En nuestra anterior entrega, comentábamos detalles biográficos sobre la actriz metida a monja Rosa Pérez y de pasada, aludíamos la situación anómala que vivió el teatro en Sevilla durante los siglos XVII y XVIII; durante mucho tiempo, los sevillanos hicieron gala de una enorme afición a los escenarios, sobre todo a las comedias, destacando incluso la presencia de Lope de Vega durante un tiempo en nuestra ciudad o con anterioridad la muy estimada labor como comediante del hispalense Lope de Rueda, autor de infinidad de entremeses o farsas y considerado como el primer actor profesional español de todos los tiempos.
¿A qué teatros se podía acudir a presenciar representaciones? Durante mucho tiempo, fue famoso el llamado Corral de la Montería (1626-1679), ubicado en los Reales Alcázares bajo los auspicios del Conde Duque de Olivares y que gozó de merecida fama por su planta elíptica y el amplio aforo y comodidades con que contó. Un desgraciado incendio lo destruyó en 1692 en plena etapa de prohibición de las representaciones teatrales, por lo que no hubo interés en reedificarlo. Otro corral destacable en grado sumo fue el llamado de Doña Elvira, construido en la antigua Judería en terrenos de los Condes de Gelves y que desapareció "engullido" por la construcción del Hospital de Venerables Sacerdotes en 1632.
Por último, y es el que en esta ocasión centrará nuestro interés, habrá uno situado en la actual calle Alcázares, ejemplo de cómo las autoridades utilizaron el teatro no sólo como entretenimiento para el pueblo, sino para obtener beneficios económicos como veremos a continuación. En 1608 el consistorio de la ciudad hallábase en dificultades económicas; para salir del atolladero, el cabildo sevillano, sabedor de la afición al arte drámatico de muchos, decidió y aprobó la construcción de sendos teatros, para con sus ingresos aumentar los ingresos y sanar las maltrechas arcas municipales. Uno de esos teatros será el de Doña Elvira ya comentado, y el otro en el llamado Corral de los Alcaldes en la collación de San Pedro, que con el tiempo será denominado Corral del Coliseo.
El ayuntamiento buscó también dos modos de conseguir beneficios económicos en ambos teatros, por un lado, con el cobro de la cantidad de ocho maravedís en concepto de entrada para el público, por otro, arrendando la gestión del escenario a comediantes (en el mejor sentido de la palabra) como los conocidos entonces Diego Almonacid, padre e hijo. El corral del Coliseo será alquilado a éste por seis años previo pago de 3.250 ducados anuales, reservándose además el consistorio la gestión particular de catorce "aposentos" (palcos, para entendernos).
Será Juan de Oviedo el encargado de poner en marcha las obras del corral, con varios detalles, descubiertos por Sanchez- Arjona: a un tal Diego del Valle, maestro ensamblador, se le encargó la hechura de 250 sillas de respaldo y 50 taburetes con asientos y respaldos de cuero por importe de 5.450 reales, lo que da idea aproximada del aforo de público sentado, aunque no podemos olvidar que no eran pocos los que presenciaban las representaciones de pie. Además, como quiera que las obras de los vestuarios para los actores habían perjudicado un muro perteneciente a la casa palacio de los marqueses de Ayamonte, se acordó en compensación que éstos tuviran un palco con caracter permanente, contando incluso con su propio acceso desde su vivienda.
El ambiente en estos corrales no es difícil de imaginar: al igual que hombres y mujeres se hallaban separados, (aquellas en la denominada "cazuela" o palco reservado para ellas) también era posible que en cualquier momento surgiera una riña que terminase en duelo a espadas, que abundasen los aguadores y vendedores ambulantes de frutas secas, dulces, aloja o vino o que estudiantes y gentes de mal vivir intentasen "colarse" en el recinto sin abonar la entrada dando lugar a no pocas trifulcas. Si a ello unimos el olor de los candiles o de la cera de las velas (y el olor a "humanidad", no lo olvidemos), la música o el griterío, no es de extrañar que el parecido con una representación de nuestros días sea casi mera coincidencia.
Durante años, el Corral del Coliseo se convirtió en la referencia para los aficionados a la farsa, a la comedia, a los entremeses; en él se pusieron en escena obras de los más afamados autores, cosechando triunfos y fracasos, logrando aplausos o abucheos.
A lo largo de su existencia, el teatro que comentamos sufrió también diversas desgracias en forma de incendio, cosa habitual por otra parte dados los materiales inflamables (telas, maderas, papel...) que se utilizaban en el escenario y la iluminación a base de candilejas o bujías en el proscenio o entre bastidores.
Así, llegamos al meollo de la cuestión. El jueves 23 de julio de 1620, a las ocho de la tarde, finalizando el último acto de la obra "El Rey de los Desiertos" por la compañía de Ortiz y los Valencianos, una vela prendió fuego a unas ramas, pasando las llamas rápidamente al resto de los decorados y de ahí a la techumbre y viguería de maderas, prendiendo y cayendo sobre el aterrorizado público. Podemos imaginarnos el humo, la confusión y los gritos de terror, constatándose muchos más daños por la avalancha humana deseosa de abandonar el corral que por el efecto de las propias llamas. El cronista Joaquín Guichot, allá por el siglo XIX, relataba cómo incluso hubo "amigos de lo ajeno" que aprovechando el tumulto hicieron su agosto sustrayendo joyas y bolsas a no pocas víctimas y heridos en vez de socorrerlos.
El Asistente, conde de Peñaranda, acudió rápido con los socorros necesarios, derribándose dos casas fronteras al foco del incendio para prevenir que éste se extendiera por toda la manzana de casas. Poco quedó del teatro salvo sus cuatro paredes, el fuego permaneció activo hasta las tres de la mañana. Jesuitas de la cercana Casa Profesa y dominicos del convento de Regina dieron los últimos auxilios espirituales a las 16 víctimas mortales. Del cuadro de actores todos se salvaron, excepción hecha del que hacía de la figura del ángel, que se chamuscó todo y del actor que interpretaba a San Onofre quien vió como sus ropas ardían completamente hasta dejarlo casi desnudo, cubriéndose con una mata de yedra por paños menores, de esta guisa corrió hasta su casa, perseguido por un grupo de muchachos, regocijados por la desgracia ajena. Tres niños quedaron huérfanos, pregonándose sus circunstancias ya que eran tan pequeños que no daban razón de sus padres.
Poco a poco, el Corral del Coliseo resurgió de sus cenizas, volviendo a abrir sus puertas, aunque en 1659 se volvió a repetir el suceso y las llamas dañaron seriamente el teatro. Finalmente, en 1679, la autoridad eclesiástica, el arzobispo Ambrosio Spínola, a instancias del predicador Tirso González (quien afirmaba que "no entraría la peste en Sevilla si se desterrasen las comedias") y de Miguel de Mañara, rogó al Cabildo de la Ciudad que prohibiera las representaciones teatrales, prohibición que se logró y se mantuvo por muchos años.
Del primitivo corral de comedias de la calle Alcázares subsiste en la actualidad el edificio, bastante reformado, y convertido en viviendas tras una profunda restauración, en su interior, si algún lector accede franqueando sus puertas, parecen aún flotar los ecos de las representaciones, el murmullo del público, los pregones de los vendedores, el ambiente, en una palabra, que rodea al mundo del teatro...