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01 noviembre, 2020

Entre bastidores


No hace mucho, nos llegó a través de nuestro numerosísimo equipo de bibliotecarios, archiveros y documentalistas, una historia que en principio no transcurría en Sevilla, sino en el dorado Hollywood de los años cincuenta, pero que luego nos hizo descubrir un relato casi gemelo, pero con acento hispalense.


Como se suele decir, principio quieren las cosas; en 1957, el rey del Rock Elvis Presley se estrenaba en una película titulada “Loving You”, en la que debutó en un papel secundario una joven actriz de apenas diecinueve años: Dolores Hart, aunque su apellido real fuera Hicks. Hija de actores y nieta incluso de un empleado de una sala proyección, no es de extrañar que pronto se decantase por la carrera cinematográfica, logrando diferentes papeles secundarios hasta su debut final como primera protagonista en 1960. De indudable belleza, a partir de ahí alcanzó importantes cotas en el teatro en Brodway (nominada a algún premio, incluso) y compartió reparto con actores tan importantes como Robert Wagner, Montgomery Clift o George Hamilton, por citar algunos aparte del propio Presley, con quien volvería a coincidir en otro film. Tenía una legión de admiradores, todo estaba a su favor...

Lo que son las cosas, algunos especialistas sostienen que si hubo un papel que marcó el destino de nuestra actriz fue el de Santa Clara en la película “San Francisco de Asís” (1961), dirigida por Michael Curtiz; al poco de estrenarse, y ante la sorpresa de muchos, Dolores Hart rompió su compromiso matrimonial y decidió ingresar en la rama femenina de la orden benedictina, profesando como novicia en el monasterio de Regina Laudis en Bethlem (Conneticut) y llegando a ser su abadesa entre 2001 y 2015. Todavía continúa allí su vida contemplativa y de oración, concediendo entrevistas y publicando su biografía. Como curiosidad, en la actualidad es la única monja con derecho a voto en la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas a la hora de conceder los premios “Oscar”. 

 

 


Cambiemos de escenario.


Estamos en la Sevilla del siglo XVIII, donde el teatro venía padeciendo innumerables tribulaciones, enmedio de agrias polémicas entre los Ilustrados, como Pablo de Olavide, que defendían a ultranza su utilidad pedagógica, y la Iglesia, que lo calificaba como algo casi corrupto por los abusos e incidentes indecorosos que ocurrían en las representaciones. De hecho, las representacions cómicas estuvieron ausentes de los teatros hispalenses durante muchísimos años, de manera que solo el “Bel Canto”, la ópera, pudo representarse en nuestra ciudad.

En el centro de aquella vorágine de pros y contras, surgió la figura de una actriz y cantante, Rosa Pérez, que logró sonados triunfos en los mejores teatros y que por su belleza y elegancia arrastraba tras de sí toda una legión de admiradores y pretendientes de la más variada condición, quien “bebía los vientos” por los favores de la artista y dió lugar, dicen, a no pocos episodios galantes y amorosos, dignos de novela de capa y espada. Dotada de una hermosa voz, su faceta dramática tampoco quedaba atrás, de manera que fue una destacada figura en el panorama escénico de finales del siglo.


En la cima de la fama, cuando todo el mundo se rendía a sus pies, Rosa Pérez, en un gesto que dejará pasmados a sus admiradores, decidirá ingresar como religiosa de clausura en el Convento de Santa María la Real, ubicado por aquel entonces en la calle San Vicente y ahora ocupado por los dominicos. La solemne ceremonia de profesión tuvo lugar el 2 de febrero de 1800 y a ella acudió lo más granado de la alta sociedad sevillana, en un acto religioso que reunió a no pocos “fans” (aunque la palabra no existiera entonces) de la intérprete, sin que a ciencia cierta trascendiera los motivos de tan súbita vocación religiosa y de tan ardientes deseor por retirarse de la vida de la farándula sustituyéndola por el claustro y el coro.


La nueva novicia, valga la redundancia, tomará el nombre de Sor Rosa de Jesús María si que se conozcan más detalles de su vida en el convento, aunque hay que resaltar que el día de su solemne toma de hábitos un anónimo admirador, que respondía a las iniciales “F. M. C.” publicó unas “aleluyas” o versos de alabanza en honor de la nueva religiosa y que fueron distribuidad entre quienes acudieron aquella mañana de febrero al convento dominico.


Rosa, sin duda que nacistes para aplausos:

los hombres admirastes:

al mundo con tu acento sorprendistes,

y elogios de las gentes escuchastes.

Desengañada, al claustro te vinistes

y aquí el reposo con placer hallastes;

hay siempre quien te aplauda con anhelo;

antes era la tierra, ahora es el cielo.

Canta Rosa, su voz tiene pendiente

un cúmulo de humanas atracciones

zozobrando en el rápido torrente

de aplauso general y aclamaciones.

Viénese al claustro, llora penitente

y al cielo le merece aceptaciones;

Rosa, tu suerte siempre la mejoras

feliz si cantas, más feliz si lloras.



10 enero, 2012

V.O.S.

   Ciertamente era goce que anhelábamos experimentar, pues asaz curiosos como somos, no podíamos demorar en demasía visitar tal lugar, alentados a ello por descubridor afán  y resueltos a comprobar si lo que nos referían poseía trazas de veracidad.

     A primera vista, poca expectación despertó en nosotros la contemplación de la edificación, pues ni fachada ni construcción hacía presagiar que en sus entrañas pudiera haber divertimento alguno, mas haciendo de tripas corazón y encomendándonos a Santa Librada, por quien profesamos especial devoción en difíciles trances, resolvimos franquear puertas y aprestarnos a nuestra suerte fuera la que fuese.
     Apenas rebasados portones, un mozo indicónos que necesario era abonar de nuestro pecunio cierto estipendio para gozar de lo allí prometido, por lo que hubimos de agitar nuestra exigua bolsa (a la cuarta pregunta por mor de Cuesta que no es del Rosario, precisamente, sino de Enero) y entregar unas monedas a través de cubículo de extraña forma, a cuyo otro lado un escribiente nos entregó carta de pago con menudos número y letras.

     Aseméjase el sitio a corrala de comedias, pero en honor a verdad habremos de añadir que mientras en aquella el populacho anda como Pedro por su casa, en este sitio es de obligado cumplimiento que el público tome asiento en mullidos escaños tapizados con lujoso tejido, alineados en orden perfecto y conveniente para poder asistir, sin contrariedades ni molestias, y aún más, comenzó puntualmente la función, lo que no era frecuente antaño. Olvidábamos narrar cómo al fondo, inmaculado, álzase grande y albo lienzo, llamándonos la atención que faltasen foro, bastidores, o siquiera cortinaje con que auxiliar a dramático juego.  



     Juzgábamos poca la iluminación del recinto cuando esta apagóse de improviso, quedando callada la sala de no ser por masticar de ciertos frutos tostados traídos de Indias, impenitente darle a la sin hueso de algunos, poco dados a guardar silencio ni tan siquiera en su propio responso o al descaro con que otros, metidos en harina, desobedecen el sexto mandamiento. Temimos serio desperfecto en tales lámparas, cuando también de súbito, tras nuestras cabezas surgió poderoso haz de luz que plasmóse sobre el blanco telón, emergiendo, como por arte de conjuro o hechizo, figuras humanas que por sus semblantes asemejábanse a lo real, por lo compuesto de su hechura y por lo aderezado  de sus movimientos, componiendo curiosos cuadros y escenas de dramática manera, tratándose, colegimos, de intérpretes sin carne y hueso, lo que dice poco del amo del negocio, pues prefiere a estos autómatas que a honrados comediantes.


      Si la aparición de estas figuras conmoviónos no poco, qué decir de su forma y manera de hablar, pues comprobamos se expresaban en lengua ignorada por nosotros, nada inteligible, y sin saber qué decían anduvimos un tiempo, distraídos de la urdimbre de la trama, de no ser por amable camarada de asiento que nos invitó a lectura de ciertos letreros, que no habíamos distinguido, y que tenían virtud de glosolalia, ya que decían en román paladino lo que las dichas figuras proyectadas hablaban en su materna lengua, lo que nos alivió no poco.  

      Caresció la representación de intermedios, de músicos, de malabares o saltimbanquis, ni de danzas siquiera (aficionados como somos a zarabanda y chacona), sino toda ella representóse larga y tendida y a su fin, tampoco hubo ovaciones o abucheos, sino que tornáronse a encender lámparas, abandonó el público la estancia dejando desperdicios por doquier (en eso poco cambio ha habido, vive Dios) y nosotros quedamos a una vez maravillados y cabizbajos, meditabundos y embriagados. Extraña e intrigante diversión.