06 septiembre, 2021

Los Terceros y aquellos "Ojos Verdes".

Una de las Plazas más conocidas y con más sabor de nuestra ciudad podría ser, sin duda, la antigua Plaza de los Terceros, en pleno corazón de Sevilla y en la collación de Santa Catalina. 

Foto: Reyes de Escalona

Conocida desde el siglo XV como Plaza de las Tablas, de las Carnicerías o de las Freideras, debido a la existencia en la misma de puestos para la venta de carnes, pan o de pescado frito, la proximidad con la conocida Alhóndiga en la calle de su nombre o el hecho de que fuera lugar de mercado prácticamente durante toda la semana, hicieron de este enclave un punto comercial de primer orden en la Sevilla de la Edad Moderna. Pese a todo, la denominación más habitual fue la de Plaza de Santa Catalina, así como la de Los Terceros, en alusión al convento de la calle Sol, sede actual de la Hermandad de la Cena. 


Sin embargo, a mediados del siglo XIX es ésta última denominación la que se lleva el gato al agua, manteniéndose hasta nuestros días. 

En 1485 ya se había autorizado la venta en la plaza de "viandas de carne de puerco y cabrón y oveja, y pescado secial y sardinas frescas", aclarando que el pescado cecial era pescado sometido al proceso de salazón para que así se conservase mas tiempo. Prueba de ello es que Alonso Morgado en el siglo XVII afirmaba que en la plaza se hacía "una feria todos los lunes, jueves y sábados todas las semanas del año de sus muros adentro y de todas las cabalgaduras a la plaza de Santa Catalina". En el siglo XIX pervivía la faceta comercial y alimenticia, con puestos de patatas y huevos, sin olvidar que indudablemente existirían también tabernas que aglutinarían a la gente del barrio, aspecto que pervive en la actualidad, como sabemos de sobra. 

Foto: Reyes de Escalona
 
No faltó la presencia de otros oficios en la plaza a lo largo de la historia, como en el caso de Juan de la Barrera, quien en 1547 afirmaba vivir allí y dedicarse a trabajos de guadamecilería, o lo que es lo mismo, a la decoración de láminas de cuero con policromías usando plata como fondo o en el caso de Anselmo Sánchez Matamoros, que en 1797 solicitó alcanzar el rango de maestro herrero con acreditada experiencia. Precisamente a lo largo del XIX se produjeron numerosas quejas vecinales por el ruido y estorbo que provocaba este tipo de oficios, sobre todo porque trabajaban prácticamente "a pie de calle".

Ya en el siglo XX, se constata la existencia de la llamada Taberna "Río de la Plata", que incluso, como recogió el diario El Liberal en noviembre de 1904 fue escenario de un crimen al ser allí apuñalado un sujeto al parecer por un asunto de deudas de juego; además, durante la II República y en el número 17 estuvieron tanto la sede de distrito del Partido Acción Republicana, con su presidente Pedro Díaz Seda y el Sindicato de Mozos y Similares de Comercio, Hoteles e Industrias de Sevilla. 

Muy cambiada su fisonomía en cuanto a edificios, merece la pena destacarse el correspondiente al número 9, de bastante antiguedad y que en los años veinte y treinta albergó el establecimiento de zapatería "La Constancia", propiedad de Manuel Santiago, la Droguería de Teófilo Pérez en el número 2 o el número 13, donde en los años 50 fijó su negocio de pieles Alfonso Daza. 


En el número 14 se encuentra ahora la Librería Anticuaria Los Terceros, en la que vivió un vecino con mucho que contar: Salvador Valverde. 


 Aunque nacido en Argentina en 1895, de padres españoles, con cuatro años volverá a España y, cosas de la vida, al poco quedará huérfano, siendo criado junto con su hermana por su tío José, empleado de banca, que vivía en la calle Feria primero y en la Plaza de los Terceros, después. Salvador crecerá y conocerá a Sevilla y sus tradiciones desde ese escenario y con veintiún años, titulado en Magisterio, poeta precoz y escritor en ciernes, ganará los Juegos Florales de las Fiestas Colombinas de Huelva de 1916, con un poema titulado "Niña", haciéndose eco el diario El Liberal de su triunfo: 

El periódico "La Unión" había ya recurrido a sus servicios, haciendo gala en sus escritos de una profunda preocupación por los temas relacionados con las desigualdades sociales. La vida de Salvador Valverde sufrirá un cambio decisivo al abandonar su casa en la Plaza de los Terceros y marchar a Madrid en 1919, donde se dedicará de nuevo a ejercer como periodista y como secretario de una productora cinematográfica; sin embargo, poco a poco entrará de lleno en el mundillo de los letristas y compositores para cupletistas, coplas o zarzuela, sin cesar de crear letras y composiciones, a veces con la música de su paisano Manuel Font de Anta ("La Cruz de Mayo" o "Sol de España", por poner dos ejemplos) aunque con quien formará un equipo casi perfecto será con el músico Manuel López Quiroga y el también poeta sevillano Rafael de León: Valverde, León y Quiroga.


 Entramos en 1930. Valverde, ya casado y con un hijo, inicia una etapa en la que no deja de "fabricar" éxitos en forma de copla para artistas como Estrellita Castro con "María de la O", Concha Piquer con "Adiós a Romero de Torres" o Imperio Argentina con "Pena Gitana", un sin fin de composiciones que alcanzará su cénit con "Ojos Verdes", compuesta contando con la inspiración inicial de Federico García Lorca, estrenada en 1937 y grabada por Concha Piquer ese mismo año, alcanzando una enorme popularidad, aunque, dato curioso, la canción fue modificada en los años cuarenta por la censura franquista, sustituyendo el verso "apoyá en el quicio de la mancebía" por "apoyá en el quicio de tu casa un día".

Precisamente la Guerra Civil y sus ideas políticas obligarán al exilio a Salvador Valverde, primero a París (donde logrará no ser internado gracias a su doble nacionalidad hispano argentina) y luego al fin a Buenos Aires con su familia donde proseguirá con su tarea creativa, publicando novelas, guiones, comedias y programas de radio (como el famoso "Fiestas Españolas", galardonado con un Premio Ondas) y televisión.

Salvador Valverde y el cantante Miguel de Molina recibiendo en Buenos Aires a la actriz y cantante Carmen Sevilla

Mientras pasan los años, en España su nombre irá cayendo en el olvido e incluso será eliminado del trío antes aludido en favor de Quintero, en 1989 el propio hijo de Valverde reclamará el terminar con la "muerte civil" de su padre tras tanto tiempo de ostracismo.  El 5 de septiembre de 1975 fallecerá en su casa de Buenos Aires, y no será hasta 2007 cuando el Ayuntamiento de Sevilla le erija una placa justo en el bajo de la casa de la Plaza de los Terceros desde la que, a buen seguro, aprendió a amar a la ciudad y sus cosas...


P.d. Quede para otra ocasión dar detalles sobre una taberna de los Terceros que merecería ríos de tinta: Los Claveles. 


30 agosto, 2021

Hauser.

 Aunque a primer vista el título de este post recuerde -sólo un poco- al afamado doctor televisivo interpretado por el actor británico Hugh Laurie, en esta ocasión pondremos nuestra mirada en otro doctor, un médico bastante considerado en la Sevilla del XIX y que además de atender a numerosos pacientes realizó una aportación muy importante para conocer mejor la realidad sociosanitaria de la ciudad de su época. Pero como siempre, vayamos por partes. 

El 2 de abril de 1832 nacía en Trstín, actual República de Eslovaquia, Felipe Hauser y Kobler, o mejor, Philippe o, como firmaba en sus publicaciones, Ph. Hauser. Al alcanzar la edad de trece años rechazó seguir los pasos de su progenitor como comerciante y comenzó los estudios secundarios que le llevarían a la Facultad de Medicina de Viena desde 1852 hasta 1856, donde recibió las enseñanzas de los mejores galenos de la época, a ello hay que sumar dos estancias en París y la redacción de su tesis doctoral sobre un tema que le perseguiría siempre: la nutrición. 

Tras un periplo como doctor que le llevó a Tetuán, Gibraltar y de nuevo París, donde contraerá matrimonio en 1863 con Pauline Neuburger Oppenheimer, judía parisina de ascendencia alemana y muy vinculada al círculo de la familia Rothschild, con quien el médico austrohúngaro tendrá una estrecha relación. Al convalidar su título de Medicina en la Universidad de Cádiz durante su estancia gibraltareña conocerá al que será uno de los impulsores de su venida a Sevilla: el catedrádico de la Hispalense Antonio Machado, de ideas liberales y abuelo de los poetas Manuel y Antonio. Al fin, en 1872, Hauser arribará a Sevilla junto a su mujer y sus cuatro hijos más tres criados, contando además con el influyente apoyo del Marqués de Pickman, paciente suyo, e instalándose primero en la céntrica calle San Miguel y posteriormente en el número 24 de la actual Plaza del Molviedro. Allí abrió su consulta, a lo que no tardaron en acudir pacientes en busca de curación.

Pese a sus raices hebreas, nunca se consideró muy practicante, las clases aristocráticas de la alta sociedad sevillana lo acogieron con gran interés, convirtiéndolo en uno de sus "médicos de cabecera", pero Hauser no olvidó nunca sus orígenes e ideas y supo cultivar relaciones y vínculos con sectores pertenecientes a la intelectualidad y con aquellos profesionales que por entonces luchaban contra las malas condiciones de vida existentes para un muy importante porcentaje  de sevillanos. 

Como él mismo explicó, ése fue otro de los motivos para establecerse en Sevilla: 

 "Después de reflexionar un poco sobre las condiciones antihigiénicas de la localidad concebí la idea de la conveniencia de establecerme en Sevilla para estudiar su mortalidad y su morbilidad relacionadas con las condiciones de la higiene social."

Fruto de su ingente labor recabando datos durante diez años, fue la publicación en 1882 de sus Estudios médicotopográficos de Sevilla y, en 1884, de sus Estudios médico-sociales de Sevilla, con prólogo del abogado y ministro Manuel Silvela. En ambas publicaciones queda de manifiesto el interés de Hauser por la relación entre el binomio higiene-alimentación y la proliferación de determinadas patologías, especialmente las vinculadas con procesos infecciosos. Curiosamente, en 1883 Hauser ya había trasladado su residencia a Madrid, donde su hijo Enrique comenzó sus estudios Ingeniería de Minas.

Aunque no contase con el total apoyo de las autoridades, que muchas veces le negaron respuesta o simplemente ignoraron sus cuestionarios, el trabajo de Hauser fue muy importante; así, en su segunda obra (que esttuvo entonces a la venta en la Librería de Tomás Sanz, Sierpes 92), aparecen temas como el clima de la ciudad, la calidad del agua potable, la alimentación, la prostitución, la pobreza, la criminalidad, la beneficencia municipal o las enfermedades de transmisión sexual, sin olvidar todo lo que tuviese que ver con la sanidad pública, tan poco valorada entonces salvo en caso de epidemias como la del Cólera de aquellos años. 

Sería muy extenso incluso resumir el quehacer de Hauser, pero baste resaltar que, por ejemplo, reseñó la importancia del clima de la ciudad, la falta de sombra al no haber arbolado en sus calles (algo que ya entonces preocupaba tanto como ahora), la importancia de una adecuada red de saneamiento para las aguas fecales, de modo que no se formasen bolsas o lagunas pestilentes o la simple mención a cómo los índices de mortalidad de la ciudad tenían no poco que ver con la calidad de vida de sus habitantes, especialmente los más desfavorecidos, que malvivían en corrales de vecinos donde las condiciones higiénicas era muy escasas y favorecían la aparición de enfermedades. 

Como complemento a todo lo anterior, cartografió la mencionada mortalidad en Sevilla en su tiempo, con la conclusión de que ésta (sobre todo la infantil) era más elevada en aquellos barrios en los que la pobreza y la falta de higiene eran caldo de cultivo para enfermedades infecciosas, de modo que, a mayor nivel de vida, mayor esperanza de vida. La zona norte era quien se llevaba la palma en este escalafón negativo: San Julián, San Gil, Santa Marina, San Marcos, Omnium Sanctorum y otras collaciones se caracterizaban por ser focos de insalubridad donde la tuberculosis estaba a la orden del día, por citar una única enfermedad.  

A todo ello que habría que unir dos factores que siempre habrían convivido con Sevilla a lo largo de su historia: las riadas del Guadalquivir (como la que le tocó vivir a Hauser en 1876 cuando el nivel de las aguas rebasó en cinco metros su cota habitual) y las epidemias, bien de Fiebre Amarilla como la de 1800 (para la que el facultativo calculó unos 16.000 fallecimientos) o las temidas de Peste del XVI y especialmente del XVII en 1649.

Constató además que el agua de los pozos no era apta para consumo, al verse afectada por las filtraciones del río en el subsuelo, aunque constató que existían pozos que sí se surtían de aguas procedentes del nivel freático, y por ello poseían buena calidad, como los situados en la plaza de Villasís, calle Cuna o Plaza de San Francisco, alejados además de la acción contaminante de las riadas del Guadalquivir. Así mismo, estudió el consumo de carne por sevillano y su consiguiente aporte alimenticio, comprobando que, aparte de ser muy escaso, era muy exagerada preponderancia del consumo de carne porcina, destacando que del cerdo se aprovechaba prácticamente todo (carne y grasa): "esto llega hasta tal punto, que no gusta ningún caldo que no tenga el sabor de tocino, de jamón y de chorizo, que forman la base del puchero español". 

Analizó la dieta de los trabajadores, considerada por él de vital importancia para el bienestar; en el ámbito rural abundaban sobre todo las migas, el gazpacho y el cocido a base de carne de oveja o carnero, con legumbres y tocino; también se comía el "sopeado" o gazpacho espeso, o la caldereta. En el caso del sector industrial, los trabajadores de la fábrica de cerámica de Pickman de la Cartuja, otro ejemplo, comían sobre todo fiambres, aceitunas, queso y fruta, sin olvidar el puchero o potaje de garbanzos y como elemento indispensable y denominador común el pan, sobre todo blanco, de Alcalá de Guadaira.

Ante este análisis alimenticio, Hauser incluso se atrevió a afirmar que la tan traida y llevada pereza de los andaluces tenía mucho que ver con una alimentación sobre cargada de grasas animales y escasa de proteínas, lo que provocaría una insuficiente nutrición a la hora de desarrollar labores en el campo o la fábrica y por tanto llevaría al cansancio. 

Como curiosidad, sus estudios alcanzaron hasta la adulteración del chocolate, al que se le quitaba la manteca de cacao, vendida a los perfumistas, que era sustituida por otros tipos de grasa, a lo que habría que añadir el empleo de féculas distintas a las del cacao: arroz, cacahuete, harina, bellota, etc.

Como buen galeno, prestó también atención especial a la extensión de las enfermedades venéreas, como la sífilis o la gonorrea, reclamando una mayor atención sanitaria para las prostitutas en lo tocante a su higiene y salud a fin de prevenir en ellas esas enfermedades, siempre eso sí de una óptica médica sin caer en moralismos.

Publicados ambos libros, el doctor Hauser fue unánimemente alabado por quienes supieron de su investigación, que también abarcó otros terrenos de la Medicina (como la Geografía Médica de la Península Ibérica, de 1913) e incluso la defensa a ultranza del Movimiento Sionista, abogando por combatir el antisemitismo desde el diálogo y la integración plena dentro de Europa. 

En 1914 tomó la decisión de donar a la ciudad de Sevilla su vasta y extensa biblioteca, hecho que le valió serle otorgado el título de Hijo Adoptivo y Colegiado de Honor del Colegio de Médicos hispalense; el legado de Hauser quedó depositado en la Real Academia de Medicina de Sevilla desde 1921, cuatro años antes de su fallecimiento el 13 de enero de 1925.


NOTA: Agradecidos en grado sumo porque este modesto Blog, que comenzó sus andanzas allá por 2011, haya alcanzado la nada despreciable cifra de 150.000 visitas. Mil gracias a todos los que nos leen y comparten.

23 agosto, 2021

Eritaña.

Para muchos, el nombre de Eritaña sonará a la actual avenida de la Guardia Civil, entre el desaparecido Puesto de los Monos y Manuel Siurot, frente a la Casa Rosa, propiedad en la actualidad de la Junta de Andalucía. El nombre de la avenida procede, como sabrán no pocos, de la famosa Venta de Eritaña, que estuvo situada en este lugar durante los siglos XIX y XX. Pero como siempre, vayamos por partes.

Históricamente hablando, la zona, ubicada en las cercanías de los arroyos Tagarete y Tamarguillo, siempre habría sido residual por lo alejado del casco urbano de Sevilla, ya que lo más cercano era el Prado de San Sebastián y, a partir del XVIII, la Fábrica de Tabacos o el Palacio de San Telmo. Ello hará que estos terrenos apenas tengan importancia por ser fácilmente inundables, aunque a partir de 1833, con la intervención del Asistente Arjona, se crean los Jardines de las Delicias, que abarcarían todo el margen del Guadalquivir y finalizarían en un extremo próximo a la zona de la que hablamos. 

No lejos de Ermita de San Sebastián, en 1839, el historiador González de León destacaba ya la presencia de la Venta de Eritaña, encrucijada para los caminos a Dos Hermanas y a El Copero y enclavada en la llamada Huerta Mariana, terrenos en los que andando los años se construiría la Plaza de América. Como curiosidad, el autor mantenía que el nombre de Eritaña procedía de Aritaña, que a su vez habría sido vocablo de origen romano relacionado con el dios Ares que habría tenido en esta zona un templo romano en su honor...

El 24 de junio de 1880 se estrenó en el Jardín del Buen Retiro de Madrid la obra "La Cachucha", "Pasillo Histórico Lírico" escrito por el sevillano Rafael Leopoldo Palomino de Guzmán con música del maestro Carlo Mangiagalli; el desarrollo de la obra, que transcurre en 1820 dentro del ámbito del más evidente costumbrismo andaluz, tiene lugar en la Venta de Eritaña, lo cual nos da idea de la antiguedad del lugar; a mayor abundamiento, en 1899, en el número 100 de la revista taurina madrileña Sol y Sombra, el cronista Carlos L. Olmedo publicó un extenso y laudatorio artículo que finalizaba así, en alusión a Manuel Vázquez, propietario entonces del negocio: 

Venir a Sevilla y no haber visitado la famosísima Venta de Eritaña, es tanto como ser cristiano y no haber entrado nunca en la Iglesia, y perdónenme la comparación. ¿Quién no conoce, aunque no sea más que de referencia, a Manolito Vázquez?
 

Como relata el profesor Duhart, de la Facultad de Ciencias Gastronómicas de Mondragón, el local poseía varios espacios o pabellones, con decoración ciertamente historicista, como el Merendero del Puente de Triana, el de la Torre del Oro o el rústico, así como una carta basada en menús con productos andaluces que eran muy apreciados por la aristocracia hispalense y por no pocos turistas o visitantes,  no en balde, llegó incluso a recibir, entre otras, la visita del Ministro de Marina, Arias de Miranda, en 1910, narrando la prensa local que degustó unas cervezas junto con sus acompañantes.

Además, la Venta de Eritaña se caracterizó en sus primeros tiempos por acoger innumerables banquetes en honor de personajes destacados del ámbito político, castrense, académico o artístico, banquetes en los que los discursos e intervenciones se prodigaban y en los que no faltaban los vinos generosos o los consabidos cigarros habanos. Buena prueba de ello es el homenaje brindado al escritor Vicente Blasco Ibáñez en la primavera de 1907 por parte de sus correligionarios del Partido Radical, al que pertenecía y por el que se presentó como Diputado a Cortes; Eritaña debió impactar al literato valenciano, pues aparece en su novela "Sangre y Arena" como lugar tanto para elegantes comidas como para sórdidas juergas de madrugada protagonizadas por el torero protagonista, Juan Gallardo y su séquito de aduladores y banderilleros, en las que nunca faltaba el cante flamenco. 

Del mismo modo, el lugar era también propicio para mítines y reuniones de corte político, como la celebrada en junio de 1931, promovida por el Comandante Ramón Franco, entonces Director General de Aeronáutica, en la que participó Blas Infante.

Unida a estos pormenores, otro de cierta importancia, esta vez en el orden gastronómico: el origen de la tapa. Tradicionalmente se ha atribuido, merced al relato de Antonio Burgos, éste a la iniciativa de un cliente del Café Iberia, en la calle Sierpes, quien envió a por manzanilla a un camarero a otro bar con el ruego de que le colocase al catavino una "tapa" de jamón. Sin embargo, en 1904, un escritor español, aunque establecido en La Habana, Nicolás Rivero Muñiz, en su obra "Recuerdos de un viaje", escribía: 

De la Biblioteca Colombina fuimos a la "Eritaña", venta célebre en Sevilla por sus hermosos emparrados y por las juergas que allí suelen correrse. Almorzamos bajo aquellos doseles de verdura, salpicados de flores, un gazpacho y un corderito asado que olían y sabían á gloria. Y antes habíamos preparado convenientemente el estómago catando unos chatos con tapaera, capaces de resucitar á un muerto. Dan allí ese nombre a unas cañitas achatadas de manzanilla cubiertas con unas rajas casi trasparentes de salchichón de Vich ó de jamón de la Sierra, que en materia de comer y beber son la esencia de lo sabroso y la suprema elegancia

De este modo, parece ser que la "tapadera" de chacinas o jamón con la que cubrir la copa o caña de manzanilla era algo más que habitual por aquellas fechas, o puede que incluso antes. 

1917: Cruz de Mayo en Eritaña

Como homenaje musical, el célebre compositor Isaac Albéniz, al componer su famosa Suite Iberia para piano entre 1905 y 1909 tituló uno de sus pasajes con el nombre de la "Venta de Eritaña", en una composición llena de vida y colorido basada en los acordes de unas sevillanas. El también músico Debussy afirmó tras escuchar esta pieza que "Nunca la música ha alcanzado expresiones tan diversas. Los ojos se cierran como fatigados de haber contemplado tantas imágenes".

La clausura de la Exposición Iberoamericana de 1929 en 1930 supondrá el lento declive de Eritaña, que poco a poco pasará de ser un elegante lugar de encuentro para las clases altas a convertirse en lugar de mala fama por comenzar a ser frecuentado por personas del entonces llamado "mal vivir", al menos por la noche, como alude la experta profesora y doctora en Antropología Isabel González Turmo. Finalmente, la Venta de Eritaña aún mantendrá abiertas sus puertas sobre 1962, cerrándolas más tarde, tras más de siglo y medio alegrando la vida de los sevillanos.

16 agosto, 2021

La escritora de la calle Francos.

 Probablemente, una de las calles más transitadas del entorno de la Plaza del Salvador sea la que arranca (o finaliza) en la calle Francos y concluye en la propia plaza, casi frente por frente a Álvarez Quintero, justo donde estuvo durante años un establecimiento comercial bastante conocido y dedicado a la confección infantil, sobre todo para Primeras Comuniones: "El Paraíso". 

La calle, ya lo habrán adivinado, es la dedicada a la escritora sevillana Blanca de los Ríos, aunque a lo largo de su extensa historia recibió nombres de lo más variado, desde Cordoneros (allá por 1408) hasta Agujas o Agujeros, que derivó en "Abujeros", tal como recogió Santiago Montoto. Como detalle curioso, también se le llamó calle de Martín Morales, quizá en alusión a algún vecino destacado.


En 1880 y 1920 la calle sufrió sendas reformas en el tramo del Salvador, donde se derribó parte de la acera de los pares para ampliar la plaza, con lo cual quedó un espacio mayor que hasta permitió ubicar un quiosco que ha llegado hasta nuestros días (el de "Carmelita", para los niños del Salvador de los años 70 y 80 del pasado siglo). Se sabe que en pleno XVII ya estaba empedrada, lo que da, como siempre, idea de su importancia. En la esquina de calle Villegas destaca un importante edificio regionalista de Juan Talavera, la llamada "Casa Pérez Salvador" (1920-1923), en uno de cuyos bajos muchos aún quizá recuerden la desaparecida Librería Internacional de Lorenzo Blanco, fundada en 1923.

En cuanto a su función, a lo largo de la historia fue eminentemente comercial, como lo atestiguan la presencia de tiendas de paños en el siglo XIV, la de cordoneros o la de fabricantes de agujas, todo ello en relación con los nombres antes aludidos para la calle. Gozó siempre de gran prestigio como lugar, prueba de ellos es que en el siglo XVIII formó parte del recorrido en varias procesiones extraordinarias de la Virgen de los Reyes. 

En la actualidad sigue siendo calle de tiendas y comercios, de trajín para compras en mayo o en Navidad, aunque cerrara sus puertas la clásica tienda infantil "Jardilín" sustituida por un negocio de hostelería en la misma esquina con el Salvador. 

Un hermoso azulejo pintado por Gustavo Bacarisas, recuerda el nombre de Blanca de los Ríos, a quien se puede considerar como una escritora perteneciente a la Generación del 98. Había nacido el 15 de agosto de 1859 en el número 15 de la cercana calle Francos, y era hija de Demetrio de los Ríos, afamado arquitecto, director de las excavaciones de Itálica, autor del monumento a Murillo de la Plaza del Museo y defensor a ultranza de la conservación de varias parroquias sevillanas durante el periodo revolucionario de 1868, consiguendo evitar el derribo de San Marcos o Santa Catalina. La madre de Blanca, María Teresa Nostench, habría destacado en la faceta pictórica, llegando a ganar varios premios por su obra, sin olvidar a otro familiar muy destacado, también con calle en Sevilla: José Amador de los Ríos, tío de Blanca y eminente arqueólogo e historiador. 

Con este ambiente intelectual en la familia, no es de extrañar, por tanto, que la enfermiza Blanca de los Ríos se dedicara a la literatura desde su infancia, siendo apodada como "La Escritora" en los colegios de monjas por los que pasó. Con apenas siete años dictaba a su hermano José los párrafos de una novela que tituló "La Estrella de Sevilla", aunque contaba que la destruyó al enterarse por su madre de que Lope de Vega se le había adelantado en título y argumento siglos antes. No cejó en su empeño, y en 1878 publicó, esta vez sí, su primera novela: "Margarita". 

A partir de ahí, nunca cesaría de escribir, de estudiar, de indagar, de publicar, tanto en el terreno lírico (usaba como seudónimo "Carolina del Boss") como en el novelístico o ensayístico, ganando justa fama como conferenciante por toda España, ocupando también lugar preferente sus investigaciones sobre Tirso de Molina o Teresa de Ávila. 

Mario Méndez Bejarano la calificó en 1925 de "Niña precoz, mujer de alto pensar y admirable decir, poetisa, novelista, investigadora, dio en su juventud flores de poesía y en su madurez óptimos frutos. La cultura española agradecerá más los últimos; nosotros, estimándolos mucho, seguimos enamorados de las primeras", mientras que su amiga Emilia Pardo Bazán la describió como: “sencilla, tímida, de endeble salud, de vasta y bien guiada instrucción, de carácter plácido que oculta una tenacidad sorprendente”

En un mundo intelectual copado por hombres, Blanca de los Ríos supo hacerse un importante hueco dentro del panorama posterior a la crisis de 1898; en 1918 funda la revista "Raza Española", al hilo del hispanismo tan en boga en aquellos momentos que impulsaba, por ejemplo, la sevillana Exposición Iberoamericana que se inauguraría, tras no pocos retrasos, en 1929.

Durante su vida, viajará con frecuencia a París y Madrid, donde se establecerá definitivamente tras contraer matrimonio con el arquitecto Vicente Lampérez; allí proseguirá colaborando en diversas revistas de la época, preocupada por la situación nacional, será discípula de Menéndez Pidal y mantendrá una estrecha amistad, como hemos mencionado, con la gran Emilia Pardo Bazán, a quien seguirá como segunda socia femenina del Ateneo de Madrid, aunque lamentablemente, al igual que Concha Espina, Carmen de Burgos o la propia Pardo Bazán, viera rechazada su candidatura (apadrinada por los hermanos Álvarez Quintero) para ingresar en la Real Academia de la Lengua. Cosas de otros tiempos.

En 1922, entrevistada por el periodista González Fiol sobre si era feminista, contestó: 

“Sí, señor. La mujer es tan apta para toda clase de disciplinas como el hombre. Lo prueba la Historia, que si en número ofrece menos reinas que reyes, en grandeza muestra más, [...] Eso no quita para que yo crea que la mujer tiene su misión peculiar. A mí no me gusta en este problema del feminismo sacar las cosas de quicio. Con todos sus derechos, me gusta que el hombre sea muy hombre; pero con los mismos derechos, la mujer, muy mujer”
 
Entre 1927 y 1929 se hará presente en la política española, ostentando el reseñable puesto de Diputada en la Asamblea Nacional del General Primo de Rivera, y también recibirá importantes condecoraciones y premios a lo largo de su extensa y dilatada trayectoria, como la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio o la Medalla al Trabajo, continuando con una ingente labor como crítica literaria y publicando y editando tras la Guerra Civil gran parte de la obra de su admirado Tirso de Molina, con tiempo incluso para divulgar aspectos poco conocidos sobre Cervantes y el Quijote o de nuevo Santa Teresa.

Hija Predilecta de Sevilla desde 1916, año en que la calle recibirá su nombre, fallecerá en la capital de España en 1956, siendo la única mujer sepultada en el Panteón de Hombres Ilustres que posee la madrileña Asociación de Escritores en la Sacramental de San Justo de Madrid. Aunque lejos de su ciudad, el nombre de Blanca de los Ríos siempre formará parte, no solo del callejero hispalense, sino de su historia literaria.

20 julio, 2021

Santas Patronas.

No cabe duda de que nuestra catedral hispalense atesora un sinfín de obras de arte de valor innegable. De hecho, puede considerarse un auténtico museo, sin olvidar claro está su papel litúrgico como primer templo de la ciudad. Aprovechando que hemos tenido cerca la festividad de las Santas Justa y Rufina, co-patronas de Sevilla desde tiempo inmemorial, en esta ocasión nos acercaremos a una pintura bastante especial sobre ambas, más que nada por su autor y por las características con la que fue creada, algo alejadas de las convenciones del estilo barroco. Pero como siempre, vayamos por partes. 

A lo largo del primer tercio del siglo XVI la catedral de Sevilla va a experimentar profundos cambios en su fisonomía, empezando por la reforma de la torre-campanario, a la que se añadirá un nuevo cuerpo de campanas y un remate que la hara mundialmente famosa, la Giralda o veleta, y toda una serie de capillas, patios y dependencias para el normal desarrollo de la vida del Cabildo Catedralicio, órgano rector del templo. Entre estas reformas figurará la creación de la llamada Sacristía de los Cálices, situada en el testero sur del edificio y en cuya creación intervendrán maestros arquitectos de la talla de Gil de Ontañón, Diego de Riaño o Martín de Gainza, quien será quien finalmente le añada una bóveda de crucería aunando el gótico y el renacimiento en cuanto a estilos. 

Tradicionalmente, la sacristía fue empleada por los canónigos, capellanes y demás dignidades del Cabildo para orar y revestirse a la hora de participar en los diferentes oficios religiosos, aunque en la actualidad ha quedado convertida en sala de exposición que alberga obras de Zurbarán, Luis de Vargas, Alejo Fernández y Francisco de Goya.

Precisamente del genial pintor aragonés se guarda en esa sacristía un gran lienzo dedicado a Santa Justa y Rufina, lienzo que además aparece firmado en la parte inferior izquierda del cuadro dentro de un fragmento de papel con este texto: "Francisco de Goya y Lucientes, Cesaraugustano y Primer Pintor de Cámara del Rey". El hecho de la firma es toda una declaración de intenciones, dejando bien clara su intención de afirmar la autoría de la obra e incluso aludiendo a su patria chica y a su cargo en la corte española.


A la hora de concretar el encargo, jugó un papel fundamental Agustín Ceán Bermúdez, historiador y amigo personal del pintor; ambos visitaron la catedral en septiembre de 1817. Goya, que ya había estado en Sevilla en 1793 y en 1796, había sido recientemente procesado por la Inquisición a cuenta de su Maja Desnuda (1815), se hallaba en plena madurez artística cuando recibe el encargo del Cabildo de la Catedral, de hecho acababa de publicar su famosa serie de estampas sobre la Tauromaquia y en pocos años iniciaría una deriva artística hacia un estilo más sombrío y oscuro que culminaría con las llamadas Pinturas Negras. Como curiosidad, durante su estancia en Sevilla Goya midió el espacio donde se colgaría su pintura, teniendo en cuenta la luz, las distancias del espectador y la perspectiva; se hospedó en el domicilio de otro pintor, poco conocido pero importante en su época: José María Arango, quien llegó a ostentar el cargo de Director de la Academia de Bellas Artes y a quien Goya regalará un retrato realizado por él.


Es tradicionalmente sabido que el martirio de Justa y Rufina tuvo lugar en la Hispalis romana allá a finales del siglo III, en tiempos del emperador Diocleciano y que fue debido a la negativa por ambas hermanas, nacidas en el barrio de Triana según la misma leyenda que sostiene que ambas eran alfareras, de adorar a la diosa Salambó durante su procesión (se ve que a los hispalenses ya les gustaban las procesiones en aquellos tiempos). A la negativa se unió el hecho de destrozar la imagen de la diosa tras dejarla caer de sus andas, crimen sacrílego por el que fueron encarceladas (se conservan las Santas Cárceles en los subterráneos de los Salesianos de la Trinidad), torturadas y finalmente ejecutadas. Se cuenta que el entonces obispo Sabino recogió ambos cuerpos y les dio cristiana sepultura en lo que se dio en llamar el Prado de Santa Justa que dio nombre a la actual estación ferroviaria.

Precisamente como mártires las representa Goya en su pintura, portando en sus manos las hojas de palma, símbolo clásico de la victoria, por no hablar de la efigie de un dios despedazada en el suelo, el león que lame sumiso el pie de una de las santas y la abundancia de loza y cerámica en alusión clara a la profesión de ambas santas. Alejándose de escenografías amables, el pintor sitúa la escena en un ambiente sombrío y lluvioso, con abundancia de tonos negros, blancos y azules, oscuridad que acentúa el dramatismo de la escena, situada al aire libre y con vaga similitud al estilo del Greco. Como contraste, Justa y Rufina alzan la mirada al cielo desde donde reciben dos haces de luz que iluminan sus rostros, a manera de mensaje divino. De fondo, apenas esbozada, la Giralda recuerda el protagonismo milagroso de las dos santas durante el terremoto de 1504 cuando según las crónicas la torre se salvó gracias a la intervención milagrosa de ambas. 

La obra quedó finalizada a finales de 1817, ya que en enero de 1818 Ceán Bermúdez relataba que el cuadro había sido entregado previo pago de los acordados 28.000 reales por parte de los canónigos sevillanos, una cantidad bastante generosa todo hay que decirlo y que parte de la ciudad había quedado vivamente impresionada por la obra, mientras que la otra no terminó de aceptar la composición ni el estilo, dándose la circunstancia de que incluso surgieron falsos rumores, auspiciados quizá por otros artistas, de que las modelos empleadas por el genio de Fuendetodos eran dos prostitutas madrileñas, llamadas Ramona y Sabina; incluso el viajero romántico Richard Ford llegó a hacerse eco del bulo (o "fake new", en nuestros días). Mide el lienzo 3 metros de altura y 1,80 de ancho.

El profesor Hernández Díaz, toda una eminencia en el ámbito de la Historia del Arte, escribió sobre esta pintura allá por 1946:

Goya, consecuente con su propia trayectoria artística y espiritual, buscó el símbolo imprescindible a todo lo religioso en los accesorios de la composición, representando, en cambio, las figuras con toda la fuerza expresiva que la interpretación clara y distinta del natural requiere y con el máximo sentido ascético que le fué posible conseguir.

 Resaltar que la pintura estuvo durante mucho tiempo situada en uno de los laterales de la sacristía, ya que el altar principal lo presidió el Cristo de la Clemencia o de los Cálices, venido a esta zona de la catedral procedente de la Cartuja de Santa María de las Cuevas en 1836 tras la Desamortización de aquel Monasterio. Igualmente, el cuadro sufrió varios desperfectos a comienzos del siglo XX durante unas labores de pintura en las que resultó manchado, siendo restaurado en dos ocasiones en los talleres de restauración del madrileño Museo del Prado en los años de 1977 y 2001. Indicar que en 1992 el Cristo de los Cálices fue trasladado a su actual ubicación de la Capilla de San Andrés en la Catedral, lo que sirvió para que nuestras Santas Patronas volvieran a su lugar inicial, presidendo la sacristía.

 

 


12 julio, 2021

Manolito.

 

Desde prácticamente siempre, nuestra ciudad ha generado toda una serie de tipos o personajes muy concretos, a medio camino entre lo entrañable y lo picaresco; en alguna ocasión ya ha paseado por estas páginas el Loco Amaro, sin que pueda olvidarse al casi bufonesco "Bizco Pardal" o soslayarse la figura simpática y bonachona de "Antoñito Procesiones", las rondas nocturnas sorteando automóviles de "Vicente el del Canasto" o más recientemente la pareja formada por Juan Joya y Antonio Rivero, o lo que es lo mismo, el "Risitas" y el "Peíto" que tanta fama mediática alcanzaron con Jesús Quintero en sus programas televisivos. 

A caballo entre el siglo XVIII y el XIX, vivió en Sevilla otro individuo digno de haber aparecido estelarmente en los actuales medios de comunicación por su capacidad para el relato y la exageración. El Deán López Cepero y también Manuel Chaves Rey han dejado detalles sobre la curiosa biografía de Manuel Gázquez, o mejor dicho, Manolito Gázquez, que fue como mejor se le conoció y como se hizo popular en su época. 

 
Había nacido a mediados del siglo XVIII y tenido una infancia difícil y llena de penurias, con muchas privaciones. Tras no pocas vicisitudes, logró establecer su propio negocio, una tienda de lámparas de aceite hechas de cobre ("velones") realizadas por él mismo de manera artesanal, situada en la entonces calle Gallegos, actual Sagasta. Del mismo modo, contrajó matrimonio con Teresa, una joven de menor edad que la suya no exenta de gracia y belleza al decir de sus contemporáneos. Su tienda y taller no tardó en convertirse en punto de reunión para tertulias y charlas para clientes y parroquianos, donde Gázquez era protagonista por sus opiniones y chanzas, siempre cercanas al embuste o la onomatopeya, pero siempre también eludiendo temas obscenos o escabrosos, todo hay que decirlo.

Manolito era de baja estatura, grueso y mofletudo, y tras su rostro siempre amable y sonriente se dejaba ver en parte su carácter, como veremos. Pero a mayor abundamiento, demos voz al Deán López Cepero, que lo trató durante años, para que lo describa con su fina prosa: 

"Gázquez conservó siempre cabal su dentadura, vivos los ojos y más agraciado el semblante de lo que sus años permitían, porque era tal su robustez y grosura, que las arrugas no habían podido desfigurarle, y así es que mientras no hablaba, lejos de excitar el ridículo tenía un aspecto a todas luces venerable. Era graciosamente balbuciente, aunque sin tartamudear, pero no hallando su fantasía, por falta de instrucción, medios de expresar lo que concebía, ni manera de referir las cosas maravillosas que se figuraba, adquirió fama de embustero, siendo así que nada era más ajeno a su carácter que la mentira."

Aficionado fiel a los toros, apoyó fervientemente como partidario al diestro Pepe Illo, de quien fue amigo personal y a quien llamaba "Señor Pepe"; se cuenta que incluso intentaba aconsejarle a grandes voces durante la lidia desde su localidad en el tendido, sin que sepamos a ciencia cierta si el matador seguía las recomendaciones, o si sufría las consabidas "broncas" por cómo había hecho tal o cual suerte en el ruedo.

Igualmente, como buen sevillano de su tiempo, era gran devoto de los Rosarios Públicos, tan en boga en aquellos años, en los que tomaba parte con especial protagonismo, dado su virtuosismo con el fagot o piporro, aunque Manolito, con su peculiar pronunciación lo llamaba "Pimpoddo". Haciendo alarde de su capacidad como músico, circulaba esta anécdota, contada presumiblemente por él mismo y fruto de su inagotable imaginación: 

"En cierta ocasión -dijo-, quise pasmar a Roma y al Padre Santo. Para ello entré en da iglesia de San Pedro un día del Santo Patrón el primer Apóstol. Allí estaba el Papa y dos cardenales, y ciento cincuenta y cinco obispos, y toda la cristiandad. Tocaban veinte órganos y muchos instrumentos, y más de mil pitos y flautas, y entonaban el Pange linguae dos mil y cincuenta voces. Llega don Manolito con su casaca (iba yo de corto) y me pongo detrás de una columna que hay a la entrada por Oriente, así conforme se entra a mano derecha, y cuando más bullicio había, meto un "pimpoddazo" y toda aquella algazara calló y la iglesia hizo bum, bum a este lado y al otro como para caerse. A poco siguió la función, creyendo el Consistorio que el terremoto había pasado, y entonces meto otro "pimpoddazo" de mis mayúsculos, y la gente se asusta, y el Papa dijo al punto: «O el templo se viene abajo, o Manolito Gázquez está en Roma tocando el pimporro.» Salieron a buscarme, pero yo tenía que hacer, y me vine a Sevilla para ir al rosario."

José Rico Cejudo (1864-1939): Preparando el Rosario. 1922.

Como comentábamos no hace mucho, frecuentó el famoso Puesto de Aguas de Tomares, situado al pie del Puente de Barcas frente a Triana; analfabeto como era (aunque afirmaba que si supiera leer sería más sabio que Séneca) promovía la lectura "comunitaria" de la madrileña Gaceta, abonando una moneda como lo demás oyentes a un "lector", gracias a lo cual se convirtió en todo un analista de las estrategias y tácticas de Napoleón, invicto entonces en los diferentes campos de batalla europeos. Detalle a tener en cuenta, en aquellos años primeros del XIX llegaban a Sevilla desde Madrid únicamente cinco ejemplares del citado "rotativo". 

Serafín Estébanez Calderón, en sus "Escenas Andaluzas" de 1847, lo retrató como un auténtico "opinador" de su tiempo, ya que eran muchos los que acudían a la antedicha tienda a escucharle valorare los más variados temas de política, toros, religión e incluso esgrima, como cuando en cierta ocasión presumió de evitar mojarse durante un temporal gracias a las estocadas que fue dando por la calle cortando a la propia lluvia. Ni que decir tiene que su fama y sus "historias" sobrepasaron a su propio protagonista, atribuyéndosele chanzas o cuentos que en modo alguno salieron de sus labios, baste decir que en 1855 se publicó la comedia en verso "Manolito Gázquez", obra del dramaturgo Mariano Pina, en la que aparece como protagonista absoluto con sus exageraciones en compañía de su mujer, Teresa y del Tío Fatigas.

Para fortuna, o para desgracia suya, Manolito Gázquez falleció en Sevilla, víctima de una enfermedad pulmonar en abril de 1808, apenas un mes antes de los sucesos del Dos de Mayo de Madrid y del inicio de la Guerra de Independencia contra Francia. A buen seguro, que como patriota convencido habría sido el mejor narrador de la contienda y quizá, quien sabe, uno de sus más gloriosos héroes, eso sí, siempre desde su particular visión de la realidad...

05 julio, 2021

Fresquita.

La pasada semana, en nuestro post sobre cómo eran los antiguos veranos en nuestra ciudad, aludíamos a la habitual existencia de fuentes de agua y puestos de agua, destinados a solventar en parte el problema de la distribución del líquido elemento entre la población. Como se sabe, la ciudad contaba con los míticos Caños de Carmona, que distribuían el agua entre casas nobiliarias, conventos, Reales Alcázares y demás edificios importantes, destinándose parte de su caudal a toda una serie de fuentes públicas, surtidores que además se alimentaban de diversos manantiales cercanos a la ciudad, como la denominada Fuente del Arzobispo, que brotaba de un venero situado en la actual Carretera de Carmona o la Fuente de la Albarrana, en el Parque de Miraflores, que aprovisionaba al Hospital de la Sangre o de las Cinco Llagas.

Se sabe, por ejemplo que a lo largo de la historia han desaparecido no pocas fuentes públicas, como las situadas en las plazas del Salvador, Santa Marina, Magdalena, Pilatos, Villasís, San Lorenzo o San Román, o bien en calles como Descalzos, Alhóndiga, Lirio o incluso en la misma Casa de la Moneda. Otras, en cambio, sí han sobrevivido llegando hasta nosotros, como las de Mercurio en la Plaza de San Francisco o las de la Plaza de la Encarnación o del barrio de Santa Cruz, por citar algunas. Estos elementos urbanos, de los que apenas quedan unos pocos, eran vitales para los sevillanos que no disponían de agua corriente en sus casas.

Sin embargo, para muchos, era un problema el conseguir agua potable; existía, qué duda cabe, el gran caudal del Guadalquivir, no siempre inodoro, incoloro e insípido, sobre todo para los habitantes ribereños, además de no pocos pozos en muchas casas, palacios y corrales de vecinos, que abastecían a los vecinos, aunque con el peligro de la salubridad de las aguas, muchas veces cercanas a otros pozos, los llamados "pozos negros" adonde se depositaban las lógicamente llamadas "aguas negras", en una época en la que las medidas higiénicas era mínimas o inexistentes.


De este modo, cuando el pintor Diego Velázquez pinta en 1622 su "Aguador de Sevilla", está dando visibilidad a un oficio de lo más habitual en aquella época, el de los llamados Azacanes, vocablo de origen árabe que aludía a aquellos que, surtiéndose de agua potable en fuentes o pozos, la ofrecían a los sedientos viandantes a cambio de unas monedas. En la actual calle Santander, cercana al sector del río, se hallaba el llamado Postigo de los Azacanes (o del Carbón), debido a la presencia, en época medieval de nos pocos aguadores apostados en  este sector próximo, por ejemplo, a las Atarazanas. Como curiosidad, en una relación con la "Tassa general de los precios a que se an de vender las mercaderias en esta Ciudad de Seuilla y su tierra, y de las hechuras, salarios y jornales y demas cosas", publicada en 1627, se establece en 24 maravedís el precio de las llamadas "tazas de aguadores", utilizadas por éstos para dar a beber. 

En el siglo XIX era famoso cierto pozo situado en la Cruz Verde, propiedad de un almacén de alimentación y también el llamado Pozo del Jardinillo en la calle Azofaifo (callejón sin salida en la calle Sierpes, muy cerca del antiguo edificio de Correos) ya que a él acudían numerosos aguadores por mor de la calidad de su agua.

Con el tiempo, algunos aguadores decidieron establecer instalaciones permanentes para sus servicios, quizá algo precarias en principio, con apenas unos tablones, lonas, cajas y demás útiles, pero poco a poco además se produce un aumento en la demanda, no sólo en lo referente al agua, sino a otro tipo de bebidas, como licores, refrescos o vinos. Si, como afirma el arquitecto Jesús Miguel Salado, a esto añadimos la aparición de lugares de esparcimiento para la población, sobre todo para sus élites, fue necesario por tanto establecer ya los primeros espacios para que estos Puestos de Agua se "sedentarizasen". 

Uno de los más conocidos en la Sevilla del XIX, pintado incluso por Jiménez Aranda, será el situado junto a los Almacenes del Rey, hoy confluencia del Paseo de Colón y Reyes Católicos, junto al entonces Puente de Barcas. Su propietario, oriundo de tierreas gallegas, mantenía abierto el aguaducho durante toda la jornada, retirando los toldos al atardecer y cerrando al toque de queda marcado por el campanario de la Giralda. Manuel Chaves lo recordará en 1894 con nostalgia, describiendo así al llamado Puesto de Aguas de Tomares:

"Estaba formado por una alta estantería, un mostrador y varios bancos de madera, y mesillas pequeñas colocadas convenientemente. En la estantería encontrábanse cuatro grandes cántaras de barro, una estampa religiosa y algunas macetas de olorosa albahaca, que en estío presentaban agradable aspecto. Sobre el mostrador, limpios vasos de cristal, puestos en fila, convidaban a apagar la sed de los transeúntes, y cerca de ellos se veía la cesta de panales, las botellas con almíbar para los refrescos, las cajas con pastillas de almendras, y otros diversos objetos que se utilizaban en el servicio del público."

A finales siglo XVIII el mencionado Puesto sirvió como casino o punto de encuentro para señores de casaca, comerciantes enriquecidos, militares retirados o petimetres empelucados, reunidos todos en torno a la lectura en voz alta de la Gaceta, al juego de las Damas o simplemente contemplando a los viandantes mientras se hacía animada tertulia sobre dimes y diretes. El afamado diestro Pepe-Illo fue habitual del lugar, improvisando alguna que otra juerga y convidada general para alegría de los parroquianos; téngase en cuenta que el matador de toros vivía en la cercana calle de San Pablo, no lejos de allí. También pasaron por allí el conocido Oidor Francisco Bruna (apodado en su tiempo "El Señor del Gran Poder), el poeta Arjona y el popular personaje de Manolito Gázquez, partidario acérrimo de Pepe Illo, de quien hablaremos en otra ocasión, y otros muchos. 

A comienzos del XIX, sin embargo, el fervor patriótico contra los franceses tomó asiento en el Puesto, celebrándose en él no pocos conciliábulos y cabildeos con el telón de fondo de la ansiada liberación frente al invasor. Tras la Guerra de Independencia, sobre 1820, se pierden las noticias del Puesto de agua de Tomares, que ha pasado a la historia por aparecer en uno de los pasajes de la obra del  Duque de Rivas "Don Álvaro o la fuerza del Destino", dramón romántico estrenado en 1835: 

"¿Qué persona de buen gusto, viviendo en Sevilla, puede dejar de venir todas las tardes de verano a beber la deliciosa agua de Tomares que con tanta limpieza nos da el tío Paco, y a ver este puente de Triana, que es lo mejor del mundo?"

Una palabra, "Kiosco", procedente del persa "Kosk", y que aludiría a un tipo de pabellón o baldaquino realizado con maderas y telas a modo de baldaquino, será protagonista del cambio de apariencia de los sevillanos puestos de agua a finales del XIX y principios del XX. Con la idea de adecentar su aspecto, el Consistorio de la ciudad determinará modificar su diseño, empleando materiales como el hierro o el cristal, incluyendo la necesidad de sombra mediante toldos y marquesinas (esa sombra de la que estamos tan faltos en el Centro de nuestra ciudad).

De este modo, serán peculiares muchos de ellos, instalados en la Alameda de Hércules, Paseo de Catalina de Ribera, Las Delicias o Paseo de Colón. En 1885 entra en escena "The Seville Water Works", quien consigue del Ayuntamiento la concesión del suministro del agua para la ciudad durante noventa y nueve años, será la llamada "Agua de los Ingleses", mientras que la exposición iberoamericana de 1929 y las posteriores reformas urbanísticas de la posguerra se llevarán por delante muchos de estos quioscos, a lo que habría que sumar, lógicamente, las mejoras experimentadas por el abastecimiento de aguas en los domicilios sevillanos. De todos modos, los puestos o quioscos de agua calaron muy mucho en la población, basta con reseñar que una de las zarzuelas más conocidas dentro del llamado "género chico" sea la compuesta por Federico Chueca: "Agua, Azucarillos y Aguardiente" o el famoso chiste de los garbanzos del inimitable Paco Gandía, en el que juega un papel fundamental alguien que prácticamente solo sobrevive ya junto a los Pasos en las procesiones: el "Aguaó".

Foto: Reyes de Escalona

28 junio, 2021

Aquellos veranos.

Ahora que a finales de junio el verano se nos ha instalado en Sevilla con todo su esplendor y poder, quizá sea buen momento para aportar algunas notas sobre cómo sobrellevaban esta estación los sevillanos de siglos anteriores, cuando poblaciones como Chipiona, Sanlúcar de Barrameda o Rota (por no hablar de Matalascañas) eran simples nombres desconocidos por la mayoría, poco preocupados por la arena de sus playas o las bondades de su climatología. 

Un aspecto siempre a tener en cuenta era cómo las propias calles sevillanas, con sus estrecheces y recovecos, intentaban proporcionar sombra ante la poco habitual presencia de arbolado (excepción hecha de zonas concretas como la Alameda), de la misma manera, las viviendas sevillanas buscaban adaptarse a las altas temperaturas, siguiendo esquemas legados por la tradición clásica e islámica; a los muros gruesos y los techos altos, al uso de persianas o velas, al cierre de contraventanas en las horas de mayor luz solar habría que unir el empleo de pavimentación basada en el barro o el mármol, la figura del patio y el protagonismo del agua, según las posibilidades económicas, tal como lo manifestaba (según recoge Chaves y Rey) el historiador y sacerdote trianero Alonso de Morgado allá por 1587: 

Los patios de las casas (que en casi todos los hay) tienen los suelos de ladrillo raspado. Y entre la gente más curiosa, de azulejos con sus pilares de mármol. Ponen gran cuidado en lavarlos y tenerlos siempre muy limpios, que con esto y con las velas que les ponen por alto no hay entrada de sol ni el calor del verano, mayormente por el regalo y frescura de las muchas fuentes de pie de agua de los caños de Carmona, que hay por muchas de las casas enmedio de los patios.

Ya que mencionamos el agua, tampoco conviene echar en saco roto algo poco divulgado como era el saludable hábito del baño para muchos sevillanos, sobre todo porque siempre hemos construido esa idea de falta de higiene secular. Quizá sea mejor recurrir de nuevo a Morgado para que nos aclare cómo era esa costumbre tan sana como social: 

Usan (las mujeres) mucho los baños, como quiera que hay en Sevilla dos casas de ellos. Los unos en la collación de San Ildefonso, junto á su iglesia, y los otros en la collación de San Juan de la Palma, que han permanecido en esta ciudad desde el tiempo de los moros... No pueden entrar los hombres en estos baños entre día por ser tiempo diputado solamente para las mujeres, ni por consiguiente mujer ninguna siendo de noche, que los hombres la tienen toda por suya con la misma franqueza que las mujeres tienen el día por suyo...

Chaves y Rey añade que la casa de baños de San Ildefonso permaneció abierta hasta 1762, aunque para esa fecha ya habían desaparecido las otras dos, situadas en la calle Aposentadores, en San Juan de la Palma, y en la calle Baños, respectivamente, aunque estos últimos se conservan por fortuna.


 Si los baños resultaban una buena opción para aliviar "las calores", existía otra mucho más "natural": el río. Se sabe que de antiguo las autoridades locales habían intentado ordenar los baños en el Guadalquivir, mediante no pocos edictos y bandos, sobre todo para ordenar a la concurrencia y evitar el contacto entre personas de distinto sexo, ya se sabe... 

Aunque no es de esperar que la gente de juicio falte á unas reglas que aspiran á su propia seguridad y á que se observe el mejor orden de honestidad y decencia... como hay personas que por satisfacer sus caprichos, sus vicios ó diversiones no perdonan medio alguno, aunque sea peligroso para conseguirlo, se castigará á éstas por la más ligera contravención.

Como detalle curioso, leyendo el periódico El Liberal del 8 de julio de 1903 encontramos una nota del Ayuntamiento en la que se da por inaugurada la "Temporada de baños", que daría comienzo el 14 de julio y finalizaría el 8 de septiembre. A través de varias disposiciones, la autoridad establecía el lugar para los baños (zonas de los Remedios, Chapina, Humeros...) con horario para hombres (de cuatro a ocho de la mañana y de cinco a siete de la tarde) para mujeres (desde media hora tras el toque de oraciones hasta las once de la noche), quedando prohibidos los baños de niños en solitario, los juegos y alborotos en el agua, el pasar el río a nado de una orilla a otra, "la aproximación de los varones al baño de las hembras" y las ofensas a la moral y las buenas costumbres. Se establece que haya buzos "para auxiliar a las personas que corran peligro de asfixia por la sumersión". Ni que decir tiene que el régimen de sanciones contemplaba multas: de una a cincuenta pesetas según el tipo de falta cometida...

Todavía en los años cuarenta, y hasta los sesenta, del siglo XX tuvo cierta fama la llamada Playa de María Trifulca, zona de baño en las orillas del Guadalquivir situada en la zona que ahora ocupa aproximadamente el Puente del Quinto Centenario, y que causó no pocos quebraderos de cabeza a las autoridades municipales en su tiempo... 

Manuel Barón y Carrillo: Vista del Guadalquivir. 1854.

Sin aires acondicionados ni climatizadores, sin siquiera un humilde ventilador, aunque se podía recurrir al clásico abanico, habría que reseñar la utilización del hielo: con fines medicinales (para cortar hemorragias, como analgésico para dolores musculares o incluso como remedio contra la tan temida Peste) o como elemento refrescante para bebidas o alimentos; utilizado desde siempre por mesopotámicos, griegos y romanos, en el siglo XVI el médico sevillano Nicolás Monardes se extrañaba de su poco uso en Sevilla. 

Gonzalo Bilbao: Noche de verano en Sevilla. 1905.

Ya en el XVIII es conocida la existencia de gran número de pozos de nieve en la localidad de Constantina, donde aún se conserva algún edificio de estas características, sin olvidar a negociantes que traían el hielo de otros puntos de la sierra al precio de cinco cuartos la libra de nieve, hasta  con cierta controversia por el elevado precio del hielo en determinadas épocas del año. La nieve solía recogerse tras la primavera e introducirse en pozos con el conveniente aislamiento térmico a base de troncos y paja para convertirla en hielo, contando con que el transporte era realizado de noche lógicamente por el gremio de "neveros" con lo cual la Corona recaudaba pingües rentas por este comercio, aunque eso sí, nada podía hacer frente a conventos y monasterios que lo realizaban.

Como elemento para la diversión, se celebraban las populares "Veladas" o "Velás", de las que apenas nos queda la de Santa Ana en Triana en el mes de julio, con su "cucaña" incluida, aunque cada barrio o collación celebraba la suya dedicada a San Antonio, San Pedro, San Juan, San Roque, San Bernardo o la misma Virgen de los Reyes, coincidiendo con el 15 de agosto. Decoración con banderitas y farolillos, puestecillos, buñuelos, tómbolas, música, bailes, procesión y fuegos artificiales constituían el eje festivo de estos festejos, aderezados no pocas veces por las inevitables broncas por efectos del alcohol y que formaban casi parte del "programa de actos".

Cecilio Pla: Noche de verbena. 1906.

Al atardecer de cada jornada estival, eran muchos los que abandonaban sus hogares para pasear por el Arenal, la Alameda, la Barqueta o Las Delicias, buscando el "fresquito", para ver y ser vistos, tomarse quizá el pertinente vasito de horchata o quizá descansar en alguno de los innumerables puestos de agua con la consabida tertulia. Otros, sobre todo los más jóvenes, marchaban de gira campestre, aprovechando el frescor de las riberas del río para organizar "saraos" donde no faltaba el cante y el baile.

¿Y los más pudientes? Muchos de ellos trasladaban sus residencias a las llamadas "casas de placer", lo que vendrían a ser ahora las modernas villas o chalets de los alrededores de la ciudad, donde podían disfrutar de mucha mayor frescura y tranquilidad. Allí, la siesta era la panacea para las largas horas del mediodía, posiblemente tras la ingesta del consabido gazpacho enfriado en el correspondiente lebrillo de barro, y siempre con el búcaro a mano, como estaba mandado, ya que era uno de los elementos domésticos imprescindibles en aquellos meses. 

A mediados del siglo XIX, y procedente de Inglaterra, comenzó a implantarse la costumbre médica de recetar los llamados "baños de ola" en la playa, como remedio seguro contra el asma, los problemas circulatorios o incluso la depresión. Siguiendo la estela de ciudades del norte de España como Santander, Gijón o San Sebastián, comenzaron a verse "bañistas" en las costas andaluzas, a lo que hay que sumar el auge de los balnearios y la influencia de personalidades como los Duques de Montpensier, comenzando a cobrar protagonismo, esta vez sí, poblaciones del litoral como Chipiona o Sanlúcar de Barrameda. 

Finalmente, el siglo XX será el del definitivo nacimiento del término "veraneo", como hábito vacacional copiado de las élites sociales auspiciado por el aumento del nivel de vida, la mejora de las carreteras y la difusión del automóvil como medio de transporte familiar. Aparecerá también la clásica figura del "dominguero", cargado de neveras, filetes empanados (que luego se "reempanaban" de arena de playa), tortillas de papas, melones y sandías puestos a refrescar en la orilla y demás impedimenta necesaria para estas excursiones, tan recordadas por todos, que solían finalizar con la inevitable caravana de coches y las quemaduras por la acción solar.

Por el momento, dejemos el tema, recordando a Isabel la Católica cuando dejó esta frase (controvertida, sin duda) para la posteridad: "Los inviernos, en Burgos, los veranos, en Sevilla". Ahí queda eso.