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13 enero, 2025

La calle Carballo, donde la señora Marcela.

Arrancando año como suele decirse, en esta ocasión, abrigándonos mucho, eso sí, nos vamos a marchar muy cerquita de donde se encuentra la venerada imagen de Jesús Cautivo de San Ildefonso, para dar detalles de una calle que ostentó varios nombres hasta el actual y fue residencia de un personaje fruto de una época concreta. Pero para variar, vamos a lo que vamos. 

Foto Reyes Escalona. 

Estrecha y peatonal (aún subsiste un solitario marmolillo de los antiguos de metal fundido), entre Boteros-San Ildefonso y Vírgenes-Águilas, la actual calle Deán López Cepero pasaría desapercibida de no ser por haber sido llamada de diferentes maneras a lo largo de su dilatada historia; se sabe que desde 1438, como mínimo, se llamó Alcoba del Baño y ya en el XVI Alcabala del Baño, nombres debidos a la presencia de unos baños en la esquina con San Ildefonso. En 1584 se llamaba calle Barba, sin que sepamos si hubo por allí barbería o gentes con aquel apellido y desde mediados del siglo XVII y hasta 1893 tomó el nombre Caraballo o Carballo, puede que por haber contado entre sus vecinos con algún personaje llamado así. 

Foto Reyes Escalona. 

Como decíamos, en ese 1893 el ayuntamiento le otorgó el apelativo de Deán López Cepero, en honor a Manuel López Cepero, sacerdote y político nacido en Jerez de la Frontera en 1778 y que estuvo siempre de parte de las ideas liberales y constitucionalistas a lo largo del turbulento siglo XIX español, pasando de capellán castrense con el general Castaños (el vencedor de Bailén frente a los invasores franceses) a diputado en Cortes durante el llamado Trienio Liberal, lo que, al regreso del absolutismo de Fernando VII le supondrá pena de prisión por sus ideas en los recintos cartujanos de Sevilla y Cazalla de la Sierra. Senador vitalicio, catedrático y decano de la Facultad de Teología, párroco del Sagrario, atesorará una interesante colección de obras de arte, fruto de las desamortizaciones, con más de ochocientas piezas, que sus herederos sacarán a subasta tras su muerte en 1858, considerándosele uno de los promotores del actual Museo de Bellas Artes de Sevilla.

José Gutiérrez de la Vega: Manuel López Cepero, 1817. Museo de Pontevedra.

Como calle cercana a la fábrica de tabacos de la actual plaza del Cristo de Burgos, en San Pedro y a la zona de Odreros y Boteros, donde estaba la calle de Vinaterías (Sales y Ferré), llena de mesones y tabernas, a buen seguro por ese motivo estuvo en esta calle que comentamos el conocido como Mesón de la Cruz.

Sin embargo, una de las moradoras más peculiares de esta antigua calle, despertó la curiosidad de los sevillanos, siempre deseosos de novedades y escándalos allá por el siglo XVII. La llamaban la señora Marcela y vivía de modo modesto y recatado, sin lujos y dispendios; poco sabían sus vecinos sobre ella, salvo que era de condición humilde y carácter reservado, que era respetada por todos y que apenas abandonaba su morada para acudir a misa al cercano convento de San Leandro y regresar con su talega con provisiones para su sustento diario. Hasta ahí todo, aparentemente, normal. Una vecina más. 

Sin embargo, la tranquilidad de la zona quedó rota cierto día para consternación de sus moradores. Alguaciles de la justicia aporrearon la puerta de la casa de la anciana y de modo violento procedieron a su detención siguiendo la denuncia del joven conde de Arenales, quien había decido "tirar de la manta" y sacar a la luz el verdadero y rentable oficio al que se dedicaba Marcela, pues andando en amoríos con cierta doncella, supo el noble de oídas que dicha señora podía hacer de "Celestina" o trotaconventos para lograr sus propósitos amorosos, mas, decepcionado al fin por no conseguir el ansiado tesoro, el joven aristócrata optó, como narrábamos, por denunciar a quien le había prometido todo con buenas palabras y frases esperanzadoras, previo pago de unas buenas monedas, eso sí, para luego, a la postre, quedarse "con el santo y la limosna". 

Gerard van Honthorst: La alcahueta. 1652.

Condenada de manera fulminante por ejercer como alcahueta (término que procede del árabe Al-qawwád, que significa ejercer de mensajero) delito muy mal visto ya en tiempos de Alfonso X en que era considerada conducta "ilícita e infame" aunque era moneda corriente, la señora Marcela fue sentenciada a salir a las calles de Sevilla "emplumada" en pública vergüenza y escarnio, pero ¿Cómo se desarrollaba la ejecución de tal sentencia? Será mejor que nos lo cuente nuestro buen cronista Álvarez Benavides: 

"A las once de la mañana el verdugo iba junto a la condenada y, ayudado de sus criados, la desnudaban enteramente de cintura para arriba. Luego untaba el cuerpo con una espesa capa de miel. Hecho esto le ponía una coroza o gorro de cartón rematado en punta. Así disfrazada, la paciente era puesta en un asno se la ataba al cuello una especie de argolla fija a una barra de hierro cuyo extremo inferior se apoyaba sobre la albarda, después la paseaban muy despacio por medio de dos filas de soldados y alguaciles y seguida por una multitud del pueblo. La cabalgata hacía alto en las principales calles de la ciudad, y a cada alto el pregonero leía en voz alta la sentencia que condenaba a la paciente a ser emplumada diciendo por qué; el pregonero acababa siempre con esta fórmula: quien tal hizo que tal pague. 

Pronunciadas estas palabras el verdugo tomaba dos puñados de plumas y las arrojaba sobre la miel de que el cuerpo estaba lleno: las plumas quedaban pegadas, lo que al cabo de algún tiempo le daba un aspecto a la vez horrible y grosero que hacía reír a la muchedumbre".

Las calles por las que pasaba tan insólito cortejo eran normalmente las mismas que las de las procesión del Corpus, saliendo de la Cárcel Real hacia la catedral por Sierpes, San Francisco y Génova (actual Avenida) para regresar por Alemanes, Francos, Culebras (ahora, Villegas), Salvador, Cuna, Cerrajería y de nuevo a Sierpes para finalizar de nuevo en la Cárcel Real. Ni que decir tiene que ejecuciones de sentencias como ésta abarrotaban las calles y buscaban servir de cruel escarmiento, algo que a doña Marcela, aquella discreta señora de la calle Carballo nunca olvidaría, sin que sepamos si fue también azotada, si quedó recluida en la cárcel o si enviada al destierro, castigo final aplicado en estos casos por aquellos años. Por cierto, quede constancia de que aún en el siglo XIX seguía realizándose esta vergonzosa práctica de emplumar a mujeres, pero esa, esa es harina de otro costal.

28 septiembre, 2020

El último en enterarse

Dentro de los sucesos o sucedidos sevillanos que pasaban de boca en boca, ocupó lugar preferente durante años el ocurrido en nuestra ciudad en octubre de 1624. El trío protagonista llenó la ciudad de dimes y diretes por lo inaudito de la situación y por cómo quedó finalmente resuelta.


Empecemos por presentar a los intervinientes en esta tragicomedia: en primer lugar Cosme Sevaro, sastre, de orígen catalán por más señas, y que poseía vivienda y negocio en el llamdo Pozo de los Traperos, cerca de la calle de los Tundidores, actual Hernando Colón; en segundo lugar, su esposa, una hermosa mujer llamada Manuela Tablante, dada a galanteos y coqueteos; por último, el tercero en discordia, José Márquez, oficial empleado en la sastrería de Cosme, robusto mozo según las crónicas, que no tardó en entablar relación con la mujer de su maestro, movido por una irreflenable atracción mutua, sin que el alfayate, que era como se llamaba entonces a los sastres, se percatase de ello ni notase nada extraño en cuanto a la fidelidad de su pareja. 

 

En una carta escrita por un padre franciscano a Don Francisco de Quevedo se decía sobre los escarceos amorosos de Manuela y José: 

"Cuando el oficial tenía el antojo de ver a Manuela decía: Seda, señora maestra, y ella respondía: suba por ella, y de esto quedó un refrán que ahora se dice en todas las plazas de Sevilla". 

Pero como suele ocurrir en estos casos, enterado al final Cosme, en vez de montar en cólera y tomar venganza espada en mano como era habitual en estos casos de adulterio manifiesto, nuestro sastre, hombre de ánimo tranquilo y vengativo sin duda, denunció a los dos jóvenes ante el escribano del crimen Lázaro de Olmedo, desarrollándose un enconado y comentado pleito que trajo como final que la Audiencia sentenciase a morir, degollados según algunos autoros, bajo pena de garrote, segúin otros, a los dos adúlteros, tal como marcaba la ley:


Si muger casada fuese adúltera, ella y su adulterador ambos sean en poder del marido,y haga dellos lo que quisiere y de quanto han, así que no pueda matar al uno y dexar al otro; pero si hijos derechos hubieren ambos, o el uno dellos, hereden sus bienes; y si por ventura la muger no fue en culpa, y fuere forzada, no haya pena.


La resolución por parte de la Justicia no cayó nada bien en la ciudad, que consideraba excesivo el castigo y poco benevolente al tribunal, prueba de ello es la respuesta por parte de algunos que hasta en dos ocasiones, formando compactos grupos de gente, destuyeron y quemaron el patíbulo de madera donde debería tener la ejecución, lo que da idea del rechazo que este tipo de sentencias generaba entre el pueblo. Finalmente, con el refuerzo de dos compañías de soldados, pudo montarse un nuevo cadalso, de mayot altura. 

El 25 de octubre, a las once de la mañana, llevaron a la Plaza de San Francisco a los dos reos amantes y al marido denunciante, que debía presenciar el sumario castigo. Estaban presentes también el Asistente de la Ciudad, Don Fernando Ramírez Fariñas, el Teniente Mayor Don Luis Ramíres, el Teniente Ruano y el Alcalde de la Justicia, Don Francisco Alarcón. 

 Los dos condenados aparecieron montados de espaldas y con crucifijos en sus manos en sendos borricos, la mujer vestida de negro y el mozo de blanco. Como contaban las crónicas de sucesos de la época:

«Los sacaron de la prisión en dos jumentos, que quebrantavan los coraçones de dolor el ver una moçedad y cortos años puestos en muerte de tan grande afrenta».

Al llegar al cadalso, Manuela quedó de rodillas con el rostro vuelto hacia el edificio de la Audencia, y José de igual modo, pero mirando hacia el Ayuntamiento. A duras penas pudo llegar Cosme, el marido acusador, al lugar de la ejecución, escoltado por el Sargento Mayor y un piquete de soldados, ya que era enorme la multitud que se había concentrado en la Plaza, y en balcones, azoteas y ventanas.



De entre el gentío congregado no tardó surgir un sordo rumor que poco a poco se convirtió en ensordecedor griterío “¡Perdón, perdón, perdón!” suplicando encarecidamente a Cosme que concediera el perdón a su mujer y su amante y, con ello, el indulto; enmedio de tan monumental confusión, o mejor, para añadir más aún, se abrieron las puertas del vecino convento Casa Grande de San Francisco y de ellas surgió un gran número de frailes en procesión portando velas encendidas y llevando en alto un crucifijo. 

Lenta pero resueltamente, el nutrido cortejo, entonando oraciones y salmos, se abrió paso con dificultades entre la abigarrada multitud y no dudó en entabalr forcejeo con el cordón de soldados para rebasarlo, ocasionándose disparos por parte de la fuerza armada e incluso heridas de pólvora a algún religioso, hasta que el jesuita Padre Soto, junto con otros doce frailes, accedieron resultamente al cadalso y una vez allí, con grandilocuentes y exageradas muestras de dolor, rogaron repetidamente al esposo ultrajado el perdón, haciendo lo mismo la propia Manuela, quien se arrojó dramáticamente, hecha un mar de lágrimas, a los pies de su marido. ¡Hasta se le llegó a ofrecer al marido denunciante la nada despreciable cantidad de dos mil ducados que él dignamente rechazó inconmovible!


Entre los papeles del Conde del Águila se conserva un texto de aquel momento en el que se detalla cómo se produjo la suspensión de la pena de muerte impuesta:


Clamaban los alaridos de la gente porque la mujer era hermosa: cuatro de los religiosos se abrazaron al marido sin dejarle menear y ayudados de otros y diciendo a grandes voces: - Ya ha perdonado- , echaron abajo a la mujer, que dio un salto por la escalera como una gata, y sin cesar las voces de – Ya ha perdonado – fue notable el alarido y contento de todos, y se la llevaron en volandas a San Francisco. Cosme, alzando el brazo, lo meneaba muy depriesa, haciendo señales de que no era verdad, pero seguían voces de perdón y echaron en el bullicio del tablado abajo al adúltero medio muerto y lo llevaron también a San Francisco, quedando allí Cosme llorando”.


Las gentes del pueblo, que habían tomado partido decididamente por Manuela y José, celebraron con alborozo la salvación "in extremis" de ambos y no tardaron en surgir coplas que los mozalbetes cantaban por las calles:


Todos le ruegan al Cosme

que perdone a su mujer

y él responde con el dedo

Señores, no puede ser”.


Como se ve, el efectista ardid de los frailes, digno de Lope o de Calderón, haciendo creer que se había producido el perdón, surtió el efecto deseado, burlando al marido y consiguiendo el favor del pueblo ante lo que consideraban un exceso de justicia.

La historia, cuentan, se divulgó multiplicada, enriquecida y exagerada en numerosas relaciones en prosa y en verso, a cuál más curiosa y en poco tiempo las peripecias y enredos de Cosme, Manuela y José, como si fuera un "culebrón" sevillano en pleno siglo XVII, estuvieron en boca de todos.

 

¿Qué sucedió finalmente con los participantes en este suceso?

 

A la postre, José Márquez fue enviado como condenado a remar a las galeras del Rey, falleciendo allí poco después, el sastre finalmente concedió el perdón a su esposa con la condición que entrase en un convento y Manuela Tablante, apodada "La Mal Degollada", indudablemente mujer de armas tomar, aceptó inicialmente tomar los hábitos pero se cuenta que escapó del cenobio donde estaba recluida y vivió con total libertad en su ciudad, entregándose a mil aventuras amorosas según los cronistas y alcanzando singular fama por ello.