Aquella mañana de febrero hacía mucho frío en Sevilla. Corre el año 1511. Los rayos de un sol débil y escurridizo comenzaban a derramarse por las murallas de la Macarena. Un centinela, tiritando desde la altura de las almenas, da la voz de alerta mientras señala al norte: "¡Ya llegan!". Por el camino que va hacia San Jerónimo se divisa ya el colorido de los pendones y gallardetes con las armas de Castilla y Aragón junto con un fuerte contingente armado, seguido de gran cantidad de caballerías, carros y carretas; el rey Fernando II de Aragón y V de Castilla, el Católico, entra en Sevilla con un nutrido séquito y multitud de hombres de armas.
El largo viaje le ha llevado hacia el sur por las heladas tierras castellanas, cruzando la provincia de Sevilla desde Guadalcanal a su capital pasando por el Pedroso, Cantillana y Alcalá del Río. Soplan vientos de guerra en el Mediterráneo, pues desde unos años antes se está conformando una poderosa flota con la que el monarca pretende invadir Túnez, deseoso de erradicar de allí al enemigo musulmán de una vez por todas y controlar ese complicado sector de la costa norteafricana.
Viudo tras la muerte de Isabel en 1504, el rey Fernando ha concertado un matrimonio de conveniencia con la joven Germana de Foix, sobrina de Luis XII de Francia, a la que le saca treinta y cinco años de edad, él tiene cincuenta y nueve, ella, veintiuno. Con la nueva reina, aficionada a fiestas y a la gastronomía de su tierra natal, acude a tierras hispalenses una destacada aristócrata castellana como dama de compañía, viuda y prima del rey Fernando por más señas; Teresa, que así se llama, acarrea en su voluminoso equipaje, entre baúles y cajas, un preciado cartapacio que contiene, plegado en varias partes, un pergamino muy especial: nada menos que toda una Bula Papal emitida en la misma Roma de los Papas.
La corte asentará sus reales en Sevilla durante la primavera, el tiempo suficiente para incluso acudir a presenciar la
ya célebre, vistosa y multitudinaria procesión del Corpus Christi, de la que se conservan algunos datos para aquel año, como que el Cabildo de la ciudad pagó 24.390 maravedíes por la colocación de los toldos en las plazas de San Francisco, el Salvador o las Gradas, sin incluir los 1.133 maravedís que costó hacer los hoyos para los postes en las mencionadas zonas. A buen seguro que aquella procesión, con sus danzas, gigantes y Tarasca, tuvo que sorprender a espectadores tan egregios.
Sin embargo, los vaivenes de la alta política, finalmente, obligarán a Fernando el Católico a desechar la idea de la ansiada conquista tunecina en favor de otros
peliagudos asuntos de nivel europeo, de manera que la corte abandonará la ciudad a comienzos del caluroso mes de julio de aquel año. Será la última vez que el soberano aragonés vea Sevilla, pues encontrará la muerte en apenas cinco años.
Pues bien, ¿Quién era esa dama acompañante de la reina que, con el tiempo, acabará mereciendo una plaza con su nombre en Sevilla? ¿Qué texto contenía esa Bula Papal para tener tanto que ver con el Corpus Christi de nuestra ciudad? Como siempre, vayamos por partes.
Teresa había nacido en 1450 y formaba parte de la más alta y rancia alcurnia castellana, no en vano era la hija del gran almirante de Castilla Alonso Enríquez y de María de Alvarado y Villagrán. Tras la muerte prematura de su madre, vivirá una infancia austera y cargada de prácticas religiosas y devotas junto a su abuela, casará a los veinte años con Gutierre de Cárdenas, Contador de los Reyes Católicos, y colaborará con la reina Isabel la Católica durante la conquista de Granada en ayudar a los heridos en los combates en aquellas tierras. Fallecido su marido en 1503, la duquesa viuda de Maqueda optará de buen grado a consagrar su vida ejerciendo la caridad mediante limosnas, fundaciones de hospitales y conventos, empleando para ello todo su patrimonio, algo que no hizo saltar de alegría precisamente a sus hijos. En la villa de Torrijos, en la provincia de Toledo, donde decidirá establecerse, contará con la ayuda del venerable sacerdote sevillano Fernando de Contreras, llevado allí por Teresa Enríquez al saber de su ingente labor en pro de los desfavorecidos en Sevilla.
La propagación de la devoción a la Eucaristía será otra de sus grandes metas. Pasaba horas de oración ante el Sagrario y la tradición sostiene que ella misma exprimía las uvas de las que extraía el vino para consagrar en las eucaristías. Conocedora de la existencia de la cofradía del Santísimo Sacramento en Roma conseguirá que, con la ayuda de sus contactos con la orden franciscana, el mismísimo Papa Julio II en 1508 le otorgue una Bula, la denominada Pastoris Aeternis, que le otorgaba la capacidad de fundar cofradías similares a la romana por donde quiera que fuese, además de numerosos privilegios e indulgencias, siendo denominada por el mismo pontífice como "loca del sacramento y embriagada del vino celestial".
Así las cosas, Doña Teresa llegará a Sevilla con la corte real durante aquel frío febrero, con la bula "bajo el brazo" y merced a su influencia se fundará a partir de 1511 la Cofradía del Santísimo Sacramento del Sagrario de la Catedral, primera hermandad hispalense fundada para dar culto a la Eucaristía, a la que seguirán otras en diferentes parroquias, como el Salvador, Omnium Sanctorum, San Gil, la Magdalena, San Isidoro, Santiago o San Vicente, extendiéndose como fenómeno devocional a toda la provincia y la región.
Precisamente a un lado de la parroquia de San Vicente, entre la calle del mismo nombre y la de Miguel del Cid, ya en 1574 existía una plaza que, como no podía ser menos, recibía el nombre de la mencionada iglesia. De modo extraño, en 1868, con la llegada de la Primera República ese título fue sustituido por el de Plaza de los Godos, sin que se sepa el motivo concreto de tal homenaje a este pueblo germano del noroeste de Europa, aunque curiosamente poco después, en 1876, (se ve que a los munícipes sevillanos les gustaban este tipo de denominacione)s, será bautizada, por poco tiempo, eso sí, como Plaza de Gunderico, en alusión al rey de los Vándalos que la tradición vincula con la parroquial de San Vicente, ya que se supone que el citado monarca tuvo la brillante idea de saquear el templo a caballo, siendo atacado (los cronistas no se ponen de acuerdo) bien por un demonio bien por un rayo, en el momento que intentaba violentar la puerta principal, muriendo "ipso facto", o lo que es lo mismo, en el acto.
Durante siglos la plaza, como tantas otras, funcionó como cementerio parroquial, prueba de ello es la cruz que se sitúa en su centro, y que es copia de la original conservada en el interior de la parroquia, original de 1582 y que fue retirada de su emplazamiento inicial en 1839. La cruz tiene en una cara la imagen de Jesús Crucificado y en la otra una imagen de la Virgen María. Las inscripciones del basamento, son dos, la primera tomada del Libro de las Lamentaciones:
O lo que es lo mismo:
Oh, todos vosotros
que pasáis por el camino,
prestad atención y mirad
si hay un dolor semejante
a mi dolor.
La segunda es la llamada Bendición de San Antonio, casi un pequeño exorcismo para erradicar las tentaciones del Maligno:
Anuncio en 1874. |
Además, la plaza ha visto reducida su superficie por sucesivas ampliaciones de la iglesia de San Vicente, en 1586 para construir la capilla sacramental y la sacristía, en 1761 para ampliar dicha capilla y nuevamente en 1827 por la edificación de otra una nueva capilla. A la postre, en 1919 y siguiendo los ruegos de los feligreses y clero de San Vicente la plaza quedó definitivamente bajo el nombre de nuestra protagonista inicial, Doña Teresa Enríquez, como recuerda un azulejo colocado por las hermandades sacramentales de Sevilla en 1987.
Declarada Venerable por la Iglesia Católica el pasado 23 de marzo, prosigue aún abierto el proceso de beatificación de alguien fallecido en 1529 y cuyo cuerpo incorrupto se conserva en el monasterio de religiosas concepcionistas de Torrijos, localidad en la que dejó una profunda huella religiosa y arquitectónica pero esa, esa ya es otra historia.