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27 noviembre, 2023

1626 o el "Año del Diluvio".

No para de llover torrencialmente desde el martes. Refugiada la población en sus casas, casi toda actividad ha cesado. Las calles aparecen solitarias y silenciosas, de no ser por sonido del agua repiqueteando en aleros y charcos. El cabildo de la ciudad, por vía de urgencia, ha decidido sellar los husillos como medida precautoria así como calafatear las puertas que dan al Arenal, o sea, al Río, a fin de que, junto con las murallas, sirvan una vez más como eficaz muro de contención ante la inevitable riada que se avecina. Sin embargo el sábado 23 de enero, a eso de la medianoche, el Guadalquivir, alimentado por las aguas caídas en la sierra y las nieves derretidas por el temporal, embiste literal y ferozmente contra la ciudad con gran violencia, logra reventar la Puerta del Arenal, con débiles defensas. Tras vencer este exiguo obstáculo se extiende desde ahí por la antigua calle de la Mar y a la de Harinas, en cuyas posadas dicen que la gente sale flotando en sus camas,  a la zona de la Punta del Diamante, y de ahí a la Catedral, anegando todo los que encuentra a su paso, desde la Puerta de Jerez hasta la Macarena. Ni siquiera la Plaza de San Francisco se libra. Es una catástrofe de proporciones bíblica, un desastre sin parangón que afectará a dos terceras partes de la ciudad. Es 1626. El Año del Diluvio.

Estando en tiempos de sequía, no vendría mal, para conjurar la llegada de nubes y chubascos, recordar cierta ocasión en que Sevilla soportó tal cantidad de aguas torrenciales que cronistas y relatores dejaron constancia de ello en unas fechas en las que la población temió, literalmente, que el mundo tocaba a su fin; pero como siempre, vayamos por partes. 

En aquel año ostentaba el trono de las Españas y las Indias su Católica Majestad el rey Felipe IV, contando con el Conde Duque de Olivares como Valido, quien intentará, al menos, reformar cuestiones como la moral pública, la hacienda o las siempre complicadas relaciones internacionales con otras potencias europeas, como Francia o Inglaterra. El oro y la plata americanos seguían fluyendo hacia Sevilla pero, todo hay que decirlo, marchaba casi inmediatamente para ser destinado al pago de inmensas deudas estatales por guerras y conflictos armados, sin olvidar que las flotas de Indias eran constantemente hostigadas por corsarios y piratas holandeses o británicos. Son tiempos complicados, llenos de incertidumbre. 

Un anónimo cronista de aquellos días aciagos de enero de 1626, en un documento descubierto por el profesor Francisco Zamora Rodríguez, afirma: "Dios ha días que está resuelto en castigarnos". Las consecuencias de la inundación son inabarcables; iglesias y conventos tocan sus campanas pidiendo auxilio como si llegara el juicio final,  quedan abandonadas más de ocho mil casas que han de ser desalojadas desde las ventanas superiores y sus moradores rescatados en barcos. Otras puertas del perímetro amurallado hispalense corrieron mejor suerte, como las de la Macarena, la de la Carne o la del Sol, pero el agua, cercando por completo la ciudad inexorablemente, alcanzó el Prado de Santa Justa y se unió al arroyo Tagarete, sufriendo las consecuencias la feligresías de San Roque y San Bernardo y el convento de San Agustín. En Triana, el nivel del agua se elevó hasta alcanzar el altar mayor de la parroquia de Santa Ana (en cuya torre algunos encontraron refugio) y el Castillo de San Jorge quedó anegado, teniendo en cuenta que su zonas más bajas quedaban por debajo del nivel del propio río. 

Mención aparte merece el caso de la Cartuja de Santa María de las Cuevas, donde ante las tremendas inundaciones provocadas por el Guadalquivir, el Prior Diego de Güelvar ordenó de manera imperiosa el traslado de una parte de la comunidad monacal a tierras más altas, a una finca de propiedad cartujana situada en Tomares, mientras que otra parte se distribuiría por otras cartujas andaluzas a la espera de que bajase el nivel de las aguas.  

Hubo sucesos y sucedidos de lo más insólito, así lo contaba el escritor Rodrigo Caro por carta a su buen amigo Francisco de Quevedo:

"Viéronse casos muy lastimosos y extraordinarios. Parieron dos mujeres o malparieron en la iglesia mayor, y otras dos en el colegio de frailes victorios, que allí se habían recogido. Pescáronse anguilas y albures en algunas calles, viéronse gatos y ratones juntos en los tejados y azoteas sin ofenderse, arrojábanse las señoras y doncellas a los barcos desde las ventanas sin cuidarse de su honestidad y otras daban voces pidiendo de comer y llamando a los barcos que las socorriesen. Era cosa lastimosa mirar la ciudad inundada, viendo las casas solas y abiertas, aullando los perros tristemente, otras caídas encima de sus habitadores".

Los daños fueron enormes, se perdieron cargamentos enteros que iban o venían de las Indias, podían verse flotar en el río bultos, mercancías y pertrechos:

"Nunca el Arenal de Sevilla con la venida reciente de la flota se vio tan rico como en aquesta ocasión. Desde la Torre del Oro hasta la puente, que es un grandísimo trecho, no había sino montes de palo de Brasil, de cajas de azúcar, de infinidad de corambre y de otras mil cosas de valor."

La falta de materias primas trajo consigo una inevitable y preocupante carestía en los productos de primera necesidad por, por ejemplo, el hecho de que los hornos de pan no funcionasen por estar inundados, a lo que había que sumar la codicia de algunos, algo que incluso provocó hasta un conato de revuelta popular que no llegó a definirse contra el entonces Asistente de la ciudad, Fernando Ramírez Fariñas, a quien muchos señalaron como culpable por su falta de previsión a la hora de evitar los daños de una inundación, nunca mejor dicho, que se veía venir a leguas. 

Poco a poco, con lentitud, la ciudad intentó rehacerse del desastre. Los canónigos de la catedral se pusieron manos a la obra, como reflejó el cronista anónimo antes citado:

"De las comunidades el Cabildo de esta Santa Iglesia ha hecho lo que siempre en estos casos semejantes. El mismo Deán y Chantre en un gran barco y en otros diversos prebendados han ido y van repartiendo por todo la Ciudad y por Triana infinidad de limosnas. La Religión de la Compañía de Jesús no es creíble la manera que se ha esmerado y esmera en acudir a esta desgracia, tres barcos trae desde el primer día socorriendo y proveyendo de comida de un barrio a otro a todos lo que han podido, gastando en esto toda la provisión que tenían recogida para el sustento de sus casas". 

Como curiosidad, en el noviciado Jesuita de San Luis de los Franceses quedó acogida la comunidad de padres dominicos, anegada su casa. Imitando estos ejemplos, parte de la nobleza sevillana colaboró igualmente en la labor de atender a los afectados por la riada; destacaron personajes como  Bernardo Saavedra Rojas y Sandoval, Tomás de Mañara (padre de Miguel) y Fernando Melgarejo, caballero veinticuatro, que no era otro que el famoso "Barrabás" de quien hablamos en otra ocasión, quizá para congraciarse con los propios sevillanos. Además, se pregonó bando municipal en el que se prohibía el uso de coches y carruajes.

Todas las miradas estaban puestas en el cielo. Con la intención de aplacar la ira divina y rogar por el cese de las lluvias e inundación, en muchas parroquias los predicadores convocaron a los fieles a orar, ayunar y hacer penitencia y se acordó que saliesen en procesión de rogativas imágenes de gran devoción para el pueblo, como Santa Ana en Triana, la Virgen de las Aguas de la Colegial Salvador y la de los Reyes de la Santa Iglesia Catedral; incluso se acordó subir a la giralda el valioso Lignum Crucis catedralicio y realizar la solemne ostensión del mismo en las cuatro caras de la torre mayor de la ciudad, dándose el caso de que en ese momento apareció el arco iris en el cielo, algo que maravilló a muchos como signo de esperanza. 

¿A cuánto ascendieron las pérdidas? El importe sería incalculable, pero aún así nuestro anónimo cronista lo intentó:

"Muchos tasan en más de ocho millones el daño de esta avenida en sola esta ciudad sin la pérdida inestimable de ganados que fuera se va descubriendo cada día por toda esta comarca no han quedado en pie millares de molinos con que el costal de trigo que se molía por seis reales cuesta treinta."

Durante meses, hubo que reparar parte del caserío, demoler viviendas en mal estado, retirar animales muertos y aguardar a que muchos pudieran volver a sus hogares, sin olvidar que las aguas tardaron en abandonar la ciudad, formando lagunas putrefactas e insalubres y que la actividad cotidiana tuvo que abrirse paso con lentitud hasta recobrar la normalidad. Quedaba mucho por hacer y, lo que es peor, quedaban aún muchas riadas por sufrir en Sevilla a lo largo de los siglos, pero esa, esa ya es otra historia. 

23 enero, 2023

Aquel invierno del ochenta y tantos.

Ahora que en estos días la meteorología y los sucesos, como es tristemente habitual, tienen tanto protagonismo en los medios de comunicación, los sevillanos de finales de 1884 y comienzos de 1885 pudieron contar a sus nietos haber sido testigos privilegiados de varios fenómenos extraordinarios, alguno de ellos con funestas consecuencias e incluso reseñados en la prensa local con bastante eco social; pero como siempre, vayamos por partes.

Fue un invierno especialmente crudo y lluvioso, y comenzó con un buen susto para los habitantes de la ciudad. Eran las nueve menos diez minutos de la noche del jueves 25 de diciembre de 1884, según las crónicas periodísticas, mientras una densa niebla envolvía a la ciudad, cuando un terremoto se dejó sentir,  sin que aparentemente se notase vibración sísmica alguna en sus calles, aunque sí en las casas, produciéndose la oscilación de lámparas y demás objetos colgantes e incluso la caída a la calle de cristales procedentes de ventanales y cierros. En una carbonería situada entonces en la Plaza del Pozo Santo se desprendió un techo, amén de otros incidentes de menor entidad, sin que hubiera que lamentar desgracias personales. Por abundar un poco en el tema, ¿Cómo se notó aquel temblor de tierra en los cafés, entonces tan populares o en el teatro? El periódico La Andalucía lo narraba así:

"En los cafés, y principalmente en el Suizo la concurrencia, que era muy numerosa, abandonó los locales y se dirigió precipitadamente y con gran confusión a la calle: los aparatos del alumbrado oscilaban vertiginosamente. Los camareros tuvieron no pequeñas pérdidas, pues la mayoría de los concurrentes se marcharon sin abonar los gastos que habían hecho."

Un apunte, el café Suizo estaba en la calle Sierpes, en lo que después fue teatro Imperial y ahora librería. En el teatro San Fernando, entonces en la calle Tetuán, se cantaba en esos momentos el final del primer acto de la ópera "Un Ballo in Maschera", de Giuseppe Verdi, cuando de repente comenzó a sentirse el temblor de tierra, con mayor relevancia en las zonas altas del patio de butacas o el "Paraíso"; en medio de la conmoción general y ante el temor a la caída de la gran lámpara central, los cantantes dejaron de interpretar su repertorio y enmudeció la orquesta, aunque extrañamente nadie llegó a moverse de sus asientos. Superados los primeros minutos de inquietud, la función prosiguió con gran éxito para el tenor ovetense Lorenzo Abruñedo, una de las grandes figuras de la lírica del momento. 

La torre de la Giralda, afectada ese mismo año por un rayo caído sobre su cara meridional el 25 de abril, también notó los efectos del seísmo, aunque quizá las mayores consecuencias fueron a parar al cimborrio de la propia catedral, muy perjudicado ya por ciertos daños estructurales anteriores y que en por aquel entonces estaban siendo estudiados y tratados; de poco sirvió, ya que, como se sabe, el 1 de agosto de 1888 se produciría su derrumbamiento.

Por desgracia, los efectos de este terremoto de diciembre se dejaron sentir, y mucho, en otras provincias andaluzas como Málaga y Granada, con daños bastante destacables y cuantiosas pérdidas económicas y patrimoniales, contándose para ello con el auxilio del gobierno de la nación en la persona del rey Alfonso XII y el Consejo de Ministros, quienes dispusieron ayudas monetarias para paliar los destrozos y también una suscripción de donativos encabezada por el propio monarca con 300.000 pesetas o el Papa León XIII con 40.000 y una larga lista de instituciones públicas y privadas, personalidades, autoridades y particulares. 

La ciudad de Sevilla se volcó también con los damnificados del terremoto, encargándose el Ayuntamiento de recolectar todo tipo de prendas y enseres, así como donaciones económicas, sin olvidar la organización de una fiesta benéfica por parte de una Junta de Damas presidida por la reina Isabel II y que tuvo lugar en los jardines de los Reales Alcázares, aunque el mal tiempo deslució no poco el acto.

No habían terminado los incidentes negativos en aquel extraño invierno de 1885 y eso que parte del Gordo de la Lotería había caído en Brenes. El 11 de enero, se declaró un violento incendio en el llamado Almacén de Maderas del Rey, situado en la confluencia de Marqués de Paradas  y Reyes Católicos, afectando también a dos casas colindantes que fueron pasto de las llamas. Desaparecieron calcinadas grandes cantidades de madera allí depositadas, sufriendo graves daños el edificios, cuantificados en dos millones de reales de los de aquella época y suponiendo todo ello la ruina económica del propietario. Por fortuna, tampoco hubo que lamentar daños personales, aunque sí una espesa humareda y el lógico susto entre el vecindario de aquella zona próxima al Puente de Triana.  

En aquella quincena de enero el crudo invierno se había instalado en toda la península, registrándose temperaturas extremas, como los 19 grados bajo cero de Burgos, los -15º de Valladolid o los -12º de Albacete. Para rematar el cuadro de aquellas semanas tan agitadas, nevó en Sevilla. Efectivamente, la ciudad, atravesando unos días de frío extremo, amaneció el viernes 16 de enero con un blanco manto de nieve cubriendo sus calles y tejados, comprobándose que todavía a las seis y media de la mañana proseguía la nevada y que ésta no cesaría hasta pasadas las once de la mañana. Como es normal, nadie quiso perderse tan eventual acontecimiento meteorológico de modo que fueron muchos los que salieron a las calles o subieron a las azoteas a contemplar la insólita de vista de una ciudad nevada, algo que no ocurría desde hacía veinte años y además con fuerza inusitada, ya que en algunas calles, invisibles sus aceras, la capa de nieve alcanzó considerable espesor. No volvería a nevar en Sevilla hasta el año 1914, quizá como presagio de la inminente Primera Guerra Mundial. 

La prensa local informó de todo ello puntualmente, destacando algunas incidencias:

"Hay que lamentar algunas caídas dadas por los transeúntes; al entrar en la Iglesia de San Miguel una señora se resbaló, cayendo al suelo y resultando, por fortuna, ilesa; en la Campana se cayó también un despensero que caminaba llevando al hombro varios cestos y espuertas con las compras hechas en los mercados de abastos; resultó con ligeras contusiones. No tenemos noticia afortunadamente de que ocurriera ningún otro accidente de consecuencias más graves.

Durante todo el día continuó sintiéndose un frío intensísimo".

Manuel Barrón y Carrillo. Vista del Guadalquivir. 1854.

Pensarán los lectores que con todo esto los sevillanos habrían tenido más que suficiente, pero olvidan un protagonista que tradicionalmente siempre ha hecho de las suyas a lo largo de la historia hispalense: el Guadalquivir. Tras aquel período de lluvias y nieve era inevitable que el río sufriera sus efectos, de este modo, el 2 de febrero ya alcanzaba cinco metros por encima de su nivel habitual, inundando las Vegas de Triana y la Algaba. A las pocas jornadas el agua alcanzó las instalaciones del muelles y amenazó zonas como Triana o el Arenal, aunque por fortuna el tiempo dio tregua suficiente como para que descendiera el nivel y se conjurase el peligro. Como curiosidad, el Ayuntamiento empleó por primera vez dos "bombas centrífugas" con las que achicar agua, colocándolas en el denominado Husillo del Carmen (desembocadura de la calle Goles a Torneo) y en el de la Puerta de Triana

A aquel año 1885 le quedaban aún muchos meses por discurrir, e incluso sería escenario de un motín protagonizado por cigarreras, pero esa, esa ya es otra historia...