos conversos, esto es, en quienes se habían bautizado abandonando la fe judía. Los inquisidores investigaban denuncias anónimas o procedentes de los llamados familiares del Santo Oficio, que formaban toda una red que se dedicaba a delatar posibles conductas contrarias a la fe católica, no sólo relativas al criptojudaísmo, sino a las blasfemias, sodomía, brujería o, más adelante, la profesión de creencias protestantes, todo ello condenable a los ojos de la Inquisición. Aparte de alcaides, capellanes, jueces, fiscales, procuradores o escribanos, existía toda una plantilla de trabajadores auxiliares como porteros, carceleros, cocineros o médicos, por citar algunos. 

En 1591 ocupada el cargo de teniente de Asistente de la ciudad Luis Sumeño de Porras y entre otras de sus atribuciones estaba la de ejercer como magistrado, dándose la circunstancia de haber dictado condena contra un reo, sentenciándolo con "pena afrentosa", algo que los familiares del condenado, defensores a ultranza de su inocencia, criticaron violentamente, jurando venganza por tamaño dislate, en su opinión. El escritor José María Montero de Espinosa relata que apenas pasado un corto tiempo, en 1593, Sumeño fue aprehendido por sorpresa por oficiales de la Santa Inquisición en relación a un anónimo testimonio que le adjudicaba prácticas herejes o judaizantes. Detenido en su propia casa, se despidió de Jerónima de Monarde, su esposa con estas palabras: 

"Adiós, hasta el valle de Josafat, pues ya no la volvería a ver mediante a que le llevaban a la Inquisición, siendo su resultado morir quemado, pues él no había cometido delito alguno que tocase a aquel Tribunal, y que precisamente lo habían de tener por negativo, no confesando lo que le hubiesen atribuido"

Aislado en una húmeda celda, sucio y hambriento, con la incertidumbre como compañera por desconocer los cargos que había contra él y sometido a múltiples interrogatorios con sus correspondientes tandas de tormento o torturas, negó vehementemente ser culpable, manteniendo su inocencia de manera tenaz, sin que ello sirviera para que a la postre fuera condenado a ser quemado vivo hasta morir en el Prado de San Sebastián.

Llegaron las vísperas de la ejecución y, como era costumbre, muchos se aprestaron a acudir al "espectáculo" que suponía la muerte pública con todo el ritual y parafernalia característicos del Santo Oficio: enterados del proclamado Auto de Fe, muchos llegaban desde fuera de la propia Sevilla, como fue el caso de los indignados familiares de aquel reo que el ahora convicto Luis Sumeño de Porras condenó en 1591:

"Más sucedió que la víspera del día en que se había de ejecutar este espantable y horroroso castigo, venían a esta ciudad los malvados delatores con objeto de ver esta escena, y a holgarse de su indigna venganza, y en una de las posadas de Alcalá de Guadaira estaban todos en un cuarto hablando del caso y del auto que venían a presenciar, y unos con otros decían: "mañana veremos arder a aquel pícaro y le oiremos crujir los huesos" y se jactaban y regocijaban de sus pérfidos sentimientos y daban a entender que había sido ellos los autores de tan horrendo castigo".

Por fortuna, la conversación fue escuchada "de refilón" por otros huéspedes, quienes con rapidez se pusieron en camino a Sevilla y, una vez llegados a la sede de la Inquisición en Sevilla, dieron cumplida cuenta de lo que habían descubierto de manera fortuita y rogaron se tuviera en cuenta para evitar que un inocente fuera víctima de una injusta venganza; el Tribunal, mal que bien, ordenó la detención de aquellos difamadores, quienes hubieron de confesar su culpa, la de haber calumniado al teniente de asistente por venganza y odio y que dicho oficial era inocente de cualquier delito que se le pudiera imputar. Ante todo esto, se decidió suspender la ejecución in extremis y se exculpó al Teniente, siendo castigados duramente los calumniadores. Ni que decir tiene que el proceso de absolución duró meses de trámites burocráticos, con las consiguientes molestias para Sumeño.

Restablecido en su puesto, la carrera de Luis Sumeño de Porras continuó, y en 1596 fue ascendido al cargo de Fiscal del Tribunal de la Casa de Contratación, falleciendo finalmente el 13 de enero de 1603 y recibiendo cristiana sepultura a los pies de la Virgen del Amparo en la antigua parroquia de la Magdalena, donde incluso dotó una capellanía, pero esa, esa ya es otra historia.


23 mayo, 2022

Aquellos libros prohibidos.

En la muy católica Sevilla de mediados del siglo XVI, la de las grandes procesiones y devociones, hubo secretos a voces, reuniones clandestinas y hasta tráfico internacional de ciertos objetos muy apreciados y prohibidos, sobre todo, relacionados con los aires heterodoxos que, más allá de los Pirineos, soplaban promovidos por la reforma protestante; pero como siempre, vayamos por partes.

Es sabido y conocido que la iglesia católica procuró en todo momento evitar que se filtrasen ideas contrarias a su ortodoxia, utilizando para ello todos los medios a su alcance, desde la edición del famoso Índice de Libros Prohibidos, en los que se incluían obras de autores que habían sobrepasado la "línea roja" teológica desde el punto de vista del Papado, hasta la propia Inquisición, ocupada, como hemos visto en otras ocasiones, en perseguir a criptojudaizantes y pseudocatólicos. El control eclesial, por tanto, parecía rotundo y sin fisuras, sin embargo...

La Reforma alcanzó en Sevilla, pese a todo, a gentes de la más diversa condición, no en vano, ya lo vimos hace escasas semanas cuando al tratar la historia de la céntrica calle Espíritu Santo mencionábamos al célebre doctor Constantino Ponce de la Fuente, y de pasada, a uno de los primeros propagandistas de las teorías de Lutero, el también conocido Julián Hernández. ¿De quién se trataba? 

Nacido en la vieja Castilla, sin que se sepa mucho sobre él, mozo astuto, de agudo ingenio y ferviente partidario del reformismo protestante, según algunos se había criado entre herejes en Alemania, y al parecer tenía escasa estatura, de ahí que muchos lo llamaran Julianillo, pues "su cuerpo era tan macilento, que parecía constar sólo de piel y huesos", afirmó Reinaldo González de Montes. 


Sobra decir que por aquel entonces era poco menos que inimaginable acudir a un impresor o librero sevillano y solicitarle algún volumen protestante, a menos, claro está, que el comprador quisiera dar con sus huesos en una maloliente y húmeda celda del Castillo de San Jorge; por tanto, ¿Cómo adquirir esas publicaciones bajo la severa vigilancia del Santo Oficio? Julianillo parecía tener la respuesta, pues en el año 1556 decidió abandonar Sevilla y realizar todo un viaje por los principales focos del luteranismo, como cuenta Chaves y Rey, e incluso residir por unos meses en el epicentro del movimiento calvinista: Ginebra.

No quedó ahí la cosa, pues nuestro protagonista, que contaba con los fondos monetarios proporcionados por secreta comunidad protestante hispalense, realizó acopio de cuantos libros reformistas cayeron en sus manos, sobre todo Nuevos Testamentos traducidos al castellano (entonces sólo podían leerse los textos sagrados en latín) por el doctor Juan Pérez, mientras maquinaba un sencillo plan para traerlos a España sin que levantasen sospechas. Tomando la apariencia lo que sería ahora un "transportista de mercancías por tracción animal" (un arriero, para entendernos), adquirió un recio carromato al que dotó de dos grandes y flamantes toneles vacíos, fabricados "ex profeso", que llenó con el peligroso cargamento de libros prohibidos con rumbo a Sevilla. 

Nuestro arriero fingido llegó a Sevilla en 1557; había logrado su propósito: cruzar la península ibérica sin levantar sospechas y alcanzar el anhelado destino sin incidentes dignos de mención. Grande fue la expectación levantada por su arribada entre los miembros de la comunidad protestante sevillana, quienes, con las debidas precauciones y el necesario sigilo, encaminaron sus pasos paulatinamente bien hasta el no lejano Monasterio de San Isidoro del Campo, bien a las casas del noble Juan Ponce de León o las de doña Isabel de Baena, principales focos difusores del protestantismo, para allí recibir los libros que les hubieran correspondido en el reparto. 

Para comprender cómo estaban de imbuidos en esas ideas protestantes, baste decir que según las crónicas, Juan Ponce de León solía rogar al Señor con fervor que le brindase la oportunidad de morir por esas ideas, con el detalle de que incluso cuando acudía a Misa se volvía de espaldas al altar en momento de la Consagración o que incluso no había ejecución de la Inquisición a la que no acudiera para ir familiarizándose con los suplicios y tormentos por si le tocaba el turno.

Sin embargo, un descuido u olvido hizo que la incipiente estructura reformista sevillana se viniera abajo. En diciembre de 1559 un ejemplar del libro prohibido La Imagen del Antichristo cayó en manos equivocadas. El libro en su portada: 

"Al principio traía estampado el Papa arrodillado a los pies del demonio, y decía ser impreso con licencia de los señores inquisidores... sintió luego mal del negocio y luego dio aviso dello a los señores inquisidores: olió el Julián lo que pasaba, y huyó. Los señores inquisidores se dieron tan buena maña y pusieron tal diligencia por todos los pueblos y caminos, que vinieron a prenderle en la sierra de Córdoba, junto a Adamuz". 

Como cuenta Menéndez y Pelayo en su Historia de los Heterodoxos Españoles, la denuncia anónima de alguien a cuyas manos había llegado por equivocación uno de aquellos ejemplares prohibidos, puso en marcha los engranajes del Santo Oficio, que en una fulminante operación prendió y encarceló a más de ochocientas personas de toda condición social, aunque algunos monjes de San Isidoro del Campo, como Cipriano de Valera o Casiodoro de Reina, habían conseguido poner pies en polvorosa unos días antes y lograr refugio en territorio seguro para ellos y sus ideas. 

Algo similar, como hemos visto, intentó Julianillo, pero fue finalmente detenido y conducido de nuevo a Sevilla. Entre los arrestados estaban, por ejemplo, los propios Ponce de León y la dama sevillana Isabel de Baena, cuyo domicilio era llamado por los heterodoxos "templo de la nueva luz".   

Julianillo Hernández, "Petit Julien", en ningún momento, ni en las peores fases del proceso y sus tormentos, delató a ninguno de sus correligionarios, pues ni las mejores persuasiones teológicas pudieron sacarle de sus ideas, incluso, cada vez que abandonaba la sala de interrogatorios solía cantar una coplilla: 

Vencidos van los frailes,
vencidos van;
Corridos van los lobos, 
corridos van. 

A finales de 1560 se dictaría su sentencia por parte de la Inquisición, en la que sería condenado por hereje, apóstata, contumaz y dogmatizante, subiría al cadalso amordazado para evitar que se escuchasen sus gritos contra la iglesia católica, e incluso él mismo colaboró en la colocación de los haces de leña para su propia ejecución, aunque algunos autores sostienen que finalmente calló de sus opiniones, aunque eso sí, muriendo en paz. Sus cenizas, como las de los demás condenados al fuego, fueron esparcidas sobre el Tagarete. Como detalle, la casa de Isabel de Baena fue completamente demolida hasta sus cimientos, colocado un amenazante cartel narrando lo acaecido y esparcida sal en el solar resultante como escarmiento, pero esa, esa ya es otra historia...


09 mayo, 2022

De ida y vuelta.

Durante buena parte de la Edad Moderna, sobre todo en los siglos XVI y XVII, fue frecuente que no pocos sevillanos decidieran buscar una mejora de sus vidas marchando a las Américas; de hecho, la documentación atesorada en el Archivo de Indias relata no pocas solicitudes para "pasar a Indias", siendo algunas aceptadas y otras denegadas o incluso con incierto y extraño final como en el caso que nos ocupa, pero como siempre, vayamos por partes. 

Lo cuenta una antigua crónica, en 1650 vivía un apacible matrimonio en el sevillano barrio de San Lorenzo. Ella, de nombre Catalina de la Peña, él, Diego Ruiz, sastre por más señas con un pequeño taller que se nutría también de pequeños encargos. Sin descendencia, ya algo maduros y de humilde condición, vivían en total armonía sin que nada ajeno turbase la paz de aquel hogar. Sin embargo, poco a poco, en la fértil mente del sastre estaba surgiendo una idea alimentada por las animadas charlas y comentarios con amigos y compañeros de taberna, unida al ferviente deseo de lograr fortuna de manera rápida y con escaso trabajo, aunque para ello fuera necesario cruzar el Océano Atlántico con todos los peligros y riesgos que ello suponía.

Un día, Diego tomó la decisión en firme. Marcharía a Ultramar. Le alimentaba la esperanza de regresar a Sevilla con el prestigio de haberse enriquecido allá y con caudales suficientes para así sacar a su esposa de la precaria situación en la que se encontraban. A la sorprendida Catalina, enterada de improviso de los propósitos de su marido, la idea no le hizo ninguna gracia, sobre todo porque se vería separada de él por un dilatado espacio de tiempo. Lloró, imploró, amenazó, rogó, riñó, pero todo fue inútil. Una mañana de primavera, el sastre de San Lorenzo empacaba sus escasas pertenencias, se despedía de su desconsolada cónyugue, marchaba hacia el Puerto, embarcaba en un navío y ponía rumbo a América. 

 En el intervalo de diez largos años, y no sin esfuerzo, a Diego le rodaron bien las cosas, pues fue adquiriendo cierta fortuna y posición, ahorrando moneda a moneda, aunque en contrapartida le llegaban malas noticias desde Sevilla en las que se hablaba del estado de pobreza de Catalina y de su mala situación, pero pese a todo, determinó permanecer en suelo americano hasta ver aumentado su patrimonio, mas, eso sí, tomando la decisión de entregar a su amigo de mayor confianza la nada despreciable suma de mil pesos para que marchase a España y los depositase en las manos de su amada esposa junto con la promesa de un pronto regreso a tierras hispalenses. 

Poco podía imaginar aquel sastre que su amigo le traicionaría movido por el pecado capital de la codicia. Apenas llegado a Sevilla, hecho a la idea madurada durante el viaje de quedarse con la abundante suma de dinero que se le había confiado de buena fe, acudió al Hospital de las Cinco Llagas o de la Sangre, donde de manera fraudulenta, contando con la complicidad de un sacerdote, falsificó la partida de defunción de una mujer, quizá fallecida durante la terrible epidemia de peste de 1649, para ponerla a nombre de la mismísima Catalina, y con dicho documento en sus manos regresó a Indias, sin por supuesto acercarse al barrio de San Lorenzo ni trabar contacto con la esposa de Diego.

Informado por su amigo, quien declaró haber gastado presuntamente los mil pesos en un suntuoso funeral por el alma de Catalina creyendo así cumplir la voluntad de aquel de rendir postrer homenaje a su compañera en vida, Diego quedó profundamente afectado por la fúnebre noticia y por cierto sentimiento de culpa, aunque con el paso de los meses el dolor y la pena se fueron atenuando. Decidido a no contraer matrimonio de nuevo, estudió cánones y teología y fue ordenado sacerdote meses antes de embarcar de nuevo en la Flota de regreso a España, colaborando como capellán durante la travesía, sin saber, claro está, que no era viudo.

Ya en Sevilla, paseando por sus calles más céntricas al poco de arribar, fue reconocido por sus vecinos y amigos, quienes le dijeron, enormemente sorprendidos por verle con la sotana, manteo y tonsura propias de los presbíteros:

- Señor mío, ¿como vuesa merced anda de aquesta guisa?

- Señores míos, -respondió el bueno de Diego-, como mi mujer murió tiempo ha, me hice sacerdote.

- ¿Que vuestra mujer murió?, yo la ví hoy, y si vuesa merced la quiere ver ande acá conmigo.

Podemos imaginarnos el sorprendente y emocionante reencuentro de aquel matrimonio de San Lorenzo tras tantos años de separación, por no hablar del rostro de Catalina al ver a su marido convertido en flamante cura o de los dimes y diretes que tal embrollo habría provocado en el barrio; atenazado por los remordimientos, Diego decidió acudir al Santo Oficio y exponer su inusual caso, sinceramente arrepentido por actuar ignorando totalmente la supervivencia de su esposa. 

Los sesudos inquisidores deliberaron y analizaron la extraña anomalía durante semanas, pues la cuestión era, para ellos, peliaguda, al tratarse de un claro caso de amancebamiento, o lo que  es lo mismo, un sacerdote que convivía con una mujer en su casa, (aunque olvidaban que estaban unidos por el vínculo sagrado del matrimonio) hasta que finalmente dictaminaron, según su entender y en plan salomónico, que para regularizar la situación, Catalina debería entrar en un convento como religiosa percibiendo una renta diaria de treinta reales y que la propia Inquisición abonaría la dote necesaria para profesar en el convento que desease. 

Como podemos suponer, Catalina montó en cólera y, ofendida hasta la médula, replicó que aunque reconocía la rectitud de las intenciones de los señores inquisidores, nos las acataba, que Diego era su marido, que Dios se lo había concedido y que estaban unidos para toda la eternidad, de modo que no consintió, bajo ningún concepto, en aceptar el dictamen con su propuesta, dejando en suspenso la entrada en religión hasta que no apareciera el culpable de todo aquello: el codicioso amigo traidor, origen del embrollo (casi un "culebrón) y aclarase lo sucedido con pelos y señales. Oliéndose lo que se le venía encima, incluida la condena y la cárcel, sobra decir que el mencionado individuo prefirió quedarse cómodamente en Indias ante los requirimientos que le llegaban de España, muriendo de viejo al decir de las crónicas, desentendido de lo que acontecía en la lejana Sevilla.

¿Qué ocurrió con Diego y Catalina? ¿Tuvieron que vivir por separado cada uno del otro? ¿Optaron por convivir pese a las severas penas establecidas para relaciones así? Al cabo de todo, desoyendo al Santo Oficio y sus letrados, alguien con buen sentido les aconsejó encomendarse a la Virgen de Roca Amador, venerada en la parroquia de San Lorenzo y que solicitasen humildemente al Santo Padre de Roma que desenredara la madeja mediante la anulación de la ordenación sacerdotal del primero, cosa que se logró no sin grandes trabajos, de modo que, por fin, ambos pudieron volver a hacer vida matrimonial con gran contento y por el resto de sus días...

20 septiembre, 2021

El Obispo y el Padre Méndez.

Entre los numerosos benefactores que tuvo Compañía de Jesús en el siglo XVII en Sevilla, aparece el nombre de Juan de la Sal y Aguilar, Obispo auxiliar de la diócesis hispalense bajo las prelaturas del cardenal Niño de Guevara y otros purpurados de la época. Como bien afirmó en su momento el recordado sacerdote y periodista Carlos Ros, fue de la Sal un tanto diferente a los habituales prelados que ocuparon el Palacio de la Plaza de la Virgen de los Reyes, ya que su genio vivo y sus ocurrencias, llenas de jocosidad haciendo honor a su apellido, dieron como fruto diversas obras y cartas, entre las que destaca una serie de siete misivas que envió al Duque de Medina Sidonia a su residencia sanluqueña allá por 1617.


 

De familia noble, de la Sal había nacido en 1550 en la actual calle Alcázares, estudió en la Universidad de Salamanca y concluyó sus estudios en la Hispalense, cantando su primera Misa en el Santo Ángel, logrando un puesto de canónigo en la catedral de Cartagena para finalmente recalar en su ciudad natal para ostentar el obispado auxiliar de Bona con el beneplácito del Cardenal Niño de Guevara, llegando incluso a rechazar el nombramiento como obispo de Málaga sin que se sepan sus motivos. Vivió en sus casas del Arquillo de San Martín y debió gozar de buena posición económica, ya que sufragó las pinturas del retablo mayor de la Iglesia de la Anunciación para los jesuitas, realizadas por el italiano Gerolamo Lucenti de Corregio. Debido a ese apoyo a la Compañía de Jesús fue sepultado tras su muerte, en 1630, en lo que hoy es la Capilla Doméstica de San Luis de los Franceses.

Junto a otros "tocayos" suyos, formó un interesante círculo de ingeniosos literatos de gran calidad, entre los que destacan Juan de Robles, Juan de Arguijo o Juan de Salinas, aparte de otros, dedicados a glosar las excelencias de la Sevilla del Imperio, alabar a María como Concebida Sin Pecado Original o, por ende, lanzar originales dardos en forma de poemas o cartas contra la secta de los Alumbrados, que tuvo en jaque a la Inquisición Hispalense durante algunos años.

De este modo, en el caluroso verano de 1617 Juan de la Sal toma papel, pluma y tinta y toma asiento en su escritorio para informar a Manuel Alonso Pérez de Guzmán, Duque de Medina Sidonia, con hasta siete divertidas cartas, en las que narra con todo lujo de detalles, las idas y venidas del famoso en su tiempo Padre Méndez (nada que ver con el piadoso sacerdote Méndez Casariego, fundador del Instituto de las Hermandas Trinitarias, fallecido en 1924 y con calle en Sevilla). Las misivas, llenas de anécdotas y "hechos verídicos" ponen de manifiesto tanto el humor de Juan de la Sal como la picaresca redomada del Padre Méndez, quien convirtió su sacerdocio en un modo "non sancto" de vida, a medio camino entre la locura y la herejía.

Responsable eclesiástico de una Casa de Beatas (especie de semiconvento femenino), Méndez será investigado por prácticas alejadas de la ortodoxia, como se afirmó en los cargos contra él ante el Santo Oficio: “y acabando la misa desnudándose las vestiduras sagradas, baylaba con las beatas y cantando decían: mi cari Redondo, mi buena cara”, o incluso llegando a prácticas poco en consonancia con el celibato sacerdotal: "y para hacer oración mandaba a una de las dichas mugeres le rascase la cabeza y poniéndole a las mugeres las manos en los pechos y tocándole las manos y el rostro...”

El caso es que el sacerdote, cristiano nuevo e influido por las teorías de los Alumbrados, poseía un poderoso influjo como Director Espiritual sobre devotas y beatas de toda clase y condición, dándose el caso de que algunas condesas y marquesas, en su afán por agasajarle, se disputaban incluso jirones de su ropa como si fuesen reliquias santificadas de algún mártir. Hay que añadir, como explicó el teólogo e historiador dominico Álvaro Huerga, que Méndez había sido ya expulsado de Sevilla en tiempos del Cardenal Rodrigo de Castro, regresando tras su muerte, penitenciado por la Inquisición por judaizante en México, y que había huido de Roma unos años antes tras protagonizar un suceso de similares características al que nos ocupará en lo siguientes párrafos...

Llegados a este punto, hay que mencionar que Juan De la Sal narra con detalle los sucesos acaecidos en del 1 al 20 de julio 1617, cuando el Padre Méndez, de origen portugués según unos o nacido en Moguer según otros, proclamó casi a bombo y platillo, que Dios se había dignado a revelarle la fecha de su propia muerte, que tendría lugar el 20 de julio de ese mismo año, y que por tanto le urgía a disponerse a bien morir, para lo cual, contrito y penitente, se retiró al Convento del Valle (ahora Santuario de Jesús de la Salud de la Hermandad de los Gitanos) a fin de llevar una vida austera y humilde ante la inminente conclusión de sus días. Escuchando al Guardián del Convento, éste relataba cómo Méndez, todo ascetismo, andaba en oración noche y día y que "a la noche solo come un poquito de pescado, con cuatro bocados de ensalada y bebe una vez agua".

Si buscaba paz y sosiego, cosa que dudamos, no lo logró. En una ciudad hervidero de chismes y rumores y deseosa de cierto morbo, aún más si estaba relacionado con asuntos religiosos, la afluencia de fieles y curiosos al convento fue tal que en algunas jornadas llegaron a verse "aparcados" hasta treinta carruajes pertenecientes a la flor y nata de la nobleza sevillana, especialmente de aristocráticas damas ansiosas por platicar y confesar con tan santo varón, por no hablar de la "corte de los milagros" formada por ciegos, pícaros, lisiados y pedigüeños que buscaban "hacer su agosto" en julio, valga la expresión, al calor, valga también la expresión, de todo lo que arrastraba el "clérigo difunto".

 

El Padre Méndez celebraba la Santa Misa comenzando a las cinco de la madrugada y finalizando con el "Ite Misa Est" no antes de la una de la tarde, sin sentarse en ningún momento, lo cual llenaba de admiración a la legión de beatas y devotas que veían en ello indudable milagro. Tampoco faltaban voces que atestiguaban haberlo visto levitar en trance enmedio de sus oraciones místicas o quienes, tras la intervención del barbero que lo visitaba, recogían con devoción los pelos como si fuesen preciadas reliquias. Por su parte, el sacerdote continuaba profetizando su muerte e incluso narrando sus visiones del Purgatorio, el cuál "visitaba" con frecuencia, contando a su regreso a quién había visto por allí para alegría o desesperación de sus familiares.

Igualmente, como la cosa parecía ir en serio, la comunidad monástica comenzó a preocuparse por lo que acontecería si el fallecimiento no llegaba a producirse; prueba de lo disparatado de la situación es el testimonio certero de uno de los monjes, recogido por Juan de la Sal: "Que él trate de morirse cuando nos lo ha prometido; porque si no nos cumple la palabra lo habemos de achocar (sic), so pena de que nos silben por la calle".  

Llegó al fin el 20 de julio. Toda Sevilla aguardaba acontecimientos con el alma en vilo, pendientes del estado de salud del clérigo. El Padre Méndez, según lo narrado por Juan de la Sal, se aprestó a celebrar su última Misa con toda serenidad, comenzando de madrugada y prosiguiendo durante toda la jornada, sin que la muerte diese visos de asomar. Con un médico a su lado tomándole el pulso cada "dos por tres", agotado hasta la extenuación por la falta de alimento, el sacerdote, presa de una fuerte angustia, creyó llegado el postrero momento. Pero, pasaban los minutos, las horas, y nada nada anormal sucedía, para asombro, alegría o desesperación de quienes asistían a tan insólito suceso. Dejemos que sea el obispo de Bona, nuestro buen Juan de la Sal, quien narre cómo finalizó aquella escena tragicómica: 

"Pues, cuando vieron que era pasada la hora y no moría, todos, unos en pos del otro, se fueron cabizbajos á sus casas, dejándole en el altar, donde, acabada la misa, se halló solo, en su solo cabo".

Ni que decir tiene, durante semanas, Méndez fue asediado por multitud de sevillanos que no cesaban de preguntar, no sin cierta guasa, que cómo era que seguía vivo, mientras su comunidad de beatas vivía aquella etapa entre la verguenza y la fidelidad a su "líder". No deja de ser curiosa su entereza, pues soportó estoicamente burlas y chanzas sin dejar de realizar su vida cotidiana como si nada hubiera pasado.

Como podremos imaginar, el Padre Méndez no iba a salir bien parado de todo este trance; investigado y apresado por el Santo Oficio, el "no difunto" daría con sus huesos en las lóbregas celdas de la Inquisición. Olvidado por quienes le seguían con devoción, finalmente falleció en el Castillo de San Jorge, aguardando sentencia por herejía y demás delitos contra la fe, de modo que fue su efigie quien cayó pasto de las llamas durante el Auto de Fe celebrado el sábado 3 de noviembre de 1624 en la Plaza de San Francisco. 

27 mayo, 2012

Suplicios.-

Es cosa sabida por común de mortales cómo antaño era asaz acostumbrado emplear expeditivos métodos para hacer confesar crímenes y fechorías a delincuentes y facinerosos, abundando burdas maneras o refinadas formas con las que, a fuerza de dolor y quebranto, conseguir confesión del reo. Estremecidos, aún recordamos algún relato estremecedor sobre crueles e inhumanos sucedidos en Cárcel Real o en subterráneos de Castillo de San Jorge, de infeliz memoria.


Usábanse potros, sogas, carruchas, y demás útiles con que astillar huesos, descoyuntar miembros y quebrar articulaciones, haciendo sufrir tremendos padecimientos a quien, culpable o no, cayera en manos de refinados y diestros verdugos poco dados a piedad o compasión.

No faltan aún quienes abogan por retomar aquellos maléficos usos para soltar lengua de recalcitrantes a confesar verdad, incluso quienes, llegando más lejos, propugnan pena máxima (no confundir con balompédico deporte) con objetivo ejemplarizante, y aunque Nuestro Señor azotara a mercaderes del Templo, no vemos en todo lo antedicho sino barbarie, dicho sea de paso y a título de personal opinión.


Mas cuándo aún pensábamos que hogaño habíanse suprimido tormentos y suplicios para delincuentes y malhechores, que en nuestros días habíase prescindido de tales aparatos, hemos comprobado, con desconcertante asombro, cómo son muchos que abonan sus buenos maravedís para padecer sufrimientos (o sufrir padecimientos) en salas repletas de tales máquinas, armadas con contrapesos, carruchas y demás a fin de conservar forma física en menoscabo de extenuantes ejercicios que agotan con su sola contemplación.


Item más, en colmo de abundamiento, hete aquí, afirman, que mantiénese cierto comercio de grilletes, flagelos y demás, en ciertos establecimientos que tengan por seguro jamás hemos hollado con nuestros pies, desconociéndose a ciencia cierta su fin y utilidad, como la de otros extraños artículos que sobrepasan impudicia, pues en duda ponemos que tales utensilios sirvan de provecho a nadie salvo para cuaresmales penitencias lejanas ahora en almanaque. 

Empleando expresión más propia de vulgo que de quien pergeña aquestas letras, preferiremos “latigazos” de otro tipo, sin duda, con buena y competente reunión y si es acompañado de viandas “ad hoc”, miel sobre hojuelas…  

31 marzo, 2011

Tribunas...

Solazábamos una mañana con el buen tiempo reinante en aquesta ciudad cuando, movidos por mala curiosidad, nos acercamos a contemplar unas extrañas estructuras de fierro que fornidos mozos componían con presteza y diligencia en la Plaza cabe dónde estuvo el Convento Casa Grande de San Francisco.

La curiosidad dio paso al merodeo y de éste pasóse al fisgoneo, toda vez que ignorábamos la utilidad de aquellas estructuras tan bien compuestas, ordenadas y alineadas que dejaban una especie de calle central y se elevaban en forma de graderío o tablado.

Item más, no eran pocos los conciudadanos que se arrimaban a ellas con semblante felicísimo y admirativo comentando tal o cual detalle pese a ser sólo eso, metal y madera, y además de lo más humilde y sencillo que hallarse pueda. No faltaban quienes, incluso, sacaban bocetos e imágenes de aquel andamiaje gracias a curiosas y diminutas maquinarias, simulacros de muy gran parecido al original y ejecutados sin ayuda de pincel o carboncillo, lo que nos maravilló en demasía…

Nos preguntamos: “¿Acaso el Santo Oficio convoca a Auto de Fe?”

No habíamos oído pregón alguno, ni se habían pegado las habituales convocatorias; de tan enojoso dilema nos sacó cierta dama que por nuestro lado acertó a pasar, bien atildada y con sumo gusto vestida, la que nos aclaró con hispalense donosura que hacía tiempo esta plaza no era escenario de tales autos y que agora  herejes, bígamos, blasfemos, usureros, sodomitas, brujos, hechiceros y clérigos acusados de deslices contra natura no eran acusados ni mortificados por el Santo Tribunal, antes bien, eran cosa del común, de lo cual nos escandalizamos no poco.



De tal manera que, solventado el entuerto y perdida la vergüenza, osamos preguntar a los antedichos mozos y éstos nos contestaron que andaban componiendo los “palcos”, palabra que al parecer es ahora la que define la forma y manera en la que los hispalenses pudientes prefieren contemplar el paso de las cofradías en las fechas de la Semana Santa, ya que en aquel lugar rivalizaban en lucimiento y gallardía tanto unos como otros. Y que en aquestas tribunas toman asiento los Regidores de la Ciudad haciendo uso de sus mejores galas, aunque haya algún que otro Regidor que por su ateísmo prefiere no hacer acto de presencia, lo que también nos escandalizó no poco.

Y todo ello nos sorprendió sobremanera, empero no era habitual en nuestra época sino el acudir a presenciar el devoto transitar de las hermandades en lugar cualquiera, al albur, y ver como incluso en cruces de calles producíanse no pocas pendencias por mor del derecho a pasar una cruz ante otra, con profusión de  desmanes, desvaríos y cirios maltrechos, que la Autoridad no solía atajar debidamente. Ya lo afirmaba cierto refrán de mi siglo: “Ni fía, ni porfía, ni cuestión con cofradía”.

Habida cuenta todo lo dicho, decidimos no hacer uso de los dichos Palcos, y que cuándo llegasen tan gozosas fechas resolveríamos como la Providencia nos designase.