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04 noviembre, 2024

La calle del Vino.

Elemento indispensable en cualquier acto social, en bares y tabernas, en romerías o festividades religiosas, donde incluso es consagrado como Sangre de Cristo, esta semana nos vamos a buscar, en parte, dónde bebían vino los sevillanos de hace cuatrocientos o quinientos años. Pero para variar, vamos a lo que vamos. 

Hace tres milenios, en tiempos fenicios, se tiene constancia de la existencia de viñas en zonas de Cádiz, mientras que ya en tiempos romanos los vinos andaluces surcaban el Mediterráneo en dirección a la Roma imperial. La dominación musulmana, pese a la prohibición coránica, no ignorará las virtudes del vino, que seguirá consumiéndose y alabándose, como hará el poeta cordobés fallecido en Sevilla Ibn Zaydun allá por el siglo XI: 

Cuántas veces pedí vino a una gacela
y ella me ofrecía vino y rosas,
pues pasaba la noche libando el licor de sus labios
y cogiendo rosas en su mejilla.

Una vez la corona castellana tome posesión de las principales ciudades del sur de España vinos, licores y aguardientes generalizarán aún más su uso. Sin embargo, el descubrimiento de América, abrirá todo un abanico de posibilidades, hará que el vino andaluz de nuevo surque los mares y rinda viaje en las costas recién descubiertas por Colón y los suyos, junto con otros productos de primera necesidad tan importantes como el aceite, del que ya hablamos en otra ocasión. 

Diego Velázquez: Los borrachos o el triunfo de Baco. 1628-1629. Museo del Prado.

Las vides andaluzas alcanzarán justa fama y no es de extrañar que ya entre los siglos XVI y XVIII las bodegas gaditanas (Jerez y Sanlúcar de Barrameda, casi nada), sevillanas, malagueñas y cordobesas logren una pujanza tal que se prolongará en el tiempo, y más con la participación activa de comerciantes e inversores británicos que serán exportadores de vinos generosos hacia Inglaterra, aunque, conviene siempre recordar que ya en pleno XVI el genial William Shakespeare escribió palabras de encomio hacia los frutos de las vides jerezanas por boca del personaje de Falstaff de su obra Enrique IV:

“Un buen jerez produce un doble efecto: se sube a la cabeza y te seca todos los humores estúpidos, torpes y espesos que la ocupan, volviéndola aguda, despierta, inventiva, y llenándola de imágenes vivas, ardientes, deleitosas, que, llevadas a la voz, a la lengua (que les da vida), se vuelven felices ocurrencias. La segunda propiedad de un buen Jerez es que calienta la sangre, la cual, antes fría e inmóvil, dejaba los hígados blancos y pálidos, señal de apocamiento y cobardía. Pero el Jerez la calienta y la hace correr de las entrañas a las extremidades. Ilumina la cara que, como un faro, llama a las armas al resto de este pequeño reino que es el hombre, y entonces los súbditos viles y los pequeños fluidos interiores pasan revista ante su capitán, el corazón, que reforzado y entonado con su séquito, emprende cualquier hazaña."

¿Y en nuestra ciudad? No cabe duda de que establecimientos como El Rinconcillo, fundado en 1670, o Las Escobas, en 1386, que aún perduran por fortuna, demuestran a las claras que los sevillanos eran ya entonces propensos a disfrutar de los placeres de la buena mesa y de, también, como no, del buen vino.

Durante año gozaron de justa fama los vinos de la sierra norte sevillana, procedentes de Cazalla de la Sierra o Guadalcanal, sin olvidar los aún reconocidos mostos del Aljarafe o los procedentes del Condado de Huelva. El consumo de vino, como ahora, poseía un fuerte componente social y servía para confraternizar y celebrar, incluso se utilizaba con fines curativos al usarse hervido para sanar las heridas de los disciplinantes de Semana Santa, como ya mencionamos en otro momento. Mesones, casas de gula y tabernas eran concienzudamente vigiladas por las autoridades para evitar que sirvieran productos adulterados o aguados y su ubicación (como en nuestros días, nada ha cambiado, pues) salpicaba casi toda la ciudad, aunque una zona concreta llegó a llamarse incluso "del Vino" o "Vinatería" por la presencia de proveedores, vendedores al por menor ("regatones", les llamaban) y establecimientos de este de producto, del que, ya se sabe,  siempre se ha dicho: "In Vino, Veritas" ("En el vino está la verdad"). 

Foto Reyes de Escalona.

Ubicada en lo que antiguamente se llamó la Morería (donde la casa natal del pintor Diego Velázquez, antigua calle de la Gorgoja), entre la Alfalfa y la Plaza del Cristo de Burgos, desde 1918 pasó a denominarse calle de Sales y Ferré, en honor a Manuel Sales y Ferré (1843-1910), fundador del Ateneo de Sevilla y catedrático de Historia y Sociología, pero su nombre primitivo, calle del Vino, del que se tienen noticias desde 1592 nos da idea del tipo de actividad que se desarrollaba a lo largo de ella. Para mayor abundamiento, próxima estuvo, por un lado, la primera fábrica de tabacos del mundo y que comenzó a funcionar en 1610, generando a su alrededor todo un submundo de, inevitablemente, tabernas y mesones (como el famoso Mesón del Rey), y por otro lado, la cercanía de las Carnicerías (ahora la Alfalfa) y la calle de la Caza (actual calle Huelva), epicentros ambos también de pícaros y valentones, tanto que Cervantes hará decir a uno de sus personajes que "Oí decir a un hombre discreto que tres cosas tenía el Rey por ganar en Sevilla: la calle de la Caza, la Costanilla y el Matadero».

En torno a 1719 era llamada Vinatería; trasladada la Fábrica de Tabacos a la calle San Fernando en 1758, el espacio fue ocupado por un cuartel y derribado finalmente en 1855, aunque durante todos estos años el ambiente bullicioso, la prostitución y las riñas entre gentes pendencieras, avivadas por el consumo de alcohol no hicieron sino convertir la zona en poco recomendable; la importancia del vino fue tanta en este sector, que otras dos calles aún nos hablan de este trasiego de barriles y barricas: Odreros y Boteros, en alusión a los pellejos de vino y a las botas o barriles, que Toneleros en cambio, quedará en el Arenal. Como curiosidad, un tramo de la vía que estudiamos se llamó Calzones y existió una barreduela, hoy inexistente, llamada Pozo de la Leona.

Muy modificada en cuanto a su traza y edificios, viviendas unifamiliares, pisos modernos o convertidos, como siempre, en apartamentos turísticos, conservamos una foto de un Viernes Santo de los años 70 del pasado siglo en la que puede apreciarse el Paso de Misterio de la Hermandad de la Sagrada Mortaja revirando una noche de Viernes Santo desde Odreros a Sales y Ferré, cera gastada y cruz bajada, antes de sortear las estrecheces que culminan en San Pedro, en una esquina semiderruida, puede distinguirse el rótulo primitivo, "Vinatería", desgraciadamente desaparecido. 

Fotos: Carmelo Martín Cartaya.

Terminamos, pero antes, merece destacarse un ilustre vecino de la calle: en el número 11 y en el año 1900, no lejos de donde vio la luz Velázquez, nació Rafael Laffón, uno de los más importantes poetas de nuestra ciudad, pero esa, esa ya es harina de otro costal.

11 abril, 2022

A latigazos.

La imagen actual de los nazarenos en Semana Santa portando cirios o cruces, orando en silencio en actitud de recogimiento o también, por qué no, repartiendo algún que otro caramelo, poco tiene que ver con la que los sevillanos de los siglos XVI y XVII pudieron contemplar. Pero como siempre, vayamos por partes. 

Como bien afirma el profesor Palomero Páramo, la implantación en Sevilla de la devoción al Via Crucis por parte de Don Fadrique Enríquez de Ribera supuso el origen de las procesiones de Semana Santa, ya que en esta práctica religiosa, que se realizaba durante los siete viernes de Cuaresma y finalizaba próxima al humilladero de la Cruz del Campo, participaban fieles y devotos con hábitos nazarenos que rezaban los 1.321 credos y padrenuestros que simbolizaban el número de pasos que caminó Cristo con la cruz. 


Los penitentes de entonces, hablamos en torno a 1521, cubrían sus rostros con capuchas y se azotaban en público con disciplinas, para conmovedora admiración de quienes contemplaban la escena penitencial, y seguían el esquema medieval del movimiento flagelante, que estimaba el autocastigo como forma de contricción ante los pecados cometidos y que alcanzó gran notoriedad en la Europa de la Peste de 1340, incluso con algún matiz casi herético, lo que le valió la desautorización eclesiástica.

Casi al mismo tiempo, las cofradías sevillanas, llegada la Semana Santa y movidas desde antiguo por el recuerdo de las predicaciones de San Vicente Ferrer, realizaban estación de penitencia a cinco iglesias próximas a su sede y en sus sencillos cortejos, aún sin pasos ni costaleros, formaban los denominados "hermanos de luz", portando cera para alumbrar el camino, no siempre bien iluminado de noche, y los "hermanos de sangre", quienes expiaban sus culpas flagelándose las espaldas como disciplinantes. El transitar de estos cortejos debía ser impresionante, silencioso, sobrio, casi "castellano", únicamente roto por el ruido de los golpes y los salmos. 

La participación en las procesiones era regulada por las Reglas de cada corporación, siendo obligatoria para los cofrades, bajo pena del pago de multas en cera, salvo para hermanos enfermos o con jusitificación; los flagelos empleados variaban según las hermandades, como ha analizado Grando Hermosín, abarcaban desde carretillas de plata a manojos de cáñamo, pasando por rodezuelas o rosetas de plata de volantín; además, como epílogo de la estación, era costumbre que los hermanos más veteranos debían tener preparadas en la sede canónica grandes ollas con rosas, laurel, arrayán, romero y vino hervido a fin de lavar las heridas de los penitentes, lograr la cicatrización y evitar posibles infecciones. Com curiosidad, en 1645 un tal Luis Núñez organizó el "lavatorio" de los disciplinantes de la desaparecida Hermandad de las Tres Humillaciones, gastando 26 reales, de los cuales 3 y medio  fueron para media arroba de vino, unos seis litros y medio.

Sin embargo, lo que en principio era una práctica humilde y ascética, poco a poco fue transformándose en nada edificante exhibicionismo, sin que faltasen vanidades, desórdenes, actitudes picarescas o incluso que algunos flagelantes, expertos, buscasen  salpicar con su propia sangre el borde del vestido de la mujer a la que pretendían, gesto ahora impensable pero que en aquella época era considerado el máximo de la galantería y virilidad. Por supuesto, el término "latigazo" también comenzó a extenderse como práctica relativa al consumo de mostos y aguardientes, con los consiguientes efectos...


A ello habría que sumar cómo los nobles obligaban a sus servidores a azotarse por ellos, el uso de túnicas acolchadas en la espalda para ocasionar ruidosos azotes para impresionar al pueblo o incluso la creencia popular que afirmaba que la flagelación tenía efectos reconstituyentes para el cuerpo. En 1604, el Cardenal Niño de Guevara instauró el Cabildo de Toma de Horas, ordenó que todas las hermandades hicieran estación a la Catedral (las de Triana, a Santa Ana) y reguló los abusos de los penitentes, prohibiendo la presencia de mujeres como tales, las túnicas cortas o transparentes, el "alquiler" de flagelantes, los excesos de los "demandantes" (cofrades algo "insistentes" que pedían donativos para la hermandad durante el recorrido) así como la obligación de mantener la debida compostura, acorde a la solemnidad del acto. ¿Se cumplieron las normas establecidas entonces? 

El Abad Gordillo escribía un tiempo después sobre una hermandad en concreto, aunque podría aplicarse al resto: 

"En el tiempo presente ha variado mucho esta cofradía, porque ya no son tantos los caballeros y hombres nobles que a ella acuden, ni tanto el fervor de la penitencia. Se ha reducido todo a seguir la novedad y galas que se  permiten, que es cosa lastimosa lo que en esto se usa. Ya no hay caballeros que se disciplinen porque la sangre de color rojo ya se derrama de mala gana... Todos van sueltos y galanes..."

Será finalmente Carlos III quien con una Real Orden en 1783 prohiba enérgicamente la presencia en las procesiones de Semana Santa de disciplinantes, empalados y todo aquello que desdiga del auténtico espíritu de este tipo de celebraciones.

Procesión de disciplinantes

Pese a todo, los flagelantes siguieron desfilando por las calles, prueba de ello es la célebre pintura de Francisco de Goya, realizada en torno a 1814, sin que sirvieran los lamentos de escritores ilustrados como el sevillano Blanco White, que hablará del tema en estos términos sobre 1822:

"Hace exactamente cuarenta años fue prohibida por orden del gobierno la repugnante exhibición de gente bañada en su propia sangre. Aque llos penitentes procedían de las clases sociales más abyectas. Vestían enaguas de lino, capirotes, antifaces y unas camisas que exponían a la vista la espalda desnuda, todo ello de color blanco. Antes de incorporarse a la procesión se herían la espalda y ya en ello se azotaban con disciplinas hasta hacer que la sangre corriera por sus hábitos. Fácil es comprender que la religión nada tenía que ver con estas voluntarias flagelaciones. En efecto, estaba muy extendida la idea de que este acto de penitencia tenía un excelente efecto sobre la constitución física y, mientras que la vanidad se sentía halagada por el aplauso con que el público premiaba la flagelación más sangrienta, una pasión más fuerte buscaba impresionar irresistiblemente a las más robustas beldades de las clases más humildes."

 El siglo XIX marcará el fin de las disciplinas cruentas y las violentas flagelaciones, aunque en estos días de Semana Santa, aún pervive un lugar en el que se ha mantenido esta costumbre, un pueblo de la Rioja llamado San Vicente de la Sonsierra que aún mantiene la tradición de los llamados "Picados" y auténtico fósil de tiempos pasados, conservando prácticamente el mismo esquema penitencial que los flagelantes del XVI, desde las túnicas, capas y capuchas hasta la curación de las heridas, pasando por todo un conjunto de normas para serlo en las que priman ser mayor de edad, buena fe y anonimato. Pertenecen a la antigua cofradía de la Vera Cruz, y acompañan las procesiones del Jueves y Viernes Santo; el término "picao" alude a los pinchazos (doce, en recuerdo de los doce Apóstoles) que se les practican en la zona lumbar tras los azotes realizados con una recia madeja de algodón, con la idea de hacer manar la sangre y evitar hematomas internos.   

Disciplinantes frente a la Virgen.jpg

Así, cuando en las jornadas semanasanteras contemplemos el transitar de nazarenos y penitentes, bien podríamos recordar aquellos tiempos en los que se vertía sangre en vez de cera y en los que los azotes no sólo eran cosa de la Hermandad de las Cigarreras. Pero esa, esa ya es otra historia.