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25 noviembre, 2024

El hereje de San Diego.

Hace pocas fechas, hacíamos mención de un desaparecido convento, perteneciente a la orden franciscana y cómo su ubicación, próxima al Guadalquivir, provocó no pocos problemas por las frecuentes crecidas del río; en esta ocasión, no sólo aludiremos a algunos interesantes pormenores sobre dicho convento, sino que nos centraremos en la no menos intrigante historia de uno de sus frailes, aquejado de "Molinismo", mal llamado entonces así allá por el siglo XVII; pero, para variar, vamos a lo que vamos. 

El Convento de San Diego fue creado en torno al año 1589, pese a que la presencia de los franciscanos descalzos se ha documentado ya desde la conquista de Sevilla por San Fernando en 1248; aunque primeramente se habían establecido en las proximidades de la Macarena, finalmente el cabildo de la ciudad les otorgó una porción de tierras cercanas a la Puerta de Jerez, no lejos del Prado de San Sebastián, así como una limosna de 3.000 ducados a pagar en tres plazos anuales con la que iniciar el proceso de construcción del nuevo convento, cuya iglesia fue solemnemente bendecida por el Cardenal Rodrigo de Castro en 1592, contando con un retablo mayor (cuyo paradero se desconoce) en el que participaron Gaspar Núñez Delgado y Diego López Bueno más Juan Martínez Montañés, autor al que se atribuye la escultura de San Diego de Alcalá que hoy día se conserva en la iglesia conventual franciscana de San Buenaventura.

La riada de 1783 provocó la mudanza de los frailes al entonces vacío noviciado jesuita de San Luis de los Franceses, donde permanecerían hasta la llegada de las tropas napoleónicas y regresarían tras el fin de la Guerra de Independencia, pero, a la postre, el retorno de los propios jesuitas hará que los franciscanos hayan de buscar nueva sede, toda vez que el primitivo convento había sido convertido en industria de pieles bajo la dirección del británico Nathan Wetherell. Tras el preceptivo pleito con el súbdito de su Graciosa Majestad, éste se avino a compensar a los frailes con cuatro casas y un solar que habían formado parte del llamado hospital de San Antón en la calle de las Armas, actual de Alfonso XII, lo que explica que en el ático de la portada de acceso a dicho recinto se halle una pintura mural de San Diego de Alcalá como recuerdo de la presencia franciscana en aquel lugar y que en el interior del templo se venere a la imagen de la Inmaculada Concepción, Virgen del Alma Mía, procedente de San Diego.

Foto Reyes de Escalona.

Pasados los años, tras transformar los Duques de Montpensier el palacio de San Telmo como residencia, el antiguo convento de San Diego fue convertido en alojamiento para el personal de servicio de los duques, que usó la iglesia como capilla propia, hasta su posterior derribo en el año 1892 dentro de los planes de creación del actual Parque de María Luisa. En aquel lugar, ahora, se alzan el Casino de la Exposición y el Teatro Lope de Vega, ambos procedentes de la Exposición Iberoamericana de 1929.

Hasta aquí, someramente, la pequeña historia de este convento, por el que dejaron huella un sinfín de monjes (llegó a tener 45 en 1648) y en el que ejerció como Padre Guardián el Beato Fray Juan de San Buenaventura, que alcanzó dicha beatificación en 1728 tras morir como un mártir en Marruecos en 1631. Sin embargo, merece también un espacio otro fraile, pero por otras circunstancia, pues fue condenado por el Santo Oficio, ¿Su nombre? En el mundo, Pedro José Romero, nacido en Villamanrique, en la religión fray Pedro de San José, allá por las postrimerías del siglo XVII.

Chaves y Rey cuenta que Fray Pedro cayó en el error de seguir las enseñanzas del místico aragonés Miguel de Molinos, impulsor del denominado Quietismo, que abogaba por la vida contemplativa llevada al extremo de la pasividad espiritual. Condenadas por heréticas dichas ideas por el Papado, la Inquisición comenzó a sospechar e investigar a nuestro fraile, hasta que finalmente fue apresado y llevado al Castillo de San Jorge, en Triana, para ser sometido a interrogatorios e investigaciones por espacio de tres años. 

De ese proceso se pudo saber que Fray Pedro aprovechaba las confesiones para indicar a las mujeres a las que dirigía espiritualmente que no era necesaria la confesión sino "meterse en un rincón y estarse allí en oración, y que esto era bastante para ponerse en gracia de Dios", que el propio Jesucristo le había nombrado su profeta ante el inminente fin del mundo y que por tanto tenía carta blanca para cualquier cosa, sin que pudiera considerarse pecaminosa;  además, no sólo sería profeta, sino Pontífice de una nueva iglesia en la que él nombraría "apóstolas" a sus seguidoras, aunque para ello, decía, sería crucificado en la Cruz del Campo, enterrado en Tablada y resucitaría al tercer día para combatir al Anticristo, que según el monje ya había nacido en Babilonia. 

Aparte de todo esto, fue acusado de "Solicitación", o lo que es lo mismo, de requerir favores sexuales o solicitar actos deshonestos a sus confesantes femeninas, algo que la Iglesia estaba intentando combatir desde el Concilio de Trento (1545-1563) con la obligatoriedad del uso del confesionario como "barrera" entre el confesor y el penitente. Por ello, la Solicitación era considerada una burla del sacramento de la penitencia y un atentado contra la fe, de ahí que se catalogase como una práctica herética.

No es de extrañar, por tanto y  como recogió oportunamente Montero de Espinosa, que el tribunal del Santo Oficio dictaminase en contra del fraile "solicitante" o "solicitador": 

"Fallamos que, atento al proceso fulminado  contra fray Pedro de san José, que presente está, que le debemos declarar y declaramos por hereje, hipócrita, iluso, infestado del error de los alumbrados y profeta falso y por haberlo sido, mandamos sea sacado de la sala de este Santo Tribunal con sambenito de dos aspas, estando en pie dicho reo siempre, y absuelto, se le quite; y al día siguiente sea llevado a su convento con ministros y secretario de esta causa, y en presencia de toda comunidad, excepto los novicios, se lea todo el dicho proceso y sentencia y que allí se le dé una disciplina circular, y le privamos para siempre de confesar y predicar y que no tenga voto activo ni pasivo, y que salga desterrado por diez años de Sevilla, Jerez y Villamanrique y Madrid y los lugares a éstos ocho leguas en contorno, y que las primeros seis años esté recluso en el convento que le fuese señalado y que allí sea enseñado del confesor que le dieren por director de su conciencia, enseñándole la doctrina cristiana; y que todo el dicho tiempo en los actos de comunidad tenga el último lugar de todos, y por esta nuestra definitiva (sentencia), juzgando benignamente, así lo pronunciamos y mandamos".

Todo ello quedó plasmado en el Auto de Fe celebrado el 10 de julio de 1689; Fray Pedro de San José, días antes, había abjurado de todos sus errores y pedido misericordia, lo que puede que le librase de una muerte cierta, pero no de los azotes sobre su espalda desnuda, proporcionados por todos los hermanos de su comunidad por turnos con la excepción de los novicios (la "disciplina circular" que menciona la sentencia); en cualquier caso, tras la ejecución de su sentencia debió marchar para ser confinado en un monasterio designado al efecto y, como sostienen algunos autores, el monje manriqueño pasó su vida entre grandes muestras de arrepentimiento y dolor; por cierto, la llamada Glorieta de San Diego aún permanece en pie como acceso a la Plaza de España, pero esa, esa ya es harina de otro costal.


23 mayo, 2022

Aquellos libros prohibidos.

En la muy católica Sevilla de mediados del siglo XVI, la de las grandes procesiones y devociones, hubo secretos a voces, reuniones clandestinas y hasta tráfico internacional de ciertos objetos muy apreciados y prohibidos, sobre todo, relacionados con los aires heterodoxos que, más allá de los Pirineos, soplaban promovidos por la reforma protestante; pero como siempre, vayamos por partes.

Es sabido y conocido que la iglesia católica procuró en todo momento evitar que se filtrasen ideas contrarias a su ortodoxia, utilizando para ello todos los medios a su alcance, desde la edición del famoso Índice de Libros Prohibidos, en los que se incluían obras de autores que habían sobrepasado la "línea roja" teológica desde el punto de vista del Papado, hasta la propia Inquisición, ocupada, como hemos visto en otras ocasiones, en perseguir a criptojudaizantes y pseudocatólicos. El control eclesial, por tanto, parecía rotundo y sin fisuras, sin embargo...

La Reforma alcanzó en Sevilla, pese a todo, a gentes de la más diversa condición, no en vano, ya lo vimos hace escasas semanas cuando al tratar la historia de la céntrica calle Espíritu Santo mencionábamos al célebre doctor Constantino Ponce de la Fuente, y de pasada, a uno de los primeros propagandistas de las teorías de Lutero, el también conocido Julián Hernández. ¿De quién se trataba? 

Nacido en la vieja Castilla, sin que se sepa mucho sobre él, mozo astuto, de agudo ingenio y ferviente partidario del reformismo protestante, según algunos se había criado entre herejes en Alemania, y al parecer tenía escasa estatura, de ahí que muchos lo llamaran Julianillo, pues "su cuerpo era tan macilento, que parecía constar sólo de piel y huesos", afirmó Reinaldo González de Montes. 


Sobra decir que por aquel entonces era poco menos que inimaginable acudir a un impresor o librero sevillano y solicitarle algún volumen protestante, a menos, claro está, que el comprador quisiera dar con sus huesos en una maloliente y húmeda celda del Castillo de San Jorge; por tanto, ¿Cómo adquirir esas publicaciones bajo la severa vigilancia del Santo Oficio? Julianillo parecía tener la respuesta, pues en el año 1556 decidió abandonar Sevilla y realizar todo un viaje por los principales focos del luteranismo, como cuenta Chaves y Rey, e incluso residir por unos meses en el epicentro del movimiento calvinista: Ginebra.

No quedó ahí la cosa, pues nuestro protagonista, que contaba con los fondos monetarios proporcionados por secreta comunidad protestante hispalense, realizó acopio de cuantos libros reformistas cayeron en sus manos, sobre todo Nuevos Testamentos traducidos al castellano (entonces sólo podían leerse los textos sagrados en latín) por el doctor Juan Pérez, mientras maquinaba un sencillo plan para traerlos a España sin que levantasen sospechas. Tomando la apariencia lo que sería ahora un "transportista de mercancías por tracción animal" (un arriero, para entendernos), adquirió un recio carromato al que dotó de dos grandes y flamantes toneles vacíos, fabricados "ex profeso", que llenó con el peligroso cargamento de libros prohibidos con rumbo a Sevilla. 

Nuestro arriero fingido llegó a Sevilla en 1557; había logrado su propósito: cruzar la península ibérica sin levantar sospechas y alcanzar el anhelado destino sin incidentes dignos de mención. Grande fue la expectación levantada por su arribada entre los miembros de la comunidad protestante sevillana, quienes, con las debidas precauciones y el necesario sigilo, encaminaron sus pasos paulatinamente bien hasta el no lejano Monasterio de San Isidoro del Campo, bien a las casas del noble Juan Ponce de León o las de doña Isabel de Baena, principales focos difusores del protestantismo, para allí recibir los libros que les hubieran correspondido en el reparto. 

Para comprender cómo estaban de imbuidos en esas ideas protestantes, baste decir que según las crónicas, Juan Ponce de León solía rogar al Señor con fervor que le brindase la oportunidad de morir por esas ideas, con el detalle de que incluso cuando acudía a Misa se volvía de espaldas al altar en momento de la Consagración o que incluso no había ejecución de la Inquisición a la que no acudiera para ir familiarizándose con los suplicios y tormentos por si le tocaba el turno.

Sin embargo, un descuido u olvido hizo que la incipiente estructura reformista sevillana se viniera abajo. En diciembre de 1559 un ejemplar del libro prohibido La Imagen del Antichristo cayó en manos equivocadas. El libro en su portada: 

"Al principio traía estampado el Papa arrodillado a los pies del demonio, y decía ser impreso con licencia de los señores inquisidores... sintió luego mal del negocio y luego dio aviso dello a los señores inquisidores: olió el Julián lo que pasaba, y huyó. Los señores inquisidores se dieron tan buena maña y pusieron tal diligencia por todos los pueblos y caminos, que vinieron a prenderle en la sierra de Córdoba, junto a Adamuz". 

Como cuenta Menéndez y Pelayo en su Historia de los Heterodoxos Españoles, la denuncia anónima de alguien a cuyas manos había llegado por equivocación uno de aquellos ejemplares prohibidos, puso en marcha los engranajes del Santo Oficio, que en una fulminante operación prendió y encarceló a más de ochocientas personas de toda condición social, aunque algunos monjes de San Isidoro del Campo, como Cipriano de Valera o Casiodoro de Reina, habían conseguido poner pies en polvorosa unos días antes y lograr refugio en territorio seguro para ellos y sus ideas. 

Algo similar, como hemos visto, intentó Julianillo, pero fue finalmente detenido y conducido de nuevo a Sevilla. Entre los arrestados estaban, por ejemplo, los propios Ponce de León y la dama sevillana Isabel de Baena, cuyo domicilio era llamado por los heterodoxos "templo de la nueva luz".   

Julianillo Hernández, "Petit Julien", en ningún momento, ni en las peores fases del proceso y sus tormentos, delató a ninguno de sus correligionarios, pues ni las mejores persuasiones teológicas pudieron sacarle de sus ideas, incluso, cada vez que abandonaba la sala de interrogatorios solía cantar una coplilla: 

Vencidos van los frailes,
vencidos van;
Corridos van los lobos, 
corridos van. 

A finales de 1560 se dictaría su sentencia por parte de la Inquisición, en la que sería condenado por hereje, apóstata, contumaz y dogmatizante, subiría al cadalso amordazado para evitar que se escuchasen sus gritos contra la iglesia católica, e incluso él mismo colaboró en la colocación de los haces de leña para su propia ejecución, aunque algunos autores sostienen que finalmente calló de sus opiniones, aunque eso sí, muriendo en paz. Sus cenizas, como las de los demás condenados al fuego, fueron esparcidas sobre el Tagarete. Como detalle, la casa de Isabel de Baena fue completamente demolida hasta sus cimientos, colocado un amenazante cartel narrando lo acaecido y esparcida sal en el solar resultante como escarmiento, pero esa, esa ya es otra historia...