22 julio, 2024

Viejos relatos de la "Velá".

Estando en las fechas en las que nos encontramos, con la "Velá" de Santa Ana de Triana en plena celebración y apogeo, no estaría de más acercarnos a descubrir de qué modo la percibían nuestros antepasados, cómo la disfrutaban y, por qué no, cómo se reflejaba en las publicaciones de hace más de un siglo; pero como siempre, vayamos por partes. 

Promovida su construcción como promesa debida tras un suceso milagroso en favor de su salud ocular por el monarca Alfonso X el Sabio, la Real Parroquia de Santa Ana hunde sus orígenes en el siglo XIII, constituyéndose en lugar de culto a la madre de la Virgen María, en sustitución de la primera iglesia trianera, la capilla del Castillo de San Jorge. De este modo, Santa Ana, cuyas obras comenzaron en 1266, será la primera iglesia cristiana de nueva planta tras la conquista de la ciudad por Fernando III en 1248. 


Llegada cada año la fecha de la titular de la Parroquia, el 26 de julio, se celebraban desde el primer momento solemnes cultos en su honor, que iban acompañados de una Velada, esto es, una vigilia nocturna durante la cual eran veneradas la imágenes de Santa Ana y la Virgen. Éste es el germen de la actual "Velá" de Santa Ana (de Triana), que suele comenzar unos días antes del día 26 y finalizar precisamente este día tras los cultos a la "Abuela de Jesús" y, además, acompañada de toda una serie de actividades festivas que tienen como escenario la calle Betis o el Altozano, por citar algunos espacios urbanos de la llamada "Guarda y Collación de Sevilla". Como fiesta popular, la "Velá" ha atravesado diferentes etapas, con mayor o menor auge, pero en cualquier caso, vamos a reseñar algunas visiones sobre ella. 

Una de las primeras reseñas periodísticas sobre la "Velá" bien podría datar de julio de 1861, cuando el diario "La Andalucía" publicaba estos párrafos escritos de manera colorista por el "plumilla" del momento: 

El puente presentaba un golpe de vista arrollador: su adorno consistía en dos hileras de farolillos de color que corrían en forma de pabellones por cima de las barandas y no pocas banderas y gallardetes. La capilla del Carmen, situada junto a la plaza de abastos estaba también iluminada con vasillos de color; en la parte superior de la torre del reloj se veían dos transparentes y en uno de ellos las armas del municipio. Después de atravesar el puente con mucho trabajo a causa de la multitud de carruajes que por él cruzaban con el eminente peligro de los peatones, llegamos al barrio donde anualmente se celebra con tanta solemnidad el día de Santa Ana; por todas sus calles había bulla y animación, en muchos balcones lucían colgaduras y los patios de las casas en general estaban adornados con gusto; la torre y la azotea de la parroquia estaban también perfectamente iluminadas y desde ellas se dispararon multitud de cohetes. 
Manuel Barrón: Vista desde de Sevilla con el puente de Triana. 1862.

 La calle llamada Orilla del Río (Betis, en la actualidad), intransitable; por uno y otro lado se extendía una inmensa hilera de mesas donde estaban colocados con simetría los tradicionales turrones, la avellana verde y tostada, el aterciopelado melocotón y la sonrosada manzana; más allá las buñoleras, y por último, los caballos del Tío Vivo, cada puesto estaba alumbrado por su correspondiente candil y este conjunto de luces se asemejaba de lejos a una serpiente de fuego deslizándose junto a los edificios y cuyos anillos se reflejaban en las tranquilas aguas del Guadalquivir; por entre los dos muros de confites y frutas, no se paseaba, sino se estrujaba y comprimía la muchedumbre, aturdida por los desaforados gritos de los vendedores y respirando una atmósfera asfixiante. 

A espaldas de esta calle y en otra algo otra menos concurrida habían sentado sus reales los puestos de juguetes para martirio de los vecinos; volviendo al puente, vimos la música del asilo situada bajo el muro de contención de la rampa, poco después estábamos frente al Pópulo; el calor era insufrible, pero nadie se cuidaba de ello y todos iban a la velada, que llama la atención como nunca por los esfuerzos que el municipio ha hecho para que no se conforme contraste con la de San Juan.


Por su parte, en junio de 1886, el escritor Benito Más y Prats, ecijano por más señas y autor del libro de poemas "Sevilla, Tierra de María Santísima", describía de modo menos periodístico y más "lírico" el ambiente trianero en aquellas jornadas estivales de julio, sobre todo en la zona del propio Puente:

Durante el día y la noche de Santa Ana el expresado sitio se llena de acera a acera, hasta el punto de impedir el paso a los vehículos, que hacen estremecer frecuentemente sus ya cansadas estribaciones. Visto de lejos, aseméjase a aquel estrecho paso del Cinerad, por el que apenas podían caber las almas de los creyentes. La multitud que llega de la ciudad lo cruza en toda su extensión y baja por ancha escalinata a la calle llamada del Betis, en cuyo plano se coloca todo lo necesario para la velada.

El panorama que se ofrece desde el Puente no puede ser más fantástico ni delicioso. Colocadas en ordenada fila las tiendas, puestos, mesillas, aguaduchos, chozas, cafetines y demás instalaciones que constituyen el núcleo del mercado, y viéndose la calle casi a vista de pájaro desde el centro del Puente, preséntase a la derecha Triana, tomada por una ancha franja de luz y dejando en las aguas rojizas reverberaciones; a la izquierda, la Giralda, la Torre del Oro y el muelle cubierto por un tupido bosque de arboladuras; bajo los pies, el río que se rompe con fuerza en los estribos de piedra; y al frente, cerrando los términos, San Telmo y los jardines de las Delicias, cuyo alumbrado, semejante a una larga constelación formada de estrellas que se alejan, va desvaneciéndose poco á poco, hasta ocultarse en un fondo obscuro y diluído, como el de un paisaje al carbón.

Será a partir del siglo XX cuando la "Velá" quede configurada como una de las grandes celebraciones del verano hispalense, con permiso de otras "velás", como las de San Juan de la Palma, las del Carmen en el Salvador o la Alameda o la que se celebraba en torno al 15 de agosto en los aledaños de la catedral al calor de la devoción a la Virgen de los Reyes. 

 

Al parecer, en torno a 1910 es cuando comienza a celebrarse la Cucaña en el cauce del río, que tanta diversión genera, y aunque hemos rebuscado algún dato sobre este pormenor, lo que sí hemos hallado, curiosamente, es una reseña sobre otro aspecto muy ligado a la "Velá", la celebración de tómbolas benéficas, pues en aquel 1910, por ejemplo, se instalaron dos, una de la Hermandad de la O y otra de la Hermandad del Rocío de Triana: 

La tómbola que la hermandad de Nuestra Señora del Rocío ha instalado en el barrio de Triana, puede decirse que es este año el clon de la velada. El buen humor y la gracia que han acreditado el populoso barrio entre propios y extraños, es la nota que preside en la tómbola, original en extremo. 

Los de menos en ella son los muñecos, mayólicas y demás zarandajas que sirven a estas rifas de atracción para llegar rápidamente y con buen éxito al bolsillo del pagano. Allí hay muchos chirimbolos de esos, pero lo que más atrae las miradas de los curiosos es una especie de arca de Noé, en la que hay animales de distintas especies, tales como asnos, becerros, borregos, gallos y gallinas, chivos, patos, ánsares, palomos, etc., llamando la atención por su buena lámina un becerro bravo donado por el ganadero don José Anastasio Martín. 

Por cierto que al ser conducido desde el matadero a la tómbola intentó escaparse varias veces, no lográndolo gracias a los esfuerzos de las cuatro vigorosas personas que lo conducían. No sabemos si habrá causado desperfectos en la tómbola el becerrillo, pero a juzgar por la bravura de que daba muestra, es muy posible que los haya originado. En la tómbola está el músico de la hermandad con el pito y la tambora, dando conciertos a cada paso y derrochando bueno humor. Cuando alguien obtiene un premio, le obsequia con la Marcha Real.


Espacio para la celebración religiosa y para la tradición popular la "Velá" de Santa Ana viene a ser como un oasis festivo a finales del mes de julio, cuando "las calores" aprietan y muchos aguardan ya el deseado y merecido descanso vacacional, pero esa, esa ya es otra historia.

15 julio, 2024

Sevilla, 1593: El "Caso Sumeño".

 En esta ocasión, vamos a centrarnos en un suceso acaecido a finales del siglo XVI, en la Sevilla de las denuncias al Santo Oficio y sus procesos judiciales, sus autos de fe y sus correspondientes ejecuciones, aunque, en concreto, el temido final, protagonizado por un alto cargo del Cabildo de la ciudad, no llegó a producirse por un giro inesperado de los acontecimientos; pero como siempre, vayamos por partes.  

Establecido el Tribunal del Santo Oficio por los Reyes Católicos en 1478 mediante bula papal de Sixto IV, a comienzos de 1481 ya estaba radicado en Sevilla, primeramente en el dominico convento de San Pablo (ahora parroquia de la Magdalena) y luego en el castillo de San Jorge, cuyos restos arqueológicos son visibles bajo el mercado de Triana en el Altozano. Como tribunal, velaba por la ortodoxia, especialmente en cristianos conversos, esto es, en quienes se habían bautizado abandonando la fe judía. Los inquisidores investigaban denuncias anónimas o procedentes de los llamados familiares del Santo Oficio, que formaban toda una red que se dedicaba a delatar posibles conductas contrarias a la fe católica, no sólo relativas al criptojudaísmo, sino a las blasfemias, sodomía, brujería o, más adelante, la profesión de creencias protestantes, todo ello condenable a los ojos de la Inquisición. Aparte de alcaides, capellanes, jueces, fiscales, procuradores o escribanos, existía toda una plantilla de trabajadores auxiliares como porteros, carceleros, cocineros o médicos, por citar algunos. 

En 1591 ocupada el cargo de teniente de Asistente de la ciudad Luis Sumeño de Porras y entre otras de sus atribuciones estaba la de ejercer como magistrado, dándose la circunstancia de haber dictado condena contra un reo, sentenciándolo con "pena afrentosa", algo que los familiares del condenado, defensores a ultranza de su inocencia, criticaron violentamente, jurando venganza por tamaño dislate, en su opinión. El escritor José María Montero de Espinosa relata que apenas pasado un corto tiempo, en 1593, Sumeño fue aprehendido por sorpresa por oficiales de la Santa Inquisición en relación a un anónimo testimonio que le adjudicaba prácticas herejes o judaizantes. Detenido en su propia casa, se despidió de Jerónima de Monarde, su esposa con estas palabras: 

"Adiós, hasta el valle de Josafat, pues ya no la volvería a ver mediante a que le llevaban a la Inquisición, siendo su resultado morir quemado, pues él no había cometido delito alguno que tocase a aquel Tribunal, y que precisamente lo habían de tener por negativo, no confesando lo que le hubiesen atribuido"

Aislado en una húmeda celda, sucio y hambriento, con la incertidumbre como compañera por desconocer los cargos que había contra él y sometido a múltiples interrogatorios con sus correspondientes tandas de tormento o torturas, negó vehementemente ser culpable, manteniendo su inocencia de manera tenaz, sin que ello sirviera para que a la postre fuera condenado a ser quemado vivo hasta morir en el Prado de San Sebastián.

Llegaron las vísperas de la ejecución y, como era costumbre, muchos se aprestaron a acudir al "espectáculo" que suponía la muerte pública con todo el ritual y parafernalia característicos del Santo Oficio: enterados del proclamado Auto de Fe, muchos llegaban desde fuera de la propia Sevilla, como fue el caso de los indignados familiares de aquel reo que el ahora convicto Luis Sumeño de Porras condenó en 1591:

"Más sucedió que la víspera del día en que se había de ejecutar este espantable y horroroso castigo, venían a esta ciudad los malvados delatores con objeto de ver esta escena, y a holgarse de su indigna venganza, y en una de las posadas de Alcalá de Guadaira estaban todos en un cuarto hablando del caso y del auto que venían a presenciar, y unos con otros decían: "mañana veremos arder a aquel pícaro y le oiremos crujir los huesos" y se jactaban y regocijaban de sus pérfidos sentimientos y daban a entender que había sido ellos los autores de tan horrendo castigo".

Por fortuna, la conversación fue escuchada "de refilón" por otros huéspedes, quienes con rapidez se pusieron en camino a Sevilla y, una vez llegados a la sede de la Inquisición en Sevilla, dieron cumplida cuenta de lo que habían descubierto de manera fortuita y rogaron se tuviera en cuenta para evitar que un inocente fuera víctima de una injusta venganza; el Tribunal, mal que bien, ordenó la detención de aquellos difamadores, quienes hubieron de confesar su culpa, la de haber calumniado al teniente de asistente por venganza y odio y que dicho oficial era inocente de cualquier delito que se le pudiera imputar. Ante todo esto, se decidió suspender la ejecución in extremis y se exculpó al Teniente, siendo castigados duramente los calumniadores. Ni que decir tiene que el proceso de absolución duró meses de trámites burocráticos, con las consiguientes molestias para Sumeño.

Restablecido en su puesto, la carrera de Luis Sumeño de Porras continuó, y en 1596 fue ascendido al cargo de Fiscal del Tribunal de la Casa de Contratación, falleciendo finalmente el 13 de enero de 1603 y recibiendo cristiana sepultura a los pies de la Virgen del Amparo en la antigua parroquia de la Magdalena, donde incluso dotó una capellanía, pero esa, esa ya es otra historia.