Era público y notorio, antaño,
cómo altos estamentos sociales, gentes de acomodado vivir y pueblo llano rivlizaban por
lograr privilegiados lugares desde donde participar o cotemplar desfiles,
cortejos o procesiones, gozando para ello de plateas en balaustradas, triforios
o tribunas, bien fuera en templos, teatros o plazas.
Para mi sorpresa, observamos que
mantiénese dicha costumbre, pues no menos curioso resulta comprobar en aquestos
cuaresmales días que numerosos vecinos ponen en renta sus balconadas, bien en
casas próximas a carrera oficial, bien en edificios por las que ésta pasa, con
fin crematístico para que gentes ajenas accedan, previo abono de unos
maravedís, a tales alturas y puedan disfrutar de preferente visión en las
estaciones penitenciales que en breve, si el tiempo no lo impide, acaecerán en
esta Hispalis nuestra.
Empero, no es menos curioso
comprobar como no hace mucho, visitando cierto lugar, muy cartujano por otra parte, encontramos solución de
lo más acertada y compuesta para quienes posean exigua faltriquera, y a fe que
aunque sea cubículo reducido y hasta incómodo, debidamente instalado podría
suponer extraordinaria atalaya desde la que disfrutar de tránsito de cofradías,
y que a buen seguro en cierto comercio de impronunciable nombre y nórdica
procedencia venderíanse como rosquillas de Santa Inés.
Todo ello sin menoscabo de la baratura que supondría hacer acopio de colgaduras y reposteros con que ornar tales balcones.