31 agosto, 2020

Una primera piedra: entre Sevilla y Triana

Desde los antiguos tiempos del Imperio Romano, se tenía como costumbre dejar constancia física del comienzo de las obras de un edificio importante, para ello, durante una ceremonia mitad civil, mitad religiosa, se colocaba una serie de piedras, entre las que figuraba una especial por ser la primera, a la que se añadía bien una inscripción, bien objetos del momento en su interior como memoria de la ocasión.

La práctica ha llegado hasta nuestros días, de modo que es habitual que cada cierto tiempo, cuando la ocasión o el acontecimiento constructivo, por decirlo de algún modo, lo merezcan, tiene lugar un acto en el que no faltan discursos, música, firmas, actas e incluso bendiciones por parte de la Iglesia.

Crónicas y Anales históricos han reseñado puntualmente actos de estas características a lo largo de la historia de nuestra ciudad; la primera piedra de la Catedral se colocó, por ejemplo, en 1403; la de la iglesia de la Anunciación, el 2 de septiembre de 1565; la del monumento a San Fernando de la Plaza Nueva, en marzo de 1877 con Alfonso XII com testigo; la primera piedra de la Basílica de la Esperanza Macarena, el 13 de abril de 1941, con la presidencia del Cardenal Segura; aunque sea otro el material y la temporalidad, pongamos de relieve que cada año, en el barrio  de Los Remedios, se celebra la casi tradicional colocación del primer tubo para la Portada de la Feria de Abril.



En esta ocasión, viajaremos en el tiempo a otro acto solemne de este tipo; pero vayamos por partes...

 

Desde tiempo inmemorial, allá por 1171 con el califa almohade Abu Yacub Yusuf, Sevilla y Triana habían quedado unidas, aunque de modo provisional, por el llamado “Puente de Barcas”, con su tablazón sujeta a entre 10 y 11 barcazas de calado suficiente como para no ser sumergidas por el caudal del Guadalquivir. Como en Sevilla las cosas provisionales se convierten en permanentes (ejemplos hay de sobra en este sentido) todavía en los siglos XVI y XVII se estaban haciendo sesudos estudios para construir al fin un puente permanente realizado en piedra aunque, como ya estarán imaginando los lectores, éste no llegó siquiera a pasar de mero proyecto. 

 

Pasarán todavía un par de siglos hasta que al fin el Cabildo de la Ciudad decida en firme poner en marcha el proyecto de sustituir el siempre necesitado de reparaciones Puente de Barcas, y ya en abril de 1844 quedó refrendada oficialmente la idea de un puente a imitación del famoso de Carrousel de París (hoy desaparecido) con arcos de hierro y dos pilares de fábrica sobre el río. La idea, pergeñada por los ingenieros franceses Fernando Bernadet y Gustavo Steinacher, poco a poco irá tomando cuerpo y ya a comienzos de 1845, con gran asistencia de público y autoridades locales, tiene lugar el complicado traslado del Puente de Barcas al sur de su ubicación sobre el río, junto a la llamada Cruz de la Charanga, para comenzar con las tareas de replanteo y cimentación del nuevo puente.


A los pocos meses, se dispuso, ahora sí, el lugar para solemne ceremonia de colocación de la primera piedra del futuro puente, acto que tuvo lugar a la una de la tarde del 12 de diciembre de 1845.

La ceremonia, nos cuenta José Velázquez y Sánchez en sus Anales, fue debidamente anunciada por el Ayuntamiento en las gacetillas locales con el correspondiente Edicto de la Alcaldía, elevándose una plataforma de tierra con espacio suficiente para albergar un altar provisto de cruz y candeleros de plata, misal con el libro de sagrada preces para la bendición de la piedra y acólitos y monaguillos revestidos para auxiliar al Deán López Cepero, quien ostentó la presidencia litúrgica como máxima eclesiástica al estar vacante la sede hispalense. Además, se ubicaron varias filas de asientos protocolariios con destino a las autoridades y “convite” y en el centro una mesa forrada con el correspondiente paño de damasco granate, escribanía de plata y la cajita de zinc que se ubicaría en la zanja realizada al efecto como recuerdo del acontecimiento. 

 

 

Mientras el referido Deán con su séquito de maestro de ceremonias, diáconos y seises de la catedral se dirigía a la plataforma para bendecir la caja, el secretario del Ayuntamiento, Sr. Vázquez Ponce dio lectura al acta de colocación de la primera piedra, en la que además de la fecha y hora, aparecía una extensa lista de autoridades civiles y militares, autoridades que oyeron en pie dicha proclamación. El texto, decía así:

Deseosos los mismos de consignar para las generaciones futuras, la memoria de este acto tan solemne, acordaron que se extendiese la presente, que firmada asimismo por los concurrentes, es incluida en una caja de plomo, juntamente con el pliego de condiciones de la subasta de la construcción de estepuente, la certificación de la diligencia de remate, y varias monedas corrientes de oro y plata, acuñadas en este año, cuya caja, soldada que sea, se colocará dentro de la citada piedra. En fé de lo cual suscribimos la presente en Sevilla á las orillas del Guadalquivir, siendo las dos de la tarde del citado día doce de Diciembre del año de gracia de mil ochocientos cuarenta y cinco.”


Recitadas las pertinentes oraciones religiosas y ubicada la caja, sellada antes con plomo, jefes, regidores y demás representantes políticos procedieron a echar cada cual una pellada de mezcla con un palaustre de plata, dicen que bellamente cincelado.

 


El público, muy numeroso en aquella mañana templada de diciembre, se agolpaba en los muelles y orillas de Sevilla y Triana, sin olvidar las numerosas falúas, lanchas y demás embarcaciones, llenas de curiosos espectadores que navegaban sobre el río, contándose con los sones musicales de la Banda del Regimiento de Artillería.



Para finalizar, como no podía ser menos en jornada tan gozosa, los ingenieros Bernadet y Steinacher invitaron a las autoridades firmantes a un “suntuoso refresco” preparado en la caseta del arsenal, donde se brindó por el buen término de las obras, recibiendo el maestro del puente de barcas el obsequio de dos onzas de oro por el alcalde de la ciudad y el referido palaustre de plata como recuerdo de aquella mañana de diciembre en la que, nunca mejor dicho, comenzaron a ponerse los cimientos del futuro Puente de Isabel II, o mejor, del Puente de Triana… 

 


 

24 agosto, 2020

Días de perros.

    En estos tiempos actuales, de soledad para muchos, no hace falta decir que se ha visto incrementado el número de quienes deciden acoger a un animal como mascota.

 Gatos, pájaros, peces, incluso especies exóticas, se han convertido en parte importante de no pocos hogares, sin olvidar el bien que hacen a sus dueños por su compañía o simplemente, por estar ahí.

   Los perros, por supuesto, tampoco se han quedado atrás, de modo que hay especies de todo tipo y tamaño acordes a la personalidad de sus dueños, o también simplemente perros adoptados tras haber sido abandonados, perros con pedigrí y perros de raza indefinida, perros tranquilos y perros inquietos, perros hogareños y perros que andan siempre deseando salir a la calle.

   Amigo mejor del hombre desde hace al menos diez o quince mil años, el perro pertenece a la familia de los cánidos, emparentada, como muchos sabrán a ciencia cierta con los lobos; la domesticación de esta especie, y su conversión como animal destinado a la caza tiene mucho que ver con los primeros pasos del Homo Sapiens, de modo que su socialización (su nombre taxonómico es Canis Lupus Familiaris) ha ido emparejada al ser humano.

    En el Arte, veremos perros en cuevas prehistóricas o en museos de arte contemporáneo, desde el mastín que aparece en la Meninas de Velázquez hasta el famoso “Perro de San Roque” que acompaña al santo en su iconografía como Protector frente a las epidemias, desde vasijas con escenas perrunas en el Imperio Romano hasta perros reflejados por Dalí o Picasso, sin olvidar que en Nueva York existe un museo enteramente dedicado al llamado “Mejor Amigo del Hombre”.

   Pero no divaguemos. De esos canes, pero de los que vagabundeaban por las calles en la Sevilla del siglo XVIII intentaremos, con la ayuda de los cronistas de la época, dar detalles cuanto menos curiosos.

    Recorrer la calle Levíes, en el antiguo barrio de la Judería, entre la de San José y con la parroquia de San Bartolomé en su otro extremo, supone descubrir, entre otras cosas, las casas natales de un erudito local como Luis Montoto o de un hombre santo como Miguel de Mañara, éste último en magnífica casa palacio sede ahora de la Consejería de Cultura, o también recordar la famosa Carbonería, establecimiento, ahora cerrado nos tememos, a medio camino entre la taberna y el espacio cultural con piano, y chimenea incluidos. 


 

   En esa vía, que toma su nombre de Samuel Leví, influyente judío de los tiempos del rey Pedro I, allá por el siglo XIV y que gozó del favor del monarca castellano en forma de riquezas y puestos en la corte, tuvo su sede andando el tiempo la llamada Sociedad Médica de Sevilla, sede de sesudas tertulias y debates sobre la ciencia de Galeno o Hipócrates. Pero allá por años sesenta del siglo XVIII, parte de sus estancias se llenaron, como quien quiere la cosa, de perros de todo tipo, ¿Por qué?

 

  Desde noviembre o diciembre de 1763 se comprobó por parte de las autoridades locales cómo era creciente el número de perros que enfermaban súbitamente y de tanta gravedad que la mortandad se incrementó a medida que pasaban las semanas, llegando al punto de que en mayo del año siguiente se contaban por docenas los animales hallados muertos en las calles hispalenses en lo que fue una auténtica epidemia de la que poco se sabía en cuanto a tratamiento, a lo que hay que añadir la preocupación por que aquel mal, desconocido y amenazador, se extendiera a los propioas sevillanos.

   El entonces Asistente Don Ramón Larrumbe, tuvo a bien tomar dos decisiones: la primera, dar sepultura a los canes fallecidos en una zona extramuros de la ciudad, y la segunda, pedir parecer de los miembros de la Sociedad Médica de Sevilla, fundada en 1697 y con estatutos aprobados en 1700 por Carlos II; esta Sociedad, además, estaba formada por médicos “rebeldes” con las teorías y dogmas clásicos, abogando por nuevos tratamientos con medicamentos basados en la Química frente a las purgas o sangrías "tradicionales". 

 

    La Sociedad, como relata Matute en sus Anales, ofreció su sede en la calle Levíes para alojar allí a los animales enfermos, separados en diversas estancias según la gravedad de la enfermedad, siendo nombrados seis enfermeros para los cuidados de los “pacientes”, así como dos Practicantes de Medicina encargados de la alimentación y medicación. Los doctores, por su parte, dedicaron sus esfuerzos a analizar los síntomas, que afectaban sobre todo a los pulmones, para dar con el padecimiento y los medios para combatirlo. Para ello, no dudaron en extraer muestras de sangre e incluso introdujeron animales sanos entre los enfermos por ver si se contagiaban, cosa que no ocurrió, optando finalmente, por emplear un tratamiento basado en la Quina y el Alcanfor.

      Los resultados no se hicieron esperar, pues el plan de curación consiguió poco a poco reducir las defunciones y lograr la sanación de no pocos enfermos, y al decir de las crónicas de aquel tiempo “con gran complacencia de los amos, que volvían a recuperar sanos y salvos a sus mastines, pechones, rateros, galgos y podencos, cuyas vidas habían visto en peligro”. Como curiosidad, a los animales ya sanados, antes de abandonar las instalaciones médicas, se les hacía una señal en el lomo para que se supiera que habían superado la enfermedad.

 

    A final de agosto de aquel 1764 la epidemia había remitido por completo, con el dictamen de los doctores de no tratarse de enfermedad contagiosa, sino catarral maligna con ofensa a los pulmones, que debidamente tratada podía ser curada.

   Quede pues constancia del gesto humanitario de aquellos hispalenses del XVIII para con la raza canina, aunque, como afirmaba a principios del XX nuestro viejo conocido Chaves Rey: “Raza tan maltratada luego, que en 1812 se ordenó por bando, que se matasen sin contemplaciones cuantos perros vagaban por la ciudad y que aún es víctima de los laceros municipales, que de tan cruel persecución las hacen blanco”.

 

Para concluir, nuestro más ferviente agradecimiento a los pacientes lectores de estos pliegos, sobre todo por haber rebasado las ochenta mil visitas hace unas jornadas. 

16 agosto, 2020

Barrabás

  


Una de las calles más típicas del barrio de Santa Cruz arranca en las cercanías del convento de las Teresas y finaliza en la Plaza de Alfaro, justo al lado del callejón del Agua; actualmente, desde el año 1840, recibe el nombre de Lope de Rueda, en honor al comediógrafo sevillano nacido en 1510 y fallecido en 1565. 

Autor teatral, actor y  célebre por ser, dicen, el precursor de la comedia del Siglo de Oro español, aunque sus comienzos fueron como batihoja, esto es, como artesano dedicado a la elaboración de láminas o panes de oro para retablos y demás piezas de madera tallada. Lope de Rueda, pues, fue el primer actor profesional en la España de su época, e incluso, se dice, después de fallecido se le negó en principio el entierro en sagrado en Córdoba por su condición de actor y autor teatral.

 Pero en esta ocasión no van nuestras pesquisas por el insigne autor, sino por el enigmático nombre que poseyó la calle hasta bien entrado el siglo XIX: de Barrabás.

 Ciertamente, el nombre alude al personaje citado en los cuatro Evangelios, en los que se le califica, en resumen, como un famoso salteador o bandido condenado a muerte, quizá el líder de un grupo guerrillero contra los romanos, pero en cualquier caso, el preferido por la multitud cuando Poncio Pilato, Gobernador de Judea con casa en la collación de San Esteban, lo de a elegir frente a Jesús. Figura controvertida por su maldad, pues, el “ser un Barrabás” o hacer una “barrabasada” tienen un marcado significado negativo, y quizá, por ahí vayan los tiros, valga la expresión, en cuanto al nombre de la calle que reseñamos. 

 

 Hay, que sepamos a ciencia cierta, dos teorías sobre el nombre de la calle; una, apunta a un morisco que vivió en aquella zona en el siglo XV y que fue liberado un Viernes Santo tras ser acusado del robo de unas colmenas, cosa sin duda hasta peligrosa, porque cultivar abejas en pleno barrio de Santa Cruz debía ser deporte de riesgo; la otra teoría nos proporciona un nombre, el de Fernando de Melgarejo, caballero de alto linaje que habitó en esa calle en pleno siglo XVII.

 Chaves Rey, escritor sevillano del XIX, nos da detalles biográficos sobre este personaje linajudo, que ostentó el cargo de Veinticuatro de la Ciudad y pasaría a la historia local no precisamente por sus logros políticos.  Casado con la noble dama doña Luisa Maldonado, Malgarejo, aburrido de su esposa, más proclive a rezos y labores hogareñas que a diversiones y jolgorios mundanos, puso sus ojos en una dama hispalense no exenta de belleza y donosura, Doña Dorotea Sandoval, casada con otro caballero, que poco quiso o pudo hacer para evitar la relación prohibida, pues el adulterio era severamente condenado en aquellos tiempos.

 El amor, correspondido entre ambos, generó no pocas habladurías en la ciudad, sobre todo cuando ambos amantes no tuvieron tapujos en mostrarse en público, bien en paseos por la Alameda o el Río, bien en celebraciones como Semana Santa o el Corpus, protagonizando escenas poco edificantes en ciertos balcones de la calle de las Sierpes al paso de su procesión. Además, contaban con lujosa casa para sus encuentros, sin que Fernando Melgarejo reparase en gastos, lujos o caprichos para su amada.

 La Justicia, enterada de la situación, tomó cartas en el asunto, decretando el destierro de la amante de Melgarejo, pero éste, como buen conocedor de los resortes legales y haciendo uso de su influencia como regidor de la ciudad, logró que regresase, y evitando su entrada en un convento para separarla de su gallardo amado.

 ¿Por qué, pues, el apodo de “Barrabás”? Al decir de los cronistas, nuestro caballero, dado su carácter violento e irascible, se ganó a pulso tal apelativo tras un suceso que en su momento se relató así:

 “En cierta ocasión, como sorprendiera a un mozalbete haciendo desde la ventada de una casa frontera señas a doña Dorotea en punto que ésta también estaba al balcón, cogió a su amante violentamente y allí mismo dióle una monumental paliza, a la vista del honrado marido, que mientras zurraban a su esposa le decía con mucha flema:

-       Amiga, ¿cuántas veces te dije que no te asomases a esa ventana; mira que el señor Don Fernando ha de venir a saberlo y ha de costarte muy caro?, -Y dirigiéndose al iracundo veinticuatro, le repetía: -Señor don Fernando, prometo a usted que tiene menos culpa Dorotea de lo que le han encarecido.”

Con tan ruin comportamiento, hoy día condenable, no es de extrañar que lograse tal apodo, y que al poco tiempo, el 16 de junio de 1627, falleciera Dorotea, sin que por ello nuestro Barrabás, afligido, dicen, dejase de costearle docenas de misas por su alma en todos los templos de la ciudad amén de un funeral digno de una princesa por su pompa y solemnidad, asistiendo lo más granado de la aristocracia sevillana.

 Algún testigo de lo sucedido proclama que la dama resultó envenenada, pero no por su amante, sino por la esposa de aquel y que ésta moriría dignamente poco después. Para concluir, Fernando Melgarejo, se afirma, morirá en duelo a espada con un desconocido contrincante, dejando como recuerdo un nombre en una calle, sin duda para olvidar…

 

 

10 agosto, 2020

A oscuras.

En estos tiempos que nos ha tocado vivir, nos parece de lo más normal que llegada cierta hora de la tarde, casi como por arte de magia, y de común acuerdo, se enciendan las luces de nuestras calles e iluminen nuestro caminar por plazas y avenidas sin mayor problema. Sin embargo, hace trescientos o cuatrocientos años, salir a la calle de noche, tras el llamado toque de Ánimas o de oraciones, era poco más o menos que cosa de gente brava o valiente, pues por un lado la oscuridad era dueña y señora de Sevilla, excepción hecha de algún farolillo encendido junto a algún retablo o cruz, y por otro eran las nocturnas horas las más apropiadas para fechorías, pendencias y desmanes cometidos por los habituales de la delincuencia, quienes aprovechaban precisamente el cobijo de las sombras para actuar con impunidad habida cuenta la escasa presencia de alguaciles en esas horas. En no pocas ocasiones algún aventurado transeunte que se dirigía a alguna urgencia resultó asaltado o peor aún, herido o acuchillado a manos de maleantes, lo que hizo tomar, al fin, cartas en el asunto a las autoridades locales.


Corría el año 1732 cuando el Asistente Manuel Torres, junto con su sucesor Rodrigo Caballero Illanes, acometieron las primeras intentonas de dotar de alumbrado público a la ciudad; para ello, ordenaron al vecindario que desde las primeras horas de la noche, hasta las doce, colocase faroles encendidos en sus ventanas, a fin de evitar la oscuridad. Aunque bien intencionada, la idea gozó de escasa aceptación, ya que aparte de contar con la oposición de parte de los sevillanos, fueron muy abundantes los casos en los que las gentes de mal vivir, que veían peligrar sus “hazañas”, se dedicaron a apedrear o robar no pocos faroles, con el consiguiente trastorno, o susto, para sus propietarios.


En 1760, otro Asistente, Ramón Larrumbe, intentó de nuevo poner orden, publicando un bando el 27 de octubre en el que básicamente insistía en la obligación de colocar los faroles en ventanas desde media hora después de las oraciones hasta las once de la noche, bajo pena de dos ducados en una primera vez, cuatro ducados por la segunda y ocho por la tercera; además, y esto es interesante, se ordenaba el cierre a las ocho de la tarde de todos los bodegones, botillerías y tabernas, todo ello en favor del sosiego y seguridad de la ciudad. Por último, añadía: “Que desde las once de la noche en adelante, ningún vecino de cualquier calidad y condición que sea, pueda andar sin luz por las calles, llevándola por sí o por sus criados con linterna, farol, hacha o mechón; pena que al que contravenga, siendo persona distinguida, de seis ducados con la referida aplicación: y al que no sea de esta circunstancia se le tendrá por persona sospechosa, y se le tendrá en la cárcel, para que averiguado su modo de vivir, se le de el destino correspondiente”.


Diez años después un político ilustrado y reformador como Olavide, Asistente a la sazón de Sevilla, encarecía a los sevillanos la importancia de la iluminación: “Habiendo acreditado la experiencia no se había podido evitar que en horas extraordinarias transiten personas sospechosas, pues en fraude de ellas se ha verificado encontrarse sujetos de esta claes despúes de las doce de la noche, con la cautela de llevar luz e ir separados para que no se les pudiese retener por las rondas: considerando su señoría que en semejantes horas nadie sin motio urgente debe estar fuera de sus casas y que el mero hecho de carecer de esta legítima causa le constituye en sospecha”. ¿Resultado? Se ordenó la detención de cuantos vecino fuesen encontrados, como medida más que expeditiva, mediante un nuevo Bando publicado el 22 de octubre de 1772 en el que se establecía que toda personas que se hallase fuera de su casa pasadas las doce de la noche hasta el primer toque del alba y no acreditase estar en la calle por una urgencia, fuera dada por presa hasta que no aclarase su situación.

Al fin, en 1791, el Asistente Ábalos tomó una decisión que marcaría un antes y un despúes en esta cuestión, creando un cuerpo de faroleros o “mozos del alumbrado” quienes estarían al cargo del encendido diario de los faroles vecinales, cobrándosele a los sevillanos un canon por este servicio. Como curiosidad, se pide a estos mozos que “cada uno recorrera su partido de continuo para avivar el farol que se amortigue o encender el que se apague con atraso. Estas maniobras las han de hacer con actividad y prontitud: para ello y que no tenga disculpa, han de ser mirados mientras lo ejecuten con la detención y preferencia debida al público, a quien sirven, de deteniéndose con pretexto alguno a que siga su ruta por las personas más privilegiadas”.


Será otro Asistente, de grato recuerdo para Sevilla y de quien hemos hablado por aquí en otras ocasiones el que organice de modo más o menos definitivo la cuestión del alumbrado público. Hacia 1827, José Manuel de Arjona, estableció la colocación de faroles triangulares sobre pescantes de hierro, con notable éxito; posteriormente, ya en 1839, Sevilla contaba con un millar de faroles con un uevo sistema inaugurado el 13 de agosto de 1836 consistente en los llamados “faroles de reverbero” que seguían usando aceite como combustible, pero con mayor eficacia lumínica al colocárseles unos espejos de latón que reflejaban la luz y que causaron la admiración de la población .

Para concluir, el gran cambio tendrá lugar en torno a 1854, cuando en calles como Armas (actual Alfonso XII), Sierpes o Plazas del Duque o la Campana, se instalen las primeras farolas de gas, que no serán sustituidas por la energía eléctrica hasta 1941. La luz había llegado a las calles de Sevilla, y esta vez para quedarse...