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18 septiembre, 2023

Cinco tenedores.

En la Sevilla de Rinconete y Cortadillo, la de nobles y mendigos, la del Río y la calle de la Feria, la de la belleza y los malos olores, había sitio, qué duda cabe, también para llenar el estómago, lugares para saciar el hambre y para… otras cosas; pero como siempre, vayamos por partes. 

Dentro del abigarrado ambiente de la Sevilla de los siglos XVI y XVII no existían, evidentemente, los actuales conceptos de restaurante o bar, entendidos como lugares donde almorzar, cenar, o simplemente tapear con una carta por delante y los correspondientes vinos, licores o derivados de la malta y la cebada (cerveza, para entendernos).

A la hora de comer, quien podía, como ha afirmado con especial gracejo nuestro profesor Francisco Núñez Roldán, lo hacía en su propia casa con una dieta variada, basada en potajes, caldos, gazpacho, verduras, algo de pescado y carne (sobre todo carnero, gallina y cerdo) en días de fiesta aquellos que se lo pudieran permitir, como ya comentamos en su momento cuando le tocó el turno a la cocina de conventos y monasterios.

Pese a todo, existían los despachos de vino, tabernas, en los que se servían mostos, aguardientes o vinos traídos sobre todo de la zona del Aljarafe, de la Sierra, Jerez o del Condado de Huelva, ya que la cerveza, antes aludida tenía nula implantación en aquellos años, nada que ver con nuestros días. Estas tabernas vendían vinos para llevar a casa según tarifas y precios establecidos, aunque no faltase, inevitablemente todo un repertorio de trucos y engaños para timar a incautos compradores, como por ejemplo el aguar el vino, algo que las autoridades locales intentaban evitar a toda costa dentro de sus limitaciones.

Diego Velázquez: El Almuerzo. 1617.

A manera de casas de comida, dejando a un lado a vendedores ambulantes, pero distintas a posadas o mesones por algunos "extras", existían las llamadas Casas de Gula, en clara alusión al pecado capital relacionado con la glotonería; llegó a haber bastantes, sobre todo en el centro histórico de la ciudad y en zonas como la actual calle Álvarez Quintero, entonces llamada Mercaderes, donde hasta comienzos del siglo XX subsistió una establecimiento de este estilo llamado “El Patio de Caifás”, derribado en torno a 1911. 

Con el pan como primer elemento, guisos, empanadas, chacinas, huevos, chicharrones, quesos, vinos y… eran las especialidades en el menú de estas casas de gula, que además, de ser lugares ruidosos, sucios y llenos de humo, poseían sitio, y mucho, para la diversión, la música, el juego con dados o naipes y el sexo, al disponer de cuartos o estancias con camas que podían ser usadas previo pago del correspondiente “donativo”, de ahí que surgiesen las habituales voces críticas por dichas actividades “non sanctas”.

Del mismo modo, banquetes y festines terminaban casi siempre en riñas y pendencias, con vajillas rotas y mesas y banquetas por el suelo, y eso que los dueños de estas casas solían ser gente avezada en estos asuntos por haber sido antes soldados en los Tercios, bravucones o pícaros, aunque las trifulcas eran fuente de molestias para vecinos y parroquianos, por lo que el cabildo de la ciudad decidió poner orden en ellos, como recogió Chaves Rey en uno de sus textos.

Los caballeros Jurados del Municipio, garantes del orden y de la limpieza de la ciudad, además de evitar fraudes y excesos, promovieron en 1629 un edicto municipal, firmado por el entonces Asistente Diego Hurtado de Mendoza, conde de la Corzana, en el que se establecía una serie de normas a fin de meter en cintura a estos establecimientos culinarios, prohibiéndose el acceso a ellos a “mujeres que ganasen por sus personas”, ni solteras ni casadas con maridos ausentes bajo pena de 600 maravedíes, que no se vendiese allí pescado fresco, aves ni caza con pena de dos años de destierro y que no se permitiesen juegos de naipes, con horario de cierre a las ocho en invierno y a las nueve en verano con multa de 400 maravedíes.

Foto: Reyes de Escalona.

Por cierto, sobre el Asistente Diego Hurtado de Mendoza, primer conde de la Corzana decir que propuso al valido del rey Felipe IV, el conde duque de Olivares, la construcción de un puente de piedra que uniese Sevilla y Triana, llegó a ofrecer una recompensa de 20,000 ducados de oro a quien descubriese y denunciase espías de naciones enemigas de España, ya que, como comentamos en otra ocasión, se creía que estos agentes extranjeros se estaban dedicando a esparcir la Peste por los territorios de la península, e incluso se atrevió a dar normas sobre las túnicas de los nazarenos.


 Sobra decir que en aquella “Roma triunfante en ánimo y grandeza” que fue la Sevilla del Siglo de Oro, la implantación aquellas severas normas apenas tuvo efecto en las casas de gula de calles como Tintores (actual Joaquín Guichot, donde continúa la actividad hostelera), Pajería (ahora, calle Zaragoza, junto al Compás de la Laguna o Molviedro, epicentro de la prostitución hispalense) o la Alhóndiga (no lejos de El Tremendo, ya se sabe), y que, como relataba Chaves Rey, no faltó algún dueño de este tipo de casas como uno llamado Román Vizcaíno (apellido muy tabernero, no hay duda) quien con aires de fanfarrón se vanagloriaba y jactaba ante todo aquel que quisiera escucharle, de hacer oídos sordos a tales ordenanzas y bandos alegando estar a salvo de toda sanción o castigo.

Con lo que no contaba Román era que una de esas noches en las que la animación y jolgorio en su local eran tan ruidosos como abundantes, ya fuera del horario de cierre, todo hay que decirlo, el mismísimo Asistente con sus alguaciles a la zaga llamó a sus puertas con furia y con la indudable intención de constatar las irregularidades y desacatos y dar oportuno castigo. Maese Vizcaíno, siempre zalamero con los poderosos y lisonjero con las autoridades, le salió al paso con sus mejores excusas y palabras, intentando quitar hierro al asunto y subsanar el entuerto, más he aquí que Don Diego el Asistente contempló asombrado y boquiabierto cómo dos de los clientes que más disfrutaban de manjares, vinos y excelente compañía femenina eran, ni más ni menos, que ¡Dos de los caballeros Jurados que más le habían insistido en proponer normas para las casas de gula!.

Ignoramos cómo terminó la tragicómica escena, digna de comedia de Lope de Rueda o Mateo Alemán, y si el bueno de Román Vizcaíno sufrió alguna represalia, pero lo cierto es que al año siguiente, 1630, los dos mismos Jurados firmaban un escrito en el que solicitaban con vehemencia al Asistente el cierre de todas las casas de gula por los excesos que en ellas se cometían, pero esa, esa ya es otra historia.