En estos tiempos que
nos ha tocado vivir, nos parece de lo más normal que llegada cierta
hora de la tarde, casi como por arte de magia, y de común acuerdo,
se enciendan las luces de nuestras calles e iluminen nuestro caminar
por plazas y avenidas sin mayor problema. Sin embargo, hace
trescientos o cuatrocientos años, salir a la calle de noche, tras el
llamado toque de Ánimas o de oraciones, era poco más o menos que cosa de gente brava o valiente, pues
por un lado la oscuridad era dueña y señora de Sevilla, excepción
hecha de algún farolillo encendido junto a algún retablo o cruz, y
por otro eran las nocturnas horas las más apropiadas para fechorías,
pendencias y desmanes cometidos por los habituales de la
delincuencia, quienes aprovechaban precisamente el cobijo de las
sombras para actuar con impunidad habida cuenta la escasa presencia
de alguaciles en esas horas. En no pocas ocasiones algún aventurado
transeunte que se dirigía a alguna urgencia resultó asaltado o peor
aún, herido o acuchillado a manos de maleantes, lo que hizo tomar, al fin, cartas
en el asunto a las autoridades locales.
Corría el año
1732 cuando el Asistente Manuel Torres, junto con su sucesor Rodrigo
Caballero Illanes, acometieron las primeras intentonas de dotar de
alumbrado público a la ciudad; para ello, ordenaron al vecindario
que desde las primeras horas de la noche, hasta las doce, colocase
faroles encendidos en sus ventanas, a fin de evitar la oscuridad.
Aunque bien intencionada, la idea gozó de escasa aceptación, ya que aparte
de contar con la oposición de parte de los sevillanos, fueron muy
abundantes los casos en los que las gentes de mal vivir, que veían
peligrar sus “hazañas”, se dedicaron a apedrear o robar no pocos
faroles, con el consiguiente trastorno, o susto, para sus
propietarios.
En 1760, otro Asistente, Ramón Larrumbe, intentó de nuevo poner orden, publicando un bando el 27 de octubre en el que básicamente insistía en la obligación de colocar los faroles en ventanas desde media hora después de las oraciones hasta las once de la noche, bajo pena de dos ducados en una primera vez, cuatro ducados por la segunda y ocho por la tercera; además, y esto es interesante, se ordenaba el cierre a las ocho de la tarde de todos los bodegones, botillerías y tabernas, todo ello en favor del sosiego y seguridad de la ciudad. Por último, añadía: “Que desde las once de la noche en adelante, ningún vecino de cualquier calidad y condición que sea, pueda andar sin luz por las calles, llevándola por sí o por sus criados con linterna, farol, hacha o mechón; pena que al que contravenga, siendo persona distinguida, de seis ducados con la referida aplicación: y al que no sea de esta circunstancia se le tendrá por persona sospechosa, y se le tendrá en la cárcel, para que averiguado su modo de vivir, se le de el destino correspondiente”.
Diez años después un político ilustrado y reformador como Olavide, Asistente a la sazón de Sevilla, encarecía a los sevillanos la importancia de la iluminación: “Habiendo acreditado la experiencia no se había podido evitar que en horas extraordinarias transiten personas sospechosas, pues en fraude de ellas se ha verificado encontrarse sujetos de esta claes despúes de las doce de la noche, con la cautela de llevar luz e ir separados para que no se les pudiese retener por las rondas: considerando su señoría que en semejantes horas nadie sin motio urgente debe estar fuera de sus casas y que el mero hecho de carecer de esta legítima causa le constituye en sospecha”. ¿Resultado? Se ordenó la detención de cuantos vecino fuesen encontrados, como medida más que expeditiva, mediante un nuevo Bando publicado el 22 de octubre de 1772 en el que se establecía que toda personas que se hallase fuera de su casa pasadas las doce de la noche hasta el primer toque del alba y no acreditase estar en la calle por una urgencia, fuera dada por presa hasta que no aclarase su situación.
Al fin, en 1791, el
Asistente Ábalos tomó una decisión que marcaría un antes y un
despúes en esta cuestión, creando un cuerpo de faroleros o “mozos
del alumbrado” quienes estarían al cargo del encendido diario de
los faroles vecinales, cobrándosele a los sevillanos un canon por
este servicio. Como curiosidad, se pide a estos mozos que “cada uno
recorrera su partido de continuo para avivar el farol que se
amortigue o encender el que se apague con atraso. Estas maniobras las
han de hacer con actividad y prontitud: para ello y que no tenga
disculpa, han de ser mirados mientras lo ejecuten con la detención y
preferencia debida al público, a quien sirven, de deteniéndose con
pretexto alguno a que siga su ruta por las personas más
privilegiadas”.
Será otro Asistente, de grato recuerdo para Sevilla y de quien hemos hablado por aquí en otras ocasiones el que organice de modo más o menos definitivo la cuestión del alumbrado público. Hacia 1827, José Manuel de Arjona, estableció la colocación de faroles triangulares sobre pescantes de hierro, con notable éxito; posteriormente, ya en 1839, Sevilla contaba con un millar de faroles con un uevo sistema inaugurado el 13 de agosto de 1836 consistente en los llamados “faroles de reverbero” que seguían usando aceite como combustible, pero con mayor eficacia lumínica al colocárseles unos espejos de latón que reflejaban la luz y que causaron la admiración de la población .
Para concluir, el
gran cambio tendrá lugar en torno a 1854, cuando en calles como Armas (actual Alfonso XII), Sierpes o Plazas del Duque o la Campana, se instalen las primeras farolas de gas, que no serán sustituidas por la energía eléctrica hasta 1941. La luz había llegado a las calles de Sevilla, y esta vez para quedarse...