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27 abril, 2015

Con duende.-

Anonadados, impresionados, sorprendidos, estupefactos, pasmados, desconcertados, y todos los sinónimos habidos y por haber valdrían para expresar nuestro estado tras la espantosa visión que contemplamos la otra jornada.


Desconocemos de qué averno subterráneo ha podido brotar esta criatura que, que a plena luz del día mostraba su feroz y truculenta apariencia como Pedro por su casa sin que caballero o alguacil alguno osara prenderlo, temeroso quizá de sus, a buen seguro, tremendos poderes fruto de magia demoníaca. Quizá su monstruosa apariencia alejara a cualquier osado, y sólo con agua bendita, letanías y plegarias a Dios nuestro Señor hubiésemos podido conjurar tamaño peligro.


Intentamos dar aviso al Santo Oficio de la Inquisición, mas nos resultó tarea infructuosa toda vez que en el Castillo de San Jorge no nos daban razón ni de notarios, alcaldes, escribanos o simples porteros, de modo que una vez retornamos al lugar de los hechos la criatura en cuestión se había esfumado dejando un vaso vacío y una cuenta abonada al tabernero. Quede al menos la instantánea, realizada por gentil dama, como aviso para vecinos de aquesta ciudad, no sea se topen con tan tremendo engendro, caigan en sus sortilegios y sufran espantosos tormentos...




05 junio, 2012

A ojo.-


Viviendo estado de mocedad, uno de nuestras más placenteras ocupaciones constituía  concurrir puntualmente a muelles del río. Contemplar navíos, observar descarga de fletes y percibir olores a mar e Indias era todo uno, mas si algo agradábanos sobre manera era escuchar patrañas de marineros o historietas navales, en que abundaban monstruos y criaturas fantásticas que engullían galeones y tripulantes como si tratárase de chicharrones de la Feria.



Exaltada nuestra imaginación por relatos tales, no bien tuvimos edad adulta proseguimos recabando relatos de este tenor, no tanto sucedidos en alta mar (pues confesémonos de secano) como en aquesta ciudad que amamos, cultivando amistad con quienes conocían no poco sobre antedichos seres e incluso solazándonos en pos de búsqueda de sierpes, tritones, arpías y demás, comprobando cómo siempre estaban vigilantes o atentos, observándonos.  


Tornados a questa vigésimo primera centuria, cuando pensábamos que sin duda aquellos entes maléficos habrían perecido, hemos acertado a comprobar como aún perduran restos de aquellos, más convertidos en férrea certeza y sin causar ya más que, todo hay que decirlo, desasosiego cierto.


Afirmábase antaño que hasta tabiques poseían orejas, por que era cosa asaz frecuente que chismes y habladurías tomaran calles no bien surgiera suceso de casa, palacio, templo o navío (en caso del río), y que fueren de público dominio querellas familiares, chismorreos de sacristía, reyertas por cuernos, lanzes de espada por un quítame allá esas pajas y hasta cruentas pendencias con muertes, todo era conoscido a poco de suceder por mor de lenguaraces de triple filo, mordaces comentarios e incluso algún que otro pliego de cordel que narraba sucedidos.


Si extraordinario es cómo esta caterva de aparatos, descendiente de célebre Polifemo,  ha asentado sus reales en fachadas y esquinas, mayor es conocer su utilidad, pues afírmannos que son agora a modo de ojos avizores sin necesidad de centinela ni guardián, y que en sus entreñas poseen don de no sólo ver, sino de guardar en sus retinas metálicas cuánto a su alrededor sucede, siendo cosa digna de prodigio (o de maleficio, según algunos) cómo engranajes tales gozan de antedicha habilidad sin que haya mano humana en ello.