26 febrero, 2024

De negro.

Mientras cuadraba cuentas y revisaba unas facturas de cera del año anterior, sentado tras una robusta mesa de madera, José Fijo, alias "El Latero" Mayordomo a la sazón de aquella cofradía, levantó la vista y a través de sus gafas pudo contemplar la figura de un hombre de edad indefinida (aunque, en realidad, cuenta 27 años y hace veinte que llegó a Sevilla desde su Palma del Río natal), aspecto aseado, traje algo desgastado, camisa recién planchada, rostro delgado, algunas entradas en las sienes, bigote escueto y mirada madura. Con gesto amable, lo invitó a que acercara una silla y tomase asiento, mientras no lejos de aquellas dependencias de la hermandad, entre los pilares mudéjares de la nave central de la parroquia, se oían martillazos, voces y gritos de los carpinteros que, apremiados por los priostes, comenzaban con presteza a desmontar el altar del solemne Quinario que había finalizado unos días antes con la consabida Función Principal de Instituto.

Obedientemente, el recién llegado tomó asiento y, casi sin querer, no pudo evitar echar un vistazo a la pequeña estancia, situada junto a la capilla de la hermandad y decorada con antiguos grabados y recientes convocatorias de cultos con orlas barrocas; olía a humedad tras un reciente y frío chaparrón y por un diminuto ventanal abierto al exterior se colaba el bullicio de la calle San Luis. El mayordomo lo miró fijamente mientras cerraba su estilográfica y hacía lo propio con cierta parsimonia con un ajado libro de cuentas, apartaba un manoseado ejemplar de El Liberal de febrero de 1908 y encendía lentamente un cigarrillo.

- Buenas tardes, Rafael, sepa que viene usted muy bien recomendado para el trabajo, aunque, si no me equivoco, mucha experiencia para el mismo no tenemos, ¿Cierto?

El recién llegado de mirada madura no se esperaba comenzar así la entrevista. Aguardaba, quizá, algo de reticencia o desconfianza, pero nunca que se cuestionase su experiencia en el oficio, sobre todo porque con su maestro Francisco Palacios había hecho todo un "noviciado" en materia de mandar, aprendiendo como buen discípulo en el trato serio y respetuoso con los subordinados e igualmente conociendo a fondo las interioridades de un trabajo que en aquellos años tenía la importancia justa, pero necesaria. Hasta su muerte, Palacios había reformado la manera de repartir el dinero de cada jornada, mientras antes los hombres de confianza recibían mejor salario, con él esa práctica se dio por finalizada: todos cobraban lo mismo, sin distinciones. 

Con voz algo baja pero firme, el recién llegado respondió:

- Como sabe, llevo algunos años mandando cofradías como segundo, algo conoceremos sobre este pormenor, de todos modos, son ustedes, quienes me han hecho llamar.

El mayordomo, algo canoso, muy delgado, olvidamos mencionarlo, y que tenía un negocio de hojalatería en la calle Alemanes, de ahí su apodo, rió de buena gana y presintió que aquel hombre, serio y parco en palabras, era aquel que andaban buscando.

- ¿Qué nos puede ofrecer? Mire que esta cofradía es de las que reparten "jabón", que el recorrido es largo, que salimos muy temprano y que la hora de entrada muchas veces depende de cómo venga la cosa, aunque sabrá que no será nunca antes de la medianoche, para disgusto de acólitos y músicos.

- Conozco la cofradía, la he visto algún año por Correduría o de vuelta por el Salvador, la Virgen iba preciosa. (Hombre prudente, se guardó para sí comentar nada sobre el éxodo de nazarenos repartidos por las tabernas ni sobre que el Paso casi iba arrastrando sus zancos).

- Entonces sabrá que el esfuerzo para los de abajo es grande y que la economía de la hermandad no anda muy boyante que digamos; este año la subvención municipal apenas alcanza para las bandas de música y la cera, pero, como se dice en esta casa, "hágase lo que se deba, aunque se deba lo que se haga".


El recién llegado del traje algo desgastado y camisa bien planchada se ajustó la corbata en un gesto rutinario. La conversación tomaba el rumbo que esperaba. Suspiró y tras carraspear para aclararse la voz contestó con firmeza casi de oficial del ejército:

- Por mi gente no tiene usted que preocuparse, Don José, son de fiar, endurecida y profesional, no le darán problemas, ya me ocuparé de que trabajen en silencio,  sin escándalos y sin levantar los faldones o molestar al público por los costeros.

- Eso me gusta, que algunos años se han visto cosas por aquí que... Por cierto, Rafael, ¿Es verdad lo que me cuentan?

- Depende, dígame usted.

- Me dicen que en su cuadrilla el "aguaó" sólo lleva agua en su cántaro, nada de vino.

- Es así. Además, el día de la salida no nos verá igualando junto a la iglesia, preferimos hacerlo lejos, apartando miradas curiosas y las molestias de costaleros que acuden a pedir un sitio que no tenemos, porque el cuadrante está ya prácticamente cerrado salvo ausencias imprevistas de última hora.

- Pues me deja agradablemente sorprendido, eso que me cuenta dice mucho de usted y de su idea de llevar una cuadrilla. -Aspiró profundamente y dio una calada al cigarrillo casi consumido- Bien cierto es eso de que el día de la salida se forma una trifulca considerable en este tema y que incluso en ocasiones el griterío se llega a escuchar dentro de la iglesia mientras se da lectura a la lista de la cofradía, ¡Con decirle que el párroco incluso nos ha llamado la atención por ello!

Fuera, en la iglesia, seguían escuchándose órdenes y comentarios de quienes a esta hora vencida de la tarde se ocupaban del desmontaje del Quinario; uno de los priostes interrumpió al mayordomo con no se qué historia de que uno de los mantolines estaba lleno de cera y con que el sacristán se empeñaba en apresurar los trabajos porque tenía que marcharse a casa temprano. 

- Como ve, estas fechas son así, y como además somos a veces "cuatro gatos", todos tenemos que poner de nuestra parte (y hasta de nuestras carteras) para que todo salga adelante y podamos poner la cofradía en la calle el Viernes Santo. 

Tras observar fijamente a su interlocutor, prosiguió, y levantándose de su asiento extendió su mano derecha hacia Rafael, quien no tardó en hacer lo mismo y formalizar el acuerdo con un fuerte apretón.

- No se hable más, será usted el nuevo capataz de la hermandad, deme unos días para redactar el contrato; si le parece bien, incluirá la "armá", la cofradía y la "desarmá", aunque como sabe tenemos el almacén del Paso aquí pegado al otro lado de la iglesia. El importe total se cobrará tras Semana Santa, una vez que el Ayuntamiento nos entregue la subvención anual; propinas aparte y usted deberá traer una cuadrilla completa con contraguías y "aguaor" (sólo agua, ¿Eh?). 

- No veo inconveniente en nada de lo que propone, José, cuente con mi persona y cuadrilla. 

Rafael Franco en 1909, mano derecha en la visera de la delantera de la Piedad de Santa Marina. 

Aquella lejana Semana Santa de 1908, aquel recién llegado, un capataz que atendía al nombre de Rafael Franco Luque acababa de firmar su primera cofradía. Como en otras ocasiones posteriores con otros capataces, la lluvia truncó su debut el Viernes Santo; No sería el último, pues después vendrían otros, en hermandades como la Amargura o la Macarena, por citar dos ejemplos. Por cierto, como contaba su nieto Carmelo Franco del Valle (imprescindible su libro para pergeñar nuestro texto), aquel hombre de mirada profunda y camisa blanca bien planchada implantará y generalizará entre el gremio de capataces el uso del terno negro para mandar delante de los pasos, aunque habrá una excepción: en 1913 vestirá la túnica morada y negra de la Hermandad de Santa Marina y con ella mandará el Paso de la Piedad, como agradecida promesa tras la curación de un familiar, en concreto, su hija; pero esa, esa ya es otra historia. 

Entre guardias civiles de gala, al mando del palio de la Macarena. Sobre 1914.



 

19 febrero, 2024

El XVIII, luces y sombras para las cofradías.

En esta ocasión, aprovechando que nos hallamos en plenas fechas cuaresmales, vamos a dedicar este espacio a reseñar, de manera resumida, eso sí, un tema del que ya hablamos con bastante aceptación en otro momento y del que se nos quedó en el tintero aludir cómo se celebraba en una época concreta; pero como siempre, vayamos por partes.

Durante siglos, la Semana Santa en Sevilla fue considerada festividad de singular importancia, tanto por la solemnidad de las celebraciones litúrgicas en los templos, especialmente en el catedralicio, con un boato y ceremonia dignos del Vaticano, como por la especial significación que para los sevillanos tenían las estaciones de penitencia de las diferentes cofradías al antes mencionado primer templo de la ciudad, todo ello con una enorme carga simbólica y devocional sustentada en las imágenes sagradas y en la forma en que éstas se presentaban ante los fieles sobre sus pasos procesionales formando parte de cortejos integrados por cofrades con túnicas y capirotes.

En el llamado período Barroco, por ejemplo, quedará conformado el esquema de lo que ahora consideramos Paso de Misterio o el propio hábito nazareno y también, inevitablemente, serán frecuentes los intentos por parte de la autoridad eclesiástica (caso del Cardenal Niño de Guevara en 1604, por citar algún caso) para regular el orden de los cortejos, procurando establecer una serie de normas que incluso aludirían a la forma en la que los cofrades realizaban su estación, sobre todo los llamados "disciplinantes", esto es, aquellos que se azotaban públicamente durante la cofradía de manera penitencial, con todo un ritual previo y posterior que comentamos, como decíamos, hace ya algún tiempo. 

El Siglo de las Luces, en el que muchos gobernantes y políticos del XVIII se verán influidos por los aires de reforma y racionalidad provenientes de la Francia de Ilustración, será escenario de cómo el poder civil, en este caso, por un lado deseará promover actos o propuestas que durante un tiempo habían estado prohibidas, como es el caso del Teatro y, por otro lado, querrá a toda costa controlar, reformar e incluso prohibir determinadas prácticas vinculadas a celebraciones populares, caballo de batalla para muchos ilustrados por considerarlas prácticas poco cultas o incluso bárbaras, como es el caso de la tauromaquia o los propios cofrades disciplinantes de Semana Santa. Se sabe que el rey Carlos III allá por 1783 será, mediante determinadas Reales Órdenes dictadas por él, enemigo acérrimo de latigazos o azotes semanasanteros, aunque quizá un buen antecedente de todo esto será el limeño Pablo de Olavide durante su controvertida etapa como Asistente en Sevilla.


Asistente de Sevilla desde 1767, Olavide buscará, entre otras cosas, mejorar la limpieza de la ciudad, reformar la administración municipal con la creación de los Alcaldes de Barrio, la extensión de oficios artesanos y la retirada de cruces en algunas zonas donde estorbaban, ganándose la animadversión de no pocos funcionarios, de parte de los gremios y del clero. Si a esto último sumamos, como indicó el profesor Aguilar Piñal, en su estudio sobre la Sevilla de Olavide, que la ciudad era tradicional y eminentemente religiosa allá por 1768, con más de mil lámparas continuamente encendidas en honor de Jesús Sacramentado en el Sagrario, 1.208 altares donde celebrar la Eucaristía o 277 campanas repartidas en torres y espadañas, por no hablar de las numerosas hermandades y cofradías de penitencia o gloria, algunas de las cuales, como la del Gran Poder, llegaban a emplear hasta cuatro mil reales en costear los gastos de su estación de penitencia, comprobaremos que el nuevo Asistente no entró precisamente con buen pie en cuestiones religiosas. 

Olavide dedicará su labor respecto a estas corporaciones de dos modos: primero intentará dejar clara su jurisdicción respecto a ellas, ya que muchas carecían de aprobación de sus Reglas por parte del Real Consejo de Castilla, o incluso algunas ni siquiera poseían estatutos aprobados por autoridad alguna, destacando que habría que extinguir de un plumazo todas éstas y también:

"Que por la misma razón se manden cesar las que se han introducido con advocaciones de algunas imágenes, porque regularmente ocasionan perjuicio y escándalo que produce la piedad mal entendida, la emulación y el fanatismo"

Por otro lado, Olavide intentó extinguir aquellas hermandades que careciesen de rentas, lo que provocó general sorpresa entre las cofradías, unido además a una prohibición relacionada con cuestiones de orden público: la de recogerse de noche; impensable y revolucionario, aquello, como podemos imaginar, sentó de manera nefasta entre los cofrades sevillanos, de modo que de las quince hermandades que tenían anunciada su salida en Semana Santa sólo realizaron su estación en Sevilla las de San Bernardo, la Cena, Pasión, El Silencio, la Macarena, Lanzada y Tres Caídas de San Isidoro y en Triana Las Aguas, la Estrella y la Encarnación, actual de San Benito, renunciando a sacar sus pasos a la calle la Trinidad, Gran Poder, Vera Cruz, Los Negritos y El Museo. 

A todo esto habría que sumar que el Cardenal Solís (con quien Olavide mantenía excelentes relaciones) promulgará en 1776 un Edicto que entre otras cosas exhortaba a mayordomos, oficiales y resto de hermanos de este modo:

"Lleven túnicas proporcionadas a sus cuerpos, de suerte que no ridiculicen, sean honestas y sin adornos... Que los demandistas sean personas de maduro juicio y prudencia, usen de pocas voces y esto con modestia y devoción y no sean muchachos... Que de ninguna manera vaya persona alguna con el rostro cubierto, sin permitir más que tres trompetas a proporcionada distancia".

Ni siquiera quedaba en el olvido cómo debía aprestarse la ciudad a la celebración de la Semana Santa:

"Y para obviar la notable relajación experimentada en el quebrantamiento de ayunos y excusar otros males, que con grave dolor hemos comprendido, prohibimos, pena de excomunión mayor, que dichos días santos se pongan en los sitios donde hacen sus estaciones las cofradías, mesas de comestibles, ni licores, ni se transite con motivo de vender estos por medio de ellas".

 Llamativo resulta, sin duda, el intento de impedir que los sevillanos pudieran "darse un latigazo" (usando un término acorde) para refrescar el gaznate entre procesión y procesión, o, lo que es lo mismo, que volase sobre ellos la tan temida excomunión por beberse un vaso de mosto o aguardiente o comerse una empanada (si era rellena de carne, imaginemos...); pero es que, incluso ausente aquel año Olavide de Sevilla, su Teniente de Asistente, Juan de Santa María continuó con su cruzada contra penitencias extravagantes o disciplinantes excesivos, y promulgó otro edicto para amargar, aún más, la existencia de cofrades y devotos:

"Mando que ninguna persona de cualquiera clase pueda ponerse en traje de disciplinante, empalado, espadado, con grillos o cadenas, o en otro espectáculo semejante bajo la pena de 20 ducados y de treinta días de cárcel".

Menos mal que en aquellos tiempos no existían ni redes sociales ni prensa cofradiera, porque la prohibición era todo un torpedo sobre la línea de flotación de la Semana Santa hispalense, (imaginemos por un momento,  que en nuestros días se prohibiesen túnicas y capirotes, ¿Qué pasaría?) Ni que decir tiene que la Iglesia en general, y la Inquisición en particular, pondrán su punto de mira en el Asistente, procurarán eliminar a Olavide políticamente hablando y por ello pondrá sus ojos sobre su conducta, por considerarla cercana al sacrilegío, la herejía y a la blasfemia (lo que le llevará a ser procesado y encarcelado en Madrid tras abandonar Sevilla); basten las palabras del fraile agustino Fray José Gómez de Avellaneda sobre la presunta actitud del Asistente respecto a asuntos de fe:

"Es común voz y fama que es desafecto a todo el estado eclesiástico secular y regular; también a cosas de devoción. Varias veces he oído que habla mal de las mujeres de Sevilla por las asistencias a los templos a hazer novenas debotas a Dios y a sus santos, confiando en que con tiempo irán dejando eso e irán a la comedia. Es público el empeño que en promoverlas ha tenido. También se dice que ya no ay más estorvo que algunos frailes ignorantes que predican contra ellas, pero que ya se remediará todo... Hombre deista sin religión, que sólo cuida de lo del siglo presente y sus diversiones, como si después de ésta no hubiese otra vida."

No deja de ser irónico, que a la postre, la persecución contra ciertas costumbre o tradiciones cofradieras se volviera en contra del propio Olavide, quedando claro que las autoridades eclesiásticas no estaban nada dispuestas a seguir los mandatos del poder temporal en éstas y otras cuestiones. Lo que está claro es que, como en muchas otras épocas, no se lo ponían fácil a las hermandades con tanta norma y prohibición, pero éstas, como también hemos consignado otras veces, nos sirven ahora precisamente para saber qué ocurría en aquellos días santos por las calles de la ciudad, cuando la austeridad y el fervor se mezclaban con lo festivo y hasta lúdico. Pese a todo,  las cofradías supieron reponerse a esta cuestión, sin saber, eso sí, los tiempos difíciles que les aguardaban en el siguiente siglo, el XIX, pero esa, esa ya es otra historia.


 


12 febrero, 2024

De capa.

Ahora que en estos días de invierno procuramos protegernos del frío con prendas de abrigo como chaquetones, anoraks, parkas o plumíferos, quizá convendría recordar cómo se protegían de las bajas temperaturas nuestros antepasados, sobresaliendo una prenda tradicional e histórica que llegó a servir para diferenciar clases sociales y hasta a cobrar tanta importancia que provocó todo un sangriento motín popular, generó no poca controversia en la universidad sevillana y hasta sirvió como mortaja para un célebre pintor del siglo XX. Pero como siempre, y esta vez bajo la protección de San Martín de Tours, vayamos por partes. 

Desde tiempos antiguos, al parecer, los legionarios romanos cuando estaban en campaña y hasta cierta graduación militar empleaban un tipo de prenda de abrigo reglamentaria llamada "Sagum", consistente en un manto de forma cuadrada tejido de lana, con un diseño que fue tomado, bien de los galos, bien de los griegos; en cualquier caso, el sago (o sayo) se puede considerar el antepasado primitivo de la capa, ya que con el paso de los siglos ésta quedaría convertida en una prenda fundamental en el atavío masculino europeo, sobre todo para determinadas clases sociales o para algunas profesiones. Capuces, tabardos o lobas, abrigaron durante la Edad Media a la población, sin olvidar las ricas capas pluviales usadas por los eclesiásticos (los "caperos"), las capas monásticas, pardas o negras según la orden, o los manteos de los sacerdotes seculares.

Diego Velázquez: Menipo. Museo del Prado.

Definida por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua como "Prenda de vestir larga y suelta, sin margas, abierta por delante, que lleva sobre los hombros, por encima del vestido", Carlos Verdú Sancho, abogado valenciano y buen conocedor de la materia, indica que el origen de la llamada capa española bien podría estar en tierras salmantinas, allá por el siglo XV, creada en los telares propiedad de los Duques de Béjar, promotores de toda una "industria" lanera que aprovechaba la excelente materia prima que proporcionaban los rebaños de ovejas de la región. Se sabe que el largo del Siglo de Oro la capa, mejor dicho, su largo, será señal diferenciadora de más o menos linaje, ya que, por ejemplo, la de los labradores iría hasta los pies, la de los artesanos hasta las rodillas y la de los caballeros hasta medio muslo, el llamado "herreruelo", símbolo de nobleza y pieza clave en todo un género teatral de "capa y espada". 

Verdú afirma que el diseño de una buena capa se basaba en un adecuado tejido de paño (de ahí el nombre de "Pañosa"), con esclavina, forro de terciopelo, cuello estrecho abrochado por botones y generoso vuelo o caída, lo que hará que muchos la usasen ("una buena capa todo lo tapa") para ocultar armas bajo ella o para embozarse, cubrirse parte del rostro, en jornadas de gélido frío o, y ahí estaba el problema, para impedir que se les identificase si cometían algún delito o fechoría, para lo cual, además, se complementaba la capa con sombrero (llamado chambergo) de ancha ala que dificultaba la visión completa del rostro de quien lo portaba sobre sus sienes.

Es de sobras conocido que en 1766 el marqués de Esquilache, ministro de Carlos III, puso a la firma del monarca una Real Orden que exigía recortar el largo tanto de las alas de los sombreros como de las capas y que ello dio lugar a una feroz resistencia por parte, no sólo del pueblo madrileño que llegó a asaltar el palacio del propio ministro, sino de otras ciudades españolas. La violencia, saqueos y desórdenes llegaron a tal extremo que a la postre la sublevación quedó apaciguada con la destitución y exilio de Esquilache por parte del rey ("de capa caída", refugiado y atemorizado en Aranjuez) y la supresión de las normas sobre vestimenta, aunque historiadores doctos en el tema han destacado siempre que en realidad el descontento se debió a la carestía de los alimentos y el desabastecimiento por malas cosechas. Como comentamos en otra ocasión, el motín trajo consigo la llamada "pesquisa real", o lo que es lo mismo, una investigación para hallar sus instigadores, recayendo, presuntamente dicha culpa, nunca del todo aclarada, en los Jesuitas, que fueron expulsados un año después, en 1767.

Como curiosidad, años después, un ministro del rey, Pedro Pablo Abarca de Bolea, Conde de Aranda, "capeará el temporal" de la resistencia de la población en esta sensible cuestión de manera muy astuta, al ordenar que los verdugos, por obligación,  usen el chambergo y la capa larga a manera de uniformidad; ¿Que sucederá entonces? Que se dejarán de usar ambos elementos por todos, por miedo a que cualquiera fuera identificado como ejerciente de tan vil oficio. 

En el siglo XIX la capa corta, junto con el sombrero calañés, el calzón corto, la chaquetilla y la camisa serán piezas ineludibles en el "outfit" (ropaje, por usar un término menos moderno) de cualquier mozo pinturero de la época, copiando modelos impuestos por gentes del mundillo taurino. El uso de estas vestimentas, tan castizas, opuestas a la etiqueta de la época, llegó incluso hasta popularizarse muy mucho entre los universitarios sevillanos, que las empleaban casi como uniforme, aunque dicha costumbre se vio seriamente amenazada: en 1845 se ordenó desde el correspondiente Ministerio del ramo con sede en Madrid que a partir de ese Curso los estudiantes estarían obligados a acudir a clase ataviados con frac o levita y tocados con el correspondiente sombrero de copa (sí, así era la moda masculina entonces).

El Rector de entonces, el letrado Joaquín Pérez Seoane, "haciendo de su capa un sayo", declaró que el uso de la capa andaluza era "cobertura de la incuria y del desaseo", por lo que se apresuró a prohibir tajantemente su uso junto con el del calañés. Sorprendidos, contrariados y heridos en su orgullo, los estudiantes de la Hispalense se congregaron en Asamblea en el Café del Turco, en plena calle Sierpes, y encabezados por el joven poeta Adelardo López de Ayala (originario del sevillano pueblo de Guadalcanal) redactaron una feroz proclama contra las autoridades del Rectorado, que entonces tenía su sede de la calle Laraña (antigua casa profesa jesuita) y hasta allí acordaron acudir en aguerrida manifestación para pegarla en sus muros, provocando disturbios y altercados durante varios días, siendo reprimidos duramente con algunos detenidos por las fuerzas de orden público; López de Ayala, por su parte, tendrá que "tomar capa y sombrero" y marchar a tierras castellanas para seguir con su formación, aunque a la postre la vida no lo trató tan mal, puesto que llegaría a ocupar un escaño en el Congreso de los Diputados y ostentar la cartera ministerial de Ultramar durante el reinado de Alfonso XII, falleciendo en 1879.

Curiosamente, aparte del consabido uso de la capa en diversos lances o tercios taurinos (ya se sabe, de ahí viene aquello de  "abrirse de capa" en relación a comenzar una tarea complicada), en ese siglo XIX comenzará estilarse la capa como nueva prenda dentro del hábito nazareno de algunas cofradías sevillanas, en sustitución de la tradicional túnica de cola y quizá imitando las capas de las Órdenes Militares, siendo la primera en emplearla la hermandad de la Quinta Angustia, que aún la mantiene, en 1857; su iniciativa será pronto imitada por otras corporaciones como las Tres Caídas de San Isidoro (aunque ahora use esparto y cola), Sagrada Mortaja (en 1865) o la propia de la Macarena, quien las verá modificadas en 1886 por obra y gracia de su entonces mayordomo Juan Manuel Rodríguez Ojeda, usando lana merina, colocándole escudos bordados en oro (otra novedad) y dotando a la prenda de una medida casi circular, lo que ampliará el vuelo de la capa puesta sobre los hombros, con un movimiento lleno de gracia.

José García Ramos: Nazareno, dame un caramelo. 1890.
Del mismo modo, durante ese siglo XIX y también en el XX, personalidades como Mariano José de Larra, Ramón María del Valle Inclán, José de Espronceda, Benito Pérez Galdós, José Zorrilla, Luis Buñuel, o Camilo José Cela, usarán o darán cumplida reseña del uso del capa, sin olvidar que, cosas del destino, pese a que como vestimenta hubiese caído poco a poco en desuso, el pintor Pablo Ruiz Picasso, al fallecer en 1973 será amortajado con una capa española (adquirida en el famoso establecimiento madrileño Seseña, aún en funcionamiento) a la que tenía gran aprecio, al haberle sido regalada por un buen amigo, el matador de toros Luis Miguel Dominguín.

Para casi finalizar, destacar la existencia en España de un buen puñado de Asociaciones de Amigos de la Capa (una de ellas en Sevilla), bajo el patronazgo de San Martín de Tours, soldado y obispo en el siglo IV y que pasó a la historia por la tradición según la cual partió su capa en dos con una espada para compartirla con un mendigo que vestía harapos, siendo su sepultura en la Basílica de Tour uno de los puntos fuertes dentro del peregrinaje por el camino francés hacia Santiago de Compostela.

 Y no, no podemos dejarnos en el tintero que en la literatura bien sea  infantil, juvenil o de terror, la capa ha quedado presente en  buenos ejemplos como "caperucita roja" o la "capa de invisibilidad" de Harry Potter, en los modernos comics, en los que algunos superhéroes como Batman o Superman (con permiso de El Zorro) no pueden entenderse sin los vuelos de sus capas negras o rojas, sobre todo porque es el único objeto que al crearse la ilustración puede dar sensación de viento o para servir como elemento identificador de algunos míticos y poderosos "malos", como el mismísimo Conde Drácula o el temible Darth Vader de La Guerra de las Galaxias, pero esa, esa ya es otra historia. 

 

05 febrero, 2024

Al abordaje.

Aunque suene extraño, en esta ocasión nos vamos al acecho de piratas, pero no, no será necesario poner proa a los Sietes Mares o poner rumbo a alguna isla perdida en medio del Caribe para dar con ellos, sino que los hallaremos mucho más cerca de lo que pensamos: surcando las aguas del Guadalquivir. Pero como siempre, vayamos por partes. 

La condición navegable de nuestro río, con sus propios horarios de mareas, hizo que durante siglos fuese una de las vías de comunicación más importantes en Andalucía, sobre todo con el Mediterráneo y, más adelante, con el Atlántico, siendo el puerto hispalense punto de partida de un sinfín de navíos que portaban en sus bodegas mercancías de de lo más variopinto, sobre todo aceite, vino, jabón, cereales, lana cordobesa o extremeña, mercurio de las minas de Almadén, conectando también con otras zonas próximas como la desembocadura del Guadalquivir o, río arriba, hasta la propia zona de Córdoba, donde el rey Fernando III el Santo allá por el siglo XIII llegó a crear un cuerpo de Barqueros con sede en Sevilla, quien utilizaba botes de remos de hasta 10 metros de largo y poco calado. Mención especial merece el transporte de maderas procedentes de zonas como la Sierra de Segura, usadas para muchas funciones o el de piedras de la gaditana sierra de San Cristóbal, empleadas para la construcción de la catedral. 

Ni que decir tiene, existían también lanchas y barcazas dedicadas al oficio pesquero, sobre todo para la captura de sollos, albures, lampreas o sábalos, especies muy apreciadas en los fogones sevillanos, quedando como recuerdo de esas labores la mención a la campana llamada "Espanta Albures" que con sus toques nocturnos desde el Monasterio de la Cartuja Santa María de las Cuevas, ahuyentaba la pesca tal como narró Lope de Vega, buen conocedor de la vida nocturna sevillana gracias a su estancia en nuestra ciudad en el siglo XVII como reflejó en la "Comedia Famosa del amigo hasta la muerte", allá por 1618:

- Cené y brindé por tu salud, contento,
incitado de almejas temerarias,
pero apenas sonaba espanta albures
–ya sabes que es campana de las Cuevas–
cuando llamando un envarado destos
con seis esbirros, nos metió en la cárcel.

Quedan aún en las calles sevillanas nombres muy relacionados con la pesca, como Redes, Barca o Bajeles, en la zona del barrio de los Humeros, sede de quienes faenaban en el río o la propia calle Pescadores, ésta última entre la calle Jesús del Gran Poder y Hernán Cortés, no lejos de un establecimiento famoso por sus croquetas. Miembros del gremio de pescadores, como curiosidad, habrían fundado una Hermandad en honor a San Juan Evangelista que en 1542 se fusionó con la cofradía de la Esperanza de Triana. 

En épocas veraniegas, abundaban también las pequeñas embarcaciones entoldadas que podían alquilarse con el fin de realizar una travesía para surcar el río por mero placer, aprovechando las horas de menos calor para merendar o cenar a bordo, siendo una actividad muy valorada por los sevillanos. Además, aunque existía el Puente de Barcas para hacer de nexo de unión entre ambas orillas, era también muy frecuente que se pasase de una ribera a otra en bote, e incluso esto dará nombre a una zona concreta, la Barqueta, donde existiría una especie de servicio para atravesar el río en dirección a Santiponce bordeando la zona de huertas del Monasterio de la Cartuja

Además, el río podía ser también territorio no sólo para actividades legales o de ocio, sino también lugar para el comercio ilícito de mercancías al margen del control de las autoridades y sus tasas e impuestos,  sobre todo con embarcaciones de menor tamaño como almadías, lanchones o gabarras. El contrabando, incluso de moneda, auspiciado por la creciente corrupción del sistema, estuvo a la orden del día, raras veces erradicado y siempre en manos de individuos que veían en él una forma rápida de enriquecimiento pese al inevitable riesgo que suponía el verse descubierto, capturado, juzgado y sentenciado.

Sin embargo, en 1635, como estudiaron Joaquín Guichot y Manuel Chaves, en las aguas del Guadalquivir, entre Sevilla y La Algaba, pudo detectarse la presencia de otro tipo de delincuentes, mucho más peligrosos que los simples contrabandistas: piratas. En efecto, durante el verano de aquel año se detectó la presencia de un lanchón a remos con una tripulación que no llegaba a la veintena de hombre, todos ellos "de rudo aspecto y fiera catadura", armados hasta los dientes, quizá con alabardas, hachas o pistolones y trabucos, lo que unido a sus muy violentos modos habría hecho que lograsen su propósito de conseguir cuantioso botín y daño tras el realizar desembarcos selectivos y por sorpresa en zonas habitadas y ribereñas, saqueando caseríos, desvalijando molinos y asaltando haciendas con gran crueldad, violando a jóvenes doncellas y dejando un desolador panorama de muerte y destrucción. 

Ante la alarma creada entre la asustada población de aquellos lares, las fuerzas de orden público del momento, embarcadas también para la ocasión, tuvieron en su punto de mira hasta en dos ocasiones la susodicha jábega, pero los piratas de agua dulce eran buenos conocedores de los vericuetos, meandros y ensenadas del río y supieron bogar a zonas recónditas, hasta que finalmente pusieron proa en dirección a Sanlúcar de Barrameda, quedando con un palmo de narices los alguaciles que les perseguían.

Una vez en tierras sanluqueñas, la banda de saqueadores decidió separarse y aguardar a que todo se calmase para retomar sus fechorías, lo que sirvió para que el Asistente de Sevilla, García Sarmiento de Sotomayor, conde de Salvatierrra, descubriera que dos de sus miembros no sólo habían retornado a nuestra ciudad, sino que se hallaban escondidos clandestinamente en la Huerta del Rey, actual zona de la Buhaira, entonces refugio para delincuentes y encuentros furtivos. En una rápida operación, ambos malhechores fueron capturados y encadenados, siendo llevados a la Cárcel Real donde no tardaron en ser juzgados y condenados a la pena capital de muerte en la horca.

Cuando todo estaba previsto para la ejecución de la sentencia, el Tribunal de la Inquisición requirió a los dos reos para interrogarlos porque habían de "declarar cosas de fe", lo que exasperó al Asistente que veía cómo podía irse al traste su planeada pena de muerte si entregaba a los convictos al Santo Oficio. Hombre de recursos y nada asustadizo ante la posible reacción de la autoridad inquisitorial, ordenó proseguir con lo previsto como si nada, con el visto bueno de la Real Audiencia, colocando guardia armada en la cárcel y apropiándose de sus llaves para impedir la salida de los dos presos; la respuesta desde el Castillo de San Jorge no se hizo esperar: el verdugo encargado de la ejecución de la sentencia quedó arrestado y el Asistente y su Teniente Mayor, excomulgados, lo cual, en aquellos tiempos, no era moco de pavo.

Pero no quedó el suceso ahí, ya que el marqués de Salvatierra, obcecado en su idea, ajeno a la excomunión y haciendo caso omiso lo que ocurría, ofreció la libertad a un mulato que estaba sentenciado a galeras a cambio de ejercer como verdugo, y el 19 de noviembre fueron colgados los dos piratas de una de las rejas altas de la cárcel, quedando posteriormente izados en la horca instalada en la plaza de San Francisco, sus cuerpos expuestos como escarmiento y descuartizados al día siguiente para ser expuestos en la zona de San Telmo como, nunca mejor dicho, "aviso a los navegantes". Poco después fue capturado en Antequera otro de los tripulantes de la embarcación pirata, y en esta ocasión Salvatierra se apresuró a ordenar que, apenas arribado a Sevilla, se le ahorcase sin más dilación,  no fuera a ser que de nuevo la Inquisición quisiera husmear en el asunto. Ni que decir tiene que tras todo aquel embrollo de jurisdicciones y muertes, la actividad pirata en el Guadalquivir cesó como por ensalmo, pues ya no vuelve a tenerse noticia de ella en lo sucesivo.

Como muestra o pincelada del carácter indómito del Asistente, Joaquín Guichot contaba que un año antes un grupo de frailes había intentado infructuosamente descolgar por dos veces a un ahorcado para darle cristiana sepultura, pero se les ordenó que por dos veces volvieran a colocarlo en la horca y  permaneciera en su sitio, incluso añadiéndosele cadenas y un candado para evitar que fuese de nuevo retirado sin permiso. Este tipo de comportamientos tan expeditivos, enérgicos y puede que hasta excesivamente autoritarios, debieron agradar muy mucho a la Corona, ya que a la postre nuestro Asistente abandonó Sevilla rumbo a Indias, donde ostentaría los  nada despreciables puestos de Virrey de Nueva España y, posteriormente, del Perú.

 

Por cierto, ya que hablábamos de barcas y barqueros en el Guadalquivir, se nos quedaba en el tintero el famoso Barquero de Cantillana, quien allá por el siglo XIX decidió echarse al monte tras dar muerte a un hombre en su pueblo y convertirse en bandolero, dando lugar a la legendaria figura de Curro Jiménez, pero esa, con permiso de "El Algarrobo", "El Estudiante" o "El Gitano", esa ya es otra historia.

29 enero, 2024

El Verdugo y las Doncellas.

No lejos de la Puerta de la Carne, sumergida como tantas en el constante trajín de multitud de turistas acarreando maletas, encontraremos una calle sin aparente historia, en la que tuvo su morada un personaje digno de mención por su siniestra forma de ganarse la vida; pero como siempre, vayamos por partes.

Foto Reyes de Escalona.

Entre la calle Santa María la Blanca, pasando por Cruces, y terminando en un callejón sin salida, la calle Doncellas es quizá muchos más conocida por su famoso Horno del mismo nombre, muy apreciado por el gran público por sus regañás y torrijas en fechas cuaresmales que por su propia historia. Poco se sabe del origen del nombre de esta calle, aunque quizá se deba a que allí vivieran jóvenes con esa condición de doncellas o a la presencia de alguna casa propiedad de algún tipo de fundación o hermandad que tenía como objetivo el cuidar de dichas muchachas proporcionándoles dotes con las que contraer matrimonio.

Foto Reyes de Escalona. 

Estrecha y sinuosa, ahora con numerosos negocios de hostelería orientados al omnipresente turismo, posee algunos edificios del siglo XIX, con la curiosidad de que finaliza en una zona sin salida, tras atravesar otras calles como Mariscal, llamada Trasbolso antiguamente por encontrarse a la espalda de la casa palacio del banquero Pedro de Morga, arruinado en el siglo XVI, y también  Cruces, ambas también muy angostas y llenas de encanto. En el caso de la Plaza de las Tres Cruces, indicar que fue creada en 1942 tras la demolición de una escueta manzana de casas, colocándose tres fustes de columnas con las correspondientes cruces, cercadas por una verja de forja e iluminadas por faroles. Durante un tiempo la zona se denominó de los Cuatro Vientos, aunque González de León afirmaba que ello se debía a: 

"Costumbre viciosa y sin ninguna significación como sucede con la presente, que ni aun el nombre de calle merece por el pequeñísimo tamaño, porque  no sólo está a cuatro vientos pero ni uno, pues es una continuación algo más ancha de la calleja angostísima de las Tres Cruces o Cruces Verdes".

El escritor Alfonso Álvarez-Benavides, en sus Curiosidades Sevillanas, libro rescatado del olvido en 2005 con una cuidada edición de la Universidad realizada y prologada por el malogrado profesor Alberto Ribelot, mencionaba que en esta calle de las Doncellas vivió en aquellos tiempos, finales del siglo XIX, un oscuro personaje: un verdugo. 

Efectivamente, en el número 13 de la calle Doncellas tuvo su domicilio durante un tiempo José Quintana Caballero, sujeto, como afirma el propio Álvarez-Benavides no mal parecido, de elevada estatura y aspecto aseado, con buen hablar y desenvuelto, de manera que podría confundirse con alguien de posición holgada, ya que lucía valiosos anillos de oro y brillantes, vestía de negro, peinaba sus cabellos de manera atildada y usaba elegante bigote. El escritor afirma haberlo conocido en Córdoba en 1891, con motivo de la ejecución del condenado José Cintabelde Pujazón, el famoso Pepillo Cintas Verdes, autor de los llamados crímenes del Jardinito, acaecidos en un cortijo el 27  de mayo de 1890 y en el que encontraron la muerte varias personas, dos niñas incluidas, todo por un botín destinado a comprar entradas para una corrida de toros de la feria cordobesa. 

Con un sueldo de 24 reales diarios, como verdugo cobraba además 40 pesetas en concepto de derechos, que incluían, cosas de aquellos tiempos, la construcción del patíbulo, la hopa o ropajes que había de vestir el reo, sin olvidar otros elementos como las cuerdas con que atarlo llegado el fatídico momento, todo ello con el "plus" de cobrar el doble los días que tenía que ejercer su tremenda función. Como se ve, un puesto de trabajo bien remunerado aunque sus funciones no pudieran ser más odiosas. 

Foto Reyes de Escalona.

Al parecer nacido en Madrid, Quintana era llamado a otras poblaciones para cumplir con su cometido, habiendo acudido a Villanueva del Río para ajusticiar a dos sujetos condenados a la pena máxima por el asesinato de una pareja de la Guardia Civil, a Osuna, para dar muerte a Ventura Medina, autor de varios homicidios y a localidades como Murcia, Albacete, Pozoblanco, Jerez, Granada o Cádiz. El propio Álvarez-Benavides relataba así su encuentro con este ejecutor sevillano, que usaba para su cometido el llamado Garrote Vil: 

"Cuando en Córdoba conocimos y hablamos con Quintana en virtud de nuestra misión como corresponsal de un diario sevillano, aquel no tuvo inconveniente en mostrarnos las máquinas destinadas para las ejecuciones; llevaba dos, perfectamente lustrosas y ensebadas, como demostró a nuestra vista haciéndolas girar, pesa cada una once kilos, y la correa que ha de sujetar al reo es de grandes dimensiones y sumamente fuerte. 

José Quintana nos manifestó que el día antes de las ejecuciones y aquel en el que se verifican, no puede ni comer ni dormir, por las impresiones que recibe, y que en su opinión, los reos no sufren nada, dada la prontitud con que la máquina concluye la vida de los ejecutados. Nos basta con que Quintana nos lo asegure. "

Por lo que hemos averiguado, Quintana seguía en activo aún en abril de 1905, ya que se le menciona en reseñas de la prensa local sevillana siendo movilizado para realizar su cometido en Cádiz (habría cobrado mil pesetas en concepto de salario, dietas y gastos para el montaje del cadalso) para hacer cumplir la condena a pena de muerte impuesta a Antonio Vega Romero por delitos de homicidio, robo e incendio. Debido a su fama y problemas con sus vecinos, Quintana tuvo que mudarse, dejando la calle Doncellas para marcharse a la calle Imperial número 19, esquina con Lanza, y a partir de ahí se le pierde la pista sobre su vida, pero esa, esa ya es otra historia. 

22 enero, 2024

Escarlata O´Hara y Sevilla.


¿Qué tienen en común los actores Vivien Leigh y Clark Gable con la antigua calle de la Muela? ¿Y un antiguo teatro del siglo XVIII con la refrigeración? En esta ocasión, nos vamos al teatro, o mejor, al cine, o a ambos, para descubrir dónde y cómo tuvo lugar el estreno en Sevilla de una de las mejores películas del llamado Séptimo Arte; pero como siempre, vayamos por partes. 

Foto Reyes de Escalona.

En el siglo XVIII, casi al lado del convento de San Acasio, de religiosos agustinos, fundado en 1634, luego oficina de Correos y actual sede del Círculo de Labradores, se inauguraba el llamado Teatro Principal, en una tesitura histórica en la que la prohibición de representar obras teatrales se estaba relajando, junto con la llegada de las primeras óperas italianas. El edificio, realizado de manera modesta y con estructura en madera, se levantó en la calle de la Muela, llamada O´Donnell desde 1860, sobre cocheras y solares del marqués de Guadalcázar, siendo gestionado por el matrimonio italiano formado por Lázaro Calderi y Ana Sciomeri, afincados en Sevilla bajo la protección del entonces Asistente conde de Fuente-Blanca, a la sazón cuñado del entonces todopoderoso Manuel Godoy, favorito y valido del rey Carlos IV.

Como constató Chaves Rey, el teatro Principal comenzó su andadura la tarde del 17 de octubre de 1795, representándose en esa ocasión una comedia: El Maestro de Alejandro. Desde el mismo momento de la inauguración la polémica estaba servida, ya que inmediatamente comenzó a alzarse, valga el símil, todo un coro de voces ultraconservadoras, la mayoría de procedencia eclesiástica, que criticó duramente la apertura de dicho teatro por, se afirmaba, los posibles peligros y riesgos para la moralidad que allí podrían conjurarse, (Hombre y mujeres juntos, ¡Qué escándalo!), frente a todo un grupo de acérrimos defensores de las artes escénicas que lo apoyaron devotamente. 


Escenario, nunca mejor dicho, de los vaivenes políticos de su época, en junio de 1823, durante las algaradas ocasionadas por violentos grupos proabsolutistas, el propio teatro vio derribadas sus puertas, destrozada su decoración e incendiado su patio de butacas y escenario, lo que habría sido una auténtica catástrofe de no ser por la intervención oportuna de personal del propio teatro que logró atajar las llamas. Tras estos destrozos, el teatro siguió funcionando hasta que finalmente fue derribado, construyéndose un nuevo edificio, de mayor empaque y riqueza siguiendo las trazas del arquitecto municipal Melchor Cano en 1834, reinaugurándose en 1840 con un aforo para 1.200 personas, y reformándose en 1858 por Suárez Garmendia; se dice que de esa etapa dataría la cubierta metálica o "montera" atribuida tradicionalmente a Gustav Eiffel y que aún se conserva. 


El año 1914 será clave para el Teatro Principal, ya que sus propietarios, al ver que no podía seguir compitiendo con otros espacios como los vecinos San Fernando o del Duque, decidieron reconvertirlo en café-teatro: la Gran Sala Kursaal, lugar de encuentro para los principales artistas y orquestas de aquellos años, sin olvidar su famosa pista de baile que solía reunir a la flor y nata de la alta sociedad hispalense. Cabaret en 1927, el Jueves Santo de 1932 el Kursaal fue escenario, valga la expresión de un suceso: fue lanzada una piedra desde los balcones del propio Teatro contra el Paso del Cristo de las Penas de la Hermandad de la Estrella, única cofradía que decidió realizar Estación de Penitencia aquella Semana Santa. El pedrusco, según el periódico El Liberal:

"Dio en el ala derecha de uno de los ángeles del Paso, desprendiéndola de la escultura. Al rebotar el trozo de ladrillo cayó sobre la cabeza del soldado del regimiento de línea número 9 Ginés Sirvente, causándole una contusión. El soldado herido, que se dio cuenta de dónde partió la agresión, detuvo en unión del guardia Félix Carrillo al autor del hecho, llamado Manuel Fernández Rosa, de 35 años de edad y con domicilio en calle Alfarería 134"

Clausurado finalmente en 1935,  a los pocos años, en plena posguerra, abrió de nuevo como Teatro Cine Palacio Central, no tardando en convertirse en una de las salas de proyección más importantes de la ciudad, y la preferida por muchos cinéfilos. Con entrada por Sierpes y calle Pedro Caravaca, el nuevo Cine debuta como lugar de proyección en 1941, con sus elegantes butacas forradas de terciopelo y su grupo de acomodadores uniformados. Dos años antes, en 1939, se había producido el estreno de la película "Lo que el viento se llevó", la gran superproducción hollywoodiense basada en la novela de Margaret Mitchell, dirigida por Victor Fleming que plasma durante sus cuatro horas de duración cómo el Sur de los Estados Unidos sufre la Guerra de Secesión, con un elenco de artistas encabezado por la británica Vivian Leigh, Olivia de Havilland, Leslie Howard y por supuesto, el gaditano Clark Gable; no, nos equivocamos, no es que el actor que interpretó al famoso Rhett Butler naciera a la vera de la Caleta, sino que vio la luz en el norteamericano pueblo de Cadiz, en el estado de Ohio allá por 1901.

Cosas de la censura de la época, dicha cinta, que había triunfado en todo el mundo, todavía no se había proyectado para el gran público en España, hasta que, por fin, a comienzos de marzo de 1951 la prensa local sevillana anunciaba su ansiado estreno en Technicolor en el Cine Palacio Central como único lugar para dicha proyección, con campaña publicitaria de promoción incluida que hasta sirvió para organizar una cena para los periodistas hispalenses organizada por la productora Metro Goldwyn Mayer y los dueños del entonces Cine Palacio Central, Diego y José María Salmerón, cita en la que se alabaron las cualidades cinematográficas de la película:

"A los postres, el presidente de la Asociación de la Prensa, señor Resa, en nombre de los periodistas dio las gracias por el agasajo a la vez que hizo una brillante apología de "Lo que el viento se llevó", destacando lo certero y simbólico de este título.

El señor Javaloy, llegado expresamente a nuestra ciudad para preparar este estreno, pronunció asimismo unas palabras de saludo a la Prensa sevillana, destacando los méritos singularísimos que concurren en esta extraordinaria película. Señaló igualmente que la copia que se proyectará en Sevilla es totalmente nueva y que no ha sufrido el corte de un solo fotograma original".


Durante las semanas previas al estreno, en aquella Cuaresma de 1951, la prensa local no dudó en deshacerse en elogios sobre "Lo que el viento se llevó", creándose una creciente expectación; hay que tener en cuenta que tras la Semana Santa, entonces en el llamado Sábado de Gloria, tenía lugar el estreno de nuevas cintas tras los días de penitencia y austeridad, de modo que el Cine Palacio Central programó para el 24 de marzo hasta tres pases diarios a las 11:15 de la mañana, 17:45 y 10:15, teniendo en cuenta la duración de cuatro horas del film. Las taquillas permanecieron abiertas todo el día con los mismos precios para las entradas, la más barata, 15 pesetas, admitiendo encargos y reservas de fuera de Sevilla. Hubo largas colas para adquirir localidades para todo un fenómeno cinematográfico que en pocas semanas alcanzó el millón de espectadores en toda España, o al menos, eso decía la propaganda difundida al efecto.

Ni que decir tiene que las críticas tras el estreno fueron unánimes alabando la calidad de la película, la actuación de sus intérpretes y lo logrado del diseño de producción, como indicaba el crítico de cine que firmaba con el seudónimo de "Jota" en una reseña en el periódico "Sevilla: diario de la tarde": 

"Sentimos de veras no disponer de más espacio. Nos pasaríamos gustosamente hablando de esta película el mismo tiempo que dura su proyección, y quizá no sea demasiado si se pretende desmenuzar los valores de todo género que ha sabido reunir en ella ese extraordinario director que es Victor Fleming.

Baste decir,, como final, que en nuestro entusiasmo de espectadores no hemos dejado de considerar la emoción incomparable que sentiría la malograda Margaret Mitchell al contemplar cómo los personajes que ella había creado encarnaban mágicamente en esos geniales artistas que son Clark Gable, Vivien Leigh, Olivia de Havilland, Leslie Howard..." 


Con el paso de los años, y tras incluso ostentar el honor de ser el primer cine refrigerado de la ciudad, el Palacio Central cerró definitivamente sus puertas en 1982, siendo sustituida su actividad por la del Centro Andaluz de Teatro, que también terminó por suspender sus actividades allí y trasladarse, creemos, al recién estrenado espacio escénico de la antigua Expo 92; el antiguo edificio, que posee viviendas también (en una de ellas falleció el torero Rafael el Gallo el 25 de mayo de 1960), quedó en estado de abandono hasta que fue profundamente reformado en 2003 y ahora está ocupado por una conocida tienda de moda femenina que ha conservado poco, muy poco del teatro o cine primitivo, quizá las galerías superiores y la cubierta metálica, pero esa, esa ya es otra historia.


15 enero, 2024

Un fraile sevillano en el País del Sol Naciente.

En esta ocasión nos vamos a conocer una calle, como casi siempre, pero ella nos va a servir para descubrir por qué recibe el nombre de un monje beato que sabía japonés y que llegó a conocer al mismísimo Papa antes de ser martirizado; pero como siempre, vayamos por partes. 

Entre las calles Escoberos y la Resolana se sitúa la calle Fray Luis Sotelo, ubicada en un espacio muy próximo al desaparecido recorrido del recinto amurallado almohade. Es ciertamente poco conocida y en ella, aparte de diversos comercios, un supermercado ubicado en el antiguo Cine Bécquer, un bar y una clínica dental, sobresale el número 4, con fachada también a la calle Bécquer, edificio realizado por el arquitecto navarro Jesús Yanguas Santafé allá por 1915; curiosamente Yanguas, que falleció en Madrid en 1951, era cuñado del poeta Luis Cernuda, al estar casado con su hermana Ana y además gran melómano, llegando a presidir la Sección de Música en el Ateneo de Sevilla. El tramo entre Bécquer y Escoberos se abrió en el siglo XIX, mientras que el siguiente, que desemboca a Resolana, se configuró en 1915 a partir de unos solares cedidos por el industrial Luis Piazza.


¿A qué se debe el nombre de Fray Luis Sotelo? Nuestro personaje habría nacido en Sevilla en el seno de una familia noble y poderosa, siendo el segundo de los hijos de Don Diego Caballero de Cabrera y Doña Catalina Niño Sotelo de Deza. Don Diego era Caballero Veinticuatro, lo que indicaba su influencia y capacidad para los asuntos ciudadanos y pertenecía a un linaje acostumbrado al comercio más allá del Atlántico. Los historiadores no se ponen de acuerdo en cuanto a su fecha de nacimiento, ya que para unos habría sido el 6 de septiembre de 1574 y para otros, como el investigador Angel Schlatter, gran conocedor de su trayectoria, habría sido bautizado un año antes, en concreto el día 24 de octubre de 1573. 

Con una profunda vocación religiosa inculcada por su piadosa madre, era el segundo de sus hermanos no hay que olvidarlo, Luis marchará a Salamanca para su formación universitaria pero a la postre ingresará en la orden franciscana, profesando como monje. Animado por su espíritu inquieto, su ejercicio religioso le llevará muy lejos, a Filipinas, donde se empleará denodadamente en la conversión al cristianismo de no pocos individuos, lo que unido a penitencias, oraciones y ayunos le hará ser admirado por muchos en aquellas tierras.

A comienzos del siglo XVII, Fray Luis Sotelo decidirá cambiar de aires, desembarcará en Japón y en 1610 entrará en la corte del Shogun de Yedo, donde conocerá y tratará a un personaje que marcará su vida: Daté Masamune, apodado "Dragón de un solo ojo" por la falta de uno de sus ojos, uno de los señores feudales más importantes de aquella zona nororiental y fundador de la ciudad de Sendai. Bautizado a la fe cristiana, todo un logro para un simple franciscano, su conversión abrirá toda una serie de posibilidades, y fruto de todo ello será la organización de una delegación japonesa, llamada Embajada Keicho, que entre 1613 y 1620 pondrá rumbo a Europa, pasando por Sevilla y Madrid con destino a la Roma Papal, donde se pretendía conseguir el envío de más misioneros al reino de Masamune y, de camino, abrir vías comerciales con la monarquía española a través de Filipinas. 

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Como ha destacado el archivero Marcos Fernández Gómez en un interesante artículo, el desembarco en tierras españolas del galeón "San José" con su pasaje asiático tuvo lugar en el verano de 1614 y en Sanlúcar de Barrameda, siendo atendido debidamente por el Duque de Medina Sidonia, quien les proporcionó dos galeras para remontar el Guadalquivir y alcanzar Coria del Río y partir por tierra hasta Sevilla.

El 30 de septiembre de 1614, lo narra Chaves y Rey, el Cabildo de la ciudad hispalense se vio sorprendido por la llegada de una misiva indicando la llegada de la delegación diplomática procedente de Japón; el entonces Asistente, Diego Sarmiento, conde de Salvatierra dispuso los preparativos para su alojamiento, preparando al efecto una serie de aposentos en los Reales Alcázares y delegó en Diego de Caballero de Cabrera, hermano de Fray Luis Sotelo para que hiciera de anfitrión de tan ilustres huéspedes. Con lo que no se contaba era con que la comitiva se vería acompañada por una multitud que llegó a estorbar el tránsito cuando se alcanzó el trianero Puente de Barcas en la tarde de aquel 23 de octubre, cuando  tuvo lugar la llegada de la extraña comitiva, que llamó la atención por las vistosas y extrañas armaduras y armas que portaban. Recibidos y agasajados  en las casas consistoriales, el embajador japonés Hasekura Tsunegaga, un capitán samurai, hizo entrega al consistorio de una carta firmada por su señor Masamune (conservada aún en el archivo municipal) y de una espada (katana) y daga que por desgracia no han llegado hasta nuestros días.

La hospitalidad sevillana se tradujo en una estancia de varias semanas en la que no faltaron banquetes, visitas a monumentos y asistencia a teatros y fiestas, pese al maltrecho estado de las arcas hispalenses. Fray Luis Sotelo, por su parte, ejerció de intérprete y de valedor de la causa cristiana japonesa,  adoptando un papel más que protagonista en aquellos días, ya que movió influencias e hilos para lograr que se escuchase su proyecto, destinado a conseguir misioneros para Japón y, a la vez, abrir vías comerciales entre Europa y Asia, algo con lo que portugueses y holandeses no estaban muy de acuerdo, lógicamente.

Hasekura y Fray Luis Sotelo dialogando. Pintura en la Sala Regia del Palacio Quirinal. Roma.
 

Tras partir en dirección a Córdoba, visitar Toledo, alcanzar Madrid donde la embajada fue recibida por el rey Felipe III y  Hasekura fue solemnemente bautizado en el Monasterio de las Descalzas Reales con el nombre de Felipe Francisco y dirigirse a Roma, la embajada logró, al fin, audiencia con el Papa Paulo V aunque según las crónicas el resultado de dicho encuentro no dejo de ser meramente ceremonial, lleno de buenas intenciones pero sin llegarse a decisiones concretas en lo referente a la mejora de la estructura eclesiástica nipona o a la deseada aprobación papal de la apertura de nuevas rutas mercantiles. Tocaba regresar. El embarque en Sevilla se realizó con un contingente menor al que arribó dos años antes, ya que Hasekura y parte de su acompañamiento alegaron motivos de salud para permanecer temporalmente en tierras sevillanas, concretamente en la localidad de Espartinas, no lejos de Coria del Río, donde la tradición establece que el apellido Japón tiene su origen en aquellos que prefirieron quedarse a soportar los riesgos de una nuestra travesía transoceánica. 

¿Y Fray Luis Sotelo? Nuestro buen franciscano se despidió de Sevilla y partió hacia Japón con el resto de la exigua expedición, arribando a Filipinas en el verano de 1620; allí tuvo noticias del brusco cambio producido en Japón, donde había comenzado la unificación religiosa que conllevaba la persecución de los cristianos, algo que desaconsejaba que partiera hacia allí. Haciendo oídos sordos de la prohibición japonesa, Fray Luis, sin vestir el hábito franciscano y en unión de dos conversos japoneses, se embarcó en un navío chino con rumbo al país del Sol Naciente, con tan mala fortuna que el capitán del buque mercante lo delató ante un juez al desembarcar cerca de Nagasaki. Apresado y condenado en Omura, el 25 de agosto de 1624 morirá ejecutado en la hoguera en unión de sus compañeros mártires, el dominico Pedro Vázquez de Santa Catalina y el jesuita Miguel Carballo.


 Así terminaba la aventura japonesa de Fray Luis Sotelo, que sería beatificado por Pío IX en 1867 en atención a sus méritos como misionero y difusor de la fe cristiana en el Lejano Oriente, y quizá coincidiendo con su elevación a los altares fue cuando la ciudad honró su memoria dando su nombre a esta calle macarena; por su parte Hasekura, que regresó finalmente a su tierra, morirá y será sepultado sin que se sepa a ciencia cierta en qué lugar se halla su tumba, aunque una estatua suya en Coria del Río recordará siempre su presencia en nuestras tierras, pero esa, esa ya es otra historia.

08 enero, 2024

Correduría.

A medio camino entre la Alameda y Feria, calle popular, cofradiera y cabalgatera, en esta ocasión nos vamos a conocer un lugar lleno de ajetreo y ciertamente afectado por el tráfico rodado. Pero como siempre, vayamos por partes. 

Foto Reyes de Escalona.

Entre las confluencias de Feria y Guadiana y la de Quintana, Torrejón, Barco y Joaquín Costa, la calle Correduría poseía dicho nombre desde tiempos inmemoriales, aunque los arqueólogos que han realizado diversas prospecciones en  esa zona han comprobado que la cercanía del río y la antigua zona pantanosa de la actual Alameda habría provocado que hasta el siglo XV no se hallan encontrado restos de construcciones. En aquel sentido, durante años fue zona víctima de las inundaciones, llegándose a alcanzar en algunas ocasiones el metro sesenta de altura en cuanto a nivel del agua. 

Por su parte, los historiadores no se ponen de acuerdo en el por qué de dicha denominación de Correduría; algunos estiman que se debería a la presencia en dicha vía de algunos miembros del gremio de Corredores de Lonja (aunque radicarían algo alejados de su zona de influencia en el centro de la ciudad), mientras otros, como Santiago Montoto apuntan a que el término sea una corrupción de otra palabra, "Correeros", ya que en 1310 hay noticia de hallarse aquí la corporación de los fabricantes de correas. Este mismo autor, como curiosidad, constató que ya el 2 de marzo de 1416 el maestro armero Gil Martínez hizo donación mediante escritura otorgada ante el escribano público Bernal Fernández, de una casas en la Correduría al hospital de Santa María.

Con este nombre se ha mantenido durante largo tiempo, aunque entre 1916 y el año 2000 modificó su apelativo por el de Doctor Letamendi, en honor al catedrático de patología José de Letamendi y de Manjarrés, atendiendo con ello a una petición formulada por la Facultad de Medicina de Sevilla. Ingenioso y entusiasta, el Doctor Letamendi se caracterizó por sus amplios conocimientos no sólo en medicina, sino también en poesía, periodismo, economía e incluso música, ya que llegó a componer una Misa de Réquiem. Todo ello, unido a su carácter humilde y poco dado a honores, hizo de él un personaje admirado y prestigioso, falleciendo en Barcelona en 1897 tras haber ocupado diversas cátedras médicas y puestos políticos de importancia. 

En torno a mediados del siglo XIX la Correduría amplió su nombre al absorber la zona conocida como Plaza de Nuestra Señora de la Europa, Pasaderas de la Europa, o lisa y llanamente, la Europa, erigida así en honor a una imagen de la Virgen con el Niño en brazos que figuró durante años en un retablo dentro de una pequeña capilla pública en dicho sector, contando con Hermandad propia desde el siglo XVII y que con posterioridad pasó a recibir culto en la parroquia de San Marín, donde aún permanece. 

No sería el único aspecto devocional en esta calle, ya que un azulejo colocado en 1999 en el número 59 recuerda la piadosa tradición sobre la fundación, en estos terrenos del llamado Hospital de la Expectación o de la O, por parte del rey Fernando III el Santo, luego en manos del gremio de pellejeros, germen de la devoción a la Esperanza Divina Enfermera. Casualidades del destino, poseyó importante hermandad propia a la que perteneció el cronista Diego Ortiz de Zúñiga y que tras pasar diversas vicisitudes quedó fusionada en 1981 con la cofradía de la Sagrada Lanzada, quien celebre solemnes cultos y procesión anual en su honor cada mes de octubre. 

Su cercanía a la Alameda le ha supuesto ventajas e inconvenientes a lo largo de su historia, ya que a comienzos del siglo XX se benefició del ambiente popular y castizo de aquel sector, con numerosas tabernas (como la cercana y desaparecida de Las Siete Puertas) en las que incluso floreció la afición carnavalera y las conocidas Murgas de los años veinte y treinta, formadas por personajes populares llenos de gracejo y guasa como Carabolso, Regaera, Manolín, Escalera o Panseco, por citar a algunos de los más conocidos en aquellos años. 

Aparte de tabernas, en Correduría abundó el comercio tradicional, con diversos establecimientos como por ejemplo la zapatería La Colmena, Calzados Elda (donde después estuvo La Ilustre Víctima), la Farmacia de José Sánchez o Rodríguez y Martínez, en el número 11, abierto en abril de 1922 y cuya publicidad indicaba en la prensa local que: 

"Habrá un surtido tan extenso como variado y elegante, no solamente en trajes y blusas para señoras y niñas, sino tambien en géneros para primavera, jerseys y echarpes de seda, gran moda, géneros de punto y medias de seda para señoras y calcetines de seda para caballeros, cuyos precios, por sus cualidades han de llamar poderosamente la atención."

En 1906 los vecinos de la calle comenzaron una campaña en la prensa local para lograr que se les colocase alumbrado eléctrico, a semejanza de lo que había ocurrido en la cercana calle Amor de Dios, sin olvidar que, como comentamos antes, dada su situación como conexión entre Feria y Alameda, el tranvía fuera un viejo conocido, fuente además de algún que otro susto para conductores y viandantes, como ocurrió en marzo de 1958 y recogió el periódico Sevilla: diario de la tarde:

"Don Juan Sánchez, conductor del auto matrícula de Huesca núm. 2.930 ha denunciado que al partir con su coche hacia la calle Doctor Letamendi, no obstante haber hecho la oportuna indicación la persona que le acompañaba, fue arrollado por el tranvía de la línea núm. 1, coche motor 128, que enganchándolo por una de las aletas, le arrastró unos cincuenta metros, causándole al coche desperfectos de consideración. Por fortuna no hubo que lamentar desgracias personales."

Ni que decir tiene que en fechas navideñas o semanasanteras, la calle Correduría cobra especial protagonismo, al pasar por ella la Cabalgata de Reyes Magos y casi todas las cofradías del sector de la calle Feria, San Julián o San Gil, resultando un lugar más que apropiado para disfrutar del paso de estos cortejos, pero esa, esa ya es otra historia.