24 agosto, 2020

Días de perros.

    En estos tiempos actuales, de soledad para muchos, no hace falta decir que se ha visto incrementado el número de quienes deciden acoger a un animal como mascota.

 Gatos, pájaros, peces, incluso especies exóticas, se han convertido en parte importante de no pocos hogares, sin olvidar el bien que hacen a sus dueños por su compañía o simplemente, por estar ahí.

   Los perros, por supuesto, tampoco se han quedado atrás, de modo que hay especies de todo tipo y tamaño acordes a la personalidad de sus dueños, o también simplemente perros adoptados tras haber sido abandonados, perros con pedigrí y perros de raza indefinida, perros tranquilos y perros inquietos, perros hogareños y perros que andan siempre deseando salir a la calle.

   Amigo mejor del hombre desde hace al menos diez o quince mil años, el perro pertenece a la familia de los cánidos, emparentada, como muchos sabrán a ciencia cierta con los lobos; la domesticación de esta especie, y su conversión como animal destinado a la caza tiene mucho que ver con los primeros pasos del Homo Sapiens, de modo que su socialización (su nombre taxonómico es Canis Lupus Familiaris) ha ido emparejada al ser humano.

    En el Arte, veremos perros en cuevas prehistóricas o en museos de arte contemporáneo, desde el mastín que aparece en la Meninas de Velázquez hasta el famoso “Perro de San Roque” que acompaña al santo en su iconografía como Protector frente a las epidemias, desde vasijas con escenas perrunas en el Imperio Romano hasta perros reflejados por Dalí o Picasso, sin olvidar que en Nueva York existe un museo enteramente dedicado al llamado “Mejor Amigo del Hombre”.

   Pero no divaguemos. De esos canes, pero de los que vagabundeaban por las calles en la Sevilla del siglo XVIII intentaremos, con la ayuda de los cronistas de la época, dar detalles cuanto menos curiosos.

    Recorrer la calle Levíes, en el antiguo barrio de la Judería, entre la de San José y con la parroquia de San Bartolomé en su otro extremo, supone descubrir, entre otras cosas, las casas natales de un erudito local como Luis Montoto o de un hombre santo como Miguel de Mañara, éste último en magnífica casa palacio sede ahora de la Consejería de Cultura, o también recordar la famosa Carbonería, establecimiento, ahora cerrado nos tememos, a medio camino entre la taberna y el espacio cultural con piano, y chimenea incluidos. 


 

   En esa vía, que toma su nombre de Samuel Leví, influyente judío de los tiempos del rey Pedro I, allá por el siglo XIV y que gozó del favor del monarca castellano en forma de riquezas y puestos en la corte, tuvo su sede andando el tiempo la llamada Sociedad Médica de Sevilla, sede de sesudas tertulias y debates sobre la ciencia de Galeno o Hipócrates. Pero allá por años sesenta del siglo XVIII, parte de sus estancias se llenaron, como quien quiere la cosa, de perros de todo tipo, ¿Por qué?

 

  Desde noviembre o diciembre de 1763 se comprobó por parte de las autoridades locales cómo era creciente el número de perros que enfermaban súbitamente y de tanta gravedad que la mortandad se incrementó a medida que pasaban las semanas, llegando al punto de que en mayo del año siguiente se contaban por docenas los animales hallados muertos en las calles hispalenses en lo que fue una auténtica epidemia de la que poco se sabía en cuanto a tratamiento, a lo que hay que añadir la preocupación por que aquel mal, desconocido y amenazador, se extendiera a los propioas sevillanos.

   El entonces Asistente Don Ramón Larrumbe, tuvo a bien tomar dos decisiones: la primera, dar sepultura a los canes fallecidos en una zona extramuros de la ciudad, y la segunda, pedir parecer de los miembros de la Sociedad Médica de Sevilla, fundada en 1697 y con estatutos aprobados en 1700 por Carlos II; esta Sociedad, además, estaba formada por médicos “rebeldes” con las teorías y dogmas clásicos, abogando por nuevos tratamientos con medicamentos basados en la Química frente a las purgas o sangrías "tradicionales". 

 

    La Sociedad, como relata Matute en sus Anales, ofreció su sede en la calle Levíes para alojar allí a los animales enfermos, separados en diversas estancias según la gravedad de la enfermedad, siendo nombrados seis enfermeros para los cuidados de los “pacientes”, así como dos Practicantes de Medicina encargados de la alimentación y medicación. Los doctores, por su parte, dedicaron sus esfuerzos a analizar los síntomas, que afectaban sobre todo a los pulmones, para dar con el padecimiento y los medios para combatirlo. Para ello, no dudaron en extraer muestras de sangre e incluso introdujeron animales sanos entre los enfermos por ver si se contagiaban, cosa que no ocurrió, optando finalmente, por emplear un tratamiento basado en la Quina y el Alcanfor.

      Los resultados no se hicieron esperar, pues el plan de curación consiguió poco a poco reducir las defunciones y lograr la sanación de no pocos enfermos, y al decir de las crónicas de aquel tiempo “con gran complacencia de los amos, que volvían a recuperar sanos y salvos a sus mastines, pechones, rateros, galgos y podencos, cuyas vidas habían visto en peligro”. Como curiosidad, a los animales ya sanados, antes de abandonar las instalaciones médicas, se les hacía una señal en el lomo para que se supiera que habían superado la enfermedad.

 

    A final de agosto de aquel 1764 la epidemia había remitido por completo, con el dictamen de los doctores de no tratarse de enfermedad contagiosa, sino catarral maligna con ofensa a los pulmones, que debidamente tratada podía ser curada.

   Quede pues constancia del gesto humanitario de aquellos hispalenses del XVIII para con la raza canina, aunque, como afirmaba a principios del XX nuestro viejo conocido Chaves Rey: “Raza tan maltratada luego, que en 1812 se ordenó por bando, que se matasen sin contemplaciones cuantos perros vagaban por la ciudad y que aún es víctima de los laceros municipales, que de tan cruel persecución las hacen blanco”.

 

Para concluir, nuestro más ferviente agradecimiento a los pacientes lectores de estos pliegos, sobre todo por haber rebasado las ochenta mil visitas hace unas jornadas. 

16 agosto, 2020

Barrabás

  


Una de las calles más típicas del barrio de Santa Cruz arranca en las cercanías del convento de las Teresas y finaliza en la Plaza de Alfaro, justo al lado del callejón del Agua; actualmente, desde el año 1840, recibe el nombre de Lope de Rueda, en honor al comediógrafo sevillano nacido en 1510 y fallecido en 1565. 

Autor teatral, actor y  célebre por ser, dicen, el precursor de la comedia del Siglo de Oro español, aunque sus comienzos fueron como batihoja, esto es, como artesano dedicado a la elaboración de láminas o panes de oro para retablos y demás piezas de madera tallada. Lope de Rueda, pues, fue el primer actor profesional en la España de su época, e incluso, se dice, después de fallecido se le negó en principio el entierro en sagrado en Córdoba por su condición de actor y autor teatral.

 Pero en esta ocasión no van nuestras pesquisas por el insigne autor, sino por el enigmático nombre que poseyó la calle hasta bien entrado el siglo XIX: de Barrabás.

 Ciertamente, el nombre alude al personaje citado en los cuatro Evangelios, en los que se le califica, en resumen, como un famoso salteador o bandido condenado a muerte, quizá el líder de un grupo guerrillero contra los romanos, pero en cualquier caso, el preferido por la multitud cuando Poncio Pilato, Gobernador de Judea con casa en la collación de San Esteban, lo de a elegir frente a Jesús. Figura controvertida por su maldad, pues, el “ser un Barrabás” o hacer una “barrabasada” tienen un marcado significado negativo, y quizá, por ahí vayan los tiros, valga la expresión, en cuanto al nombre de la calle que reseñamos. 

 

 Hay, que sepamos a ciencia cierta, dos teorías sobre el nombre de la calle; una, apunta a un morisco que vivió en aquella zona en el siglo XV y que fue liberado un Viernes Santo tras ser acusado del robo de unas colmenas, cosa sin duda hasta peligrosa, porque cultivar abejas en pleno barrio de Santa Cruz debía ser deporte de riesgo; la otra teoría nos proporciona un nombre, el de Fernando de Melgarejo, caballero de alto linaje que habitó en esa calle en pleno siglo XVII.

 Chaves Rey, escritor sevillano del XIX, nos da detalles biográficos sobre este personaje linajudo, que ostentó el cargo de Veinticuatro de la Ciudad y pasaría a la historia local no precisamente por sus logros políticos.  Casado con la noble dama doña Luisa Maldonado, Malgarejo, aburrido de su esposa, más proclive a rezos y labores hogareñas que a diversiones y jolgorios mundanos, puso sus ojos en una dama hispalense no exenta de belleza y donosura, Doña Dorotea Sandoval, casada con otro caballero, que poco quiso o pudo hacer para evitar la relación prohibida, pues el adulterio era severamente condenado en aquellos tiempos.

 El amor, correspondido entre ambos, generó no pocas habladurías en la ciudad, sobre todo cuando ambos amantes no tuvieron tapujos en mostrarse en público, bien en paseos por la Alameda o el Río, bien en celebraciones como Semana Santa o el Corpus, protagonizando escenas poco edificantes en ciertos balcones de la calle de las Sierpes al paso de su procesión. Además, contaban con lujosa casa para sus encuentros, sin que Fernando Melgarejo reparase en gastos, lujos o caprichos para su amada.

 La Justicia, enterada de la situación, tomó cartas en el asunto, decretando el destierro de la amante de Melgarejo, pero éste, como buen conocedor de los resortes legales y haciendo uso de su influencia como regidor de la ciudad, logró que regresase, y evitando su entrada en un convento para separarla de su gallardo amado.

 ¿Por qué, pues, el apodo de “Barrabás”? Al decir de los cronistas, nuestro caballero, dado su carácter violento e irascible, se ganó a pulso tal apelativo tras un suceso que en su momento se relató así:

 “En cierta ocasión, como sorprendiera a un mozalbete haciendo desde la ventada de una casa frontera señas a doña Dorotea en punto que ésta también estaba al balcón, cogió a su amante violentamente y allí mismo dióle una monumental paliza, a la vista del honrado marido, que mientras zurraban a su esposa le decía con mucha flema:

-       Amiga, ¿cuántas veces te dije que no te asomases a esa ventana; mira que el señor Don Fernando ha de venir a saberlo y ha de costarte muy caro?, -Y dirigiéndose al iracundo veinticuatro, le repetía: -Señor don Fernando, prometo a usted que tiene menos culpa Dorotea de lo que le han encarecido.”

Con tan ruin comportamiento, hoy día condenable, no es de extrañar que lograse tal apodo, y que al poco tiempo, el 16 de junio de 1627, falleciera Dorotea, sin que por ello nuestro Barrabás, afligido, dicen, dejase de costearle docenas de misas por su alma en todos los templos de la ciudad amén de un funeral digno de una princesa por su pompa y solemnidad, asistiendo lo más granado de la aristocracia sevillana.

 Algún testigo de lo sucedido proclama que la dama resultó envenenada, pero no por su amante, sino por la esposa de aquel y que ésta moriría dignamente poco después. Para concluir, Fernando Melgarejo, se afirma, morirá en duelo a espada con un desconocido contrincante, dejando como recuerdo un nombre en una calle, sin duda para olvidar…

 

 

10 agosto, 2020

A oscuras.

En estos tiempos que nos ha tocado vivir, nos parece de lo más normal que llegada cierta hora de la tarde, casi como por arte de magia, y de común acuerdo, se enciendan las luces de nuestras calles e iluminen nuestro caminar por plazas y avenidas sin mayor problema. Sin embargo, hace trescientos o cuatrocientos años, salir a la calle de noche, tras el llamado toque de Ánimas o de oraciones, era poco más o menos que cosa de gente brava o valiente, pues por un lado la oscuridad era dueña y señora de Sevilla, excepción hecha de algún farolillo encendido junto a algún retablo o cruz, y por otro eran las nocturnas horas las más apropiadas para fechorías, pendencias y desmanes cometidos por los habituales de la delincuencia, quienes aprovechaban precisamente el cobijo de las sombras para actuar con impunidad habida cuenta la escasa presencia de alguaciles en esas horas. En no pocas ocasiones algún aventurado transeunte que se dirigía a alguna urgencia resultó asaltado o peor aún, herido o acuchillado a manos de maleantes, lo que hizo tomar, al fin, cartas en el asunto a las autoridades locales.


Corría el año 1732 cuando el Asistente Manuel Torres, junto con su sucesor Rodrigo Caballero Illanes, acometieron las primeras intentonas de dotar de alumbrado público a la ciudad; para ello, ordenaron al vecindario que desde las primeras horas de la noche, hasta las doce, colocase faroles encendidos en sus ventanas, a fin de evitar la oscuridad. Aunque bien intencionada, la idea gozó de escasa aceptación, ya que aparte de contar con la oposición de parte de los sevillanos, fueron muy abundantes los casos en los que las gentes de mal vivir, que veían peligrar sus “hazañas”, se dedicaron a apedrear o robar no pocos faroles, con el consiguiente trastorno, o susto, para sus propietarios.


En 1760, otro Asistente, Ramón Larrumbe, intentó de nuevo poner orden, publicando un bando el 27 de octubre en el que básicamente insistía en la obligación de colocar los faroles en ventanas desde media hora después de las oraciones hasta las once de la noche, bajo pena de dos ducados en una primera vez, cuatro ducados por la segunda y ocho por la tercera; además, y esto es interesante, se ordenaba el cierre a las ocho de la tarde de todos los bodegones, botillerías y tabernas, todo ello en favor del sosiego y seguridad de la ciudad. Por último, añadía: “Que desde las once de la noche en adelante, ningún vecino de cualquier calidad y condición que sea, pueda andar sin luz por las calles, llevándola por sí o por sus criados con linterna, farol, hacha o mechón; pena que al que contravenga, siendo persona distinguida, de seis ducados con la referida aplicación: y al que no sea de esta circunstancia se le tendrá por persona sospechosa, y se le tendrá en la cárcel, para que averiguado su modo de vivir, se le de el destino correspondiente”.


Diez años después un político ilustrado y reformador como Olavide, Asistente a la sazón de Sevilla, encarecía a los sevillanos la importancia de la iluminación: “Habiendo acreditado la experiencia no se había podido evitar que en horas extraordinarias transiten personas sospechosas, pues en fraude de ellas se ha verificado encontrarse sujetos de esta claes despúes de las doce de la noche, con la cautela de llevar luz e ir separados para que no se les pudiese retener por las rondas: considerando su señoría que en semejantes horas nadie sin motio urgente debe estar fuera de sus casas y que el mero hecho de carecer de esta legítima causa le constituye en sospecha”. ¿Resultado? Se ordenó la detención de cuantos vecino fuesen encontrados, como medida más que expeditiva, mediante un nuevo Bando publicado el 22 de octubre de 1772 en el que se establecía que toda personas que se hallase fuera de su casa pasadas las doce de la noche hasta el primer toque del alba y no acreditase estar en la calle por una urgencia, fuera dada por presa hasta que no aclarase su situación.

Al fin, en 1791, el Asistente Ábalos tomó una decisión que marcaría un antes y un despúes en esta cuestión, creando un cuerpo de faroleros o “mozos del alumbrado” quienes estarían al cargo del encendido diario de los faroles vecinales, cobrándosele a los sevillanos un canon por este servicio. Como curiosidad, se pide a estos mozos que “cada uno recorrera su partido de continuo para avivar el farol que se amortigue o encender el que se apague con atraso. Estas maniobras las han de hacer con actividad y prontitud: para ello y que no tenga disculpa, han de ser mirados mientras lo ejecuten con la detención y preferencia debida al público, a quien sirven, de deteniéndose con pretexto alguno a que siga su ruta por las personas más privilegiadas”.


Será otro Asistente, de grato recuerdo para Sevilla y de quien hemos hablado por aquí en otras ocasiones el que organice de modo más o menos definitivo la cuestión del alumbrado público. Hacia 1827, José Manuel de Arjona, estableció la colocación de faroles triangulares sobre pescantes de hierro, con notable éxito; posteriormente, ya en 1839, Sevilla contaba con un millar de faroles con un uevo sistema inaugurado el 13 de agosto de 1836 consistente en los llamados “faroles de reverbero” que seguían usando aceite como combustible, pero con mayor eficacia lumínica al colocárseles unos espejos de latón que reflejaban la luz y que causaron la admiración de la población .

Para concluir, el gran cambio tendrá lugar en torno a 1854, cuando en calles como Armas (actual Alfonso XII), Sierpes o Plazas del Duque o la Campana, se instalen las primeras farolas de gas, que no serán sustituidas por la energía eléctrica hasta 1941. La luz había llegado a las calles de Sevilla, y esta vez para quedarse...


27 julio, 2020

De dulce.

No deja de ser cierto que históricamente hablando siempre se han realizado no pocos estudios y análisis sobre los diferentes gremios y oficios que hubo en Sevilla; de este modo, no faltan en ellos carpinteros, tallistas, pintores, plateros, sederos, escribanos o doradores, oficios todos que dieron fama a la ciudad y cuyos maestros y oficiales lograron alcanzar cotas importantes en cuanto a destreza y pericia. Nombres hay para llenar volúmenes y obras como para completar catálogos, sin embargo, poco se ha hablado sobre otros empleos u oficios que no por ser más cotidianos no carecieron de importancia.


Sabido es que desde tiempos muy antiguos, el hombre ha gustado de tomar alimentos dulces, recurriendo a la miel o a la savia de algunos árboles para ello; más tarde, se sabe que egipcios y griegos, mucho antes de la era cristiana, fueron golosos en extremo, y que en textos de banquetes de aquellas calendas pretéritas abundan las alusiones sobre dulces o repostería. En la antigua Roma, otro tanto, incluso en las ruinas de Pompeya se han hallado moldes para realizar pasteles o tartas, a base de harina, huevos, miel, queso y frutas, con productos como los scriblita, el spira y la spherita, sin olvidar que los pasteleros romanos llegaron a agruparse profesionalmente como gremio, de modo que al igual que en Sevilla pudieron defender sus derechos profesionales, establecer tarifas y regular la venta de sus exquisitos productos.

Así, husmeando como es habitual entre legajos y documentos de toda condición, encontramos alusiones y referencias sobre un gremio bastante dulce, el de los confiteros, del que hoy daremos algunos detalles o pormenores.

Era público y notorio que ya en siglo XVI los sevillanos eran muy aficionados a confites y dulces, siendo muy numerosos los establecientos en los que se vendían y fabricaban tales viandas, además, el gremio de confiteros era uno de los que colaboraba económicamente en la celebración de la procesión anual del Corpus Christi, una de las fiestas principales de Sevilla, lo que daría idea de la aceptable posición económica de este oficio. Igualmente, la Plaza de la Campana se llamó durante bastante tiempo Plazuela de los Pasteleros o de los Confiteros (aún subsiste allí la célebre confitería de la Campana), y además, la actual calle Huelva, que une la Alfalfa con la Plaza del Pan, se llamó Confitería hasta 1917.


Por contra, ciertos miembros del honrado gremio de confiteros, no gozaban de buena fama por la picaresca de algunos, quienes adulteraban sus productos, amañaban las pesas o vendían con sobreprecio, siendo denostados por el famoso Loco Amaro en uno de sus Sermones.

Por todo ello, los confiteros hispalenses, agrupados en corporación, vieron como el 20 de mayo de 1606 el rey Felipe III aprobaba sus Ordenanzas, manifestando que “Nos fue hecha relación que el trato de y confituría en Sevilla era muy grueso, por ser muy grande, porque siendo las conservas y confituras regalo de enfermos y para personas ricas, convenía que la dicha obra fuese buena y que fuese y se hiciese con buenos azúcares, y no echando otras mezclas, para que se supiese y entendiese cómo se había de hacer cada cosam y no se vendiesen cosas malas y falsas” de donde dedúcese que ya entonces existía desleal competencia y que se adulteraban recetas para abaratar el dulce y sacar mayor beneficio.”


Las Ordenanzas, pues, buscaban evitar el intrusismo profesional y lograr la ahora llamada excelencia a la hora de elaborar dulces, pasteles o confites, gravando con penosas multas a quienes abusaran de ingredientes no autorizados, como se expresa textualmente: “Ordenamos que los canelones de sidra, o canela, avellanas o anís liso o labrado, o almendra pelada o raída o entera, y piñones y grajeas, a todo esto sea y se haga de un azúcar blanco de arriba a abajo, sin otra mistura, so pena de dos mil maravedís por la primera vez, y por la segunda pena doblada y por la tercera vez sea perdida la dicha colación y no tenga tienda por seis meses”.

También, para alcanzar el grado de maestro, era necesario tener un cierto nivel social, ya que no podía ser examinado “ningún esclavo, so pena de dos mil maravedís, y que le quiten la tienda, aplicada la pena, como dicho es, y el que lo examina sea privado del oficio perpetuo de examinador.”

Incluso, para mayor abundamiento, se regulaban las recetas e ingredientes de no pocos dulces, todo ello con la clara intención de unificar criterios y garantizar la calidad de los productos.

Hay que resaltar que las confiterías de antaño poseían una apariencia propia, ya que en sus mostradores no se exhibían bandejas ni bateas con pasteles o confites para excitar el apetito, sino que al contrario, estos se ocultaban, sacándose únicamente a petición del comprador, mientras que los botes con almíbares y conservas se colocaban, esta vez sí, en largas hileras sobre estantes de madera; una imagen religiosa en su hornacina, un peso de cobre, un jarro con vasos amén del inevitable mostrador, completaban el “equipamiento” de la tienda, sin olvidar, por último, un par de bancos que servían, habitualmente, para asiento de clientes y eventuales tertulianos amigos de dueño.


El siglo XVII poseyó en Sevilla todo un destacado elenco de maestros confiteros célebres por la calidad de lo que salía de sus obradores, con nombres famosos en su tiempo como los de Bartolomé Gómez, Jerónimo de Barco o Pedro de Libosna, expertos en la elaboración de mazapanes, carnes de membrillo y canelones de sidra, avellana o anís.

El 24 de junio, festividad de San Juan Bautista, se celebraba anualmente la visita de inspección que realizaban representantes del Cabildo de la ciudad por todas las confiterías de Sevilla, contándose que era cosa digna de ser vista por cómo el Teniente de Asistente, acompañado del correspondiente Escribano, revisaba en cada tienda su menaje, medidas y moldes y se informaba de la composición de la plantilla y de su capacidad para crear delicadas confituras, llevándose, a buen seguro, muestra de todo para mayor goce de su paladar y de sus acompañantes, imaginamos.

Por último, se conserva un curioso Edicto de 1789 firmado por don Juan Miguel de Lecanda, Escribano Mayor, en el que se prohibe de manera enérgica la venta ambulante de “dulces, bizcochos, mostachones, “suspiros”, rosquetes, ni biscotelas”. Por todo ello, para cortar de raiz el daño que se hacía a los obradores, mandaba en ese Edicto que se obligue a todos los vendedores que “andan volantes por casas, calles o paseos, así hombres como mujeres, se retiren inmediatamente y suspendan la venta”.

25 julio, 2020

En punto.


Tradicionalmente, se ha mantenido que uno de los mecanismos de reloj más antiguos de España, si no el más antiguo, es el de la Catedral de Sevilla, instalado en el año de 1400, e inaugurado durante una muy solemne ceremonia litúrgica presidida ni más ni menos que por el mismísimo rey de Castilla don Enrique III, ceremonia que hubo de concluirse de modo apresurado pues, al decir del cronista, «se levantó una furiosa tempestad de truenos y rayos que llenó de confusión esta ciudad porque se hicieron muchas procesiones, penitencias y rogativas».

El Cardenal Gonzalo de Mena, fundador de la Hermandad de los Negritos, dicho sea de paso, fue quien encargó la campana del reloj a un maestro llamado Alfon Domínguez, según relata Chaves Rey, y aunque ha habido escritores e historiadores del siglo XIX que han defendido que el reloj decano de nuestro país era el de Valencia, encargado el 16 de julio de 1378 a un mecánico extranjero, no es menos cierto que hasta 1403, al parecer, no se resolvió realizar una campana para dicho artilugio, con lo cuál, poca utilidad habría tenido hasta entonces.

Dejando a un lado esta controversia levantino-hispalense, hay una dato indudable acerca de que ya en 1418 el reloj sevillano estaba funcionando perfectamente, pues el doctor y médico Juan de Aviñón en su libro Sevillana Medicina afirmaba: “Y como quiera que agora sería grave de comer a estas horas ciertas, de aquí adelante non será grave por cuanto nuestro señor arzobispo, que mantenga Dios, mandó facer un relox que ha de tañer veinticuatro badajadas”.

Tras más de trescientos años prestando eficaces servicios, el 30 de junio de 1765 el mecanismo fue susituido por otro, realizado por fray José Cordero, lego franciscano. Curiosamente, durante años, el reloj de la catedral, al igual que otros pertenecientes a la Sede Hispalense, marcaron su hora con diez minutos de retraso respecto a la hora oficial (cosa de mediciones y meridianos, decían), lo que daba lugar a no pocos equívocos y confusiones y a que los sevillanos de la época, al serles pedida la hora dijeran “¿Por la catedral o por el ayuntamiento?”

Tras el de la Catedral, es el de la parroquia de San Marcos el siguiente mecanismo en antigüedad, ya que data de 1553 y del que existen referencias en actas del Cabildo de la Ciudad, con el acuerdo de nombrar a Francisco Ximénez de Bustillos, mayordomo, para que hiciese aderezar los relojes de San Marcos y San Lorenzo (éste último muy conocido por su papel en la famosa leyenda de la mujer emparedada), “concertándole en el oficial que lo hubiese de hacer, por lo menos que pudiese, informándose, además, de persona hábil que se encargara de su reparo y aderezo, dando de ello cuenta a la ciudad para que se le nombrase y señalase salario”.

Tenía la campana de San Marcos grabada una interesante y motivadora inscripción latina que traducida al castellano decía: “Nada hay más veloz que el tiempo y para que no se malgaste, señala oh insigne Sevilla, a tus moradores las horas. El Senado y el pueblo de Sevilla, cuidó de construir este reloj con sus caudales, para el bien público, el año de Cristo Salvador de 1553”. La campana, por más señas, llevaba grabado el escudo con las armas heráldicas de Sevilla.

Se conserva el nombre de uno de sus primeros relojeros, el maestro Diego Flamenco, quien cobró en 1576 la nada desdeñable cifra de 18.000 maravedís por “concertar” (imaginamos que poner en hora) tanto el reloj de San Marcos como el de San Lorenzo, y en 1589 se sabe que el Cabildo de la Ciudad había dejado en abandono estos mecanismos, pues en un documento de esa fecha, publicado por Chaves y Rey, aparecen los maestros relojeros Juan Salado y Matías del Monte como encargados del mantenimiento de los relojes de la ciudad, sin que se pueda realizar éste debido a los gastos que genera, las piezas necesitadas de reparación y la necesidad de un salario justo por su labor.


Ironías del destino, el paso del tiempo hizo que pasados los siglos el reloj de San Marcos necesitase una profunda renovación en 1776, consistente en sustituir el primitivo mecanismo por otro realizado en Londres por Tomas Hatton, lo que quedó reflejado en la esfera de metal del reloj junto con otro nombre, el de Eugenio Escamilla, que fue nombrado relojero oficial de Sevilla el 25 de febrero de 1789. Finalmente, en 1916 el arquitecto Aníbal González restaura la torre a instancias del Conde de Urbina, siendo suprimido definitivamente dicho reloj.

En cuanto al reloj de San Lorenzo, se dice que fue colocado en su torre a finales del siglo XVI y se sabe también que en 1853 se colocó el actual, construido en Bilbao por José Manuel Zugasti, quien tiene en su haber también haber realizado el mecanismo instalado en su tiempo en la desaparecida torre del Altozano, aunque con desigual resultado debido a sus frecuentes averías.


20 julio, 2020

Un músico Guerrero, y viajero.

  Aunque en alguna ocasión hemos pasado casi de puntillas por el tema musical, no es menos cierto que en estos pliegos poco se ha hablado del arte de componer, excepción hecha del ilustre Correa de Arauxo. Remediaremos, pues, la omisión, dando pormenores de uno de nuestros mejores músicos y compositores, nacido en Sevilla y conocido y reconocido más allá de nuestras tierras: Francisco Guerrero, nacido en 1528 y denominado por muchos “el enamorado del Niño Dios”, “el dulce” o “el cantor mariano por antonomasia”

  De padre pintor, pronto destacó por su talento innato para la música, siendo iniciado en ella por su propio hermano, diestro en el manejo de la vihuela, aunque con posterioridad, en Toledo, tuvo por maestro a otro preclaro músico hispalense, nada más y nada menos que Cristóbal de Morales. Con apenas 18 años, Guerrero aprueba las oposiciones como racionero y maestro de capilla de la catedral de Jaen, aunque tres años después, en 1548, regresará a su ciudad natal para estar con sus padres. Tal circunstancia será aprovechada por el Cabildo de la Catedral hispalense para tentarle con una plaza de cantor habida cuenta su valía y aptitud; Guerrero no se lo pensó dos veces y renunció a su cometido en la capital del Santo Reino, ya que ansiaba permanecer junto a su familia, aunque no faltaron oportunidades para cambiar de aires, como cuando alcanzó el primer puesto en las pruebas para maestro de capilla en la sede malagueña, pero mejor nos lo contará un cronista de la época:

Preparada ya para partir a Málaga, el cabildo, que deseaba tenerlo a toda costa y mejorar su posición, decidió que el maestro Pedro Fernández, a quien Guerrero llamaba el maestro de los maestros españoles, fuese jubilado con la mitad de la renta; que sus funciones fuesen desempeñadas por Guerrero, que recibría la otra mitad, conservando al mismo tiempo su sueldo de cantor, y teniendo opción al magisterio con todo su sueldo a la muerte de Fernández, que no aconteció hasta veinticinco años más tarde”.

Como maestro de capilla tenía como cometido el dirigir los cantos litúrgicos, reclutar, alojar y educar a niños y jóvenes para que formasen parte de la escolanía (los "niños seises"), componer obras para los diferentes tiempos litúrgicos (Navidad, Cuaresma...) y también hacerse cargo del archivo musical.


Nuestro músico logrará fama y prestigio por su música y composiciones, tanto sagradas como profanas, vocales o instrumentales, destacando la popularidad de algunas de sus obras en las que fue experto en combinar matices y emociones, desde la alegría a la tristeza pasando por la exaltación o la desesperación. Escuchar su música supone entrar en un lugar especial donde voces, melodías, acordes y compases se conjugan para crear algo digno de oír.

A sus sesenta años, Francisco Guerrero logra al fin una de sus máximas aspiraciones, algo que no estaba al alcance de cualquiera; fallecidos sus padres, y teniendo como tenía una buena posición social y económica, amén de la protección de miembros de la corona (trató con Carlos I y Felipe II), la nobleza y el clero, decide acompañar a su señor el Arzobispo de Sevilla Rodrigo de Castro a Roma, con una escala en Madrid que precipitará su partida por delante del prelado. ¿Hacia dónde? Tierra Santa.


    Tras breve estancia en Génova y otra algo mayor en Venecia, donde encargó se imprimieran no pocas de sus composiciones, embarcó en un navío que surcó las costas italianas en dirección a Dalmacia y Albania, para luego desembarcar en Jaffa, localidad costera israelí inmediatamente al sur de Tel Aviv. El viaje a Jerusalén constituía por entonces aventura arriesgada, habida cuenta que los turcos otomanos eran amos y señores de aquellas tierras tras arrebatárselas a los mamelucos en 1517, no en vano, Constantinopla o Estambul, estaba bajo su dominio desde 1453. Nuestro protagonista plasmará las peripecias sobre su peregrinación a los Santos Lugares en un librito (Viaje a Jerusalén que hizo Francisco Guerrero Racionero y maestro de capilla de la Santa Iglesia de Sevilla, 1592) que puede leerse en la Biblioteca Virtual de Andalucía y que constituye una auténtica curiosidad por todo lo en él descrito.

   En palabras de un viajero de la época, el peregrino debía llevar bien llenas tres bolsas: la del dinero, pues lo necesitaría a cada paso; la de la fe, para no dudar de nada que le contaran; y la de la paciencia, para sufrir todo tipo de ofensas. De este modo, incomodidades, bandidos, comida escasa, sobornos, hambre y falta de higiene acompañaron a Guerrero, quien entraba al fin en la Ciudad Santa el 23 de septiembre de 1588, treinta y siete días tras su partida desde Venecia. El periplo por Tierra Santa incluyó visitas a los lugares más destacados, desde la Via Dolorosa de Jerusalén hasta Belén o el Monte de los Olivos, pasando por Galilea o Cafarnaúm, entre otros destacados enclaves vinculados a la Vida, Pasión y Muerte de Cristo.

   Tras un mes en Jerusalén, tocaba regresar. El azaroso, como veremos, viaje de vuelta alcanzó Damasco para posteriormente encaminarse hacia Trípoli y de ahí, por mar, a Venecia, a donde regresará tras cinco azarosos e inolvidables meses; sólo restaba poner rumbo a Sevilla, en este caso con escalas en Pisa, Livorno, Marsella, (en cuya travesía hacia Barcelona sufren dos asaltos y cautiverios por piratas, lo que hará que den gracias devotamente a la Virgen de Montserrat) Valencia, Murcia, Granada y finalmente a la ciudad hispalense en la primavera de 1589.

   No todo fueron lisonjas ni bonanzas, por deudas contraidas se dictó contra él un auto de prisión en agosto de 1591, dando con sus huesos en la cárcel, de la que saldrá gracias a la merced del Cabildo Eclesiástico, que determinará abonar sus débitos. Finalmente, la peste de 1599 causará su fallecimiento el 8 de noviembre, siendo sepultado en la capilla de la Virgen de la Antigua de la Catedral sevillana, lo que da idea de la importancia que poseyó por su labor como músico, intérprete y compositor.

   El poeta Vicente Espinel, supo loarlo en sus versos:

Fue Francisco Guerrero, en cuya suma
De artificio y gallardo contrapunto
Con los despojos de la eterna pluma,
Y el general supuesto todo junto,
No se sabe que en cuanto al tiempo suma
Ningún otro llegase al mismo punto,
Que si en la ciencia es más que todo diestro,
Es tan gran cantor como maestro.
    Mientras, otro contemporáneo suyo, Francisco Pacheco, suegro del pintor Velázquez, lo definió de este modo: "fue hombre de gran entendimiento, de escogida voz de contralto, afable y sufrido con los músicos, de grave y venerable aspecto, de linda plática y discurso; y sobre todo, de mucha caridad con los pobres (de que hizo extraordinarias demostraciones, que por no alargarnos dejo), dándoles sus vestidos y zapatos hasta quedarse descalzo. Fue el más único de su tiempo en el arte de la música y escribió de ella tanto que considerados los años que vivió y las obras que compuso, se hallan muchos pliegos cada día y esto en los de mano. Su música es de excelente sonido y agradable trabazón".

13 julio, 2020

Mercados hispalenses (II)




Proseguimos con nuestras andanzas y disquisiciones sobre las Plazas de Abastos sevillanas, hoy tócale el turno al histórico mercado trianero, famoso por la calidad de sus víveres y vituallas, por la simpatía de sus vendedores y por el ambiente familiar que le rodea.


Quede constancia de que algunas de las instanáneas que acompañan aqueste pliego proceden de la interesante y útil web del Mercado.



06 julio, 2020

Mercados hispalenses (I)

Ahora que puede que vuesas mercedes gocen de merecido descanso en tiempo estival y que, Dios no lo quiera, han de permanecer en nuestra urbe por mor de aquestos tiempos inciertos, hacemos pública visión de cómo los mercados de abastos pueden constituir lugar de visita y hasta de disfrute para paladares exigentes. Y aunque ya en otra ocasión hablamos de pormenores sobre la calle Feria, baste ahora, ahora, como muestra, un botón: