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12 diciembre, 2022

Rescate.


Todo comenzó en 1690, en la tienda de un mercader, causó inquietud y sorpresa a partes iguales entre las gentes de la época, y pudo resolverse a posteriori gracias a una increíble, casi milagrosa, casualidad; pero como siempre, vayamos por partes. 

La actual calle Clavellinas, que es prolongación de la de Pedro Miguel, formó parte, junto con la de Inocentes, del sitio llamado Caño de los Locos, quizá debido a la presencia en aquel lugar de cañerías o desagües pertenecientes al conocido Hospital de los Inocentes, lugar del que ya hablamos en otra ocasión al ser el famoso Loco Amaro uno de sus más destacados "huéspedes".

Estrecha y de poca longitud, Clavellinas no habría tenido cabida en este nuestro humilde espacio de no ser por un extraño episodio acaecido a finales del siglo XVII y que resumiremos con la ayuda de Manuel Álvarez Benavides, quien recogió lo acontecido allá por 1874.

Corría el invierno de 1696. Todo empezó de manera fortuita, por las sospechas de una vecina de la calle hacia otra, llamada María Palomo. De conducta intachable en principio, esta anciana vivía de manera austera y sobria compartiendo vivienda con la antes aludida vecina. La convivencia entre ambas era de lo más correcta, pero sin mayor trato que el cotidiano. Cierta tarde de aquel frío invierno, la segunda mujer quedó aturdida por extraños los sonidos que procedían de la habitación de la primera; creyendo escuchar los maullidos de un gato o los ladridos de animal, lo cierto es que al fin comprendió que se trataba, ni más ni menos, que de quejidos y lamentos humanos, lo cual la inquietó grandemente. Pasaron varias jornadas, y prosiguieron los sollozos y gemidos, y con ellos, la preocupación de aquella vecina.

Preocupada por la suerte de aquella persona oculta, fuese quien fuese y decidida a desentrañar el misterio, acudió sin más demora al párroco de San Juan de la Palma y éste a su vez, conocidos los hechos, a Jerónimo Ortiz de Sandoval, caballero veinticuatro por más señas, acordando de mutuo acuerdo realizar una vista de inspección a la vivienda de María Palomo en la calle Clavellinas, haciéndose acompañar de escribano, alguaciles y dos testigos. En un principio, fue únicamente el sacerdote quien accedió a la habitación en compañía de su ocupante, muy solícita en principio aunque inquieta a medida que se sucedían las preguntas y requerimientos, dando fe de su absoluta soledad e inocencia. Sin embargo, cuando el párroco le ordenó abrir un segundo cuarto mostró enorme resistencia a ello, incluso con violencia, por lo que fue apresada por los alguaciles sin demora.

El caballero Veinticuatro y el párroco quedaron estupefactos al encontrar en la oscura estancia a una niña de unos diez años, mal vestida, sucia, desnutrida y llena de hematomas que, en un lenguaje rudimentario, negó ser familiar de María Palomo y afirmó desconocer cómo había llegado allí y quienes eran sus verdaderos padres. Puesta bajo la custodia del mencionado caballero en su casa-palacio, la muchacha fue aseada y acomodada, aunque seguía sin dar detalles sobre su pasado, presentando defectos a la hora de expresarse y sin noción alguna sobre creencias o doctrina cristiana, parecía como si hubiera vivido aislada del mundo durante años...

Confesó haberse alimentado durante su prolongado cautiverio con lo que la anciana le proporcionaba, verduras y alguna sopa, de ahí que rehusara comer "nuevos" alimentos para ella cuando se le ofrecían, como la carne, el pan blanco o los guisos calientes.

Mientras, María Palomo fue encarcelada como sospechosa de secuestro e interrogada sobre el origen de aquella niña, alegando únicamente en su defensa que la había hallado fortuitamente en la calle y negándose a declarar sobre el origen de las heridas y hematomas que presentaba la joven. Todo indicaba que se trataba de un secuestro, pero los magistrados carecían de más evidencias que sirvieran para identificar a aquella extraña niña.

La noticia había corrido como la pólvora por toda la ciudad. Si el hallazgo fue sorprendente, sin embargo, mayor fue el hecho de que a los pocos días de producirse compareció ante las autoridades un desesperado mercader con tienda en la calle Culebras (actual Villegas, al inicio de la Cuesta del Rosario) quien declaró ante el juez que aquella niña era su hija, sustraída hacía seis años del mostrador de la propia tienda y cuya prolongada y agónica búsqueda había sido infructuosa en todo este largo tiempo pese a los anuncios, pregones y pesquisas realizadas.

Como prueba, la atormentada madre de la niña testificó que como señal poseía un gran lunar en el hombro derecho, lo que a la postre, hechas las comprobaciones pertinentes, resultó ser cierto, para regocijo de aquella familia que veía el final a la tortura provocada por la desaparición de su hija. La justicia dictaminó, por tanto, que la niña podía ser devuelta sus maravillados padres, siendo llevada en carruaje hasta su casa de la calle Culebras en medio de un gran gentío que deseaba verla y que obligó a emplearse a fondo a los oficiales de la judicatura hasta abrirle paso a su domicilio. Como detalle curioso y poco entendible en nuestros días, la niña quedó "expuesta" en el mostrador de la tienda para que la gente la viese durante varios días, tal era la expectación que había levantado el suceso.

¿Qué ocurrió con la malvada María Palomo? acusada por la Fiscalía de los crímenes de secuestro e inhumanidad, con el agravante de intento de homicidio por hambre y extenuación, y una vez que supo que la niña se encontraba de nuevo con su familia, decidió ahorcarse en su celda aprovechando la escasa vigilancia por parte de quienes la custodiaban, siendo sepultada en el cementerio de San Sebastián sin que llegara a saberse el por qué de su horrible proceder. 

La niña, según narran las crónicas de la época, pudo sobreponerse poco a poco de las penurias sufridas durante su prolongado cautiverio, recuperando la salud y el entendimiento, contrayendo matrimonio a los pocos años y llevando una vida normal. 

El Caño de los Locos quedó como mudo escenario de un suceso que impactó tanto a la sociedad sevillana que hasta se publicaron romances impresos, a cargo de Juan Pérez Berlanfa en la calle Siete Revueltas, pero esa, esa ya es otra historia.


11 octubre, 2021

Cuna.

 

Corre el año 1558. El entonces Arzobispo de Sevilla, Fernando Valdés, en unión de Juan de Obando, Vicario General de la Archidiócesis deciden fundar una Hermandad en honor al Patriarca San José y a la advocación de la Virgen del Amparo, dedicada a ayudar y mantener a un sector de la población siempre en riesgo: los niños. 

Así, la nueva Corporación, a semejanza de otras entidades de aquel tiempo,  tenía entre sus cometidos el de salvar de las calles a aquellos recién nacidos que eran abandonados en zonas concretas de la ciudad; la iniciativa no era nueva, ya que se tiene constancia de establecimientos benéficos de este tipo en Italia ya en el siglo VIII. Para entender cómo era la situación en aquella Sevilla del Quinientos baste el desolador documento que sacó a la luz la Doctora Giménez Muñoz, donde se afirmaba que esos niños "expuestos a la inclemencia de los temporales que por el rigor de los fríos en su tierna edad y desabrigo ya por la impiedad de los perros faltos del natural instinto apenas habían abierto los ojos a esta vida cuando se hallaban despojados de ella con su temprana muerte, quedando privados de gozar de Dios para siempre por faltarles el agua del Santo Bautismo muriendo antes de recibirla"

Ni que decir tiene que la mayoría de estos pequeños eran fruto de relaciones extramatrimoniales (en unos tiempos en los que la deshonra suponía un estigma social) o hijos de familias sin recursos que optaban por la dolorosa decisión de abandonarlos a la espera de que algún alma caritativa se apiadase de ellos, de ahí la costumbre de dejarlos en la puerta de monasterios y conventos (¿quién no recuerda la emotiva novela y película de Marcelino Pan y Vino?). 

La nueva Hermandad, nacida al calor de una época en la que la ciudad bullía en actividad y en la que los contrastes sociales era muy fuertes, irá poco a poco alcanzando cierta pujanza. En 1627, con el mecenazgo del Cardenal Diego de Guzmán, tras no pocas vicisitudes se convertirá en una Junta con doce vocales en la que tendrán cabida personajes del estamento eclesiástico y del civil, siempre bajo la presidencia del Prelado de turno que ostentaría el rango de Protector; además, a fines del XVII la Casa Cuna, tras una estancia en la calle Francos, se establecerá en la calle de los Carpinteros o Carpintería, aunque el nombre del gremio poco a poco irá siendo desplazado por el de Cuna, llegando con esta denominación hasta nuestos días. 


Pese a la influencia arzobispal, no tuvo nunca la Casa Cuna una saneada economía, ya que, por ejemplo, durante años son constantes las quejas de los administradores por la falta de recursos con los que alimentar a la numerosa población infantil y con los que pagar los sueldos de las nodrizas o amas de cría encargadas de alimentar a no pocos recién nacidos que eran dejados literalmente en el "Torno", muy similar al existente en los conventos femeninos de clausura y que garantizaba el anonimato de las manos que entregaban al niño a Casa Cuna. En muchas ocasiones los niños venían acompañados de alguna nota o carta con instrucciones sobre su crianza futura, pues quizá fueran de nuevo recogidos, en otras, los niños apenas traían lo puesto y llegaban en pésimas condiciones de salud. 

Richard Ford ya lo recogió en sus escritos de 1830, que la Casa Cuna era "el lugar donde los inocentes son asesinados y los hijos naturales abandonados por sus antinaturales padres, y atendidos en el sentido de que se les mata a hambre lenta.", lo que da idea, por desgracia, de las condiciones de vida allí, con una mortalidad de más del 50%. Prueba de ellos son los libros conservados en el Archivo Provincial y la existencia, en la Parroquia del Salvador, de la llamada Cripta de San Cristóbal; en ella, durante las excavaciones arqueológicas realizadas en la restauración de dicho templo en 2004, se contabilizaron novecientos cuerpos correspondientes a población infantil, enterrados allí debido quizá a episodios de alta mortalidad motivados por epidemias (peste, fiebre amarilla, cólera, sarampión...). Fue sin duda uno de los hallazgos más sorprendentes, e incluso la prensa local de se hizo eco de ellos. 


Un portero montaba guardia durante la noche junto al torno, y en el caso de que se dejase algún niño, prontamente se le entregaba a las religiosas a cargo del establecimiento, cuya Superiora no tardaba en ordenar su higiene, alimentación, inscripción en los correspondientes libros de registro y, por supuesto, su bautismo y otorgarle un nombre, normalmente el del santo del día. Eso sí, el apellido sería el mismo para todos aquellos desafortunados: Expósito, que aún perdura en el catálogo de apellidos españoles.

González de León narra que en el siglo XIX la Casa Cuna se hallaba en el entonces número 13 de la calle del mismo nombre, y que se trataba de un edificio con una fachada sin apenas adornos dignos de mención, excepción hecha de dos lápidas de mármol, una a cada lado de la puerta principal, en una de ellas con la escueta leyenda: 

AQUÍ SE ECHA LA LIMOSNA 

PARA ESTA STA. CASA

Mientras que en el otro lateral figuraba ésta inscripción del Salmo 26 del Antiguo Testamento:

Cuya traducción sería "Porque mi padre y mi madre me desampararon, el Señor me recogió". Ni que decir tiene que el torno antes aludido ocupaba lugar preferente en la fachada de la Casa, que a su vez, como recoge el mismo autor, poseía sala de lactancia, dos salas para "destete" y una enfermería que era atendida gratuitamente por un médico, por no hablar de las demás dependencias y la capilla, reconstruida en 1734 por Diego Antonio Díaz. Como curiosidad, la capilla era presidida por un retablo barroco con una imagen de San José obra de Pedro Duque Cornejo

A los seis años, los niños pasaban al Hospicio, entonces en el actual Conjunto Monumental de San Luis de los Franceses, aunque existía la posibilidad de que fuesen adoptados siempre que los padres "sean de buenas costumbres y tengan medios para sostener al prohijado". En torno a 1874, por poner un ejemplo, había 430 niños en la Casa Cuna, a los que habría que sumar casi 600 más, acogidos en las llamadas "Hijuelas" o sedes de Cazalla, Écija, Morón, Osuna, Utrera y Carmona. 

A partir del siglo XIX una Junta erigida por el Cabildo de la Ciudad, formada por diversas damas de la alta sociedad, asumió la gestión de la Casa Cuna con notables mejoras, como la construcción de una nueva sede abandonando el vetusto edificio de la calle Cuna y trasladándose en 1917 a la zona de Miraflores, donde el arquitecto Antonio Gómez Millán diseñó un funcional edificio de corte regionalista. Gestionada por la Diputación Provincial de Sevilla durante toda esta etapa y con la ayuda de las Hijas de la Caridad, en 1989 finalmente cesó su actividad, pasando la cuestión social a manos de la Junta de Andalucía. 


La calle, eso sí, conservó el nombre y el recuerdo de aquel establecimiento benéfico, aunque en su lugar, sobre 1925, se construyó uno de los primeros lugares destinados en Sevilla a proyecciones cinematográficas: el Cine Pathé, aún en pie en el número 15 de la calle, pero esa, esa ya es otra historia.

Fotos: María Coronel. 

14 septiembre, 2020

Niños perdidos


 Aunque esto de los “Niños perdidos” suene quizá a personajes menudos de la divertida y clásica película filmada por Walt Disney en 1953, fruto a su vez de la imaginación y creatividad del autor teatral escocés James Matthew Barrie en 1904, no es menos cierto que en la Sevilla del Siglo de Oro existieron otros muchos y menos conocidos “niños perdidos”.



Retratados con total verismo por Murillo o por Cervantes (recordemos a Rinconete y Cortadillo, discípulos aventajado de Monipodio con su cofradía de ladrones con casa Hermandad en Triana), estos niños, pícaros, huérfanos, truhanes, hambrientos, enfermos, supervivientes en suma de un tiempo difícil y de contrastes, malvivían de la caridad o de la delincuencia y eran, podría decirse, legión en zonas populosas como el Arenal, las Gradas o el Salvador, por no hablar de cómo pululaban alrededor de templos, casas de gula o prostíbulos, atentos a cualquier iluso al que arrebatarle la bolsa, en un ambiente muy similar al retratado a la inglesa por Dickens en el siglo XIX con Oliver Twist, por ejemplo.


Compadecidos por la desgraciada vida de estos “niños perdidos”, un grupo de sevillanos decidió unirse en Hermandad para paliar, en la medida de lo posible, las carencias existentes para la infancia desfavorecida, de modo que sobre 1589 ya había quedado constituida la Hermandad del Santo Niño Perdido, en alusión al pasaje evangélico en el que Jesús, aún joven, se extravía de sus padres en Jerusalén y es hallado finalmente por éstos mientras discute con los doctores de la ley en el Templo. La corporación, todo hay que decirlo, surge sin el apoyo de las autoridades, sustentándose únicamente con las cuotas de sus hermanos y bienhechores y estableciéndose en la zona de la actual Alameda de Hércules. 



Quedaron nombrados como Alcaldes de la Hermandad Andrés de Losa y Cristóbal Pareja, resultando elegido como administrador el sacerdote José Martín, alquilándose una modesta casa con lo necesario para acoger a niños vagabundos y contratando dos criados y una mujer anciana. Chaves y Rey nos cuenta la labor encomiable de los cofrades del Niño Perdido “andaban por las calles de noche, y si en algún portal o en algún rincón hallábamos algún niño desamparado del trato humano, lo llevábamos a nuestra casa por aquella noche, dándole de cenar y regalándole, y al otro día lo llevábamos a nuestra Casa para que allí se remediase con los demás”. Además, también eran aseados y vestidos con ropas limpias, todo por cuenta de la Hermandad.


Poco a poco, además, se consiguió llevar a la vida honrada a gran número de “mozalbetes raterillos”, a los que se procuraba insertar en la sociedad y lograr un empleo como aprendiz o algún oficio en algún taller, alcanzádose la nada despreciable cifra de seiscientos jóvenes a los que se había sacado de las calles en los primeros años de la Hermandad.


Sin embargo, y sin que se sepan a ciencia cierta los motivos, en 1591 el caballero Veinticuatro Juan Pérez de Guzmán ordenó la confiscación de los escasos bienes de la corporación, personándose en su sede con el acompañamiento de varios alguaciles, quienes trasladaron los cuarenta niños acogidos en la casa a la Casa de la Doctrina, quedando disuelta la asociación y apropiándose el consistorio de ciertas cantidades de trigo, cebada, garbanzos y habas, adquiridas por el administrador para la alimentación de los niños.


Los sorprendidos gestores de la Hermandan, ni que decir tiene, pusieron el grito en el cielo, elevando enérgicas protestas al Cabildo de la ciudad por tamaño despropósito, e iniciando un pleito del que se pueden entrasacar, y esto es lo interesante, algunos párrafos escritos por los propios miembros de la Hermandad, como por ejemplo un texto de 1593 que pinta con todo lujo de detalles la desgraciada existencia de nos pocos infantes en la Sevilla de aquel tiempo: “Andan perdidos por las calles y plazas, y yo, como persona que comenzó esta obra, le deseo remedio, porque veo que andan los niños de siete y ocho años desamparados, rotos y aín encueros por los rincones y poyos de la ciudad, donde se quedan a dormir, que en este tiempo aún los muy bien arropados y abrigados lo pasan con dificultad y trabajo; y la semana de Pascua amaneció muerta de frío una mujer, y así las criaturas tienen mayor peligro”

 

Además, el propio Ayuntamiento, al emitir una especie de informe relativo a la infancia callejera, afirmaba igualmente: “La ciudad, calles y plazas, están llenas de muchachos pequeños que andan perdidos pidiendo limosna y muriéndose de hambre, y quedándose a dormir por los poyos y portales desnudos, casi encueros y expuestos a muchos peligros como se ha visto algunas veces por la experiencia, que han sucedido entro otros pícaros a quien se llegan, y otros amaneciendo muertos del hielo y así mismo se han multiplicado los ladrones porque hay infinitos muchachos que lo son, y los clérigos de San Salvador se quejan de que después de que se quitó la casa de los niños hallan en la iglesia detrás de los retablos muchas bolsas de las que quitan los tales ladrones muchachos”

 


Finalmente, la Hermandad del Niño Perdido pudo proseguir con su benemérita labor, recuperando sus bienes y hacienda; incluso hasta nuestros días ha llegado hasta nosotros una calle, la del Niño Perdido, en la zona de la Alameda, que alude al parecer, a cierta Cruz del Niño Perdido, situada en la llamada Cañaverería, esto es, la vía en la que se situaban los que se dedicaban a la venta de cañas, actual calle Joaquín Costa, donde en el siglo XVIII estuvo el llamado Corral de las Almenas.