20 octubre, 2025

Husillos y chapines.

En esta ocasión, aunque de manera somera, hablaremos de dos elementos muy diferentes en la Sevilla de hace siglos, cada uno con un cometido diferente pero buscando solución a un problema común y endémico; pero, para variar, vamos a lo que vamos.

Si tuviéramos la oportunidad de viajar en el tiempo y llegásemos a la pujante Sevilla de los siglos XVI y XVII quizá una de las primeras impresiones nos entraría por los orificios nasales, y no precisamente por los olores a perfumes o a plantas aromáticas, antes bien, quizá nos llevaríamos una desagradable "bofetada" procedente de los más diversos y fétidos aromas, procedentes tanto de las calles como de las propias personas. 

Atribuido a Alonso Sánchez Coello: Vista de la ciudad de Sevilla. Fines del siglo XVI. Museo del Prado.

En el ámbito de un urbanismo originariamente musulmán, con calles estrechas y barrios en expansión habitados por una población que superaría a Venecia, París o Londres, la ciudad presentaba un aspecto nada saludable, con calles repletas de basuras, escombros de obras, ciénagas malolientes o incluso cadáveres de animales, todo lo cual, nunca mejor dicho, era caldo de cultivo para la proliferación de enfermedades relacionadas con esa falta de limpieza, piénsese que el gran historiador Domínguez Ortiz llegó a contabilizar en documentos de la época la existencia de hasta ocho calles que recibían el nombre, sin tapujos, de "Sucia". 

Historiadores locales como Antonio Albardonedo, experto en urbanismo del XVII, han constatado que aunque se realizaban campañas puntuales de limpieza por parte del Cabildo de la ciudad, era obligación de los propios vecinos el evitar echar desperdicios en la vía pública, cosa que no se cumplía pese a Bandos y multas y que dio lugar a dos apariciones: la de los llamados "muladares" o enorme depósitos de basuras improvisados y la de numerosas cruces en esquinas o plazas, con cuya colocación se pretendía evitar que se echasen basuras en un lugar, se supone, sagrado. Por ello, el propio Santo Oficio llegó a escribir a la Corte en relación a esas cruces sevillanas: "En esa ciudad hay un abuso de pintar cruces en lugares profanos e indecentes, donde se echan inmundicias, lo cual es cosa de muy mal ejemplo". Como anécdota, dos siglos después, los canónigos del Salvador determinarán pintar amenazantes llamas y terribles fuegos del Infierno en los muros de la Colegial como amenaza para evitar el problema de las "aguas menores" en sus muros, sin que sirviera de nada. 

 

No será hasta el siglo XVII cuando el Consistorio hispalense intente un embrionario servicio de recogida de basuras, con doce carros dedicados a tal menester con sus correspondientes peones, pero su labor fue irrelevante y por poco tiempo, ya que se conservan escritos en los que el vecindario protestaba sobre su escasa efectividad. En 1620 se tomó la decisión de cegar los desagües de las casas y conventos que vertían todo tipo (todo tipo) de líquidos a las calles, lo que obligó a la multiplicación de pozos negros, pues por aquellas calendas el alcantarillado era algo en desuso, aunque se decidió establecer una red de desagües que conducían las aguas de lluvia (y otras) hasta el río. Pese a que la idea era buena, tenía la contrapartida de que en tiempos de lluvias se formaban auténticos arroyuelos por las calles, que hacían necesaria la colocación de pequeños puentes o pasarelas para salvarlos; además, en caso de riada, el mecanismo actuaba a la inversa, de modo que el Guadalquivir podía servirse de estos husillos para invadir la ciudad, como ocurrió en algunas ocasiones a pesar de ser previsoramente sellados cuando se avecinaban inundaciones.

Uno de los husillos más importantes fue el llamado "Husillo Real", que servía para evacuar las aguas de la calle Santa Clara hacia el río, localizado en la antigua calle de las Mozas, ahora Álvaro de Bazán, donde un azulejo recuerda que allí pasó su infancia Antonio "El Bailarín" entre 1923 y 1934. En 1784 Cándido María Trigueros, en su obra La Riada, describía cómo este Husillo Real sufrió los embates del Guadalquivir durante las inundaciones del invierno del año anterior, cuando las murallas no eran suficientes para contener la crecida:

"A tan grande susto se agregó que el husillo Real que está junto a la Puerta de San Juan caminando hacia la de la Barqueta, comenzó a flaquear y dejar que entrase por él mucha abundancia de agua. A tantos peligros juntos parecía imposible ponerles remedio; más el incesante esmero de todos los encargados de estos puestos y las repetidas visitas que cada día, cada noche y aún cada hora hacía en todos el Caballero Asistente, pudieron conseguir que calafateando, cerrando, rellenando,  cargando y apuntalando, según se iba necesitando, se evitase al fin el peligro. En rellenar el Husillo Real se consumieron más de mil cargas de escombros de obras". 
Foto Reyes de Escalona.

Esquina con Lumbreras, el edificio del Husillo Real, especie de enorme alcantarilla, todavía seguía en pie en 1874 y fue descrito por otro cronista, Álvarez Benavides, en estos términos:

"Lleva este nombre por ser el principal de todos. Ocupa un edificio construido con las condiciones necesarias para el efecto, el cual apoya su espalda en un resto de la antigua muralla que tiene por esta parte 1,75 metros de espesor. Para cerrar del todo este husillo en tiempos de las mayores avenidas se invierte dieciocho tablones de 0,27 a 0,28 metros de ancho, los cuales colocados de canto unos sobre otros en correderas verticales, forman una altura próximamente de cinco metros. Otra serie de tablones como a un metro de distancia de la primera y colocada bajo el mismo sistema, detiene las aguas que se estancan en la población, a las cuales se les va dando salida según van disminuyendo las del río. 

Los encargados de estas operaciones tienen necesidad de ser muy prácticos en ellas y ejercer una vigilancia o cuidado a toda prueba, pues en ellos consiste que la ciudad no sea invadida por la inundación y que las aguas estancadas en los puntos ordinarios sean las menos posibles y desaparezcan cuanto antes".

¿Cómo se transitaba por una ciudad así? Hay que dar por sentado que quienes disponían de montura no dudaban en usarla, de ahí que nobles, clérigos y otros usasen caballos o mulas para ir de un lugar a otro, pero lo que resultó un auténtico quebradero de cabeza para los regidores de la ciudad fue el creciente aumento de carruajes, tanto propiedad de las clases altas (para quienes era símbolo de su status social) como de alquiler y de los que un viajero inglés de 1680 llegó a contar dos mil. Taponaban calles, dañaban sus precarios empedrados, expandían excrementos de los animales de tiro, levantaban nubes de polvo en verano o salpicaban a los viandantes en los días de chubascos... en definitiva, una problemática que ya entonces obligó a reducir el número de los de alquiler e incluso a ser necesario el permiso de la Corona para utilizarlos. No sirvió de nada. 

¿Y el sevillano de a pie? Sin duda, salir a la calle a trabajar o a cualquier otra gestión debía ser toda una carrera de obstáculos, sorteando hoyos, charcos, muladares, y demás, por no hablar de que, de vez en cuando, el consabido grito de "¡Agua va!" avisaba a los despistados cómo, de no estar al tanto, podían terminar mojados de Dios sabe qué. Las mujeres pudientes, por su parte, acostumbraban a usar chapines para caminar, pues servían para, por un lado, ganar algo de altura y, por otro, evitar que el borde de los vestidos se manchara de las inmundicias callejeras. Gremio importante, se ubicó entre las actuales calles Francos y Álvarez Quintero, donde aún se conserva su nombre, su importancia y la de sus manufacturas alcanzó a incluso la literatura de la época, pues Lope de Vega en su obra El Perro del Hortelano (1618) insertó estos versos:

No la imagines vestida
con tan linda proporción
de cintura, en el balcón
de unos chapines subida.
Todo es vana arquitectura;
porque dijo un sabio un día
que a los sastres se debía
la mitad de la hermosura. 

Los chapines, cuyo origen podría remontarse a la antigua Roma, se confeccionaban con sucesivas suelas de corcho, unas sobre otras, hasta conseguir una altura, para cerrarse atados al empeine mediante dos orejeras de tela o cuero, anudadas con cintas o cordones en el centro. Como ha investigado la profesora zaragozana Concepción Villanueva, el calzado se podía quitar y guardar en una bolsa de tela que las mujeres llevaban consigo, con el detalle, en algunas zonas españolas, de que este tipo de prendas sólo podían usarlo mujeres casadas, por lo que obsequiar chapines a una doncella casadera se consideraba un paso más hacia el matrimonio, existiendo incluso una expresión popular "ponerse en chapines" en clara alusión al cambio de estado civil femenino. Llevarlos con elegancia, todo hay que decirlo, exigía una buena dosis de destreza y equilibrio, por lo que no es de extrañar que en algunas comedias la dama fingiera un tropiezo con sus chapines para, así, como quien no quiere la cosa, caer en los brazos del galán o pretendiente.

Desde el siglo XIII al XVIII su utilización constituyó una forma avanzada del ajuar femenino, ya que también posibilitó dar mayor longitud a los vestidos, señal de riqueza y poderío, con la frontal oposición de los moralistas, a los que no gustó en absoluto esta moda, dado el derroche y fomento de la altivez femenina que suponía. Así, algunos desaconsejaron su empleo porque caerse con ellos podía provocar abortos y reivindicaron limitar su altura y suprimir la lujosa confección con guarniciones de oro, plata, perlas, bordados o flecos, ya que consideraban que era una ofensa a Dios tanto innecesario dispendio, tal como recoge la antes referida profesora Villanueva citando en el siglo XV a Fray Hernando de Talavera, confesor de Isabel I de Castilla, quien se refiere a los chapines en estos términos, no exentos de misoginia:

"¿Y de los chapines de diversas maneras obrados y labrados, castellanos y valencianos? Y tan altos y de tan gran cantidad que apenas hay ya corchos que los puedan bastar, a gran costa del paño, porque tanto ha de crecer su vestidura cuanto el chapín finge de altura, aunque ha de faltar y no llegar al suelo para que parezca lo pintado del chapín o del zueco (...) Y aún no es pecado traer chapines muy altos, que hacen crecer la costa y cantidad del paño, además de ser pecado de soberbia y de mentira, que se fingen con ellos y se muestran luengas las que de suyo son pequeñas y quieren enmendar a Dios, que hizo a las mujeres de menores cuerpos que a los hombres".

Se nos quedaba en el tintero mencionar un curioso fenómeno social, el de cómo las clases medias, en claro deseo de emulación frente a las altas, también gastaba sus buenos dineros en la adquisición de este tipo de calzado, un comportamiento bastante común, por otra parte; no cabe duda de que se trataba de prendas fascinantes y populares, lujo inalcanzable para la mayoría y hasta fruto de discordia profesional entre zapateros y chapineros, pero esa, esa ya es harina de otro costal.

06 octubre, 2025

De olores y perfumes.

De los cinco sentidos, no cabe duda de que el Olfato, la capacidad de oler, es uno de los más atrayentes, por todo lo que supone. Desde "olfatear el peligro" hasta "olor de santidad", desde "olor a humanidad" a "olor de multitudes", desde "olor a chamusquina" a "olor a azufre", nuestra lengua está plagada de alusiones o referencias a esos efluvios que penetran por los orificios nasales y nos hacen sentir placer, asco, hambre, deseo o excitación; en esta ocasión, en Hispalensia, hablaremos de perfumes, así que, para variar, vamos a lo que vamos.  

Desde tiempos primitivos, el ser humano comprobó que los olores que llegaban hasta su cerebro podían ser útiles para su supervivencia, como el de los alimentos en mal estado o simplemente causarle bienestar tras sentirlos, como el que brotaba de las flores o de las hierbas y maderas aromáticas que se quemaban en las hogueras. En la civilización sumeria (3500 a.C.) se encontró quizá la primera barra de labios de la historia, concretamente en el sepulcro de la reina Schubab, mientras que en Egipto los sacerdotes de las numerosas deidades adoptaron el rito de ungir sus estatuas con aceites fuertemente aromatizados, buscando con ello lograr pasar al más allá; prueba de ello son los más tres mil recipientes con fragancias que acompañaban el cuerpo momificado de Tutankamon en su tumba. China y la India serán cuna de técnicas, mezclas y aromas, Gracias aportará su saber empleando hermosos frascos de cerámica para almacenar los perfumes, pero será la Roma republicana e imperial la que impregne con ellos casi todo, desde estandartes de las legiones hasta teatros, pasando por habitaciones, prendas o animales. 

Pedro Pablo Rubens y Jan Brueghel el Viejo: El Olfato. 1617-1618. Museo del Prado.

 Dejando a un lado la mirra y el incienso de los Reyes Magos, en los cuatro relatos evangélicos se narra cómo un caro perfume sirve a Jesús para regañar a sus discípulos cuando una mujer derrama sobre su cabeza el contenido de un frasco de alabastro para perfumar su cabeza, sin olvidar el papel de Nicodemo tras la Pasión, al ser quien proporcione cien libras de mirra perfumada y áloe con las que perfumar el cuerpo amortajado del Nazareno, de modo y manera que en la tradición cristiana el uso de aromas y olores, por poner un ejemplo, haya tenido siempre una carga simbólica. 

Serán los árabes los que, haciendo uso de alambiques para destilar el alcohol, elaboren perfumes como el Agua de Rosas, que gozó de gran demanda durante toda la época medieval, rivalizando con las creaciones procedentes de Florencia y Venecia.

Dejando a un lado el uso de pebeteros o quemaderos de hierbas aromáticas, no deja de ser curioso cómo, en una época en la que la higiene personal no era una prioridad, los perfumes y ungüentos se empleaban en algunos casos para enmascarar los malos olores corporales, a veces preparados en el propio domicilio de la dama en cuestión que para eso custodiaba celosamente cofres o talegas con los ingredientes necesarios para elaborar dichas recetas; igualmente, como complemento identitario de las clases nobles, era muy frecuente el uso de pañuelos y guantes perfumados, detalle éste estudiado por la profesora Aranda Bernal, como veremos a continuación. 

Tiziano: el hombre del guante. 1520-1523. Museo del Louvre.

 Como prendas usadas por las personas distinguidas, los guantes simbolizaban status social; confeccionados tanto en tela como en piel, existió en Sevilla el Gremio de Guanteros, que en 1597 encargó a Martínez Montañés el gran (en todos los sentidos) San Cristóbal que se venera en la Colegial del Salvador. Durante el siglo XVI se adoptó la costumbre "adobar" los guantes, o lo que es lo mismo, impregnarlos con aromas de canela, alhucema, estoraque, ámbar o esencias florales, con lo cual se lograba conseguir un olor agradable para las manos y el cuerpo. La tarea de "adobar" recaía precisamente en el gremio antes aludido y también en los perfumistas, quienes además realizaban el proceso periódicamente.

Además, el célebre Diccionario de Covarrubias (1622) menciona la existencia de las pomas o pomos como "pieza labrada redonda, en oro o plata, agujereada, dentro de la cual se traen olores y cosas contra la peste". Estos pomos podían portarse en la mano de manera elegante, pero también insertarse en cinturones o rosarios, y en su interior se colocaban algodones impregnados de esencias líquidas que emanaban agradables olores. En aquellos años, las damas de la nobleza sevillana portaban para sus rezos rosarios con cuentas realizadas con sustancias aromáticas, por lo que podemos decir que "mataban dos pájaros de un tiro" combinando oraciones y olores. 

Ni que decir tiene que este tipo de artículos alcanzaban precios muy altos por su escasez y no estaban al alcance de cualquier bolsillo (o bolsa). En un curioso listado de precios ordenado por el Cabildo de la Ciudad y editado en Sevilla en 1627 se marcan estas cantidades y precios dentro del apartado denominado "Droguería y Mercería": 

"Cada onza de ámbar gris alagartado de la mejor, a doce ducados.
Cada onza de algalia de la tierra, ochenta y ocho reales.
Cada onza de almizcle, siete ducados."

Una onza equivaldría en nuestro tempo a unos 28 gramos, mientras que el ducado de oro supondría unos 369,00 € de 2025. El ámbar gris era una secreción producida por el cachalote con un olor peculiar muy dulce, la algalia se extraía también de pequeños cuadrúpedos y su aroma era similar al almizcle, que también era extraído a partir de la secreción de glándulas de mamíferos como ciervos, ratas, bueyes o monos. El mundo vegetal también abría todo un abanico de posibilidades  para la elaboración de  perfumes: almendras, jazmines, azahares, romero, nuez moscada, clavo, canela y muchas más eran útiles para ser combinadas por los perfumistas, gremio formado a partir del de guanteros. 

Los perfumes servían también para agasajar a huéspedes ilustres, tal como ocurrió cuando, en 1631 visitó nuestra ciudad el embajador británico Sir Francis Cottington y para su disfrute (José Gestoso lo recogió en un artículo) se dispusieron dos azumbres de agua de olor, ocho pastillas de finas de olor, almizcle, estoraque y benjui (estas dos últimas resinas olorosas procedentes de Asia) contenidas en dos pomos de vidrio, algunos de ellos de los celebrados de Venecia. Se nos quedaba en el tintero, un azumbre equivaldría como medida a unos dos litros actuales. 

Prueba de que los olores, buenos, malos y peores pululaban por todas partes en aquella bulliciosa Sevilla del XVII la tenemos en la crónica que Diego Ortiz de Zúñiga incluye en sus famosos Anales, relatando el momento en el que el 17 de marzo de 1668 se abre la urna del rey San Fernando para inspeccionar su cuerpo y en ella, aparte de una larga descripción del físico y ropajes del monarca castellano, aparece una interesante alusión:

"Y en cuanto al olor, luego que se abrió este sepulcro, se conoció ser del mismo cuerpo tan singular y tan suavísimo que no puede explicarse, porque no es como los artificiales y naturales del ámbar, almizcle o algalia, ni cedro, ni otros semejantes, sino de singular fragancia y consuelo."

Tendríamos aquí, pues, lo que algunos han llamado "olor de santidad" y que ha acompañado en muchas ocasiones a quienes han fallecido tras una vida de entrega a los demás y fe y también suele estar presente en apariciones celestiales, pero esa, esa es harina de otro costal.

22 septiembre, 2025

El pintor liberado.

Había nacido en Sevilla, alrededor de 1590. Su padre ejercía el oficio de grabador en cobre y pintor iluminador, de modo que no es de extrañar que sus hijos Francisco y Juan entraran en el taller familiar a edad temprana. Debió tener buena mano ante el caballete desde jovencito, pues en 1616 el gremio de pintores entablará pleito con él por haber aceptado un encargo del convento Casa Grande de San Francisco sin siquiera haberse aún examinado para ingresar en dicha corporación; dicen que se le agrió el carácter tras este encontronazo inicial e inesperado con sus "colegas" de profesión y que aquél empeoró tras nuevas querellas y litigios. Nada se sabe con certeza, pero no es menos interesante mencionar de Francisco de Herrera el Viejo que destacase tanto como para ser elogiado, asumiendo destacados encargos, como criticado por su áspera forma de ser; curiosamente, la calle que lleva su nombre queda muy cerca del Museo de Bellas Artes de Sevilla, de modo que, para variar, vamos a lo que vamos. 

Foto Reyes de Escalona.

Entre las calles Monsalves y San Roque, no lejos del Museo, como decíamos, la calle de Herrera el Viejo pasó a denominarse de este modo en 1875, en sustitución del anterior "Herrera" a secas, puesto en honor al poeta Fernando de Herrera (1534-1597) pero que en aquel referido año recibió una nueva calle en la zona de San Andrés, de ahí la modificación. Estrecha y con no mucho trayecto, fue conocida como "callejón de San Roque" o como una bocacalle que llegaba hasta la llamada Cruz de la Parra (parra que dio nombre tanto a un corral de vecinos como a un horno, muy conocido por la calidad de sus productos panaderos). Se tienen noticias del empedrado de la calle allá por 1619 y de su adoquinado en 1919, siendo primordial el uso residencial de la mayoría de los edificios, aunque no siempre fue así.

Volvamos a Herrera el Viejo. Pintor barroco, destacado grabador, autor de un extenso catálogo de obras de temática religiosa y profana, tuvo en su contra, como decíamos, un "mal pronto" del que fue víctima incluso un joven Diego Velázquez, aprendiz suyo, que pronto preferirá cambiar de maestro y continuar su formación con quien a la postre será su suegro: Francisco Pacheco, con taller en la calle del Puerco, ahora Trajano. En los muros del Museo sevillano cuelga la increíble Apoteosis de San Hermegildo, una creación llena de colorido, movimiento y energía, rompimiento de gloria incluido con la presencia de los grandes personajes de la Sevilla visigoda: San Isidoro, San Leandro, Recaredo y Leovigildo. La pintura fue realizada para el retablo mayor del jesuita colegio de San Hermenegildo, ahora en restauración, junto a la Plaza del Duque, y dio lugar a un singular episodio.

Apoteosis de San Hermenegildo, sobre 1620-1624. Museo de Bellas Artes de Sevilla.

Sobre 1619, lo cuenta Chaves Rey, el maestro Herrera fue incriminado judicialmente, acusado de fabricación de moneda falsa, lo que podía llevar a severa condena; temeroso de ser apresado y llevado a la Cárcel Real, se acogió a sagrado en el convento de San Hermenegildo, donde pintó el antes referido cuadro. Durante la estancia de la corte del rey Felipe IV en Sevilla en 1624, éste visitó el colegio jesuita y quedó profundamente conmovido por la belleza de la Apoteosis de San Hermenegildo; su majestad, interesada, preguntó por el autor del lienzo, siendo llevado a su presencia el propio Herrera el Viejo, quien humildemente explicó al monarca los pormenores y composición del cuadro, además de su situación de prófugo ante los tribunales. Se dice que Felipe IV, admirado, ordenó sin demora archivar la causa contra el pintor y que quedase libre de toda acusación, ya que, afirmó solemnemente, "quien sabía ejecutar obras como ésa no había menester el oro ni la plata". 

San Buenaventura recibe el hábito de San Francisco. 1628. Museo del Prado.

Fallecida su mujer durante la terrible epidemia de Peste de 1649, trasladado su hijo Herrera el Mozo a Italia (incluso algunos sostienen que huyó de la casa familiar llevándose una elevada suma de dinero), Herrera el Viejo prosiguió con su labor entre colores, lienzos y pinceles, siempre, eso sí, con el sambenito su mal temperamento, de modo que, viudo ya, hasta una hermana suya con quien compartía vivienda prefirió ingresar en un convento antes que continuar conviviendo con él. Trabajó para los franciscanos del colegio de San Buenaventura, entre otros, y se dejó influir por el estilo de Juan de Roelas, siendo considerado uno de los introductores del llamado naturalismo en la pintura hispalense. Desencantado quizá con la ciudad, mudóse a la capital del reino con avanzada edad, y en Madrid, villa y corte, concluirá su vida en la más absoluta pobreza en el año 1654.

Regresamos a la calle que recibió el nombre de nuestro maestro pintor. Álvarez Benavides, en 1871, daba detalles sobre cómo en el número 13 radicaba el Colegio de Nuestra Señora del Amparo:
"Colegio de instrucción primaria para señoritas, bajo la dirección de doña Dolores de los Ríos. En él se inculcan a las alumnas los más rectos principios religiosos y sociales y una esmerada instrucción en lectura, escritura, labores, etc."
Foto Reyes de Escalona.

Pese a esto, dada su condición recoleta y relativamente alejada del bullicio, fue sede de establecimientos relacionados con la prostitución y ello, como es habitual en estos casos, constituyó fuente de problemas de orden público con cierta frecuencia, tal como recogió el diario La Andalucía allá por junio de 1897 en un artículo con la peculiar prosa de aquellas calendas:
"En la calle Herrera el Viejo hubo ayer por la mañana un escándalo terrible. Parece que una "paloma" cambió de nido y las dueñas del palomar que echaron de menos el ave salieron a la calle y armaron tal marimorena que el público que pasaba estuvo entretenido durante dos horas largas.
 
Las frases más obscenas y más asquerosas salieron a relucir y hubo aquello de querer entrar en la casa derribando la cancela y otros excesos. Durante todo el tiempo de la repugnante escena no acertó a pasar por allí ningún guardia, a pesar de estar dicha calle al lado del Museo, sitio donde creemos que hay pareja. 
 
Mentira parece que en una población culta suceda esto. De seguir esta lenidad y este abandono respecto a ciertas industrias que debieran estar relegadas a determinados sitios, las personas honradas tendrán que formar fuerte liga y elegir sus viviendas en las afueras de la capital, toda vez que en la mayoría de las calles del centro hay infinidad de "nidos", cuyas "palomas" no pueden rozarse con las personas decentes".

Se nos quedaba en el tintero; indicando que vivía en la madrileña plazuela de los Herradores, la partida de defunción del maestro Herrera el Viejo se conserva en la parroquia de San Ginés, precisamente el mismo templo en el que contrajo matrimonio Lope de Vega en 1588 o en la que fue enterrado el músico Tomás Luis de Victoria en 1611, pero esa, esa ya es harina de otro costal...

08 septiembre, 2025

La calle de la Sopa.

Finiquitados los descansos estivales, en esta ocasión Hispalensia dirige su mirada hacia la zona de la Anunciación, para intentar dar una visión sobre una calle de las que gustan, estrecha, adoquinada, poco transitada, usada en fechas semanasanteras para acortar recorridos en busca de cofradías y, sobre todo, con su poquito de historia. Pero, para variar, vamos a lo que vamos. 

Plano de Olavide. 1771. La calle de la Sopa, entre la Casa Profesa de los Jesuitas y la Casa Cuna.

Como decíamos, entre las calles Cuna y Puente y Pellón se encuentra una vía que posee la particularidad carecer prácticamente de circulación rodada. Poseyó varios  nombres a lo largo de los siglos, el mas antiguo el de Tajador, para luego ser llamada Mal Lavado, Almona del Jabón y más adelante, ya en el XVI, de la Sopa, ya que al estar en la parte trasera de la antigua Casa Profesa de la Compañía de Jesús (iglesia de la Anunciación incluida) por esa zona precisamente se distribuía tal alimento entre los desfavorecidos del momento, también José Gestoso localizó en esta calle el taller del "Maestro de hacer coches" Francisco Bruno, funcionando allá por 1714; fruto de la presencia jesuita en este sector es la calle Compañía, cercana a ésta que comentamos. Con este peculiar apelativo de La Sopa se mantendrá hasta el año 1864, cuando el consistorio de la ciudad decida darle un nombre tan peculiar que hasta el célebre escritor Antonio Gala, recordando sus años mozos como estudiante recién llegado a Sevilla desde Córdoba, allá por 1950, la recordó en su Cuaderno de la Dama de Otoño:

"Al mercado de la Encarnación, en Sevilla, iba, entre clase y clase de la antigua universidad, a ver las flores. A veces me comía una clase y me alargaba hasta El Jueves. Con un dinero ahorrado me compré una mañana un crucifijo viejo, de ébano y plata. (Lo perdí no sé dónde. Sí sé dónde, pero no te lo digo...) A ver las flores iba. En primavera, toda Sevilla flores. Y un olor a café, que salía del tostadero de la antigua calle Goyeneta. (Nunca supe por qué ese extraño nombre...)".

Para sacar de dudas al gran escritor, indicar que Goyeneta hace alusión a Manuel de Goyeneta, vecino de esta misma calle y fallecido en 1864, año en el que el consistorio hispalense acordó rotular la calle de la Sopa con el apellido de este señor por "consagrar sus días de ejercicio de la piedad más ferviente y de las prácticas más cristianas, como también los relevantes servicios que en circunstancias dificilísimas prestó a este pueblo su no menos esclarecido padre". En honor a la verdad, apenas se conocen pormenores sobre su biografía, salvo que fue hijo del Procurador Mayor de la Ciudad Joaquín de Goyeneta, conocido por su papel durante la invasión napoleónica en Sevilla, sobre todo por la legendaria anécdota con el mariscal Soult tras entrar en Sevilla con sus tropas y solicitar unas exageradas exigencias económicas para sus soldados, alegando tener a sus favor "veinticinco mil bayonetas" a lo que Goyeneta respondió "pues yo tengo veinticinco campanas", en relación a las de la Giralda y su capacidad de convocar a todo el pueblo sevillano contra el invasor con sus repiques; además, Joaquín de Goyeneta ostentó el cargo de Hermano Mayor en la del Gran Poder y mantuvo estrechos vínculos con la cercana ciudad de Dos Hermanas, donde curiosamente existe otra calle con el mismo nombre en honor a esta familia. Perteneciente al estamento militar, sabemos que Manuel de Goyeneta y Clarebout alcanzó el grado de coronel, sirviendo en diversos destinos y regimientos. 

Foto: Reyes de Escalona. 

Como detalló Álvarez Benavides en 1874, en la calle Goyeneta tuvo lugar un sangriento suceso acaecido en 1867, cuando un agente de la ley solicitó la documentación a un sospechoso:

"El interpelado hace ademán de sacar del bolsillo la cédula de vecindad que le fue exigida por el dicho agente, y con la rapidez del rayo desenvaina un cuchillo y lanza una terrible puñalada a su interlocutor, que se hallaba muy lejos de saber la clase de criminal con el que se trataba. Sin embargo de lo solitario del sitio, una casualidad hizo que fuese perseguido el asesino, debiéndose sin duda su captura a que en la precipitación de su carrera, al intentarse por la calle de la Ballestilla tropezó con un poste, y gravemente contuso y maltratado no tuvo fuerzas para proseguir y se ocultó en un zaguán en el cual fue reducido a prisión.

Identificada la persona resultó ser el célebre ladrón y asesino conocido por el apodo de "Sisí", hombre que por sus crímenes, astucia y audacia se distinguía entre los más perversos de su clase. "Sisí" había recorrido todos los presidios y de todos ellos había encontrado medios de fugarse; su historia es una serie no interrumpida de maldades. El agente falleció en breves momentos a consecuencia de la herida, dejando en la orfandad a su desventurada familia. A las once de la mañana del sábado 31 de agosto de mismo citado año 1867 y a los pocos días de perpetrado este vil asesinato, "Sisí" expiaba sus crímenes sobre un patíbulo levantado en la Plaza de Arjona" (actual Puerta Real).

 Durante muchos años, fue puerta trasera del edificio de la Universidad (ahora Facultad de Bellas Artes) y por ella se accedía a su Biblioteca; además fue escenario de violentos enfrentamientos estudiantiles durante la II República, como los acontecidos durante una huelga general convocada en marzo de 1933, tal como recogió la crónica del diario El Liberal: 

"Los ánimos se fueron caldeando y pronto surgieron los primeros incidentes, que en los primeros momentos no revistieron importancia, debido al corto número de estudiantes que se hallaba en la Universidad. 

Cuando esto ocurría, una de las puertas que da a la calle Goyeneta fue violentamente abierta, irrumpiendo en el edificio un buen número de elementos extraños, armados de palos y porras, que se dirigieron al patio repartiendo palos, que fueron contestados por los huelguistas y entablándose entonces una verdadera batalla, a consecuencia de la cual resultaron no pocos estudiantes contusos (...) a los pocos momentos de esta lucha, por la puerta de la calle Laraña entraron otros individuos. Entonces sonó un disparo, cundiendo de nuevo la alarma. Sonaron más disparos -doce o catorce, según algunos estudiantes- y ya nadie puede dar detalles de nada. El pánico y la confusión fueron enormes. En el zaguán de la calle Goyeneta y en los corredores del patio pequeño se ven manchas y pequeños regueros de sangre". 

Foto Reyes de Escalona.

Frente a este clima de hostilidad, debido precisamente a la proximidad con la Universidad, la calle Goyeneta fue durante años lugar de jolgorio y juerga, con hostales, pensiones y alguna que otra casa "de mala nota", como se decía entonces, lo cual era fuente constante de conflictos con los vecinos por los altercados a altas horas de la noche, sin que deba quedarse en el tintero la escasez de higiene de la zona por la acumulación de basuras, tal como afirmaba la prensa local hace ahora casi un siglo:

"Se han acercado a nuestra redacción varios vecinos de la calle Cuna, manifestándonos que el abandono en que se encuentra la calle Goyeneta respecto a la limpieza pública, hace que los malos olores que las basuras constantemente depositadas exhalan, les produzcan muchas molestias. Dichos señores nos ruegan llamemos la atención del teniente de alcalde del distrito para que ordene que la limpieza se haga más a menudo y con más escrupulosidad".

Pueden destacarse varios edificios importantes en la calle, el primero, en el número 2, esquina con Puente y Pellón y que junto con el número 17 fueron diseñados por el conocido arquitecto Aníbal González, uno dentro de la pautas del llamado estilo regionalista y otro con un perfil mucho más funcional, alejado de aquella estética. Además, merece la pena reseñar un palacio fechable como del siglo XVIII que ocupa el número 15, que algunos afirman fue residencia de los antedichos Goyeneta, dedicado ahora, signo de los tiempos, a alojamientos turísticos y, por último, el número 11, esquina con la calle Buiza y Mensaque, construido en 1920 para albergar la sede de la conocida marca de cafés Saimaza, fundada por el cántabro Joaquín Sainz de la Maza en 1908. 

Probablemente, el olor del café tostado que tanto atrajo a Antonio Gala en su juventud proviniera de este edificio, bellamente decorado con una serie de azulejos trianeros realizada en los talleres de Mensaque y Rodríguez a finales de la década de los veinte del pasado siglo XX y que afortunadamente quedaron restaurados en 2020 cuando el edificio fue profundamente reformado para albergar, qué remedio, un nuevo establecimiento hostelero, en cuyo interior un azulejo con Nuestra Señora de Valvanuz, patrona del valle pasiego de Carriedo recuerda la procedencia cántabra de los Sainz de la Maza. Por desgracia, nada queda de la trayectoria de esta firma sevillana y cafetera ya que cerró su fábrica de Dos Hermanas en 2014, pero esa, esa ya es harina de otro costal.

Anuncio en prensa. Año 1929.




28 julio, 2025

Recaredo.

Con permiso, una vez más, de las altas temperaturas, vamos a darnos una vuelta por una calle, avenida casi, que albergó uno de los conventos más importantes de Sevilla, afectada por las riadas en tiempos pasados y que fue de las primeras en formarse fuera del histórico perímetro amurallado de la ciudad. Pero, para variar, vamos a lo que vamos.

Entre las desaparecidas y aún nombradas Puerta Osario y Puerta de Carmona, la calle Recaredo fue rotulada con este nombre hace ahora ciento sesenta y seis años, en 1859, en honor al conocido rey visigodo, célebre por su conversión al cristianismo, pero existía ya como vía de unión entre las dos puertas antes mencionadas, pues por aquella zona se encontraba, por ejemplo, el célebre y hoy extinguido convento de San Agustín, fundado a fines del siglo XIII y comienzos del XIV, del que se conservan algunos fragmentos, como el refectorio o comedor (usado hasta hace unos años como salón de actividades por la Hermandad de San Esteban) o el claustro, en cuyo centro, a cielo abierto, está depositada la portada de piedra que decoraba el acceso principal, encargada por los padres agustinos al arquitecto Hernán Ruiz II en 1563. Cuando escribimos estas líneas, el edificio está en obras para la creación de un hotel.

A fines del siglo XVI comenzaron los trámites para la creación de una iglesia parroquial que sirviera para auxilio espiritual para la población de aquella zona, ya muy numerosa, por lo que se erigió un templo de tamaño menor al actual, sustituto del primitivo tras un incendio en 1759 y que, con diferentes reformas y restauraciones ha llegado hasta nosotros: San Roque, santo además protector frente a la Peste. Su cercanía al arroyo Tagarete le hizo sufrir no pocas inundaciones, destacando por ejemplo la acaecida el 4 de enero de 1758, cuando el nivel de las aguas fue tal que un sacerdote, a caballo, tuvo que retirar el copón del sagrario de la parroquia y trasladarlo a la de San Esteban. 

Aparte de ser sede de dos hermandades, la parroquia, con su planta de salón, tres amplias naves y puertas a Recaredo y Plaza de Carmen Benítez, acoge la imagen del Santo Cristo de San Agustín, copia realizada por Agustín Sánchez-Cid de la primitiva que recibía culto en el convento de la Puerta Carmona y que fue víctima, junto con el templo parroquial, del incendio provocado durante los sucesos de julio de 1936. Advocación de gran devoción y arraigo a lo largo de la historia de la ciudad, prueba de ello es la anual y solemne Función que se celebra en su honor cada 2 de julio como Voto de Acción de gracias del Ayuntamiento por su milagrosa intervención durante la terrible epidemia de Peste del año1649.

Mucho antes, en plena Edad Media y para atender a la minoría de raza negra esclava que vivía en Sevilla, el cardenal Gonzalo de Mena, fundador del Monasterio de Santa María de las Cuevas de observancia cartuja, propició la constitución de otro hospital, esta vez bajo el título de Nuestra Señora de los Reyes y a posteriori de Los Ángeles, germen de la Hermandad de los Negritos, considerada una de las más antiguas de nuestra ciudad. La constitución de este hospital sirvió para que se generase una manzana de casas, con calles como Conde Negro, tal como refleja el catedrático Isidoro Moreno en la interesante Historia de la Hermandad del Jueves Santo: 

"No es de extrañar, pues, que el Arzobispo, respondiendo al principio de subsidiaridad cristiana, y ejerciendo su protección sobre los más desamparados, crease en estas circunstancias una institución asistencial para ellos: nace así el hospital y casa para morenos. Junto a este, ya desde el principio, pudo instituirse una hermandad, del mismo tipo de las que atendían muchos de los otros hospitales existentes en la ciudad; pero incluso si no hubiera sido así, dicha casa-hospital se convertiría necesariamente en el eje de la sociabilidad y luego del asociacionismo étnico hasta consolidarse la hermandad ya de forma institucionalizada."

Prueba de todo ello es que en 1611 los vecinos de la zona solicitaron a las autoridades que la Puerta de Carmona permaneciese abierta las veinticuatro horas del día, al igual que son frecuentes durante estos siglos las quejas del vecindario por la presencia de grandes aglomeraciones de basuras y escombros, por la suciedad de los husillos o por la presencia de tintoreros o curtidores, cuya actividad insalubre era perjudicial, por no hablar de la presencia de piaras de cerdos por sus calles o de la cercanía del arroyo Tagarete, por lo que durante años esta zona fue considerada marginal, apartada del entramado urbano. Prueba de todo ello es la reivindicación que encontramos en la revista El Tío Clarín correspondiente a junio de 1864: 

"Tenemos a la vista un extenso comunicado suscrito por varios vecinos de la calle Ancha de San Roque, hoy Recaredo, en el que se lamentan del excesivo polvo que diariamente se les entra por la puerta, inutilizándoles de camino los muebles y emporcándoles toda la casa.

Esta superabundancia de falta de policía urbana es tanto más censurable, cuando que a cuatro pasos de la calle que nos ocupa hay una caudalosa fuente llamada  de los Caños de Carmona con su correspondiente pilón constantemente lleno de agua que convida para el riego.

Disponga el Sr. Alcalde que se riegue por las tardes el camino real o arrecife, impropiamente llamado calle de Recaredo, según se hace con otros sitios, quizás de menos urgencia, que no costará tanto; y si cuesta, se paga y punto concluido, que así como hay dinero para morteradas, cohetes de dirección rauda y caprichosa y otras bagatelas tan escasas de importancia, como retumbantes de nombre, también debe haberlos para asear los sitios públicos. Antes que lo superfluo está lo preciso."

En el Plano de Olavide (1771) la calle es llamada Ancha de San Roque y todavía puede apreciarse en el extremo que daba a la Puerta Osario la existencia de montículos, quizá de escombros, a los que habría que añadir los "fétidos lodazales" que mencionaba la prensa de la época y que a partir de mediados del siglo XIX serán nivelados para la formación de la acera de los pares, coincidiendo con el derribo de la muralla y la alineación de la calle entre las puertas de Carmona y Osario; se sabe que en torno a 1823 se encontraba en el número 1 de la calle la Posada del Osario, desde donde partían carruajes y diligencias hacia Madrid, que junto a la capilla de los Ángeles existió un hospital para soldados malheridos en 1856 y que 1870, derribada la Puerta Osario en 1868, se construye una manzana que dará lugar a las calles Puñonrostro y Diego de Merlo y, al poco, extenderse la calle hasta la actual Gonzalo Bilbao, alcanzando su configuración actual. Como curiosidad, la calle fue adoquinada en 1925, y ya desde 1907 disfrutaba de iluminación eléctrica e incluso del paso de tranvías. 

Las antiguas casas de vecindad o corrales de vecinos (como el de don Miguel López o el del Judiano) serán sustituidas poco a poco por edificios de mayor empaque y función residencial, predominando los de corte regionalista y destacando el concebido inicialmente para Escuela Normal de Magisterio y constuido entre 1929-1932 por el arquitecto Juan Talavera, sede posterior del Centro de Educación Especial Virgen de la Esperanza y actualmente Colegio de Educación Infantil y Primaria "Jardines del Valle" y el ocupado por el Colegio "Santo Tomás de Aquino", fundado en 1940 y que tuvo como vecino en los años 60 al Cine Recaredo. 

Justo enfrente, en el número 30, pervive un peculiar edificio regionalista, de 1912,  que en su origen habría sido una subcentral de la Compañía Catalana de Gas y que, si el curioso viandante se fija, se encuentra a un nivel inferior del actual. Un poco más adelante, al final de la calle, esquina con Gonzalo Bilbao, se encuentra el antiguo edificio de la Fábrica de Harinas de Francisco Clavero, llamada "Santa Ana", de los años 1884-1886, pero esa, nunca mejor dicho, esa es harina de otro costal.

Como es habitual, el equipo de Hispalensia, con permiso de Don Alonso de Escalona, se tomará días de asueto y ocio, regresando, Dios mediante, a principios ya del mes septiembre, de modo que tengan vuesas mercedes feliz y próspero verano. 

NOTA: publicado este texto, Carmen, amable lectora, nos ha proporcionado datos sobre el edificio que acoge el actual Colegio de Santo Tomás de Aquino, del que ella es muy buena conocedora; al parecer, fue construido en 1918 por el arquitecto José María Sainz como regalo de bodas para un joven matrimonio, sin embargo, pero, fallecido prematuramente el marido, la viuda lo puso a la venta llegando a la postre a manos de los abuelos de Carmen en 1940 como comentábamos. 

Por otra parte, Pepe, otro buen seguidor de estas páginas, nos hace llegar sus recuerdos sobre el primer bar abierto por Becerra junto a la capilla de Los Negritos. 

Mil gracias a ambos. 


14 julio, 2025

Orden público.

Invierno de 1595. La ciudad ha sorteado, una vez más, la permanente amenaza de las aguas de un Guadalquivir desbordado, pero no va a poder, en esta ocasión, superar una auténtica rebelión procedente del mismo río; pero, para variar, vamos a lo que vamos. 

Escudriñando antiguas crónicas, hemos comprobado cómo la gestión del orden público, allá por las postrimerías del siglo XVI, era cosa harto complicada, pues en no pocas ocasiones una simple pendencia, como veremos, podía prender la mecha de toda una violenta y tumultuosa sublevación en armas. Tal es el caso de lo sucedido, lo narra Francisco de Ariño en sus Sucesos de Sevilla, en la orilla de Triana, unida a Sevilla por un Puente de Barcas recién reparado tras ser destruido por las aguas del río el año anterior y terminar encallando sus restos sobre las antiguas Almonas* (zona del actual Paseo de la O). 

Es 23 de diciembre, víspera de Nochebuena. En las aguas del Guadalquivir flotan orgullosos once navíos de la corona española. Las tripulaciones de estas galeras, con permiso de sus superiores, han desembarcado bulliciosas y deseosas de vaciar sus bolsas buscando diversión y otras cosas que no vienen al caso. Como por arte de magia, en el Arenal y Triana brotan tablas de juego, donde se apuesta fuerte a los naipes o a los dados en un ambiente de gran animación regado, como es de suponer, por mostos, aguardientes o licores. Proliferan "enganchadores", tahúres y "mirones", atentos siempre a desplumar a incautos, pícaros de toda condición marcan bolsas y faltriqueras repletas de monedas mientras que en el no lejano Compás de la Laguna, uno de los mayores prostíbulos de Europa, es día de fiesta.

La mezcla no deja de ser explosiva, el actual emporio de Las Vegas estadounidense se quedaría en pañales ante aquel alarde de dinero contante y sonante, borracheras, juego y sexo, por lo que no es de extrañar que todo fuera como una inmensa y colorida olla exprés a punto de estallar. Y estalló, en la misma orilla de Triana y por un quítame allá esas pajas; que si hubo fullería en una mano ganadora de cartas, que si hubo disputa por el favor de una mujer, que si un fulano acusó a otro de birlarle el rosario de azabache de su madre, lo cierto es que al ruido del alboroto acudió el alguacil de aquel barrio, Francisco de Meneses para apresar a uno de los revoltosos (militar por más señas) y aunque en principio logró su propósito (no sin tener que desenvainar el acero para ello), la pronta concentración de soldados y marineros de las galeras en favor del detenido, hizo que el alguacil tuviera que poner pies en polvorosa junto con los suyos y refugiarse en el cercano Castillo de San Jorge (sede del Santo Oficio) tras sufrir una auténtica lluvia de piedras y cuchilladas. El presunto agresor, llevado en volandas, escapó de entrar en el calabozo.

Para colmo de males, en un clima cada vez más caldeado por dimes y diretes, por rumores y habladurías de todo tipo, aguerridos tripulantes y belicosa tropa montaron guardia a la puerta del castillo, y allí se habrían quedado de "plantón" y "Sine die" de no ser por la apaciguadora intercesión del Secretario de la Inquisición Sr. Briceño, quien con buenas palabras aquietó los ánimos e invitó a marcharse a los allí congregados, logrando su propósito para tranquilidad del vecindario. Pero la cosa no quedó ahí. 

La mañana de Nochebuena, al soldado detenido y liberado, herido su orgullo marcial, espadón y daga al cinto, no se le ocurrió otra cosa que volver a desembarcar y enfilar la Puerta de Triana hacia el centro urbano, llevando esta vez al hombro, como inseparable compañero, a su arcabuz, bien cebado de mecha, pólvora y proyectiles, no teniendo ningún recato en cargarlo y dispararlo cuando de nuevo las huestes del alguacil, dicen que puestas sobre aviso por un chivatazo procedente de la zona de la Carretería, intentaron prenderlo, sin que hubiera corchete o justicia que se atreviera a echarle el guante. Tras un desigual combate, "fueron tantos los palos y albardazos que le dieron hasta que cayó al suelo y así le asieron y no pudieron quitar la espada de la mano". A los "¡A mí, a mí!" del soldado, acudieron muchos de sus camaradas y en masa se encaminaron a la Plaza de San Francisco, provocando la huida atemorizada de todos los que por allí se congregaban, desde escribanos a porteros, desde alcaldes a alguaciles, desde paseantes hasta desocupados, pasando por mujeres y niños. Postigos clausurados, ventanas cerradas a cal y canto e incluso las propias Puerta de la ciudad quedaron atrancadas; nadie osaba toparse con la turbamulta de una soldadesca enfurecida por la detención de su compañero, que incluso se lanzó, con poco éxito, a asaltar la Cárcel Real para rescatar a su hermano de armas. 

El Asistente, a la sazón Pedro Carrillo de Mendoza, Conde de Priego, recibió mensaje del General al mando de la flota de galeras surta en el río, en el que se solicitaba la liberación del soldado apresado, ya que de lo contrario el referido militar declaraba no hacerse responsable de los "desatinos" que podrían cometer las tropas bajo su mando. Priego, respondió afirmativamente, con la condición de que se retirasen los contingentes militares que, pese al frío reinante, merodeaban por la ciudad con gran alboroto en busca de pendencia o, simplemente, de alguna taberna que se hubiera atrevido a franquearles el paso. La "tregua" dio su fruto pero con un final inesperado, quizá sea mejor que lo cuente el propio cronista,  Francisco de Ariño:

"Con esto mandó el general que ningún soldado entrase en Sevilla por aquel día y a la una de la noche mandó el conde poner muchos guardas por las calles y mandó ahorcasen al soldado a la reja de la cárcel y amaneció ahorcado".

Como puede apreciarse, no se andaba con chiquitas el señor Carrillo de Mendoza, del que se conoce otra peripecia de ese mismo año, cuando en unión de un nutrido grupo de alguaciles acudió a un ventorrillo junto a la Puerta de la Barqueta con la intención de detener Gonzalo Xeniz, uno de los más conocidos delincuentes de esa época, quien dio la bienvenida a la concurrencia con toda una salva de pólvora y plomo, escapando con la consecuencia de que el Asistente ordenase derribar la venta y dar doscientos azotes a su ventero;  aunque finalmente resultó apresado y enviado a galeras, en agosto de 1596 regresó a Sevilla y estuvo a punto de herir al Asistente conde de Priego de un balazo durante una nueva refriega, siendo finalmente ahorcado el 17 de octubre de ese año en la Plaza de San Francisco y despedazado su cuerpo para ser colocado como escarmiento en el citado ventorrillo de la Barqueta.

Por cierto, lo olvidábamos, no hay reseñas de nuevas revueltas de la soldadesca por aquellos años, aunque esa, esa ya es harina de otro costal.


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GLOSARIO:

- Almona: fábrica de jabón. 

- "Enganchador": en la jerga de aquella época, aquel que servía como "gancho" para alentar a otros a participar en juegos de naipes o dados. 

- Tahúr: jugador tramposo. 

- "Mirones": ayudantes de los tahúres a la hora de saber las cartas de los rivales. 

- Faltriquera: bolsa de tela que se llevaba atada a la cintura bajo el ropaje. 

- Arcabuz: arma de fuego portátil, antigua, semejante al fusil, que disparaba prendiendo la pólvora del tiro mediante una mecha móvil incorporada a ella. 

- Hueste: ejército en campaña.

30 junio, 2025

Una calle con dos historias.

En esta ocasión, siempre "por la sombrita", y a poder ser en horario propicio, nos vamos a encaminar a una calle que encierra una doble historia: la de quién le da nombre y la de quién habitó en ella; pero, para variar, vamos a lo que vamos.

Desembocando en uno de sus extremos en Cabeza del Rey Don Pedro, Candilejo, Corral del Rey, Muñoz y Pabón y Almirante Hoyos (encrucijada que antiguamente se llamó popularmente "Las afluencias" por la cantidad de bocacalles), y por el otro, en la subida de la Cuesta del Rosario y Cristo de las Tres Caídas, durante años se llamó de San Isidoro, no en vano, uno de los laterales de esta parroquia da a un ensanche creado tras la supresión de unas gradas del propio templo, donde se colocó una hermosa cruz de cerrajería procedente de la cercana Plaza de la Alfalfa, aunque los rosales de sus jardineras están lastimosamente secos. Por cierto, desde diciembre de 2022 esa zona ha pasado a denominarse "Jardín Doctor Ismael Yebra", en honor al destacado médico y dermatólogo, director de la Real Academia de Buenas Letras, escritor y benefactor y divulgador de la labor de los conventos de clausura sevillanos. Fallecido en diciembre 2021, su hermano José ha sido conocido desde siempre por regentar una famosa taberna situada en la calle Boteros, cerrada no hace muchos años. 

 

Aunque Santiago Montoto recordó que también recibió el nombre de Velador, como recuerdo de la cercana calle vinculada con la leyenda del candilejo y el Rey Don Pedro, no es menos cierto que ese apelativo lo va a mantener hasta 1882, cuando pase a llamarse Plasencia, y finalmente, en 1941, complete su nombre con Augusto Plasencia, pero ¿De quién se trata?

Gaditano de San Fernando, del año 1837, se graduó como teniente del Arma de Artillería en 1856 y alcanzó el grado de coronel de dicha Arma, viajando a Viena y San Petersburgo para estudiar diversos tipos de metales para fundición de cañones y destacando por su capacidad para el diseño y mejora de varios tipos de armas y, en especial, por la creación en 1872 del llamado "Cañón de montaña de 8 cm.", fundido en acero en la Real Fábrica de Artillería de Sevilla (de la que Plasencia fue Subdirector), que todavía prestaba excelente servicio en el ejército a comienzos del siglo XX y que hasta entonces era conocido como "cañón Plasencia". 

Tras dejar el servicio de armas, fue diputado en Cortes, Alcalde de Sevilla y Presidente del Ateneo. Como Alcalde, a instancias de José Gestoso, promovió una de las primeras restauraciones de las Casas Consistoriales, allá por 1890. Ostentando el cargo de Vocal de la Junta de Instrucción Pública, en 1889 y durante una visita a las escuelas de la ciudad de Dos Hermanas, comprobó cómo la mayoría de los alumnos iban descalzos; a los tres días fueron enviados desde la Alcaldía de Sevilla 83 pares de calzado para aquellos niños. Además, formó parte de la comisión que encargó al escultor Antonio Susillo el monumento a Daoiz de la Plaza de la Gavidia, inaugurado en ese mismo año de 1889. En agradecimiento por los servicios prestados a la nación, en 1887 la Regente María Cristina vino a otorgarle el título de Conde de Santa Bárbara, nombre de la patrona del Arma de Artillería, falleciendo en 1903. 

 

Ancha en su comienzo en San Isidoro, se estrecha notablemente hacia su mitad, conservando todavía algún guardacantón de mármol, deslizándose en suave pendiente desde un tramo a otro, lo que indica que estaría situada quizá sobre la primitiva elevación de terreno junto al río donde se fundó la ciudad primitiva, algo que ya comentamos al tratar la no lejana calle Galindo. Entre sus edificios de mayor antigüedad destaca, por supuesto, la fachada correspondiente a la parroquia de San Isidoro antes aludida, presidida por un rosetón donde se representa una alegoría de la Eucaristía junto con las Ánimas del Purgatorio y también un precioso azulejo dedicado a la imagen de Nuestro Padre Jesús de las Tres Caídas, titular de la Hermandad que anualmente hace su Estación de Penitencia en la tarde del Viernes Santo. Bendecido el 16 de febrero de 1947, fue pintado por Antonio Kiernam tomando como modelo un lienzo al óleo propiedad de un hermano, obra que, como narra Martín Carlos Palomo en la web de referencia Retablo Cerámico, fue subastada para con su importe pagar la hechura e instalación de dicho panel cerámico.

 La casa hermandad de esta señera corporación se encuentra precisamente en el número 3 de esta calle que comentamos, fue bendecida por el cardenal Bueno Monreal en el año 1976 y constituye un interesante caso de vivienda del XIX reformada para cumplir con la misión de servir de punto de reunión para sus hermanos y albergar las diversas dependencias y estancias en las que guardar enseres y el propio paso procesional del Cristo titular de dicha cofradía.

Sin embargo, poco, por no decir nada, queda de la vivienda esquina con la calle Jesús de las Tres Caídas, derribada en 1962 para levantar un moderno edificio de pisos con su correspondiente local comercial (por ahora) abajo. La importancia de la casa derribada estriba en que en ella se hospedó con su familia uno de los viajeros ingleses que más destacó nuestra ciudad durante sus estancias en ella: Richard Ford (1796-1858).

Uno de sus biógrafos, Ian Robertson, sostiene que tras la llegada de Ford a Sevilla en noviembre de 1830, junto con él llega su esposa Harriet y sus tres hijos, se hospedarán en la casa de huéspedes de la señora Stalker, en la plaza de la Contratación, para luego, gracias a su compatriota Hall Standish, pasar a habitar una "excelente casa" con jardín, chimenea y orientada hacia el sur en el entonces número 11 de la plazuela de San Isidoro. Aquella será su morada hasta de 1832, allí nacerá Richard, su cuarto retoño e incluso aparecerá en un dibujo que Ford realiza de la Plazuela de San Isidoro, donde casi puede atisbarse el pescante del farolillo que iluminaría por las noches el retablo de Ánimas que comentábamos más arriba. 

 

 

Tratando de mejorar la depresión su esposa Harriet por la temprana muerte de su hijo Dudley, Ford, aconsejado por varios amigos, había decidido cambiar de aires y escoger el sur de Europa, de ahí su presencia en nuestra ciudad, aunque durante su estancia realizará varios periplos por ciudades como Granada, Mérida, Tarragona o Toledo, por citar algunas o incluso recorrerá de parte a parte toda la cornisa cantábrica. De todos estos viajes quedará reflejo escrito y pintado, pues Ford, que se consideraba un mero aficionado al arte, no tenía mala mano para tomar lápiz o pincel, aunque Harriet le aventajaba en preciosismo detallista. 

Sería extenso analizar esos años del viajero Ford en nuestra ciudad, pero como curiosidad habría que indicar que se lamentó por carta a su buen amigo Henry Addington (embajador británico en Madrid) de que aquella Semana Santa de 1832, debido a la agitada situación política no salieron las cofradías, aunque, por contra y pese a las inundaciones provocadas por el Guadalquivir, el clima era de lo más benigno y el estado de ánimo de Harriet había experimentado una más que notable mejoría, afirmando que, sin duda que Sevilla era, a su parecer, "una de las ciudades españolas más agradables para una larga estancia", aunque, eso sí, con permiso de ciertos "caníbales o guerrilleros del aire": los mosquitos.

Fascinado por la ciudad tanto por su belleza como su pobreza, tanto por su incultura como por sus tradiciones, Ford aprenderá nuestro idioma, mientras que Harriet recopilará cantos y melodías populares; hay constancia de sus visitas a la feria de Mairena del Alcor, a bailes y tertulias, a templos y palacios, a ejecuciones y festejos taurinos, sumado todo ello al interés por el coleccionismo de obras de arte y libros; lo más granado de la sociedad sevillana lo acogerá con perpleja reserva, pues, en sus propias palabras "en verdad creen que todos nosotros hemos llegado de la luna". En mayo de 1832 Richard Ford y su familia se mudarán a otra zona de Sevilla, a un palacio que, aunque muy reformado, sigue por fortuna en pie aunque con incierto destino, el de los Monsalves, pero esa, esa ya es harina de otro costal.


16 junio, 2025

Corpus en Blanco.

Pese a ser considerado un "sevillano maldito" por algunos, pese a haber abandonado su ciudad natal para no volver, pese a incluso a haber renegado de la religión que le inculcaron sus mayores, pese a fallecer en tierras extranjeras, un antiguo sacerdote católico, nacido junto a los Venerables, luego presbítero anglicano, supo en sus escritos reflejar el desarrollo y belleza de una de las procesiones más importantes del año hispalense. Pero, para variar, vamos a lo que vamos. 

José María Blanco Crespo había nacido en 1775, en la calle Jamerdana y en un hogar de profundas creencias religiosas, no en vano procedía de una familia irlandesa católica dedicada al negocio de la exportación, de ahí que inicialmente fuera educado para proseguir la tradición comercial; sin embargo, a los doce años mostró una profunda vocación por el sacerdocio, aunque con profundas inquietudes por la creación literaria. A trancas y barrancas, pues las dudas y los deseos de abandonar fueron sus habituales compañeros de viaje durante su formación, finalmente obtuvo el titulo de licenciado en Teología, siendo ordenado como sacerdote en 1799 y obteniendo por oposición plaza de capellán magistral en la Capilla Real de la Catedral de Sevilla. 

Sin embargo, sus inseguridades espirituales  le harán marchar, casi huir, a Madrid, donde mantendrá una relación con Magdalena Esquaya cuyo fruto será Fernando, un hijo del que no sabrá nada hasta unos años después y también será testigo de los sucesos del 2 de mayo de 1808, hecho que, a su vez, precipitará su regreso a Sevilla, donde no tardará en prestar ayuda como colaborador escrito en El Semanario Patriótico, un diario contrario al enemigo francés. La llegada de las tropas napoleónicas a Sevilla hará que decida marchar al exilio a Inglaterra en febrero de 1810, donde proseguirá su oposición frontal a los franceses. Se ganará la vida como profesor, escritor y como sacerdote, pero anglicano al abandonar la práctica católica, viviendo en Londres, Dublín y Liverpool, donde fallecerá en 1841. Durante su exilio inglés, modificará su nombre, pasando a apellidarse tal como ha pasado a la historia: Blanco-White.

Publicadas entre 1821 y 1822 sus famosas Cartas de España, contextualizadas de manera magnífica por el recientemente fallecido catedrático de Filología Inglesa de la Hispalense Antonio Garnica, son todo un lienzo en el que pormenorizar, con todos los colores, el atraso y fanatismo religioso español, aunque suavizado con cierto barniz costumbrista sumamente logrado. La sociedad, el estilo de vida, las diversiones y costumbres copan el relato, sin olvidar aspectos históricos o religiosos.

En la Novena Carta, nuestro autor, haciendo memoria, elabora, según sus palabras, su propio Almanaque Sevillano, donde reflejará recuerdos propios sobre las diferentes festividades y fiestas que, antes de su partida de España, tenían lugar en nuestra ciudad. Ya que estamos en sus fechas, destacaremos cómo era la procesión del Corpus organizada por la Catedral, de la que Blanco White hace un pequeño resumen en relación a elementos que ya por entonces, en su época, habían desaparecido, como aquellas extinguidas figuras grotescas:

"Detrás de los gigantones, y como dominándolos, venía un paso con la figura de una hidra rodeando un castillo del que, para delicia de los niños sevillanos, salía un muñeco parecido a Polichinela, vestido con un jubón escarlata guarnecido de cascabeles. El muñeco bailaba una especie de danza salvaje y se volvía a ocultar en el cuerpo del monstruo, desapareciendo de la vista del público. Esta representación llevaba el nombre de Tarasca, palabra de la que no conozco ni el significado ni el origen."

 

Tras recordar a diversos grupos de danzantes, como los valencianos o los del baile de espadas, por último, alude a los Seises, que en tiempos de nuestro autor constituían, y constituyen hoy día, la única pervivencia de todo aquel entramado barroco y teatral, de los que alaba la elegancia y agilidad de sus pasos de baile, acompañados del repicar de castañuelas, destaca la numerosa presencia de órdenes monacales masculinas y de reliquias, que Blanco White enumera y entre las que sobresalen un diente de San Cristóbal, la cabeza de una de las once mil vírgenes o fragmentos de la cruz de Cristo, entre otras. No menciona que acudieran gremios o hermandades, pero sí que:

"Tan larga es la procesión y su paso tan lento y solemne que, sin ninguna interrupción en sus filas, tarda una hora en salir de la Catedral. Las calles están adornadas de colgaduras con mayor gusto que durante las procesiones de Semana Santa y, además, están cubiertas a lo largo de todo el recorrido con gruesos toldos que las guardan del sol, y el pavimento aparece alfombrado de juncia".

Cuando, por fin, sale el paso que porta la espléndida Custodia con la Eucaristía se produce una escena que nuestro paisano pinta con enorme cromatismo, no en vano la habría presenciado en multitud de ocasiones:

"Las campanas anuncian su presencia con un repique ensordecedor, las bandas militares mezclan sus vibrantes notas con los solemnes himnos de los cantores, nubes de incienso suben ante el móvil santuario, mientras que las voces de mando se confunden con el ruido de las armas que los soldados, de rodillas, rinden a tierra. Cuando los ocultos portadores de la custodia la presentan en el principio de la larga calle en que empieza la carrera, la muchedumbre, que llena calles y ventanas, se arrodilla en profunda adoración, sin atreverse a levantar la vista hasta que desaparece el objeto de su religioso temor. Una lluvia de flores cae desde las ventanas y el paso se muestra adornado con los más bellos ramilletes."


En otra ocasión, comentando esta misma procesión y la forma en la que era llevado el Paso de la Custodia de Arfe, (este año felizmente recuperada la costumbre de que sea portado por costaleros), mencionábamos que su uso era muy antiguo y correspondía tal tarea a determinados oficios; en este caso, Blanco White los alude en otra de sus cartas, la Segunda, escrita en 1798, cuando se refiere a los llamados aguadores y mozos de cordel, que tenían derecho de uso de una capilla en la catedral:

"Pero el privilegio que tienen en más es el que veinte de los más fornidos entre ellos lleven el paso de la hostia consagrada en la procesión del Corpus, que va entronizada en un templete de plata maciza. Los portadores van ocultos detrás de las ricas colgaduras de tisú de oro que bajan hasta el suelo por los cuatro lados del paso, y aunque el peso de la máquina es enorme, estos veinte hombres lo soportan sobre la parte posterior del cuello y lo mueven con tanta agilidad y regularidad como si el impulso saliera de la fuerza del vapor o de otro poder mecánico continuo." 

La nítida descripción concluye narrando que el cortejo, con toda su carga de liturgia y boato, es presidido, a la postre, por el prelado hispalense, luciendo sus mejores galas y con un detalle curioso:

"Lo que da a este cortejo el más sorprendente toque final es un clérigo en sobrepelliz que porta un abanico circular de seda, ricamente recamado, de unos dos pies de diámetro, sostenido por una barra de plata de seis pies de largo. Este abanico se agita constantemente a conveniente distancia del arzobispo cuando éste asiste al servicio de la Catedral en los meses de verano, para aliviarlo así del opresivo efecto de sus vestiduras bajo el ardiente sol andaluz. Esta costumbre creo que es propia de Sevilla." 

El abanico, pasando las medidas de pies a metros, tendría sesenta centímetros de diámetro y la vara, alrededor de metro ochenta y quizá Blanco White lo confundiera con el quitasol circular que todavía se empleaba para dar sombra al arzobispo a comienzos del siglo XX durante las procesiones del Corpus.

Como puede verse, la amenaza de "las calores" siempre ha planeado sobre el Corpus y su procesión, Fiesta Mayor de Sevilla, y en ocasiones ha habido cierta controversia sobre la idoneidad del horario o incluso sobre su fecha de celebración, pero esa, esa ya es harina de otro costal.