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29 enero, 2024

El Verdugo y las Doncellas.

No lejos de la Puerta de la Carne, sumergida como tantas en el constante trajín de multitud de turistas acarreando maletas, encontraremos una calle sin aparente historia, en la que tuvo su morada un personaje digno de mención por su siniestra forma de ganarse la vida; pero como siempre, vayamos por partes.

Foto Reyes de Escalona.

Entre la calle Santa María la Blanca, pasando por Cruces, y terminando en un callejón sin salida, la calle Doncellas es quizá muchos más conocida por su famoso Horno del mismo nombre, muy apreciado por el gran público por sus regañás y torrijas en fechas cuaresmales que por su propia historia. Poco se sabe del origen del nombre de esta calle, aunque quizá se deba a que allí vivieran jóvenes con esa condición de doncellas o a la presencia de alguna casa propiedad de algún tipo de fundación o hermandad que tenía como objetivo el cuidar de dichas muchachas proporcionándoles dotes con las que contraer matrimonio.

Foto Reyes de Escalona. 

Estrecha y sinuosa, ahora con numerosos negocios de hostelería orientados al omnipresente turismo, posee algunos edificios del siglo XIX, con la curiosidad de que finaliza en una zona sin salida, tras atravesar otras calles como Mariscal, llamada Trasbolso antiguamente por encontrarse a la espalda de la casa palacio del banquero Pedro de Morga, arruinado en el siglo XVI, y también  Cruces, ambas también muy angostas y llenas de encanto. En el caso de la Plaza de las Tres Cruces, indicar que fue creada en 1942 tras la demolición de una escueta manzana de casas, colocándose tres fustes de columnas con las correspondientes cruces, cercadas por una verja de forja e iluminadas por faroles. Durante un tiempo la zona se denominó de los Cuatro Vientos, aunque González de León afirmaba que ello se debía a: 

"Costumbre viciosa y sin ninguna significación como sucede con la presente, que ni aun el nombre de calle merece por el pequeñísimo tamaño, porque  no sólo está a cuatro vientos pero ni uno, pues es una continuación algo más ancha de la calleja angostísima de las Tres Cruces o Cruces Verdes".

El escritor Alfonso Álvarez-Benavides, en sus Curiosidades Sevillanas, libro rescatado del olvido en 2005 con una cuidada edición de la Universidad realizada y prologada por el malogrado profesor Alberto Ribelot, mencionaba que en esta calle de las Doncellas vivió en aquellos tiempos, finales del siglo XIX, un oscuro personaje: un verdugo. 

Efectivamente, en el número 13 de la calle Doncellas tuvo su domicilio durante un tiempo José Quintana Caballero, sujeto, como afirma el propio Álvarez-Benavides no mal parecido, de elevada estatura y aspecto aseado, con buen hablar y desenvuelto, de manera que podría confundirse con alguien de posición holgada, ya que lucía valiosos anillos de oro y brillantes, vestía de negro, peinaba sus cabellos de manera atildada y usaba elegante bigote. El escritor afirma haberlo conocido en Córdoba en 1891, con motivo de la ejecución del condenado José Cintabelde Pujazón, el famoso Pepillo Cintas Verdes, autor de los llamados crímenes del Jardinito, acaecidos en un cortijo el 27  de mayo de 1890 y en el que encontraron la muerte varias personas, dos niñas incluidas, todo por un botín destinado a comprar entradas para una corrida de toros de la feria cordobesa. 

Con un sueldo de 24 reales diarios, como verdugo cobraba además 40 pesetas en concepto de derechos, que incluían, cosas de aquellos tiempos, la construcción del patíbulo, la hopa o ropajes que había de vestir el reo, sin olvidar otros elementos como las cuerdas con que atarlo llegado el fatídico momento, todo ello con el "plus" de cobrar el doble los días que tenía que ejercer su tremenda función. Como se ve, un puesto de trabajo bien remunerado aunque sus funciones no pudieran ser más odiosas. 

Foto Reyes de Escalona.

Al parecer nacido en Madrid, Quintana era llamado a otras poblaciones para cumplir con su cometido, habiendo acudido a Villanueva del Río para ajusticiar a dos sujetos condenados a la pena máxima por el asesinato de una pareja de la Guardia Civil, a Osuna, para dar muerte a Ventura Medina, autor de varios homicidios y a localidades como Murcia, Albacete, Pozoblanco, Jerez, Granada o Cádiz. El propio Álvarez-Benavides relataba así su encuentro con este ejecutor sevillano, que usaba para su cometido el llamado Garrote Vil: 

"Cuando en Córdoba conocimos y hablamos con Quintana en virtud de nuestra misión como corresponsal de un diario sevillano, aquel no tuvo inconveniente en mostrarnos las máquinas destinadas para las ejecuciones; llevaba dos, perfectamente lustrosas y ensebadas, como demostró a nuestra vista haciéndolas girar, pesa cada una once kilos, y la correa que ha de sujetar al reo es de grandes dimensiones y sumamente fuerte. 

José Quintana nos manifestó que el día antes de las ejecuciones y aquel en el que se verifican, no puede ni comer ni dormir, por las impresiones que recibe, y que en su opinión, los reos no sufren nada, dada la prontitud con que la máquina concluye la vida de los ejecutados. Nos basta con que Quintana nos lo asegure. "

Por lo que hemos averiguado, Quintana seguía en activo aún en abril de 1905, ya que se le menciona en reseñas de la prensa local sevillana siendo movilizado para realizar su cometido en Cádiz (habría cobrado mil pesetas en concepto de salario, dietas y gastos para el montaje del cadalso) para hacer cumplir la condena a pena de muerte impuesta a Antonio Vega Romero por delitos de homicidio, robo e incendio. Debido a su fama y problemas con sus vecinos, Quintana tuvo que mudarse, dejando la calle Doncellas para marcharse a la calle Imperial número 19, esquina con Lanza, y a partir de ahí se le pierde la pista sobre su vida, pero esa, esa ya es otra historia. 

16 enero, 2023

Oficial y caballero.

Pocos imaginarán, si pasan por la calle Alfaqueque, en el barrio de San Vicente, que en la puerta de una de sus casas colgó de un gancho la cabeza de un malhechor, ejecutado por sus crímenes a finales del XVII y cuya muerte dejó boquiabierto a más de uno. Pero como siempre, vayamos por partes. 

A mediados del siglo XVII, como cuentan Álvarez Benavides o Chaves Rey en sus crónicas y escritos, había nacido en la calle Alfaqueque, feligresía de la muy cercana parroquia de San Vicente, un noble de rancios y castellanos orígenes, pues su familia presumía de alcurnia, nobleza e hidalguía en unos tiempos en que este tipo de cuestiones eran más que importantes socialmente hablando. Educado con todo esmero por sus padres, aquel niño, de nombre Gaspar, fue creciendo con la idea primordial de dar lustre y fama a su linaje. Para ello, como otros muchos de su tiempo, determinó tomar la carrera de las armas y alistarse en los viejos Tercios del Rey, combatiendo en varias campañas bajo las banderas de ilustres comandantes en zonas bélicas como la portuguesa. Destacó por su valentía prontamente, logrando ascensos (hasta alcanzar el grado de capitán) y recompensas (entonces denominadas "ventajas") que pasaron a engrosar una intachable hoja de servicios, logrando con ello el favor y admiración de sus superiores y, paralelamente, el anhelado reconocimiento para su estirpe y casa. 

Pasaron los años. Hastiado del olor de la sangre, de las marchas interminables por caminos polvorientos, del estruendo de los arcabuces y mosquetes, del cansino redoblar de los tambores y de los rigores y penurias de la guerra, Don Gaspar Yelves, que éste era su apellido, meditó profundamente sobre su futuro y decidió solicitar por escrito la licencia definitiva en su Compañía y regresar a su patria chica, a su casa con blasón en la puerta de la calle Alfaqueque, para gozar de un más que merecido descanso tras una vida llena de peligros y fatigas.  

Contrajo feliz matrimonio con Doña Antonia Falcón, una huérfana y acaudalada dama de estirpe antigua y con ella comenzó una tranquila vida en su barrio de San Vicente, gozando del aprecio de sus convecinos, siendo tenido por ameno conversador de cuidados modales y por un carácter extrovertido, acompañado de una más que generosa prodigalidad en lo económico, como detalló un texto del siglo XIX: 

"Asistía con frecuencia a la iglesia de San Vicente a su santo rosario, y a todos los actos de devoción, dando mucho ejemplo, pues repartía diariamente limosna a los pobres".

Eran la pareja ideal, la imagen de la felicidad, la perfecta armonía, envidiada por muchos. Sin embargo, en cuestión de meses,  pronto comenzaron las murmuraciones entre los parroquianos ante el elevado tren de vida de la pareja, sus cuantiosos gastos en muebles, joyas y vestuario y las continuas y prolongadas ausencias de Don Gaspar, justificadas por su esposa por negocios vinculados a ciertas tierras castellanas en litigio, lo cual fue creído por todos a piés juntillas. 

Los más allegados, preocupados sinceramente por su seguridad, advirtieron al de Yelves que procurase tomar precauciones en sus viajes, ya que a finales del siglo XVII, coincidiendo con la complicada etapa final del reinado de Carlos II el Hechizado, abundaban las partidas de bandoleros que acechaban en los caminos a los menos precavidos para despojarles de sus pertenencias, usando para ello métodos sanguinarios que llevaban no pocas ocasiones hasta el asesinato. En concreto, una de estas partidas destacaba de las demás por sus robos sin violencia y por su habilidad para poner tierra de por medio sin que la justicia pudiera "echarle el guante". 

Don Gaspar, avezado oficial curtido en mil batallas, valga la expresión, siempre sonreía cuando escuchaba tales consejos, agradeciendo los desvelos hacia su persona e indicando que él sabía cuidarse perfectamente, presumiendo de buena esgrima con la que blandir la espada y de sendos pistoletes que procuraba llevar bien cebados de pólvora. A mediados de 1697 partió de nuevo a sus quehaceres, dejando a su esposa y amigos harto preocupados por su seguridad. Durante meses, no hubo noticias suyas, preocupando a sus más cercanas amistades y angustiando a su esposa, que no tardó en temerse lo peor.

Por otra parte, en enero de 1698, sin noticias de nuestro capitán, fue apresada una experimentada banda de malhechores, vieja conocida de las autoridades, en la que figuraba un tal Zapata, acusada del sacrílego saqueo de una ermita en tierras castellanas, de donde sustrajeron numerosas alhajas y vasos sagrados. En el haber de la cuadrilla de maleantes había también delitos de sangre perpetrados, al parecer, sin el consentimiento del cabecilla de la banda, según afirmaron algunos de sus miembros en los interrogatorios, lo que había provocado un grave enfrentamiento interno entre dicho cabecilla y el antes mencionado Zapata, desembocando en la captura de todos. Vistas las pruebas y evidencias, la sentencia dictada por la Real Audiencia de Sevilla fue dura e inapelable y condenó a la pena máxima a toda la partida. Rápidamente y sin más demora, pues el tiempo apremiaba, se dispuso todo con cadalso y horca, pregonándose en los lugares acostumbrados el día y hora de la ejecución en la Plaza de San Francisco. 

Aquella fría, y puede que también nublada mañana de enero, el cortejo de ajusticiados partió de la Cárcel Real de la calle de las Sierpes a paso lento, casi procesional, realizando el recorrido habitual por Cerrajería, Cuna, Salvador hacia Francos y Alemanes, (donde el Cristo de los Ajsuticiados) y demás calles, atestadas de un público deseoso de emociones fuertes mientras los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías y pícaros y ladronzuelos oteaban posibles incautos. Todas las miradas estuvieron puestas en el traqueteante carromato en el que realizaba su último viaje aquel desarrapado grupo, pero con lo que pocos contaban era con la sorprendente presencia en dicho grupo del mismísimo Don Gaspar de Yelves, "capitán" de aquella partida de salteadores de caminos, altiva su expresión y digna mirada al frente, como si fuera a desfilar para pasar revista frente a un aguerrido general. Como soldado veterano, soportó el metódico rito con actitud concentrada, pareciendo reconfortado con la absolución y el perdón de los padres jesuitas encargados de tan piadosa tarea. El verdugo actuó con rapidez y en escasos segundo todo estaba terminado. Bueno, todo no.

Cumplido el castigo, como era la costumbre de la época, el cuerpo del deshonrado capitán fue llevado a la llamada Mesa del Rey, especie de tosca plataforma de piedra situada en el camino hacia Alcalá de Guadaira; allí fue despedazado en sus extremidades, repartidas por otros tantos puntos de la geografía sevillana y su cabeza colgada en un garfio a la puerta de su propia casa, como cruel escarmiento y severa advertencia. Desconocemos que fue de su desdichada viuda y de su patrimonio y fortuna, logrados de modo delictivo.

Foto: Reyes de Escalona.

Andando los años, en esa misma calle Alfaqueque, se situó curiosamente un corral de vecinos, actualmente desaparecido, llamado de Don Gaspar, quizá como recuerdo de este capitán y bandido que nunca derramó sangre ajena, aunque esa, esa ya es otra historia...

28 septiembre, 2020

El último en enterarse

Dentro de los sucesos o sucedidos sevillanos que pasaban de boca en boca, ocupó lugar preferente durante años el ocurrido en nuestra ciudad en octubre de 1624. El trío protagonista llenó la ciudad de dimes y diretes por lo inaudito de la situación y por cómo quedó finalmente resuelta.


Empecemos por presentar a los intervinientes en esta tragicomedia: en primer lugar Cosme Sevaro, sastre, de orígen catalán por más señas, y que poseía vivienda y negocio en el llamdo Pozo de los Traperos, cerca de la calle de los Tundidores, actual Hernando Colón; en segundo lugar, su esposa, una hermosa mujer llamada Manuela Tablante, dada a galanteos y coqueteos; por último, el tercero en discordia, José Márquez, oficial empleado en la sastrería de Cosme, robusto mozo según las crónicas, que no tardó en entablar relación con la mujer de su maestro, movido por una irreflenable atracción mutua, sin que el alfayate, que era como se llamaba entonces a los sastres, se percatase de ello ni notase nada extraño en cuanto a la fidelidad de su pareja. 

 

En una carta escrita por un padre franciscano a Don Francisco de Quevedo se decía sobre los escarceos amorosos de Manuela y José: 

"Cuando el oficial tenía el antojo de ver a Manuela decía: Seda, señora maestra, y ella respondía: suba por ella, y de esto quedó un refrán que ahora se dice en todas las plazas de Sevilla". 

Pero como suele ocurrir en estos casos, enterado al final Cosme, en vez de montar en cólera y tomar venganza espada en mano como era habitual en estos casos de adulterio manifiesto, nuestro sastre, hombre de ánimo tranquilo y vengativo sin duda, denunció a los dos jóvenes ante el escribano del crimen Lázaro de Olmedo, desarrollándose un enconado y comentado pleito que trajo como final que la Audiencia sentenciase a morir, degollados según algunos autoros, bajo pena de garrote, segúin otros, a los dos adúlteros, tal como marcaba la ley:


Si muger casada fuese adúltera, ella y su adulterador ambos sean en poder del marido,y haga dellos lo que quisiere y de quanto han, así que no pueda matar al uno y dexar al otro; pero si hijos derechos hubieren ambos, o el uno dellos, hereden sus bienes; y si por ventura la muger no fue en culpa, y fuere forzada, no haya pena.


La resolución por parte de la Justicia no cayó nada bien en la ciudad, que consideraba excesivo el castigo y poco benevolente al tribunal, prueba de ello es la respuesta por parte de algunos que hasta en dos ocasiones, formando compactos grupos de gente, destuyeron y quemaron el patíbulo de madera donde debería tener la ejecución, lo que da idea del rechazo que este tipo de sentencias generaba entre el pueblo. Finalmente, con el refuerzo de dos compañías de soldados, pudo montarse un nuevo cadalso, de mayot altura. 

El 25 de octubre, a las once de la mañana, llevaron a la Plaza de San Francisco a los dos reos amantes y al marido denunciante, que debía presenciar el sumario castigo. Estaban presentes también el Asistente de la Ciudad, Don Fernando Ramírez Fariñas, el Teniente Mayor Don Luis Ramíres, el Teniente Ruano y el Alcalde de la Justicia, Don Francisco Alarcón. 

 Los dos condenados aparecieron montados de espaldas y con crucifijos en sus manos en sendos borricos, la mujer vestida de negro y el mozo de blanco. Como contaban las crónicas de sucesos de la época:

«Los sacaron de la prisión en dos jumentos, que quebrantavan los coraçones de dolor el ver una moçedad y cortos años puestos en muerte de tan grande afrenta».

Al llegar al cadalso, Manuela quedó de rodillas con el rostro vuelto hacia el edificio de la Audencia, y José de igual modo, pero mirando hacia el Ayuntamiento. A duras penas pudo llegar Cosme, el marido acusador, al lugar de la ejecución, escoltado por el Sargento Mayor y un piquete de soldados, ya que era enorme la multitud que se había concentrado en la Plaza, y en balcones, azoteas y ventanas.



De entre el gentío congregado no tardó surgir un sordo rumor que poco a poco se convirtió en ensordecedor griterío “¡Perdón, perdón, perdón!” suplicando encarecidamente a Cosme que concediera el perdón a su mujer y su amante y, con ello, el indulto; enmedio de tan monumental confusión, o mejor, para añadir más aún, se abrieron las puertas del vecino convento Casa Grande de San Francisco y de ellas surgió un gran número de frailes en procesión portando velas encendidas y llevando en alto un crucifijo. 

Lenta pero resueltamente, el nutrido cortejo, entonando oraciones y salmos, se abrió paso con dificultades entre la abigarrada multitud y no dudó en entabalr forcejeo con el cordón de soldados para rebasarlo, ocasionándose disparos por parte de la fuerza armada e incluso heridas de pólvora a algún religioso, hasta que el jesuita Padre Soto, junto con otros doce frailes, accedieron resultamente al cadalso y una vez allí, con grandilocuentes y exageradas muestras de dolor, rogaron repetidamente al esposo ultrajado el perdón, haciendo lo mismo la propia Manuela, quien se arrojó dramáticamente, hecha un mar de lágrimas, a los pies de su marido. ¡Hasta se le llegó a ofrecer al marido denunciante la nada despreciable cantidad de dos mil ducados que él dignamente rechazó inconmovible!


Entre los papeles del Conde del Águila se conserva un texto de aquel momento en el que se detalla cómo se produjo la suspensión de la pena de muerte impuesta:


Clamaban los alaridos de la gente porque la mujer era hermosa: cuatro de los religiosos se abrazaron al marido sin dejarle menear y ayudados de otros y diciendo a grandes voces: - Ya ha perdonado- , echaron abajo a la mujer, que dio un salto por la escalera como una gata, y sin cesar las voces de – Ya ha perdonado – fue notable el alarido y contento de todos, y se la llevaron en volandas a San Francisco. Cosme, alzando el brazo, lo meneaba muy depriesa, haciendo señales de que no era verdad, pero seguían voces de perdón y echaron en el bullicio del tablado abajo al adúltero medio muerto y lo llevaron también a San Francisco, quedando allí Cosme llorando”.


Las gentes del pueblo, que habían tomado partido decididamente por Manuela y José, celebraron con alborozo la salvación "in extremis" de ambos y no tardaron en surgir coplas que los mozalbetes cantaban por las calles:


Todos le ruegan al Cosme

que perdone a su mujer

y él responde con el dedo

Señores, no puede ser”.


Como se ve, el efectista ardid de los frailes, digno de Lope o de Calderón, haciendo creer que se había producido el perdón, surtió el efecto deseado, burlando al marido y consiguiendo el favor del pueblo ante lo que consideraban un exceso de justicia.

La historia, cuentan, se divulgó multiplicada, enriquecida y exagerada en numerosas relaciones en prosa y en verso, a cuál más curiosa y en poco tiempo las peripecias y enredos de Cosme, Manuela y José, como si fuera un "culebrón" sevillano en pleno siglo XVII, estuvieron en boca de todos.

 

¿Qué sucedió finalmente con los participantes en este suceso?

 

A la postre, José Márquez fue enviado como condenado a remar a las galeras del Rey, falleciendo allí poco después, el sastre finalmente concedió el perdón a su esposa con la condición que entrase en un convento y Manuela Tablante, apodada "La Mal Degollada", indudablemente mujer de armas tomar, aceptó inicialmente tomar los hábitos pero se cuenta que escapó del cenobio donde estaba recluida y vivió con total libertad en su ciudad, entregándose a mil aventuras amorosas según los cronistas y alcanzando singular fama por ello.