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20 febrero, 2023

Colchones, tabaco y flagelantes.-

Releer viajas crónicas de la Sevilla del siglo XVII suele deparar, normalmente, toda una lista de efemérides como entradas reales, autos de fe, ejecuciones, arribadas de flotas, pero también alguna que otra reseña que pone de manifiesto que en aquella bulliciosa ciudad llena de contrastes entre ricos y pobres, entre lo hermoso y lo feo, ocurrían hechos, en este caso como los tres que vamos a detallar, que merecían la atención de sus cronistas; pero como siempre, vayamos por partes. 

En primer lugar, imaginemos por un momento que una mañana cualquiera, las fuerzas de seguridad del estado comienzan al transitar por las calles anunciando la obligatoriedad de entregar al gobierno elementos cotidianos y vitales con un fin, supuestamente, humanitario. Es evidente que tal petición dejaría anonadado a más de uno y que la población reaccionaría de modo diverso, pues bien, en el año 1641 la ciudad vivía pendiente de las medidas económicas del entonces Valido del rey Felipe IV, el Conde Duque de Olivares, y no se hablaba de otra cosa que de la prohibición del uso de coches de caballos salvo para quienes poseyeran licencia para usarlos, pero lo que de verdad sorprendió a los sevillanos en el mes de mayo de aquel año fue la iniciativa llevada a cabo por tres individuos, dos de ellos oficiales de la justicia. Su actividad consistió en recorrer los barrios de San Julián, Santa Lucía o San Román pregonando una orden del Asistente para apropiarse de cuatro mil colchones de la ciudad y enviarlos a Badajoz. Hubo quien lo entregó de manera inocente, otros los donaron de mala gana y no faltó quien a cambio de unas monedas logró evitar la requisa. Como ocurre en estos casos, la noticia se difundió como la pólvora por Sevilla y fue digno de ver como muchos llevaban sus colchones a iglesias y conventos como si, acogiéndolos "a sagrado", fuera la solución para evitar la incautación. 

No tardaron en surgir voces de protesta por lo injusto de la medida y pronto el mismo Asistente, ignorante en principio de lo que se cocía, comenzó concienzuda investigación, comprobando que todo no era sino un timo de proporciones colosales. Detenidos los autores de la monumental estafa, fueron sentenciados a doscientos azotes a recibir en público para contento del pueblo y a practicar el sano deporte de remar en las galeras del rey por seis años, aunque el cabecilla no sobrevivió a los azotes y murió en la propia cárcel real. Los colchones, suponemos, fueron devueltos a sus legítimos propietarios, quienes los recibirían como agua de mayo, sobre todo, sus propias espaldas. 

Habituales consumidores de tabaco, los sevillanos presumían de fumar en todas partes, incluidos los templos, aunque no contaban, allá por 1641, con la actividad desplegada por un feroz opositor al tabaco, miembro, además, del Cabildo Catedralicio: el Arcediano de Écija Fernando de Quesada. Furibundo antitabaco, despedía a aquellos de sus criados que sorprendía fumando, hablaba desde lejos a los fumadores cercanos y evitaba el contacto en público con ellos. (Lo peor sería cuando fue elevado al obispado de Cádiz, un lugar en el que el tabaco formaba parte de las tropas, la gente de la mar y donde el olor y el humo eran omnipresentes). Textos de aquella época afirmaban que:

 "En Sevilla había aumentado tanto la mala costumbre de fumar, que hombres y mujeres, clérigo y laicos, ya sea mientras ejercían sus servicios en el coro o en el altar, o mientras escuchaban la Misa o los oficios divinos, solían al mismo tiempo, y con gran irreverencia, tomar tabaco; y con excrementos fétidos mancillando el altar, y lugares sagrados y pavimentos de las iglesias de esta diócesis. Algunos sacerdotes, al parecer, habían llegado hasta el punto de colocar sus cajas de rapé en el altar mientras celebraban la Eucaristía."

En cualquier caso, en mayo de aquel año el Papa Urbano VIII emitía una Bula Pontificia a instancias del Cabildo de la Catedral Hispalense (y, en especial, del propio Fernando de Quesada) en la que prohibía el consumo de tabaco en el interior de todas las iglesias de la diócesis bajo severa pena de excomunión. 


 Como curiosidad, al poco tiempo, ese mismo año, se editó una obrita titulada "Explicación a la bula en que Nuestro Santo Padre Urbano VIII prohíbe en Sevilla el abuso del tabaco en las iglesias, en sus patios y ámbito", obra del sacerdote jesuita Antonio de Quintanadueñas, quien había sido novicio en la Casa de Probación de San Luis de los Franceses. Lo interesante viene con la "letra menuda", cuando, por ejemplo se supone que sí se podía fumar en las viviendas de los sacristanes, la colecturías, salas de cabildos u oficinas, aunque merece la pena reseñarse que la prohibición afectaba a confesionarios, patios y atrios, con lo cual se pretendía que el humo del tabaco permaneciese lo más alejado posible del territorio sagrado. Eso sí, imaginamos que sacristanes, monaguillos o personal subalterno encontrarían lugar para fumar en el exterior o en las alturas ya que no se podría fumar en sitios como la zona del Patio de los Naranjos, capillas anejas o sus patios o pasillos: 

"Pero sí en los demás, que corre de Gradas, y sentados en ellas mismas, atendiendo siempre que no haya escándalo, que por este será ilícito. En la Torre, esto es, dentro de ella, se puede tomar, como también se ha dicho en el apartado nueve, como también en todas las bóvedas, azoteas, cornisas y demás sitios que se andan por encima de la Iglesia, y son su techo, pues ya caen fuera de ella, y no son destinados para orar y celebrar, y lo mismo se dirá de las bóvedas, sótanos y cualesquieras otras piezas, que estén debajo de la Iglesia, como en ellas no se celebre."


Nuestro jesuita Quintanadueñas cita a su vez al doctor Francisco de Leiva, quien en 1635 había publicado un libro contra el mal uso del tabaco, que contiene textos como éste que transcribimos por su prosa sin tapujos: 

"Repárese en los que toman el tabaco y se verá cuán enfadadosos andan, cuan molestos y descompuestos, con tantos estornudos, imposibles de darles fin descompostura y sin ruido tal, que la cortesía obliga a dejar la presencia del señor que respeta, cuando son porfiados, si no se pueden reprimir y evitar. El escupir, pues, y purgar por las narices, ¿es aseo o limpieza del que lo hace, es lisonja o alabanza del que lo mira? y ¿qué ornato es traer en ellas asido el polvo del tabaco, que parecen tomadas de orín? ¿Todo esto no es asco, no es enfado, no es molestia para los compañeros? Si esto es tan indecente en cualquier lugar, ¿cuanto más lo será en el sagrado, consagrado a Dios, a la oración y sacrificios, donde tal quietud, limpieza y modestia pide Su Majestad; y más o celebrando divinos oficios, y asistiendo a ellos, o donde se celebran?"

No queremos, por último, dejar de mencionar el curioso suceso acaecido en el año 1621, año de malas cosechas, de sequía, de protestas populares y de crisis de subistencias; apenas sofocado un intento de motín popular por la carestía del pan, lo contaba Joaquín Guichot, y dispersados los revoltosos, aquella misma noche franqueaban las puertas de la ciudad, procedentes de Carmona, más de mil quinientos hombres en estado de gran excitación. En esta ocasión no gritaban aquello de "Viva el Rey y muera el mal gobierno", sino "¡Misericordia!, ¡Piedad!", pues se trataba de un numeroso grupo de penitentes, desnudos de cintura para arriba y con sogas al cuello. 

Sucios tras un largo y penoso camino, hambrientos y demacrados, aquellos flagelantes o disciplinantes que caminaban con lentitud lanzando jaculatorias se hacían acompañar del clero y cruces parroquiales de aquella población y de manera ordenada portaban once crucifijos, como si fuera una austera procesión fuera de fechas semanasanteras. ¿Qué motivaba esta gran peregrinación hasta Sevilla? La respuesta la tendríamos en las grandes muestras de dolor y gritos de misericordia con los que aquel grupo desesperado imploraba la piedad divina: imploraban a Dios que enviase la ansiada lluvia a las antes fértiles tierras de la Vega carmonense, ahora resecas por una grave sequía; al llegar a las inmediaciones de la catedral, en medio de la curiosidad general, fueron recibidos por su Cabildo de manera solemne, ya que acudían al primer templo hispalense en rogativas a la venerada imagen de la Virgen de la Antigua.

Tras pasar toda una noche en vigilia de oración en el interior de la catedral, a la mañana siguiente escucharon sermón y misa ante la Virgen de la Antigua, una de las grandes devociones de la época y el propio Cabildo organizó la manera de ofrecerles suculento desayuno con el que reponer fuerzas, acompañándoles procesionalmente hasta el sitio del humilladero de la Cruz del Campo, donde se produjo la despedida de aquella impresionante muestra de piedad popular. Gran cantidad de público salió a presenciar aquel insólito cortejo, observando como aquellos penitentes regresaban a Carmona con los ánimos (y los estómagos) saciados, pero esa, esa ya es otra historia...




30 enero, 2023

En pie de guerra.

La pasada semana comentábamos lo accidentado de aquel invierno de 1884-85, y aludíamos a que durante aquel año 85 incluso la ciudad contemplaría estupefacta hasta una sublevación laboral femenina, protagonizada por un "gremio" que da nombre a una conocida cofradía y que fue inmortalizado en la literatura, el cine y, como no, la ópera. Pero como siempre, vayamos por partes. 

La Real Fábrica de Tabacos había comenzado su producción en torno a 1610, y constó en principio de un único caserón frente a la parroquia de San Pedro; entre 1669 y 1670 se construyó una nueva nave para albergar cinco nuevos molinos, estancias y demás dependencias, lo que supuso que casi a finales del XVII la primitiva y modesta fábrica fuera ya un desordenado conglomerado de construcciones diversas en un laberinto de pasillos o callejas al aire libre. No iban mal las cosas, pues, prueba de la calidad de la producción fue que prácticamente, en unión de Gijón o Cádiz, obtuviera la primacía en cuanto a la venta casi en monopolio por parte de la Corona, quien además obtenía no poco beneficio con los impuestos y tasas que cobraba por el tabaco (más o menos como en nuestros días). 


 Tras no pocas peripecias, en 1757 se inauguró el nuevo y flamante edificio de la Fábrica de Tabacos en la actual calle San Fernando, denominado por el viajero Richard Ford como "Escorial del Tabaco" y en él prosiguió la producción de diversas elaboraciones tabaqueras. Por supuesto, en todo momento la mano de obra fue masculina, aunque a finales del XVIII y comienzos del XIX concurrirán dos factores que harán desaparecer esta exclusividad: por un lado, las quejas sobre el descenso de la calidad de las labores sevillanas y la penuria económica provocada por la Guerra de Independencia, que incluso provocó la expulsión de más de setecientos cigarreros, como indicó el profesor Pozo Ruiz. 

Por tanto, en febrero de 1813 quedaba constituido el llamado "Establecimiento de Mujeres", formado por aprendizas sevillanas y veteranas cigarreras gaditanas venidas de la fábrica de allá; poco a poco, los hombres quedarán relegados a la producción de tabaco en polvo y rapé, que necesitaba de menos destreza y mayor esfuerzo físico y que, dicho sea de paso, se hallaba en retroceso ante el crecimiento del consumo del cigarrillo de papel. 

 El esquema de las cigarreras sevillanas (con emolumentos mucho más bajos que los hombres, hay que destacarlo) recordaba no poco el de cualquier estructura gremial, con capatazas, maestras, pureras, cigarreras y aprendizas, y detalles como el de que la maestra que enseñaba a una aprendiza obtenía un tercio del jornal de ésta hasta que lograba el rango de "purera" o lo que es lo mismo, de experta capaz de liar las hojas de tabaco con habilidad y maestría, proceso llamado coloquialmente "hacer el niño" en alusión a lo que era saber envolver en pañales a un bebé, sin excesiva presión, pero también sin holguras (como se ve, todo un arte). Es fácil pensar que las condiciones laborales no eran fáciles, las cigarreras, como bien reflejó Gonzalo Bilbao en su genial aproximación pictórica al tema, se agrupaban, en condiciones de frío de espanto en invierno y sofocante calor en verano, en los denominados "ranchos" con media docena de empleadas bajo la supervisión de la "ama de rancho", encargada del perfecto cumplimiento de la tarea asignada y de la entrega y recogida de los materiales, todo ello debidamente reglamentado.


 En 1869 el periodista y dramaturgo francés Jules Claretie las describía así, con cierta idealización,  dentro del ambiente de las naves de la fábrica:

"Tienen la misma gracia sana y apetitosa. Estos millares de cabezas morenas donde, aquí y allá, amarillean algunas cabelleras de oro; estas cabezas vivas agitadas, todas adornadas de flores rojas; estas blusas entreabiertas, estas faldas claras, estos niños en las cunas, situados al lado de sus madres y que ellas mecen mientras trabajan; estos vestidos colgados en la pared, como los cachivaches en la casa del revendedor; este sol andaluz jugando sobre estos brazos redondos, sobre estos cuellos elegantes, sobre estas manos que lían alegremente..."

 Existía por tanto una fuerza de trabajo muy jerarquizada, que se nutría de auténticas sagas familiares, y que necesitaba de cierto control, pues eran frecuentes las reyertas, los tumultos (como el de mayo de 1842 por la baja calidad de la producción) y los intentos de robo de material ya terminado para ser vendido en el exterior de manera ilegal, de ahí que el amenazante edificio de la Cárcel (ahora Departamento de Historia Moderna) fuera una presencia más que necesaria en unos tiempos, mediados ya del siglo XIX en que los viajeros románticos van a caer rendidos ante el tópico y la presencia de la cigarrera sevillana, atrevida, desenvuelta y nada sujeta a convencionalismos sociales: la figura de Carmen la Cigarrera nace de la mano del escritor francés Próspero Merimeé (1847) y será perpetuada musicalmente por George Bizet en 1875. Precisamente Don Próspero alimentaba, y de qué manera,  tópico al describir el ambiente que rodeaba a Carmen: 

«Sabrá, señor, que hay de cuatrocientas a quinientas mujeres empleadas en la fábrica. Son las que lían los cigarros en una gran sala, donde los hombres no entran sin un permiso del Veinticuatro, porque cuando hace calor, se aligeran de ropa, sobre todo las jóvenes. A la hora en que las obreras vuelven después de comer, muchos jóvenes van a verlas pasar y se las dicen de todos los colores. Pocas de ellas rehúsan una mantilla de glasé, y los aficionados a esa pesca no tienen más que agacharse para coger el pez».
Monumento a Carmen la Cigarrera, por Sebastián Santos. 1973.
Foto: Reyes de Escalona

Precisamente diez años después del estreno de la "Carmen" de Bizet, en marzo de 1885, se desembarcaba en el puerto de la ciudad el cargamento de un navío, consistente, entre otros elementos, en una flamante máquina trilladora último modelo que, según el historiador Joaquín Guichot, había sido traída a Sevilla para su exhibición durante la próxima Feria de Abril. Sin embargo, un bromista no tuvo otra ocurrencia que colocar sobre el embalaje de la máquina un letrero que ponía en gran tamaño "Máquina para hacer pitillos". El cartelón y su contenido pronto corrieron como la pólvora por toda la ciudad.

Aquel 23 de marzo una pesada niebla envolvía las inmediaciones de la Fábrica de Tabacos. Arrebujadas en sus mantones oscuros, sorteando charcos, las cigarerras van llegando en grupos a sus quehaceres, unas desde Triana, otras desde San Bernardo, otras desde otros barrios; al llegar, todas se encuentran de sopetón con la noticia del desembarco y posible instalación de la "famosa" máquina para fabricar cigarrillos: el rumor tomaba cuerpo de realidad. Hay corrillos, conversaciones. Peligran sus empleos, hay que hacer algo. Desde las ventanas superiores, los empleados, los oficinistas, algún directivo, contemplan en silencio la concentración. Inquietas, las más enardecidas comienzan a protestar a gritos ante la soberbia portada de piedra de Cayetano de Acosta, invitando a sus compañeras a no entrar a trabajar y a unirse a la incipiente movilización. Tienen éxito. Los ánimos se caldean. Las cigarreras están en pié de guerra.

La protesta y el griterío dan paso a la acción descontrolada y a la violencia. De entre un grupo de cigarreras alguien lanza una piedra contra un ventanal, cuyos cristales saltan en pedazos con estrépito. Durante el intenso apedreamiento de la fábrica, no queda cristal o farola íntegro de la planta baja, por no hablar de la invasión y destrucción del mobiliario de los despachos del Administrador y del Contador, con cientos de documentos volando por los aires, tinteros desparramados y sillas y mesas hechas astillas. Exaltados los ánimos, una multitud furiosa arrasa todo lo que encuentra a su paso cruzando pasillos, galerías y patios. 

A la mañana siguiente, tras una tumultuosa reunión asamblearia a las puertas del edificio de la calle San Fernando, las cigarreras deciden entrar de nuevo en la fábrica sorteando el piquete de carabineros y proseguir con las protestas, pero las proclamas y consignas se ven interrumpidas bruscamente: un secretario de fino bigotillo y lentes sobre su nariz anuncia pomposamente que viene el señor de Leguina, el Gobernador Civil. Levita, bastón y bombín, sus palabras bienintencionadas y sus intentos apaciguadores al proclamar que no habría despidos y que lo de la máquina es un bulo no evitan que apresuradamente haya de poner pies en polvorosa ante una auténtica lluvia de piedras y palos que le hace incluso perder su sombrero, mientras la Guardia Civil a caballo obedece la orden de cargar contra las amotinadas para reprimirlas.

Así lo contaba la prensa de aquellos días: 

"A las doce empezaron a salir de la Fábrica las insurrectas, en número de trescientas, yendo casi todas provistas de grandes palos en cuyos extremos llevaban sujetos los pañuelos de la cabeza y prorrumpiendo en gritos de ¡Al gobierno civil! ¡No admitimos "coba"! ¡Abajo las máquinas!. Se dirigieron por las calles San Fernando, Maese Rodrigo, Santo Tomás, Gradas de la Catedral, Génova y Plaza de la Constitución; frente a las Casas Consistoriales redoblaron las amenazas, profiriendo muchas en términos poco decorosos, y no contentas con esto, arrojaron una verdadera granizada de piedras a la fachada del palacio del Municipio, rompiendo todos los cristales de las ventanas bajas."

Tras un recorrido por diversas sedes gubernamentales las cigarreras regresan a la Fábrica de Tabacos, seguidas por una multitud que las acompaña y anima; las tropas allí dispuestas logran disolver la manifestación con cierto número de heridos y contusionados, que son atendidos allí mismo. De todos modos, nada parece calmar la ira de las cigarreras, atemorizadas porque desaparezcan sus puestos de trabajo con la llegada de la tan temida mecanización, una reacción paralela a todo el desarrollo industrial europeo, por otra parte. 


Finalmente, con el fin de calmar los ánimos y temeroso de que la situación se le vaya aún más de las manos, el Gobernador Civil promulga un edicto que es distribuido en los puntos más importantes de la ciudad, con estos términos: 
"SEVILLANOS: con el falso pretexto de la instalación de una máquina, se han promovido ayer y hoy graves desórdenes en la Fábrica de Tabacos. Garantizo que nadie ha pensado en máquina semejante, y por lo tanto cumplo con el deber de advertir que estoy dispuesto a reprimir cualquier desorden, confiando en que la reconocida prudencia de este pueblo hará inútil toda medida de rigor.- Sevilla 24 de marzo de 1885.- El gobernador civil, Enrique de Lequina".

Todo parece indicar que el comunicado gubernamental surtió el efecto deseado, pues las cigarreras quedaron convencidas de la continuidad de sus labores tabaqueras y el motín quedó diluido como por ensalmo, con la misma celeridad que la que tuvo para organizarse, dejando un rastro de destrozos materiales y bastantes contusiones. A lo largo de los años siguientes, y siempre reivindicando mejoras laborales, las cigarreras siguieron manifestándose y movilizándose, pero esa, esa ya es otra historia...

14 diciembre, 2020

El Tabaco, un pintor y un sindicato.

  En alguna ocasión ya hemos aludido o mencionado la pequeña historia de la actual Plaza del Cristo de Burgos, frente a la Iglesia Parroquial de San Pedro, zona en la que se ubicó una de las primeras y más antiguas fábricas de tabaco de Europa, y que luego fue sede un acuartelamiento hasta su conversión en la actual plaza en el siglo XIX.


 La fábrica, iniciada su producción en torno a 1610, constó en principio de un único caserón frente a la parroquia donde se realizaban labores de tabaco en polvo, aunque  posteriormente en 1647 constaba ya de tres molinos, almacenes, cuadras y varios patios, lo que da idea de la prosperidad y grado de crecimiento que experimentó; entre 1669 y 1670 se construyó una nueva nave para albergar cinco nuevos molinos, estancias y demás dependencias, lo que supuso que casi a finales del XVII la primitiva y modesta fábrica fuera ya un conglomerado desordenado de construcciones diversas en un laberinto de pasillos o callejas al aire libre. Prueba de la calidad de la producción fue que prácticamente, en unión de Gijón o Cádiz, obtuviera la primacía en cuanto a la venta casi en monopolio por parte de la Corona, quien además obtenía no poco beneficio con los impuestos y tasas que cobraba por el tabaco (más o menos como en nuestos días).

Ni que decir tiene que la plantilla de trabajadores experimentó en todo este tiempo un incremento considerable, pasando de los iniciales 50 a los 1.200 que aparecen ya a finales del XVII, con todo lo que ello conllevaba en cuanto a organización del trabajo, racionalización de labores o incluso conflictos laborales, que de todo habría. 

Todavía, junto a la plaza, permanece el rótulo que indica el nombre de la calle Morería, lo cual nos ha dado pie para intentar en lo posible averiguar algunos datos sobre este curioso apelativo. Se cuenta por Chaves Nogales que hasta bien entrado el XIX era no solo calle, sino barrio el llamado de este modo, y que habría surgido históricamente al asentarse en esta zona mudéjares que habrían continuado viviendo en Sevilla tras la conquista de la Ciudad por Fernando III el Santo en noviembre de 1248, aunque otros autores sostienen que en principio fueron hebreos los que se asentaron aquí. En cualquier caso, el barrio se caracterizó por no tener buen ambiente precisamente, ya que en él abundaban tabernas, prostíbulos y demás locales de "ocio nocturno" por los que, además de los parroquianos habituales o trabajadores de la cercana industria tabaquera, pululaba toda una caterva de matones, delincuentes, mendigos, prostitutas, echadoras de cartas, jugadores, vendedores de bebedizos y demás "fauna" urbana tan propia de los tiempos de la picaresca, tan bién reflejados por Cervantes en Rinconete y Cortadillo. 

Además, la Morería quedaba en cierto modo resguardada por los altos muros de la ya mencionada Fábrica de Tabacos y por los de otros edificios, dos conventos, masculinos por más señas: en un extremo el de los Descalzos (actual Casa Hermandad del Cristo de Burgos) y el del Buen Suceso, de carmelitas, por no hablar del laberinto de callejas y adarves que conformaban un espacio más que apropiado para esconderse y evitar ser atrapado tras cometer alguna fechoría. Las casuchas de aspecto miserables tampoco ayudaban a que cualquier pacífico transeunte cruzase la zona, convirtiéndose aquel lugar en casi inexpugnable por la autoridad local, pues se tiene constancia de los más que frecuentes apedreamientos de los que eran víctimas los alguaciles o corchetes del Cabildo de la Ciudad cuando intentaban realizar alguna pesquisa o detención. 

 Sin embargo, llama la atención que muy, muy cerca de la calle Morería, aún se conserva una antigua vivienda del XVII en la que en junio de 1599 nacería el primogénito de la familia compuesta por Juan Rodríguez de Silva y Jerónima Velázquez; aquel niño será bautizado en la cercana parroquia de San Pedro, recibirá el nombre de Diego y con el paso de los años, tomando el apellido Velázquez de su madre, estará llamado a ser uno de los más grandes pintores de la Historia. La vivienda sigue a la espera de una rehabilitación que no termina de llegar, para convertirse en un Centro de Interpretación dedicado a la figura del pintor. 

Curiosamente, y sin que se sepan a ciencia cierta los motivos, uno de los tramos del barrio recibía el nombre de Gorgoja, y durante buena parte de su historia también generó no pocas protestas por parte del vecindario habida cuenta la inseguridad y la suciedad (Lipasam entonces no era ni una idea siquiera) que se acumulaba por dicho tramo. Además, el nombre lo dice todo, no lejos de allí, sobre la zona de la actual calle Sales y Ferré, estaba la Vinatería, de modo que mesones (como el famoso Mesón del Rey, frente a los Descalzos) y tabernas eran la nota dominante, teniendo en cuenta además que a tiro de piedra se hallaba la zona de la Plaza de la Alfalfa, bulliciosa y llena de actividad mercantil por hallarse en ella las llamadas Carnicerías y la famosa calle de la Caza, otro de los "puntos calientes" en cuestión de delincuencia en la Sevilla de los siglos XVI y XVII. Todavía González de León, en 1839, calificaba la zona "de malas casas y mala vecindad"... 

Finalmente, todo este conglomerado urbano fue derribado en 1840 por el Ayuntamiento, quien dejó la zona casi "como un solar" durante cinco años en los que fue convirtiéndose en una escombrera, cosa habitual en esta ciudad por otra parte, hasta que en 1845 comenzarán las labores de reurbanización y adecentamiento mediante la plantación de acacias, la colocación de 40 bancos de respaldo y de farolas de gas, fuentes y hasta un elegante quiosco al decir de las crónicas de la época. 

Pasarán los años, y en la casa número 10 de la calle Morería,  aún en tiempos del franquismo, estará la sede del Sindicato Provincial del Metal, el llamado "patio del metal, que en torno a 1965 será el germen de Comisiones Obreras, en principio ilegal y clandestina, pero que supondrá toda una referencia por sus reivindicaciones en pro de los derechos de los trabajadores.



04 noviembre, 2019

Cigarreras



Audio emitido en el Programa "Estilo Sevilla" el lunes 4 de noviembre de 2019, centrado en el cuadro "Las Cigarreras", de Gonzalo Bilbao.