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12 julio, 2021

Manolito.

 

Desde prácticamente siempre, nuestra ciudad ha generado toda una serie de tipos o personajes muy concretos, a medio camino entre lo entrañable y lo picaresco; en alguna ocasión ya ha paseado por estas páginas el Loco Amaro, sin que pueda olvidarse al casi bufonesco "Bizco Pardal" o soslayarse la figura simpática y bonachona de "Antoñito Procesiones", las rondas nocturnas sorteando automóviles de "Vicente el del Canasto" o más recientemente la pareja formada por Juan Joya y Antonio Rivero, o lo que es lo mismo, el "Risitas" y el "Peíto" que tanta fama mediática alcanzaron con Jesús Quintero en sus programas televisivos. 

A caballo entre el siglo XVIII y el XIX, vivió en Sevilla otro individuo digno de haber aparecido estelarmente en los actuales medios de comunicación por su capacidad para el relato y la exageración. El Deán López Cepero y también Manuel Chaves Rey han dejado detalles sobre la curiosa biografía de Manuel Gázquez, o mejor dicho, Manolito Gázquez, que fue como mejor se le conoció y como se hizo popular en su época. 

 
Había nacido a mediados del siglo XVIII y tenido una infancia difícil y llena de penurias, con muchas privaciones. Tras no pocas vicisitudes, logró establecer su propio negocio, una tienda de lámparas de aceite hechas de cobre ("velones") realizadas por él mismo de manera artesanal, situada en la entonces calle Gallegos, actual Sagasta. Del mismo modo, contrajó matrimonio con Teresa, una joven de menor edad que la suya no exenta de gracia y belleza al decir de sus contemporáneos. Su tienda y taller no tardó en convertirse en punto de reunión para tertulias y charlas para clientes y parroquianos, donde Gázquez era protagonista por sus opiniones y chanzas, siempre cercanas al embuste o la onomatopeya, pero siempre también eludiendo temas obscenos o escabrosos, todo hay que decirlo.

Manolito era de baja estatura, grueso y mofletudo, y tras su rostro siempre amable y sonriente se dejaba ver en parte su carácter, como veremos. Pero a mayor abundamiento, demos voz al Deán López Cepero, que lo trató durante años, para que lo describa con su fina prosa: 

"Gázquez conservó siempre cabal su dentadura, vivos los ojos y más agraciado el semblante de lo que sus años permitían, porque era tal su robustez y grosura, que las arrugas no habían podido desfigurarle, y así es que mientras no hablaba, lejos de excitar el ridículo tenía un aspecto a todas luces venerable. Era graciosamente balbuciente, aunque sin tartamudear, pero no hallando su fantasía, por falta de instrucción, medios de expresar lo que concebía, ni manera de referir las cosas maravillosas que se figuraba, adquirió fama de embustero, siendo así que nada era más ajeno a su carácter que la mentira."

Aficionado fiel a los toros, apoyó fervientemente como partidario al diestro Pepe Illo, de quien fue amigo personal y a quien llamaba "Señor Pepe"; se cuenta que incluso intentaba aconsejarle a grandes voces durante la lidia desde su localidad en el tendido, sin que sepamos a ciencia cierta si el matador seguía las recomendaciones, o si sufría las consabidas "broncas" por cómo había hecho tal o cual suerte en el ruedo.

Igualmente, como buen sevillano de su tiempo, era gran devoto de los Rosarios Públicos, tan en boga en aquellos años, en los que tomaba parte con especial protagonismo, dado su virtuosismo con el fagot o piporro, aunque Manolito, con su peculiar pronunciación lo llamaba "Pimpoddo". Haciendo alarde de su capacidad como músico, circulaba esta anécdota, contada presumiblemente por él mismo y fruto de su inagotable imaginación: 

"En cierta ocasión -dijo-, quise pasmar a Roma y al Padre Santo. Para ello entré en da iglesia de San Pedro un día del Santo Patrón el primer Apóstol. Allí estaba el Papa y dos cardenales, y ciento cincuenta y cinco obispos, y toda la cristiandad. Tocaban veinte órganos y muchos instrumentos, y más de mil pitos y flautas, y entonaban el Pange linguae dos mil y cincuenta voces. Llega don Manolito con su casaca (iba yo de corto) y me pongo detrás de una columna que hay a la entrada por Oriente, así conforme se entra a mano derecha, y cuando más bullicio había, meto un "pimpoddazo" y toda aquella algazara calló y la iglesia hizo bum, bum a este lado y al otro como para caerse. A poco siguió la función, creyendo el Consistorio que el terremoto había pasado, y entonces meto otro "pimpoddazo" de mis mayúsculos, y la gente se asusta, y el Papa dijo al punto: «O el templo se viene abajo, o Manolito Gázquez está en Roma tocando el pimporro.» Salieron a buscarme, pero yo tenía que hacer, y me vine a Sevilla para ir al rosario."

José Rico Cejudo (1864-1939): Preparando el Rosario. 1922.

Como comentábamos no hace mucho, frecuentó el famoso Puesto de Aguas de Tomares, situado al pie del Puente de Barcas frente a Triana; analfabeto como era (aunque afirmaba que si supiera leer sería más sabio que Séneca) promovía la lectura "comunitaria" de la madrileña Gaceta, abonando una moneda como lo demás oyentes a un "lector", gracias a lo cual se convirtió en todo un analista de las estrategias y tácticas de Napoleón, invicto entonces en los diferentes campos de batalla europeos. Detalle a tener en cuenta, en aquellos años primeros del XIX llegaban a Sevilla desde Madrid únicamente cinco ejemplares del citado "rotativo". 

Serafín Estébanez Calderón, en sus "Escenas Andaluzas" de 1847, lo retrató como un auténtico "opinador" de su tiempo, ya que eran muchos los que acudían a la antedicha tienda a escucharle valorare los más variados temas de política, toros, religión e incluso esgrima, como cuando en cierta ocasión presumió de evitar mojarse durante un temporal gracias a las estocadas que fue dando por la calle cortando a la propia lluvia. Ni que decir tiene que su fama y sus "historias" sobrepasaron a su propio protagonista, atribuyéndosele chanzas o cuentos que en modo alguno salieron de sus labios, baste decir que en 1855 se publicó la comedia en verso "Manolito Gázquez", obra del dramaturgo Mariano Pina, en la que aparece como protagonista absoluto con sus exageraciones en compañía de su mujer, Teresa y del Tío Fatigas.

Para fortuna, o para desgracia suya, Manolito Gázquez falleció en Sevilla, víctima de una enfermedad pulmonar en abril de 1808, apenas un mes antes de los sucesos del Dos de Mayo de Madrid y del inicio de la Guerra de Independencia contra Francia. A buen seguro, que como patriota convencido habría sido el mejor narrador de la contienda y quizá, quien sabe, uno de sus más gloriosos héroes, eso sí, siempre desde su particular visión de la realidad...

16 noviembre, 2020

Loco por incordiar.

No, no vamos a hablar hoy de Rosendo, autor rockero donde los haya, y de la canción que da título a este post; sin embargo, sí lo haremos sobre un personaje que alcanzó gran popularidad en la Sevilla de la segunda mitad del siglo XVII y que atendía al nombre de Amaro. Pero como siempre, vayamos por partes.

https://www.researchgate.net/profile/Antonio_Gamiz_Gordo/publication/332320316/figure/fig4/AS:746061194854403@1554886258400/Figura-5-Vista-de-Sevilla-Mathaeus-Merian-ed-y-grab-1638-Fuente-coleccion.ppm

Es la Sevilla, lo hemos mencionado en alguna ocasión, que todavía conserva el espíritu atlántico, la capacidad de sorprender a quien la visita, la que ofrece un auténtico puzzle de olores, sensaciones o inquietudes, la que llena las plazas para un auto de fe o para una procesión, la que abarrota mercados y se arremolina en torno al río a la arribada de las flotas de indias, la que sufre epidemias y carestías, la que se rebela sublevándose contra el orden establecido (algún día hablaremos del motín de la Feria), la que devotamente defiende dogmas de fe, la que trasiega con vinos y manjares o sufre hambre hasta morir, la que aloja a pícaros, maleantes, prostitutas junto a santos, beatas y almas caritativas, como ya hemos aludido no hace mucho con "Los Niños Perdidos".


Tampoco podían faltar en este elenco de personajes aquellos que, como se decía entonces, "habían perdido el Oremus", para ellos existía un establecimiento hospitalario, en la collación de San Marcos, no lejos de lo que luego sería el célebre noviciado jesuita de San Luis.

 

 Si le preguntásemos a cualquier sevillano de la época, lo habría llamado el Hospital de los Inocentes o la Casa de los Locos, aunque en realidad, siendo puristas, se denominó Hospital de San Cosme y San Damián, constituido en 1436 por Marcos Sánchez de Contreras en unión de su esposa con el objetivo claro de recoger de las calles a dementes, lográndose un privilegio por parte de Enrique IV en este sentido que además permitía a los administradores del Hospital recoger los bienes de los acogidos y usarlos para el sustento de la institución: “para provemiento y reparo de otras personas tocadas de dicho mal que están o estuviesen en dicho Hospital, e non tienen bienes algunos; y que si muriesen sin tener o dejar parientes propincuos a quien, según derecho, pertenecen tales bienes, que sean para la Casa”.


Siempre bajo la protección de la corona, el establecimiento acogió a enfermos mentales de muchos tipos, procedentes de la calle, de la Cárcel Real, del Santo Oficio, siendo tratados con la idea de su sanación. Como dato a tener en cuenta, la mayoría de los enfermos pagaban por su estancia (que podía durar hasta cinco años o prolongarse en mayor espacio de tiempo) y procedía de los más diversos estamentos sociales, desde esclavos o criados hasta clérigos o religiosos. El edificio como tal, experimentó diversas reformas, reedificaciones y ampliaciones a lo largo de los siglos, hasta que en 1840 todos los enfermos fueron trasladados al Hospital de la Sangre o de las Cinco Llagas.


Un 29 de octubre de 1681 ingresó en esta institución un paciente que con el paso de los años se haría célebre por sus ocurrencias y que gozaría de gran popularidad en esa Sevilla bulliciosa y siempre atenta a novedades y sucesos que narrar. ¿Su nombre? Amaro Rodríguez, natural de Arcos de la Frontera o quizá de la provincia de Córdoba, sin que se conozcan muchos más datos biográficos, aunque hay quien habla de que poseía cierta cultura vinculada quizá al oficio de las leyes.


En lo que sí coinciden no pocos cronistas (especial recuerdo para el periodista y sacerdote Carlos Ros fallecido este año y que trató de la figura de quien hablamos) es que su demencia fue provocada por la experiencia de sorprender “in fraganti” a su esposa con un fraile en sus aposentos domésticos, y no precisamente rezando el rosario, de ahí que en su locura los monjes y frailes siempre fueran su obsesión. Con el paso de los años, acudió su mujer a visitarlo y tras inquirirle ella si la reconocía, Amaro respondió rápido y certero:


- ¿Cómo te iba a conocer si te dejé ciruela de fraile y te encuentro castaña pilonga?


Pero no todo quedó en eso. Amaro, dado su excelente uso de la palabra, raudo a la hora de usar latinajos indescifrables o chascarrillos irónicos, será elegido para pedir limosna por las calles de Sevilla y aprovechando esta circunstancia obsequiará a sus paisanos con encendidos sermones y pláticas en los que no dejará títere sin cabeza. Tocado con un bonete rojo y con una alcuza en la mano, ejecutará auténticas escabechinas retóricas de las que no se salvarán ni escribanos, ni pasteleros, ni militares ni monjas, ni siquiera los administradores de su “residencia”, por no hablar, evidentemente, de los frailes, a los que dedicará los mayores exabruptos, aunque todo ello con un discurso pretendidamente culto y lleno de citas bíblicas, muchas de ellas apócrifas. Allá donde se detenía, lograba siempre atraer la atención del público sevillano, ansioso de escucharle.


Muy conocida fue la anécdota acaecida en 1657, cuando solicitando limosna en el palacio arzobispal comprobó que todos los familiares del Arzobispo Tapias lloraban desconsolados ante su inevitable muerte. Una vez dentro de la cámara donde reposaba el enfermo, exclamó:


- Estas ya no son Tapias, sino ruinas.

 

Arzobispo Ambrosio Spinola.jpg

Como dicen que más vale caer en gracia que ser gracioso, el Loco Amaro obtuvo con posterioridad el favor del Cardenal Ambrosio Spínola, teniendo libre acceso a la mesa y aposentos del palacio arzobispal, aunque no por ello se libró Su Eminencia de críticas o comentarios por parte de su “protegido” como cuando en cierta ocasión, contemplando la obra de la monumental escalera de mármol del Palacio Arzobispal le espetó al prelado que “Su Ilustrísima es al revés que Jesucristo: Él convertía las piedras en pan para los pobre y Su Ilustrísima el pan en piedras”, y quedóse tan tranquilo.


El 23 de abril de 1685, Amaro Rodríguez, fallecía en el Hospital que lo había acogido durante varios años, siendo enterrado en la parroquial de San Marcos; sin embargo, sus famosos sermones le sobrevivieron, siendo publicados en varias ocasiones y manteníendose vivo su recuerdo durante mucho tiempo en Sevilla.