30 junio, 2025

Una calle con dos historias.

En esta ocasión, siempre "por la sombrita", y a poder ser en horario propicio, nos vamos a encaminar a una calle que encierra una doble historia: la de quién le da nombre y la de quién habitó en ella; pero, para variar, vamos a lo que vamos.

Desembocando en uno de sus extremos en Cabeza del Rey Don Pedro, Candilejo, Corral del Rey, Muñoz y Pabón y Almirante Hoyos (encrucijada que antiguamente se llamó popularmente "Las afluencias" por la cantidad de bocacalles), y por el otro, en la subida de la Cuesta del Rosario y Cristo de las Tres Caídas, durante años se llamó de San Isidoro, no en vano, uno de los laterales de esta parroquia da a un ensanche creado tras la supresión de unas gradas del propio templo, donde se colocó una hermosa cruz de cerrajería procedente de la cercana Plaza de la Alfalfa, aunque los rosales de sus jardineras están lastimosamente secos. Por cierto, desde diciembre de 2022 esa zona ha pasado a denominarse "Jardín Doctor Ismael Yebra", en honor al destacado médico y dermatólogo, director de la Real Academia de Buenas Letras, escritor y benefactor y divulgador de la labor de los conventos de clausura sevillanos. Fallecido en diciembre 2021, su hermano José ha sido conocido desde siempre por regentar una famosa taberna situada en la calle Boteros, cerrada no hace muchos años. 

 

Aunque Santiago Montoto recordó que también recibió el nombre de Velador, como recuerdo de la cercana calle vinculada con la leyenda del candilejo y el Rey Don Pedro, no es menos cierto que ese apelativo lo va a mantener hasta 1882, cuando pase a llamarse Plasencia, y finalmente, en 1941, complete su nombre con Augusto Plasencia, pero ¿De quién se trata?

Gaditano de San Fernando, del año 1837, se graduó como teniente del Arma de Artillería en 1856 y alcanzó el grado de coronel de dicha Arma, viajando a Viena y San Petersburgo para estudiar diversos tipos de metales para fundición de cañones y destacando por su capacidad para el diseño y mejora de varios tipos de armas y, en especial, por la creación en 1872 del llamado "Cañón de montaña de 8 cm.", fundido en acero en la Real Fábrica de Artillería de Sevilla (de la que Plasencia fue Subdirector), que todavía prestaba excelente servicio en el ejército a comienzos del siglo XX y que hasta entonces era conocido como "cañón Plasencia". 

Tras dejar el servicio de armas, fue diputado en Cortes, Alcalde de Sevilla y Presidente del Ateneo. Como Alcalde, a instancias de José Gestoso, promovió una de las primeras restauraciones de las Casas Consistoriales, allá por 1890. Ostentando el cargo de Vocal de la Junta de Instrucción Pública, en 1889 y durante una visita a las escuelas de la ciudad de Dos Hermanas, comprobó cómo la mayoría de los alumnos iban descalzos; a los tres días fueron enviados desde la Alcaldía de Sevilla 83 pares de calzado para aquellos niños. Además, formó parte de la comisión que encargó al escultor Antonio Susillo el monumento a Daoiz de la Plaza de la Gavidia, inaugurado en ese mismo año de 1889. En agradecimiento por los servicios prestados a la nación, en 1887 la Regente María Cristina vino a otorgarle el título de Conde de Santa Bárbara, nombre de la patrona del Arma de Artillería, falleciendo en 1903. 

 

Ancha en su comienzo en San Isidoro, se estrecha notablemente hacia su mitad, conservando todavía algún guardacantón de mármol, deslizándose en suave pendiente desde un tramo a otro, lo que indica que estaría situada quizá sobre la primitiva elevación de terreno junto al río donde se fundó la ciudad primitiva, algo que ya comentamos al tratar la no lejana calle Galindo. Entre sus edificios de mayor antigüedad destaca, por supuesto, la fachada correspondiente a la parroquia de San Isidoro antes aludida, presidida por un rosetón donde se representa una alegoría de la Eucaristía junto con las Ánimas del Purgatorio y también un precioso azulejo dedicado a la imagen de Nuestro Padre Jesús de las Tres Caídas, titular de la Hermandad que anualmente hace su Estación de Penitencia en la tarde del Viernes Santo. Bendecido el 16 de febrero de 1947, fue pintado por Antonio Kiernam tomando como modelo un lienzo al óleo propiedad de un hermano, obra que, como narra Martín Carlos Palomo en la web de referencia Retablo Cerámico, fue subastada para con su importe pagar la hechura e instalación de dicho panel cerámico.

 La casa hermandad de esta señera corporación se encuentra precisamente en el número 3 de esta calle que comentamos, fue bendecida por el cardenal Bueno Monreal en el año 1976 y constituye un interesante caso de vivienda del XIX reformada para cumplir con la misión de servir de punto de reunión para sus hermanos y albergar las diversas dependencias y estancias en las que guardar enseres y el propio paso procesional del Cristo titular de dicha cofradía.

Sin embargo, poco, por no decir nada, queda de la vivienda esquina con la calle Jesús de las Tres Caídas, derribada en 1962 para levantar un moderno edificio de pisos con su correspondiente local comercial (por ahora) abajo. La importancia de la casa derribada estriba en que en ella se hospedó con su familia uno de los viajeros ingleses que más destacó nuestra ciudad durante sus estancias en ella: Richard Ford (1796-1858).

Uno de sus biógrafos, Ian Robertson, sostiene que tras la llegada de Ford a Sevilla en noviembre de 1830, junto con él llega su esposa Harriet y sus tres hijos, se hospedarán en la casa de huéspedes de la señora Stalker, en la plaza de la Contratación, para luego, gracias a su compatriota Hall Standish, pasar a habitar una "excelente casa" con jardín, chimenea y orientada hacia el sur en el entonces número 11 de la plazuela de San Isidoro. Aquella será su morada hasta de 1832, allí nacerá Richard, su cuarto retoño e incluso aparecerá en un dibujo que Ford realiza de la Plazuela de San Isidoro, donde casi puede atisbarse el pescante del farolillo que iluminaría por las noches el retablo de Ánimas que comentábamos más arriba. 

 

 

Tratando de mejorar la depresión su esposa Harriet por la temprana muerte de su hijo Dudley, Ford, aconsejado por varios amigos, había decidido cambiar de aires y escoger el sur de Europa, de ahí su presencia en nuestra ciudad, aunque durante su estancia realizará varios periplos por ciudades como Granada, Mérida, Tarragona o Toledo, por citar algunas o incluso recorrerá de parte a parte toda la cornisa cantábrica. De todos estos viajes quedará reflejo escrito y pintado, pues Ford, que se consideraba un mero aficionado al arte, no tenía mala mano para tomar lápiz o pincel, aunque Harriet le aventajaba en preciosismo detallista. 

Sería extenso analizar esos años del viajero Ford en nuestra ciudad, pero como curiosidad habría que indicar que se lamentó por carta a su buen amigo Henry Addington (embajador británico en Madrid) de que aquella Semana Santa de 1832, debido a la agitada situación política no salieron las cofradías, aunque, por contra y pese a las inundaciones provocadas por el Guadalquivir, el clima era de lo más benigno y el estado de ánimo de Harriet había experimentado una más que notable mejoría, afirmando que, sin duda que Sevilla era, a su parecer, "una de las ciudades españolas más agradables para una larga estancia", aunque, eso sí, con permiso de ciertos "caníbales o guerrilleros del aire": los mosquitos.

Fascinado por la ciudad tanto por su belleza como su pobreza, tanto por su incultura como por sus tradiciones, Ford aprenderá nuestro idioma, mientras que Harriet recopilará cantos y melodías populares; hay constancia de sus visitas a la feria de Mairena del Alcor, a bailes y tertulias, a templos y palacios, a ejecuciones y festejos taurinos, sumado todo ello al interés por el coleccionismo de obras de arte y libros; lo más granado de la sociedad sevillana lo acogerá con perpleja reserva, pues, en sus propias palabras "en verdad creen que todos nosotros hemos llegado de la luna". En mayo de 1832 Richard Ford y su familia se mudarán a otra zona de Sevilla, a un palacio que, aunque muy reformado, sigue por fortuna en pie aunque con incierto destino, el de los Monsalves, pero esa, esa ya es harina de otro costal.


16 junio, 2025

Corpus en Blanco.

Pese a ser considerado un "sevillano maldito" por algunos, pese a haber abandonado su ciudad natal para no volver, pese a incluso a haber renegado de la religión que le inculcaron sus mayores, pese a fallecer en tierras extranjeras, un antiguo sacerdote católico, nacido junto a los Venerables, luego presbítero anglicano, supo en sus escritos reflejar el desarrollo y belleza de una de las procesiones más importantes del año hispalense. Pero, para variar, vamos a lo que vamos. 

José María Blanco Crespo había nacido en 1775, en la calle Jamerdana y en un hogar de profundas creencias religiosas, no en vano procedía de una familia irlandesa católica dedicada al negocio de la exportación, de ahí que inicialmente fuera educado para proseguir la tradición comercial; sin embargo, a los doce años mostró una profunda vocación por el sacerdocio, aunque con profundas inquietudes por la creación literaria. A trancas y barrancas, pues las dudas y los deseos de abandonar fueron sus habituales compañeros de viaje durante su formación, finalmente obtuvo el titulo de licenciado en Teología, siendo ordenado como sacerdote en 1799 y obteniendo por oposición plaza de capellán magistral en la Capilla Real de la Catedral de Sevilla. 

Sin embargo, sus inseguridades espirituales  le harán marchar, casi huir, a Madrid, donde mantendrá una relación con Magdalena Esquaya cuyo fruto será Fernando, un hijo del que no sabrá nada hasta unos años después y también será testigo de los sucesos del 2 de mayo de 1808, hecho que, a su vez, precipitará su regreso a Sevilla, donde no tardará en prestar ayuda como colaborador escrito en El Semanario Patriótico, un diario contrario al enemigo francés. La llegada de las tropas napoleónicas a Sevilla hará que decida marchar al exilio a Inglaterra en febrero de 1810, donde proseguirá su oposición frontal a los franceses. Se ganará la vida como profesor, escritor y como sacerdote, pero anglicano al abandonar la práctica católica, viviendo en Londres, Dublín y Liverpool, donde fallecerá en 1841. Durante su exilio inglés, modificará su nombre, pasando a apellidarse tal como ha pasado a la historia: Blanco-White.

Publicadas entre 1821 y 1822 sus famosas Cartas de España, contextualizadas de manera magnífica por el recientemente fallecido catedrático de Filología Inglesa de la Hispalense Antonio Garnica, son todo un lienzo en el que pormenorizar, con todos los colores, el atraso y fanatismo religioso español, aunque suavizado con cierto barniz costumbrista sumamente logrado. La sociedad, el estilo de vida, las diversiones y costumbres copan el relato, sin olvidar aspectos históricos o religiosos.

En la Novena Carta, nuestro autor, haciendo memoria, elabora, según sus palabras, su propio Almanaque Sevillano, donde reflejará recuerdos propios sobre las diferentes festividades y fiestas que, antes de su partida de España, tenían lugar en nuestra ciudad. Ya que estamos en sus fechas, destacaremos cómo era la procesión del Corpus organizada por la Catedral, de la que Blanco White hace un pequeño resumen en relación a elementos que ya por entonces, en su época, habían desaparecido, como aquellas extinguidas figuras grotescas:

"Detrás de los gigantones, y como dominándolos, venía un paso con la figura de una hidra rodeando un castillo del que, para delicia de los niños sevillanos, salía un muñeco parecido a Polichinela, vestido con un jubón escarlata guarnecido de cascabeles. El muñeco bailaba una especie de danza salvaje y se volvía a ocultar en el cuerpo del monstruo, desapareciendo de la vista del público. Esta representación llevaba el nombre de Tarasca, palabra de la que no conozco ni el significado ni el origen."

 

Tras recordar a diversos grupos de danzantes, como los valencianos o los del baile de espadas, por último, alude a los Seises, que en tiempos de nuestro autor constituían, y constituyen hoy día, la única pervivencia de todo aquel entramado barroco y teatral, de los que alaba la elegancia y agilidad de sus pasos de baile, acompañados del repicar de castañuelas, destaca la numerosa presencia de órdenes monacales masculinas y de reliquias, que Blanco White enumera y entre las que sobresalen un diente de San Cristóbal, la cabeza de una de las once mil vírgenes o fragmentos de la cruz de Cristo, entre otras. No menciona que acudieran gremios o hermandades, pero sí que:

"Tan larga es la procesión y su paso tan lento y solemne que, sin ninguna interrupción en sus filas, tarda una hora en salir de la Catedral. Las calles están adornadas de colgaduras con mayor gusto que durante las procesiones de Semana Santa y, además, están cubiertas a lo largo de todo el recorrido con gruesos toldos que las guardan del sol, y el pavimento aparece alfombrado de juncia".

Cuando, por fin, sale el paso que porta la espléndida Custodia con la Eucaristía se produce una escena que nuestro paisano pinta con enorme cromatismo, no en vano la habría presenciado en multitud de ocasiones:

"Las campanas anuncian su presencia con un repique ensordecedor, las bandas militares mezclan sus vibrantes notas con los solemnes himnos de los cantores, nubes de incienso suben ante el móvil santuario, mientras que las voces de mando se confunden con el ruido de las armas que los soldados, de rodillas, rinden a tierra. Cuando los ocultos portadores de la custodia la presentan en el principio de la larga calle en que empieza la carrera, la muchedumbre, que llena calles y ventanas, se arrodilla en profunda adoración, sin atreverse a levantar la vista hasta que desaparece el objeto de su religioso temor. Una lluvia de flores cae desde las ventanas y el paso se muestra adornado con los más bellos ramilletes."


En otra ocasión, comentando esta misma procesión y la forma en la que era llevado el Paso de la Custodia de Arfe, (este año felizmente recuperada la costumbre de que sea portado por costaleros), mencionábamos que su uso era muy antiguo y correspondía tal tarea a determinados oficios; en este caso, Blanco White los alude en otra de sus cartas, la Segunda, escrita en 1798, cuando se refiere a los llamados aguadores y mozos de cordel, que tenían derecho de uso de una capilla en la catedral:

"Pero el privilegio que tienen en más es el que veinte de los más fornidos entre ellos lleven el paso de la hostia consagrada en la procesión del Corpus, que va entronizada en un templete de plata maciza. Los portadores van ocultos detrás de las ricas colgaduras de tisú de oro que bajan hasta el suelo por los cuatro lados del paso, y aunque el peso de la máquina es enorme, estos veinte hombres lo soportan sobre la parte posterior del cuello y lo mueven con tanta agilidad y regularidad como si el impulso saliera de la fuerza del vapor o de otro poder mecánico continuo." 

La nítida descripción concluye narrando que el cortejo, con toda su carga de liturgia y boato, es presidido, a la postre, por el prelado hispalense, luciendo sus mejores galas y con un detalle curioso:

"Lo que da a este cortejo el más sorprendente toque final es un clérigo en sobrepelliz que porta un abanico circular de seda, ricamente recamado, de unos dos pies de diámetro, sostenido por una barra de plata de seis pies de largo. Este abanico se agita constantemente a conveniente distancia del arzobispo cuando éste asiste al servicio de la Catedral en los meses de verano, para aliviarlo así del opresivo efecto de sus vestiduras bajo el ardiente sol andaluz. Esta costumbre creo que es propia de Sevilla." 

El abanico, pasando las medidas de pies a metros, tendría sesenta centímetros de diámetro y la vara, alrededor de metro ochenta y quizá Blanco White lo confundiera con el quitasol circular que todavía se empleaba para dar sombra al arzobispo a comienzos del siglo XX durante las procesiones del Corpus.

Como puede verse, la amenaza de "las calores" siempre ha planeado sobre el Corpus y su procesión, Fiesta Mayor de Sevilla, y en ocasiones ha habido cierta controversia sobre la idoneidad del horario o incluso sobre su fecha de celebración, pero esa, esa ya es harina de otro costal.

02 junio, 2025

De cordeles rocieros.

Cercanos ya como estamos a la Romería del Rocío, a celebrar en el próximo Pentecostés, en esta ocasión nos vamos a centrar en cómo y de qué curiosa manera se difundía la devoción a la Virgen en los albores del siglo XIX; pero, para variar, vamos a lo que vamos. 

El antropólogo, historiador e investigador Julio Caro Baroja (1914-1995) uno de los mayores expertos en cuestiones relacionadas con el folklore y las costumbres populares, además de minucioso recopilador de aspectos alusivos a fiestas o rituales, utilizó el término "Literatura de Cordel", para definir un tipo de textos impresos para el consumo del pueblo, que o bien eran leídos de viva voz o recitados por ciegos, sus principales difusores. Este género, de enorme repercusión cultural, abarcaba desde relatos sobre milagros, crímenes o hazañas heroicas hasta cartas de amor, chascarrillos o sucesos extraños, pasando por las consabidas hojillas dedicadas a comedias, almanaques o novenas (sin olvidar bandidos y bandoleros) y es sabida su gran circulación, tanto en ámbitos urbanos como rurales. Muy en relación con estos textos, sobre todo los de carácter religiosos, estarían los "Exvotos", de los que ya hablamos en otra ocasión en fechas rocieras. 

El nombre de "cordel" alude a que estos textos, apenas unos breves pliegos mal impresos y con erratas que pasaban de mano en mano, se doblaban o incluso se destinaban finalmente a envolver alimentos, podían adquirirse por unas pocas monedas en las calles de manos de buhoneros, voceros y especialmente los llamados "ciegos papelistas", quienes los colgaban sujetos con pinzas en cuerdas o cordeles que colocaban, por ejemplo, de ventana a ventana de un edificio, a manera de escaparate. Serán los famosos Romanceros, acompañados muchas veces del consiguiente cartelón con dibujos que ilustraban las historas y que todavía, en el Carnaval de Cádiz, perviven como una modalidad de concurso, llena ahora de ironía, crítica y buen humor. 

Al hilo de todo esto, Joaquín Hazañas y La Rúa (1862-1934), catedrático e historiador sevillano que llegó a ser presidente del Ateneo de nuestra ciudad, consiguió recopilar una curiosísima serie de este tipo de pliegos de cordel, con una temática de lo más variado, como decíamos. Baste reseñar títulos tan peculiares (y anónimos) como: "Nueva y lastimosa relación: del horroroso castigo que ha sufrido un joven por haber intentado seducir a una virtuosa doncella", "Relación de el que metió la cabeza por una reja" o "Reflexión mística hecha a los padres y madres de familia, sobre la mala educación de sus hijos" o "Sucesos ocurridos a un ciego tocador de guitarra con un borracho y un tabernero loco", éste último de comienzos del XVIII y sin pie de imprenta, o lo que es lo mismo, editado sin autorización, algo que, por otra parte, las autoridades persiguieron con denuedo. 

De este tipo de literatura, enfocado a gentes humildes en su mayoría y que carecían de nivel para acceder a la educación y, por tanto, a la lectura y escritura, destacaron también las llamadas "cartas de soldados", misivas supuestamente redactadas por militares a sus familiares durante su instrucción castrense o en el propio campo de batalla; en ellas, con el consabido tono heroico, el supuesto soldado narra sus peripecias, penurias y hazañas, con continuas alabanzas a sus mandos, a la patria y a la corona;  puede que con estos textos se buscara, por qué no, fomentar el alistamiento de los jóvenes que escucharan tales relatos llenos de marcialidad y heroísmo. 

Dentro de esta interesante serie, custodiada por la Biblioteca Universitaria de Sevilla, destacaremos el pliego, de 1801 y reimpreso por la Imprenta de José María Moreno, en la ciudad de Carmona, titulado "Carta que le manda un soldado a su madre desde el campo del moro y contestación de la madre, naturales de Cádiar de la Alpujarra". 

Aunque hablamos de 1801, de ser cierta la carta, suponemos habría sido transcrita de la de un soldado combatiente en el llamado Sitio de Ceuta (1790-1791), episodio durante el cuál la ciudad fue sitiada y bombardeada por tropas marroquíes del hijo del rey Muhamad III, llamado Al Yazid; tras varias treguas y escaramuzas el 25 de agosto tropas españolas, procedentes de regimientos de Sevilla y Valencia, abandonaron Ceuta para atacar la baterías marroquíes con apoyo naval artillero, acción que fue respondida por una contraofensiva marroquí que fracasó pese a emplear más de 8000  hombres. Desmoralizadas, finalmente las tropas alauitas abandonaron el frente, permaneciendo Ceuta en manos españolas. La paz entre ambas naciones se firmaría, al fin, en 1799.

La narración, en versos de entre siete y diez sílabas con rima asonante y con un lenguaje llano e ingenuo, comienza con una especie de saludo y un conciso relato de cómo se encuentra Manuel, que así se llama el soldado:

Dos años ha que salí
pues la suerte me tocó, 
y no he podido escribir
pues que con mi batallón
a la guerra de los moros
salimos de espedición, 
a defender los derechos 
de la patria y religión
y hemos tenido un encuentro, 
mas la Virgen me libró. 

Junto con el "ardor guerrero" viene de la mano el temor, pues el protagonista no duda en expresar su pánico a ser capturado por el enemigo y torturado hasta la muerte por el mismo y, también, su nostalgia por la familia, por padres y hermanos. La misiva se despide con un ruego lleno de imágenes terribles a sus familiares: 

Pedir a la Virgen pura
que me libre del rigor,
de los infernales moros
que tienen el corazón
de víboras ponzoñosos
o de un tigre feroz,
de una serpiente maligna
o de un sangriento león.

El escrito prosigue con la, se supone, contestación de la madre del soldado, llena también de preocupación y temor, pues afirma haber vertido "lágrimas mil" al leer la misiva de su hijo. Aparte de enviarle cien reales, le informa dolorida que su padre está enfermo y su otro hermano también en la milicia, de manera que el cuadro alcanza cotas casi melodramáticas, aunque como esperanza, ruega a dos de sus más fervientes devociones que saquen del trance a su hijo sin un rasguño; una es San Antonio bendito, mientras que la otra:

El Señor te traiga pronto
que yo te vea, hijo mío,
antes que llegue la muerte
porque morir es presiso,
pero le pido a la Virgen, 
a la Virgen del Rocío,
que es la patrona de Almonte
le de a tus penas alivio
y le de salud a tu padre
para que vea a su hijo.

La madre, aparte de suplicar a su hijo que no deje de escribir a su casa, no deja de alabar a la Virgen del Rocío, exaltando sus milagros y el ser abogada para cualquier mal trance como epidemias, quizá en alusión a la de Fiebre Amarilla que afectó a Andalucía en el año 1800 y que motivó el traslado de la Virgen  a Almonte en rogativas por dicha enfermedad:

Bien sabes que esto es verdad
y que lo dicen los libros,
y que es madre milagrosa
según cuentan los antiguos,
y que libra en los contagios
al pueblo que está afligido,
y en tempestades de mar
también libra a los marinos
en la sierra a los mineros 
cuando se ven afligidos.
 
Adiós querido Manuel,
adiós mi querido hijo,
San Antonio te acompañe
y la Virgen del Rocío
ella te traiga con bien
después de haber defendido
los derechos de la reina
y la religión de Cristo,
que así que vengas, Manuel,
todos sabrán tu apellido. 
 
Literatura popular o correspondencia real entre un hijo y su madre, de lo que no cabe duda es de que con pliegos como éste se buscaba ensalzar el papel militar español, divulgar el miedo al enemigo marroquí y ensalzar la devoción a San Antonio y a la Virgen del Rocío, pues llama la atención que en 1801 su nombre se hubiera extendido hasta tierras alpujarreñas a más de cuatrocientos kilómetros de distancia de la aldea almonteña, aunque hay que decir que ya por aquellas calendas existían acudían a la romería hermandades desde Villamanrrique, Pilas, La Palma del Condado, Moguer y Sanlúcar de Barrameda, sin olvidar las luego extinguidas pero históricas de El Puerto de Santa María y Rota. El siglo XIX será importante para El Rocío, por los sucesos acaecidos durante la invasión francesa y que darán lugar al llamado Voto del Rocío Chico y por la fundación de tres nuevas hermandades, Umbrete, Coria del Río y Huelva, sin olvidar el apoyo e influencia de los Duques de Montpensier  y la creación del llamado Rosario del Domingo, a instancias de la hermandad de Villamanrique. 

Lo olvidábamos, como ya habrá comprobado el amable lector de estas líneas, el pliego con la Carta del soldado está encabezado por sendos grabados que representan por un lado a San Antonio con el Niño Jesús en su brazo izquierdo y a la propia Virgen del Rocío, representada de manera idealizada en su ermita y en el camarín de su retablo barroco, obra de Cayetano de Acosta (1764-1765) con una iconografía bastante simple, ataviada con ropajes bordados, rostrillo, corona en sus sienes y media luna a sus pies, pero sin la característica ráfaga de metal, pero esa, esa ya esa harina de otro costal.