Esta semana, tras el interés despertado por Fran Antonio de Lagama, el fraile bandolero, nos vamos a centrar en otro religioso, pero con perfil diferente. Apuesto y gallardo en su juventud, con un prometedor futuro al decir de las crónicas, viajero y con suficiente formación para alcanzar un nivel de vida bastante alto, prefirió el áspero hábito de franciscano cupuchino, la predicación y el compromiso por los demás; de él se conserva aún una pintura en su convento y toda una colección de documentos históricos de enorme valor para el estudio de la Guerra de Independencia. Pero como siempre, vayamos por partes.
Joaquín María Caravallo y de Vera habría nacido en Sevilla el 16 de agosto de 1766, en el seno de una familia de comerciantes. Siguiendo las instrucciones de su devota madre, en 1777 comenzó los estudios en el Colegio de Santo Tomás junto con su hermano Juan, logrando el grado de Licenciado en Filosofía en la Hispalense, pero un súbito e inexplicable cambio de opinión hará que indique a sus padres el deseo de ver mundo y formarse, de manera que el 13 de abril de 1786 embarcará rumbo a México, quizá para conocer el oficio mercantil de su padre.
Un cronista contemporáneo a él lo describió de este modo: "cuerpo recto, rostro hermoso, tez muy blanca, ojos negros, rasgados en muy buena proporción; nariz y boca sin imperfección, su modo de reír muy gracioso, y en todo el conjunto le hacía muy bien parecido".
Llegado a México, durante su estancia allí comenzó la costumbre de llevar un pormenorizado y concienzudo diario de sus actividades, sin olvidar hasta estadísticas sobre natalidad o mortalidad de la población, algo que le marcaría de por vida. Los ruegos de su madre por la enfermedad paterna desde España harán que regrese, desembarcando en Cádiz el 28 de mayo de 1788, como ha constatado la profesora Freire López. También en la vida de Joaquín habrá otro regreso por aquellos años: el de la vida académica, pues logrará el título de Maestro en Artes por la Universidad de Sevilla, que correspondería al grado de Doctor.
Un incidente, o accidente, la caída desde su enjaezado caballo, mientras participaba en un vistoso desfile con ocasión de la proclamación como rey de Carlos IV, será para él una especie de mística revelación para abandonar una vida de vanidades y lujos y decidir optar por la dura vida religiosa en comunidad. Permanecerá durante cierto tiempo con los filipenses y los cartujos, pero se decidirá finalmente por el Convento de Santa Justa y Rufina, de padres capuchinos, ingresando en la Orden con la oposición de su familia, que veía en él una prometedora carrera como continuador de los negocios familiares.
El 5 de enero de 1790 toma los hábitos y cambia su nombre; desde entonces será fray Salvador Joaquín de Sevilla. Desde el primer momento hará gala de una proverbial humildad y especial devoción a la Virgen María y al sacramento del Bautismo, pero no por ser capuchino abandonará viejas costumbres, ya que llevará por escrito hasta los bautismos celebrados por él (más de siete mil). Ferviente devoto de la Divina Pastora de Capuchinos, se conservan unas coplas suyas dedicadas a ella, cuyo estribillo final dice así:
Estudió Teología en Jerez de la Frontera y a su regreso al convento de capuchinos y dadas sus cualidades oratorias fue ascendido al puesto Predicador, cargo en el que se entregó en cuerpo y alma ya que poco a poco su figura comenzó a hacerse familiar para todos. Velázquez y Sánchez en sus Anales de Sevilla lo describió de este modo:
"Viéndosele de contínuo en el hogar aristocrático y en el mísero albergue, ministro fiel de una religión de fraternidad entre los hombres. Grave sin afectación y sencillo sin bajeza, excusaba toda conversación en que se aludiera al crédito de sus misiones apostólicas, al cariño filial que le profesaban los admiradores de su mérito, ni a sus antecedentes en la vida social".
No rehuirá el contacto con los enfermos como cuando estalla la epidemia de Fiebre Amarilla de 1800, durante la cual llegó a contagiarse y a partir de la misma su presencia podrá notarse en todas las zonas de la ciudad, pues lo mismo frecuentaba el famoso Puesto de Agua de Tomares, que ya comentamos en cierta ocasión, que acudía a predicar a los Humeros o la Puerta de Córdoba o que podía vérsele por los caminos para atender a enfermos o moribundos ganándose el cariño de muchos y el apelativo de "Padre Verita".
El 13 de septiembre de 1830, fallecía "con grande opinión y olor de santidad" el Padre "Verita", a la edad de 64 años y 39 de pertenencia a la orden capuchina siendo multitud de fieles la que acudió a su velatorio y funeral en el convento, aunque Álvarez Benavides afirma que murió en una casa de la calle Francos 26, donde habría vivido durante su enfermedad; desconocemos las causas de su muerte, aunque algunos autores mencionan un fuerte golpe recibido mientras celebraba la Eucaristía en el convento de San Pablo. Por cierto, el Padre "Verita" pasó a la historia, según sus propias cuentas, por haber regalado más de doscientos mil rosarios, cifra difícil de superar, pero esa, esa ya es otra historia.