No hace muchas fechas, realizamos interesante periplo por tierras portuguesas, en concreto allá donde desemboca el caudaloso Tajo, en la insigne Lisboa, ciudad sin duda preclara y merecedora de alabanzas por lo benigno de su clima, sus gentes y monumentos, aunque, a fuer de ser sinceros, no hallamos ni chicharrones ni observan la costumbre de servir altramuces a la hora de beber vinos o derivados de la malta y la cebada.
En ella, descubrimos interesante fundación carmelitana, mas al entrar en ella nuestra devoción e interés trocáronse en extrañeza y hasta desasosiego.
Fue al parecer el noble Nuno Álvares Pereira (canonizado al andar de los años por Su Santidad Bendicto XVI) quien en el año del Señor de 1389 realizó piadosa fundación de un monasterio advocado del Carmen en la capital portuguesa, mas sin duda tratóse de convento con regular fortuna, perteneciente a la orden dominica, ya que en el nefasto terremoto del 1 de noviembre de 1755, funesto para Lisboa y que provocó no pocos destrozos y víctimas, quedó derruido y desolado de modo espantoso, sin que hubiera mecenas o patronos dispuestos a reconstruirlo.
Y todo ello pese a fortaleza de sus muros, como bien puede apreciarse, ya que sobrevivieron al seismo, quedando en pie como pétreas osamentas de descarnado edificio (casi poéticas palabras nos han salido, vive Dios...).
Convertido en museo arqueológico, su iglesia se nos aparece desnuda de ornamentos y hasta de techumbre, con el cielo lisboeta como única bóveda, lo cual no deja de tener su encanto cierto.