Pocos imaginarán, si pasan por la calle Alfaqueque, en el barrio de San Vicente, que en la puerta de una de sus casas colgó de un gancho la cabeza de un malhechor, ejecutado por sus crímenes a finales del XVII y cuya muerte dejó boquiabierto a más de uno. Pero como siempre, vayamos por partes.
A mediados del siglo XVII, como cuentan Álvarez Benavides o Chaves Rey en sus crónicas y escritos, había nacido en la calle Alfaqueque, feligresía de la muy cercana parroquia de San Vicente, un noble de rancios y castellanos orígenes, pues su familia presumía de alcurnia, nobleza e hidalguía en unos tiempos en que este tipo de cuestiones eran más que importantes socialmente hablando. Educado con todo esmero por sus padres, aquel niño, de nombre Gaspar, fue creciendo con la idea primordial de dar lustre y fama a su linaje. Para ello, como otros muchos de su tiempo, determinó tomar la carrera de las armas y alistarse en los viejos Tercios del Rey, combatiendo en varias campañas bajo las banderas de ilustres comandantes en zonas bélicas como la portuguesa. Destacó por su valentía prontamente, logrando ascensos (hasta alcanzar el grado de capitán) y recompensas (entonces denominadas "ventajas") que pasaron a engrosar una intachable hoja de servicios, logrando con ello el favor y admiración de sus superiores y, paralelamente, el anhelado reconocimiento para su estirpe y casa.
Pasaron los años. Hastiado del olor de la sangre, de las marchas interminables por caminos polvorientos, del estruendo de los arcabuces y mosquetes, del cansino redoblar de los tambores y de los rigores y penurias de la guerra, Don Gaspar Yelves, que éste era su apellido, meditó profundamente sobre su futuro y decidió solicitar por escrito la licencia definitiva en su Compañía y regresar a su patria chica, a su casa con blasón en la puerta de la calle Alfaqueque, para gozar de un más que merecido descanso tras una vida llena de peligros y fatigas.
Contrajo feliz matrimonio con Doña Antonia Falcón, una huérfana y acaudalada dama de estirpe antigua y con ella comenzó una tranquila vida en su barrio de San Vicente, gozando del aprecio de sus convecinos, siendo tenido por ameno conversador de cuidados modales y por un carácter extrovertido, acompañado de una más que generosa prodigalidad en lo económico, como detalló un texto del siglo XIX:
"Asistía con frecuencia a la iglesia de San Vicente a su santo rosario, y a todos los actos de devoción, dando mucho ejemplo, pues repartía diariamente limosna a los pobres".
Eran la pareja ideal, la imagen de la felicidad, la perfecta armonía, envidiada por muchos. Sin embargo, en cuestión de meses, pronto comenzaron las murmuraciones entre los parroquianos ante el elevado tren de vida de la pareja, sus cuantiosos gastos en muebles, joyas y vestuario y las continuas y prolongadas ausencias de Don Gaspar, justificadas por su esposa por negocios vinculados a ciertas tierras castellanas en litigio, lo cual fue creído por todos a piés juntillas.
Los más allegados, preocupados sinceramente por su seguridad, advirtieron al de Yelves que procurase tomar precauciones en sus viajes, ya que a finales del siglo XVII, coincidiendo con la complicada etapa final del reinado de Carlos II el Hechizado, abundaban las partidas de bandoleros que acechaban en los caminos a los menos precavidos para despojarles de sus pertenencias, usando para ello métodos sanguinarios que llevaban no pocas ocasiones hasta el asesinato. En concreto, una de estas partidas destacaba de las demás por sus robos sin violencia y por su habilidad para poner tierra de por medio sin que la justicia pudiera "echarle el guante".
Don Gaspar, avezado oficial curtido en mil batallas, valga la expresión, siempre sonreía cuando escuchaba tales consejos, agradeciendo los desvelos hacia su persona e indicando que él sabía cuidarse perfectamente, presumiendo de buena esgrima con la que blandir la espada y de sendos pistoletes que procuraba llevar bien cebados de pólvora. A mediados de 1697 partió de nuevo a sus quehaceres, dejando a su esposa y amigos harto preocupados por su seguridad. Durante meses, no hubo noticias suyas, preocupando a sus más cercanas amistades y angustiando a su esposa, que no tardó en temerse lo peor.
Por otra parte, en enero de 1698, sin noticias de nuestro capitán, fue apresada una experimentada banda de malhechores, vieja conocida de las autoridades, en la que figuraba un tal Zapata, acusada del sacrílego saqueo de una ermita en tierras castellanas, de donde sustrajeron numerosas alhajas y vasos sagrados. En el haber de la cuadrilla de maleantes había también delitos de sangre perpetrados, al parecer, sin el consentimiento del cabecilla de la banda, según afirmaron algunos de sus miembros en los interrogatorios, lo que había provocado un grave enfrentamiento interno entre dicho cabecilla y el antes mencionado Zapata, desembocando en la captura de todos. Vistas las pruebas y evidencias, la sentencia dictada por la Real Audiencia de Sevilla fue dura e inapelable y condenó a la pena máxima a toda la partida. Rápidamente y sin más demora, pues el tiempo apremiaba, se dispuso todo con cadalso y horca, pregonándose en los lugares acostumbrados el día y hora de la ejecución en la Plaza de San Francisco.
Aquella fría, y puede que también nublada mañana de enero, el cortejo de ajusticiados partió de la Cárcel Real de la calle de las Sierpes a paso lento, casi procesional, realizando el recorrido habitual por Cerrajería, Cuna, Salvador hacia Francos y Alemanes, (donde el Cristo de los Ajsuticiados) y demás calles, atestadas de un público deseoso de emociones fuertes mientras los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías y pícaros y ladronzuelos oteaban posibles incautos. Todas las miradas estuvieron puestas en el traqueteante carromato en el que realizaba su último viaje aquel desarrapado grupo, pero con lo que pocos contaban era con la sorprendente presencia en dicho grupo del mismísimo Don Gaspar de Yelves, "capitán" de aquella partida de salteadores de caminos, altiva su expresión y digna mirada al frente, como si fuera a desfilar para pasar revista frente a un aguerrido general. Como soldado veterano, soportó el metódico rito con actitud concentrada, pareciendo reconfortado con la absolución y el perdón de los padres jesuitas encargados de tan piadosa tarea. El verdugo actuó con rapidez y en escasos segundo todo estaba terminado. Bueno, todo no.
Cumplido el castigo, como era la costumbre de la época, el cuerpo del deshonrado capitán fue llevado a la llamada Mesa del Rey, especie de tosca plataforma de piedra situada en el camino hacia Alcalá de Guadaira; allí fue despedazado en sus extremidades, repartidas por otros tantos puntos de la geografía sevillana y su cabeza colgada en un garfio a la puerta de su propia casa, como cruel escarmiento y severa advertencia. Desconocemos que fue de su desdichada viuda y de su patrimonio y fortuna, logrados de modo delictivo.
Foto: Reyes de Escalona. |
Andando los años, en esa misma calle Alfaqueque, se situó curiosamente un corral de vecinos, actualmente desaparecido, llamado de Don Gaspar, quizá como recuerdo de este capitán y bandido que nunca derramó sangre ajena, aunque esa, esa ya es otra historia...