“A este lugar vienen los pueblos bárbaros y los que habitan
en todos los climas del orbe…
cumpliendo sus votos en acción de gracias para con el Señor
y llevando el premio de las alabanzas”
Poco podíamos imaginar que ir en pos de las señales aludidas en anteriores pliegos nos supondría vivir venturoso sucedido y gozosa oportunidad; el caso es que la dicha senda nos llevó a cientos de leguas de la Ciudad en la que el Creador nos hizo nacer y que rindiésemos viaje a tierras galaicas, allá dónde la espesura campea todo el año y la lluvia es amable camarada de viaje.
Quien desconozca aquellas tierras en poco tendrá nombres como Sarria, Melide, Palas de Rei, Pedrouzo o Arzúa, más todas estas poblaciones han en común que por ellas transite jacobea senda que, señalada por amarillas flechas, condúcenos hasta Santiago de Compostela.
Senda dura, tosca y hasta fastidiosa, transcurre por frondosísimos bosques señoreados por altos robles, viejos castaños y avellanos, por aldeas olvidadas, por abandonados lugares, caminos poco transitados y calzadas, por el contrario, concurridísimas, todo ello señalado por las aludidas flechas de amarillo color, siendo cosa digna de ver el que por la dicha senda peregrinos, de la más variada nación y procedencia, avancen con la única ayuda de sus pies y cayados, acarreando pesados fardos que suponen su única pertenencia.
No será misión de estas letras aburrir al lector con prolija relación o sesudo memorial, pero no ha de olvidarse que en aquellas feraces tierras álzanse numerosas fuentes de frescas aguas y cruces, todas ellas en piedra, por honrar a Nuestro Señor y por suponer hito y parada en el Camino, que junto a ellas el caminante parece hallar momentáneo descanso.
Item más, son copiosos los templos que jalonan la vía, construidos en basto estilo, con poco adorno y escaso ornamento, con más hechura de fortaleza que de iglesia, y con una composición y hechura que a quién viene de tierras meridionales ha supuesto entusiasta sorpresa.
Item más, que como en todo recorrido han de hacerse altos, no hemos descuidado el yantar y el beber, que la tierra gallega es preclara en caldos y asaz fértil en frutos de la tierra y el mar, y que en sana compañía lo penoso del sendero torna a olvidarse y a compartir lo vivido al calor de jarra y escudilla, no en balde con pan y vino ándase el camino.
Y si áspero deleite ha sido el caminar por estos vericuetos, mayor júbilo, no sin antes subir penosamente al Monte que llaman del Gozo, ha sido alcanzar la compostelana Ciudad, y asombrarnos ante la magnificencia de la Plaza apelada del Obradoiro con su Catedral, poder abrazar la efigie del Santo Patrón de las Españas, visitar su sepulcro y hasta pasmarnos con el gigante incensario que allá usan para litúrgicas ceremonias.
De la Ciudad que acogiónos por breve tiempo poco apuntaremos, salvo que confrontarla con aquella de la que somos originarios sería huero intento por tamaño, disposición de sus calles, carácter de sus naturales, hospitalidad de sus gentes y limpieza de sus edificios, llegando a conclusión de que es vano comparar y baldío esfuerzo prevalecer una urbe a otra, atesorando en nuestro ánimo noble recuerdo de tan notable viaje y aguardando con ansia poder retornar al camino si el Apóstol nos lo permitiera.