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20 febrero, 2023

Colchones, tabaco y flagelantes.-

Releer viajas crónicas de la Sevilla del siglo XVII suele deparar, normalmente, toda una lista de efemérides como entradas reales, autos de fe, ejecuciones, arribadas de flotas, pero también alguna que otra reseña que pone de manifiesto que en aquella bulliciosa ciudad llena de contrastes entre ricos y pobres, entre lo hermoso y lo feo, ocurrían hechos, en este caso como los tres que vamos a detallar, que merecían la atención de sus cronistas; pero como siempre, vayamos por partes. 

En primer lugar, imaginemos por un momento que una mañana cualquiera, las fuerzas de seguridad del estado comienzan al transitar por las calles anunciando la obligatoriedad de entregar al gobierno elementos cotidianos y vitales con un fin, supuestamente, humanitario. Es evidente que tal petición dejaría anonadado a más de uno y que la población reaccionaría de modo diverso, pues bien, en el año 1641 la ciudad vivía pendiente de las medidas económicas del entonces Valido del rey Felipe IV, el Conde Duque de Olivares, y no se hablaba de otra cosa que de la prohibición del uso de coches de caballos salvo para quienes poseyeran licencia para usarlos, pero lo que de verdad sorprendió a los sevillanos en el mes de mayo de aquel año fue la iniciativa llevada a cabo por tres individuos, dos de ellos oficiales de la justicia. Su actividad consistió en recorrer los barrios de San Julián, Santa Lucía o San Román pregonando una orden del Asistente para apropiarse de cuatro mil colchones de la ciudad y enviarlos a Badajoz. Hubo quien lo entregó de manera inocente, otros los donaron de mala gana y no faltó quien a cambio de unas monedas logró evitar la requisa. Como ocurre en estos casos, la noticia se difundió como la pólvora por Sevilla y fue digno de ver como muchos llevaban sus colchones a iglesias y conventos como si, acogiéndolos "a sagrado", fuera la solución para evitar la incautación. 

No tardaron en surgir voces de protesta por lo injusto de la medida y pronto el mismo Asistente, ignorante en principio de lo que se cocía, comenzó concienzuda investigación, comprobando que todo no era sino un timo de proporciones colosales. Detenidos los autores de la monumental estafa, fueron sentenciados a doscientos azotes a recibir en público para contento del pueblo y a practicar el sano deporte de remar en las galeras del rey por seis años, aunque el cabecilla no sobrevivió a los azotes y murió en la propia cárcel real. Los colchones, suponemos, fueron devueltos a sus legítimos propietarios, quienes los recibirían como agua de mayo, sobre todo, sus propias espaldas. 

Habituales consumidores de tabaco, los sevillanos presumían de fumar en todas partes, incluidos los templos, aunque no contaban, allá por 1641, con la actividad desplegada por un feroz opositor al tabaco, miembro, además, del Cabildo Catedralicio: el Arcediano de Écija Fernando de Quesada. Furibundo antitabaco, despedía a aquellos de sus criados que sorprendía fumando, hablaba desde lejos a los fumadores cercanos y evitaba el contacto en público con ellos. (Lo peor sería cuando fue elevado al obispado de Cádiz, un lugar en el que el tabaco formaba parte de las tropas, la gente de la mar y donde el olor y el humo eran omnipresentes). Textos de aquella época afirmaban que:

 "En Sevilla había aumentado tanto la mala costumbre de fumar, que hombres y mujeres, clérigo y laicos, ya sea mientras ejercían sus servicios en el coro o en el altar, o mientras escuchaban la Misa o los oficios divinos, solían al mismo tiempo, y con gran irreverencia, tomar tabaco; y con excrementos fétidos mancillando el altar, y lugares sagrados y pavimentos de las iglesias de esta diócesis. Algunos sacerdotes, al parecer, habían llegado hasta el punto de colocar sus cajas de rapé en el altar mientras celebraban la Eucaristía."

En cualquier caso, en mayo de aquel año el Papa Urbano VIII emitía una Bula Pontificia a instancias del Cabildo de la Catedral Hispalense (y, en especial, del propio Fernando de Quesada) en la que prohibía el consumo de tabaco en el interior de todas las iglesias de la diócesis bajo severa pena de excomunión. 


 Como curiosidad, al poco tiempo, ese mismo año, se editó una obrita titulada "Explicación a la bula en que Nuestro Santo Padre Urbano VIII prohíbe en Sevilla el abuso del tabaco en las iglesias, en sus patios y ámbito", obra del sacerdote jesuita Antonio de Quintanadueñas, quien había sido novicio en la Casa de Probación de San Luis de los Franceses. Lo interesante viene con la "letra menuda", cuando, por ejemplo se supone que sí se podía fumar en las viviendas de los sacristanes, la colecturías, salas de cabildos u oficinas, aunque merece la pena reseñarse que la prohibición afectaba a confesionarios, patios y atrios, con lo cual se pretendía que el humo del tabaco permaneciese lo más alejado posible del territorio sagrado. Eso sí, imaginamos que sacristanes, monaguillos o personal subalterno encontrarían lugar para fumar en el exterior o en las alturas ya que no se podría fumar en sitios como la zona del Patio de los Naranjos, capillas anejas o sus patios o pasillos: 

"Pero sí en los demás, que corre de Gradas, y sentados en ellas mismas, atendiendo siempre que no haya escándalo, que por este será ilícito. En la Torre, esto es, dentro de ella, se puede tomar, como también se ha dicho en el apartado nueve, como también en todas las bóvedas, azoteas, cornisas y demás sitios que se andan por encima de la Iglesia, y son su techo, pues ya caen fuera de ella, y no son destinados para orar y celebrar, y lo mismo se dirá de las bóvedas, sótanos y cualesquieras otras piezas, que estén debajo de la Iglesia, como en ellas no se celebre."


Nuestro jesuita Quintanadueñas cita a su vez al doctor Francisco de Leiva, quien en 1635 había publicado un libro contra el mal uso del tabaco, que contiene textos como éste que transcribimos por su prosa sin tapujos: 

"Repárese en los que toman el tabaco y se verá cuán enfadadosos andan, cuan molestos y descompuestos, con tantos estornudos, imposibles de darles fin descompostura y sin ruido tal, que la cortesía obliga a dejar la presencia del señor que respeta, cuando son porfiados, si no se pueden reprimir y evitar. El escupir, pues, y purgar por las narices, ¿es aseo o limpieza del que lo hace, es lisonja o alabanza del que lo mira? y ¿qué ornato es traer en ellas asido el polvo del tabaco, que parecen tomadas de orín? ¿Todo esto no es asco, no es enfado, no es molestia para los compañeros? Si esto es tan indecente en cualquier lugar, ¿cuanto más lo será en el sagrado, consagrado a Dios, a la oración y sacrificios, donde tal quietud, limpieza y modestia pide Su Majestad; y más o celebrando divinos oficios, y asistiendo a ellos, o donde se celebran?"

No queremos, por último, dejar de mencionar el curioso suceso acaecido en el año 1621, año de malas cosechas, de sequía, de protestas populares y de crisis de subistencias; apenas sofocado un intento de motín popular por la carestía del pan, lo contaba Joaquín Guichot, y dispersados los revoltosos, aquella misma noche franqueaban las puertas de la ciudad, procedentes de Carmona, más de mil quinientos hombres en estado de gran excitación. En esta ocasión no gritaban aquello de "Viva el Rey y muera el mal gobierno", sino "¡Misericordia!, ¡Piedad!", pues se trataba de un numeroso grupo de penitentes, desnudos de cintura para arriba y con sogas al cuello. 

Sucios tras un largo y penoso camino, hambrientos y demacrados, aquellos flagelantes o disciplinantes que caminaban con lentitud lanzando jaculatorias se hacían acompañar del clero y cruces parroquiales de aquella población y de manera ordenada portaban once crucifijos, como si fuera una austera procesión fuera de fechas semanasanteras. ¿Qué motivaba esta gran peregrinación hasta Sevilla? La respuesta la tendríamos en las grandes muestras de dolor y gritos de misericordia con los que aquel grupo desesperado imploraba la piedad divina: imploraban a Dios que enviase la ansiada lluvia a las antes fértiles tierras de la Vega carmonense, ahora resecas por una grave sequía; al llegar a las inmediaciones de la catedral, en medio de la curiosidad general, fueron recibidos por su Cabildo de manera solemne, ya que acudían al primer templo hispalense en rogativas a la venerada imagen de la Virgen de la Antigua.

Tras pasar toda una noche en vigilia de oración en el interior de la catedral, a la mañana siguiente escucharon sermón y misa ante la Virgen de la Antigua, una de las grandes devociones de la época y el propio Cabildo organizó la manera de ofrecerles suculento desayuno con el que reponer fuerzas, acompañándoles procesionalmente hasta el sitio del humilladero de la Cruz del Campo, donde se produjo la despedida de aquella impresionante muestra de piedad popular. Gran cantidad de público salió a presenciar aquel insólito cortejo, observando como aquellos penitentes regresaban a Carmona con los ánimos (y los estómagos) saciados, pero esa, esa ya es otra historia...




11 abril, 2022

A latigazos.

La imagen actual de los nazarenos en Semana Santa portando cirios o cruces, orando en silencio en actitud de recogimiento o también, por qué no, repartiendo algún que otro caramelo, poco tiene que ver con la que los sevillanos de los siglos XVI y XVII pudieron contemplar. Pero como siempre, vayamos por partes. 

Como bien afirma el profesor Palomero Páramo, la implantación en Sevilla de la devoción al Via Crucis por parte de Don Fadrique Enríquez de Ribera supuso el origen de las procesiones de Semana Santa, ya que en esta práctica religiosa, que se realizaba durante los siete viernes de Cuaresma y finalizaba próxima al humilladero de la Cruz del Campo, participaban fieles y devotos con hábitos nazarenos que rezaban los 1.321 credos y padrenuestros que simbolizaban el número de pasos que caminó Cristo con la cruz. 


Los penitentes de entonces, hablamos en torno a 1521, cubrían sus rostros con capuchas y se azotaban en público con disciplinas, para conmovedora admiración de quienes contemplaban la escena penitencial, y seguían el esquema medieval del movimiento flagelante, que estimaba el autocastigo como forma de contricción ante los pecados cometidos y que alcanzó gran notoriedad en la Europa de la Peste de 1340, incluso con algún matiz casi herético, lo que le valió la desautorización eclesiástica.

Casi al mismo tiempo, las cofradías sevillanas, llegada la Semana Santa y movidas desde antiguo por el recuerdo de las predicaciones de San Vicente Ferrer, realizaban estación de penitencia a cinco iglesias próximas a su sede y en sus sencillos cortejos, aún sin pasos ni costaleros, formaban los denominados "hermanos de luz", portando cera para alumbrar el camino, no siempre bien iluminado de noche, y los "hermanos de sangre", quienes expiaban sus culpas flagelándose las espaldas como disciplinantes. El transitar de estos cortejos debía ser impresionante, silencioso, sobrio, casi "castellano", únicamente roto por el ruido de los golpes y los salmos. 

La participación en las procesiones era regulada por las Reglas de cada corporación, siendo obligatoria para los cofrades, bajo pena del pago de multas en cera, salvo para hermanos enfermos o con jusitificación; los flagelos empleados variaban según las hermandades, como ha analizado Grando Hermosín, abarcaban desde carretillas de plata a manojos de cáñamo, pasando por rodezuelas o rosetas de plata de volantín; además, como epílogo de la estación, era costumbre que los hermanos más veteranos debían tener preparadas en la sede canónica grandes ollas con rosas, laurel, arrayán, romero y vino hervido a fin de lavar las heridas de los penitentes, lograr la cicatrización y evitar posibles infecciones. Com curiosidad, en 1645 un tal Luis Núñez organizó el "lavatorio" de los disciplinantes de la desaparecida Hermandad de las Tres Humillaciones, gastando 26 reales, de los cuales 3 y medio  fueron para media arroba de vino, unos seis litros y medio.

Sin embargo, lo que en principio era una práctica humilde y ascética, poco a poco fue transformándose en nada edificante exhibicionismo, sin que faltasen vanidades, desórdenes, actitudes picarescas o incluso que algunos flagelantes, expertos, buscasen  salpicar con su propia sangre el borde del vestido de la mujer a la que pretendían, gesto ahora impensable pero que en aquella época era considerado el máximo de la galantería y virilidad. Por supuesto, el término "latigazo" también comenzó a extenderse como práctica relativa al consumo de mostos y aguardientes, con los consiguientes efectos...


A ello habría que sumar cómo los nobles obligaban a sus servidores a azotarse por ellos, el uso de túnicas acolchadas en la espalda para ocasionar ruidosos azotes para impresionar al pueblo o incluso la creencia popular que afirmaba que la flagelación tenía efectos reconstituyentes para el cuerpo. En 1604, el Cardenal Niño de Guevara instauró el Cabildo de Toma de Horas, ordenó que todas las hermandades hicieran estación a la Catedral (las de Triana, a Santa Ana) y reguló los abusos de los penitentes, prohibiendo la presencia de mujeres como tales, las túnicas cortas o transparentes, el "alquiler" de flagelantes, los excesos de los "demandantes" (cofrades algo "insistentes" que pedían donativos para la hermandad durante el recorrido) así como la obligación de mantener la debida compostura, acorde a la solemnidad del acto. ¿Se cumplieron las normas establecidas entonces? 

El Abad Gordillo escribía un tiempo después sobre una hermandad en concreto, aunque podría aplicarse al resto: 

"En el tiempo presente ha variado mucho esta cofradía, porque ya no son tantos los caballeros y hombres nobles que a ella acuden, ni tanto el fervor de la penitencia. Se ha reducido todo a seguir la novedad y galas que se  permiten, que es cosa lastimosa lo que en esto se usa. Ya no hay caballeros que se disciplinen porque la sangre de color rojo ya se derrama de mala gana... Todos van sueltos y galanes..."

Será finalmente Carlos III quien con una Real Orden en 1783 prohiba enérgicamente la presencia en las procesiones de Semana Santa de disciplinantes, empalados y todo aquello que desdiga del auténtico espíritu de este tipo de celebraciones.

Procesión de disciplinantes

Pese a todo, los flagelantes siguieron desfilando por las calles, prueba de ello es la célebre pintura de Francisco de Goya, realizada en torno a 1814, sin que sirvieran los lamentos de escritores ilustrados como el sevillano Blanco White, que hablará del tema en estos términos sobre 1822:

"Hace exactamente cuarenta años fue prohibida por orden del gobierno la repugnante exhibición de gente bañada en su propia sangre. Aque llos penitentes procedían de las clases sociales más abyectas. Vestían enaguas de lino, capirotes, antifaces y unas camisas que exponían a la vista la espalda desnuda, todo ello de color blanco. Antes de incorporarse a la procesión se herían la espalda y ya en ello se azotaban con disciplinas hasta hacer que la sangre corriera por sus hábitos. Fácil es comprender que la religión nada tenía que ver con estas voluntarias flagelaciones. En efecto, estaba muy extendida la idea de que este acto de penitencia tenía un excelente efecto sobre la constitución física y, mientras que la vanidad se sentía halagada por el aplauso con que el público premiaba la flagelación más sangrienta, una pasión más fuerte buscaba impresionar irresistiblemente a las más robustas beldades de las clases más humildes."

 El siglo XIX marcará el fin de las disciplinas cruentas y las violentas flagelaciones, aunque en estos días de Semana Santa, aún pervive un lugar en el que se ha mantenido esta costumbre, un pueblo de la Rioja llamado San Vicente de la Sonsierra que aún mantiene la tradición de los llamados "Picados" y auténtico fósil de tiempos pasados, conservando prácticamente el mismo esquema penitencial que los flagelantes del XVI, desde las túnicas, capas y capuchas hasta la curación de las heridas, pasando por todo un conjunto de normas para serlo en las que priman ser mayor de edad, buena fe y anonimato. Pertenecen a la antigua cofradía de la Vera Cruz, y acompañan las procesiones del Jueves y Viernes Santo; el término "picao" alude a los pinchazos (doce, en recuerdo de los doce Apóstoles) que se les practican en la zona lumbar tras los azotes realizados con una recia madeja de algodón, con la idea de hacer manar la sangre y evitar hematomas internos.   

Disciplinantes frente a la Virgen.jpg

Así, cuando en las jornadas semanasanteras contemplemos el transitar de nazarenos y penitentes, bien podríamos recordar aquellos tiempos en los que se vertía sangre en vez de cera y en los que los azotes no sólo eran cosa de la Hermandad de las Cigarreras. Pero esa, esa ya es otra historia.